1. El despertar

Pasos que se alejan. Una puerta que se abre y queda abierta. Un coche que arranca. Sonido de neumáticos acelerando sobre grava suelta. Y despertó. Aunque igualmente podría haber nacido en ese momento. Sus ojos parpadearon ante la luz que tenía enfrente. Una luz titilante y con el zumbido del neón. Lo cual sólo podía significar que delante de él era arriba. Estaba tendido en el suelo. Y ese no era un buen lugar para estar. Con un rápido movimiento agrupó el cuerpo y lo extendió como un resorte, poniéndose de pie en un único y fluido gesto. Alerta. Pero ¿alerta a qué? Su mente era una masa gris y uniforme. Ni un nombre. Ni un lugar. Ni un propósito. Sólo el instinto de ponerse en pie. Sólo el instinto de estar alerta. Miró a su alrededor.

Una silla que debía de haber estado atornillada al suelo, arrancada de cuajo. Una mesa igualmente atornillada, doblada por un golpe brutal. Una puerta abierta a un pasillo a oscuras. Un espejo en la pared. No un espejo de verdad; uno de los que se utilizan para observar desde el otro lado. Paredes blancas. Suelo de linóleo. Quizás una prisión. Quizás un hospital psiquiátrico. Su mirada se detuvo en la imagen que le devolvía el espejo. Una imagen que le resultaba totalmente ajena, como si con los ojos vendados se hubiese embutido en un disfraz y ahora descubriese sin sorpresa que el reflejo que veía evidentemente no era él. Porque era un él. Metro ochenta. Fibroso. Cabeza rapada. Ojos fríos. Todo ello envuelto en un pijama de hospital manchado de sangre. Cerró los ojos tratando de percibir si le dolía algo. Nada. O al menos nada en su interior, porque en cuanto cerró los ojos y dejó de concentrarse en lo que veía, todo lo demás llegó hasta él.

Lo primero fueron los olores. Olor a sangre en su ropa, pero olor a mucha más sangre en el pasillo, y en lo que había más allá del pasillo. Olor a vísceras expuestas, a bilis y a heces. El olor de la muerte más salvaje. Después, los sonidos. O en este caso su ausencia. El zumbido del cebador de la luz del techo. El rítmico pitido de un teléfono descolgado, probablemente al final del pasillo. Y nada más. No quedaba nadie con vida en el edificio. Contempló de nuevo la imagen del espejo, y el rostro desconocido le devolvió una expresión completamente desapasionada, que reflejaba fielmente cómo se sentía. No tenía miedo. No tenía ansiedad. Ni dudas. Es cierto que tampoco tenía un objetivo, ni un porqué ni un nombre. Simplemente estaba vacío. Era una hoja en blanco. Y en algún lugar al otro lado de la puerta debía de haber alguna respuesta. Así que, moviéndose en completo silencio, la cruzó.

El pasillo no era una tumba. Era un matadero. De un rápido vistazo contó ocho cadáveres. Un enfermero fornido justo al lado de la puerta. Le habían destrozado el cráneo, probablemente contra la mesa del interior de la habitación, para después lanzarlo hacia fuera. Un par de pasos más adelante, un segundo enfermero, al que le habían partido el cuello. Después empezaba la sangre de verdad. Una enfermera. Una doctora. Un celador. Todos ellos muertos por un solo tajo que les recorría de un extremo a otro, horizontal, diagonal o verticalmente. El resultado había sido similar en todos los casos: lo que debía quedarse dentro había acabado fuera. Luego, los intentos de lucha. Tres guardias de seguridad. En realidad, era como leer un libro. El primer guardia había desenfundado su arma, pero demasiado tarde. El asesino le había inmovilizado la mano y le había hecho dispararse con su propia arma en el cuello. Después, utilizándolo como escudo, había avanzado el par de pasos necesarios para llegar hasta los dos últimos guardias y descerrajarles sendos disparos certeros al pecho. Probablemente habría recorrido todo el pasillo en menos de un minuto. Y, tras el pasillo, la puerta de salida.

Todavía sin moverse del umbral de la puerta de la habitación, miró en sentido contrario, hacia el interior del hospital. Tras unos metros de pasillo vacío se alzaba una imponente puerta de seguridad, cerrada herméticamente. Probablemente al otro lado hubiese vida, y demasiado asustados como para salir, estarían hablando con la policía. No tenía mucho tiempo. Pero necesitaba algo. Un nombre. Un objetivo. En silencio, se sumergió en la oscuridad y en el olor a sangre y vísceras del pasillo, en busca de algún despacho abierto. Probó sin éxito la primera puerta a la derecha, pasando por encima del cadáver de la doctora. Cerrada. Luego la primera a la izquierda. Abierta. Justo cuando entraba, a su espalda, el cadáver de la enfermera levantó una mano ensangrentada y abrió inútilmente la boca, pero la mayor parte de sus pulmones eran visibles a través de la amplia abertura de su pecho y no eran capaces de exhalar aire alguno. Tras unos segundos, la mano volvió a descender en completo silencio.

Mientras, en el interior del despacho, encendió la luz y buscó alguna clave en la mesa. Todo el despacho estaba forrado de archivadores, y el ordenador probablemente contuviese una cantidad inmensa de información, así que no podía pararse a investigar. Tenía que utilizar su instinto. Simplemente abrió la primera carpeta de historiales del montón que estaba en una bandeja a la derecha de la mesa. Y en la foto del historial contempló la cara que le había devuelto la mirada en el espejo. No se sorprendió. De hecho, tenía la impresión de que carecía de la capacidad de sorprenderse. Leyó el nombre: Ivo Lain. Ningún acorde especial resonó en su cabeza. Ninguna habitación sellada de su memoria se abrió de repente. Volviendo a la analogía del disfraz, era como si le hubiesen dicho que ese aspecto que no reconocía era de un asalta-ardillas, de un devora-montes, o cualquier otra combinación sin sentido. Ivo Lain. De acuerdo. El historial era grueso, así que se recostó sobre la mesa y comenzó a hojearlo. Fecha de nacimiento. Lugar. Historial médico en la infancia y la juventud. Primeros crímenes. Segundos crímenes. Condenas. Más crímenes. Internamiento indefinido. Estaba claro que no era un buen samaritano. Ivo contempló su reflejo en el cristal de la ventana y no pudo dejar de preguntarse por qué tenía el disfraz de un asesino en serie. No se sentía así en absoluto. Aunque quizás «en absoluto» fuese demasiado rotundo. Tenía claro lo que era: un cazador. Y también parecía bastante evidente que quienquiera que hubiese matado a los trabajadores del hospital era su presa. No necesitaba mucho más, sólo ponerse en marcha.

En realidad, percibió las sirenas de la policía un segundo antes de que fueran audibles. Tres coches avanzando a gran velocidad por la carretera. Cuando llegaron al camino de grava de la entrada, él ya había apagado la luz del despacho y observaba a través de la puerta de doble hoja de cristal que daba al exterior. Tres vehículos significaban al menos seis agentes, armados y prevenidos, y probablemente más en camino. Un enfrentamiento directo era absurdo. Abrió la puerta y corrió a través de la grava. Los coches avanzaban en dirección a la puerta. Una, dos, tres zancadas. Un par de segundos más y los faros del primero le iluminarían directamente, una figura ensangrentada en mitad del camino blanco. Cuatro, cinco, seis, y con el último paso rodó para ocultarse tras un seto bajo, que separaba la zona de grava de la zona ajardinada. Los faros del vehículo barrieron el seto y continuaron hacia la puerta, seguidos de dos juegos de faros más. Ivo aguardó en completo silencio, inspirando con una deliberada calma. Dos puertas se abrieron. Luego otras dos. Y otras dos más. Pasos que se desplazaban por la grava, para colocarse a ambos lados de la puerta. El sonido de la puerta de cristal al abrirse fue la señal que esperaba. Con las seis miradas centradas en el pasillo repleto de cadáveres, Ivo cubrió en unos segundos los metros que le separaban del muro exterior del jardín y saltó apoyándose en la pared. Fue un buen salto. Puede que demasiado bueno, probablemente dos metros y medio o tres, y se sujetó con fuerza a la parte superior. Con demasiada fuerza. Una púa supuestamente de adorno pero despiadadamente afilada le atravesó la palma de la mano de lado a lado. No gritó. De hecho, no sintió dolor, del mismo modo que no le había costado esfuerzo encaramarse a un muro de tres metros de altura. Mientras izaba los pies, tiró con fuerza hacia arriba y deslizó la mano fuera de la púa que la atravesaba. En la escasa luz del patio, contempló el orificio. Podía verse el hueso, al menos durante unos instantes, porque la herida no sangraba y parecía estar cicatrizando. Cuando sus pies tocaron el suelo tras dejarse caer por el otro lado, apenas tenía una cicatriz. Cuando se sumergió en el bosque que se alzaba a cincuenta metros del muro, hasta la cicatriz había desaparecido. Aun así, se paró para observar críticamente el lugar donde antes estaba la herida. Nada. Mientras lo hacía, un furgón de las fuerzas especiales de la policía atravesó la carretera, pasando a apenas veinte metros de su escondite.

Ivo inspiró profundamente. Neumáticos quemados por el frenazo. El vómito de algún policía. Los restos de lo que había dejado en el interior del edificio. Pero no había rastro alguno de su presa. Así que sólo había una opción: avanzar hasta que el rastro apareciese. Así que penetró algo más en el bosque, hasta quedar fuera de la vista de la carretera, y comenzó a avanzar paralelo a ella, esperando que algo le dijese que debía tomar otro curso de acción. Siguiendo su instinto.

2

Olió la gasolina antes de oír las voces. En ese momento Ivo llevaba unos veinte minutos en el bosque, y calculaba que debía de haber cubierto algo más de ocho kilómetros. Si se hubiera aproximado a la carretera, que se extendía completamente recta, como un monumento a la brutalidad del hombre para con la naturaleza, podría haber visto el resplandor de la ciudad nocturna a unos diez o doce kilómetros más, pero no era el momento de abandonar su cobertura. Desde el arcén le llegaban las voces de un par de enfermeros tratando de reanimar a alguien que probablemente ya llevase muerto varios minutos. Accidente mortal. No necesitaba verlo para intuir como su presa, el asesino del hospital, había pasado a toda velocidad, acelerando al máximo una vez que se hubo cruzado con la policía. Probablemente el tipo que estaba muerto condujera cansado tras un largo día, y se hubiese confiado en el largo y recto camino a casa. O quizás el propio asesino decidió añadir otra distracción a su rastro. Un volantazo rápido para evitar una colisión frontal con el otro coche había significado una colisión frontal contra uno de los sólidos robles del borde de la carretera. Fin. Ivo cerró los ojos e inhaló con fuerza los olores que le traía el aire. Sangre y cuero. Gasolina y aceite. Sudor y materiales estériles. No valía la pena acercarse. Volvió a centrar su mirada en el bosque, sumido en la oscuridad pero completamente definido para él, y continuó su carrera infatigable.

Mientras dejaba atrás la zona del accidente y la ciudad iba convirtiéndose cada vez en un resplandor más definido en el cielo nocturno, Ivo fue considerando sus opciones. Debía enfrentarse a la realidad, y esta era que su presa ya estaría oculta entre la masa humana. No había rastro que seguir. Y eso era un auténtico problema, porque si le quitaban la presa, no tenía nada. Un nombre. Su nombre, podía decirse, que correspondía a un asesino en serie. Unas ropas ensangrentadas. Probablemente a toda la policía de la ciudad (¿qué ciudad?) en su búsqueda. ¿Considerarían que él era el responsable de lo sucedido? ¿Su presa sería el auténtico sospechoso? Con total calma aceptó la ausencia de respuestas mientras cubría los últimos kilómetros que le faltaban hasta los polígonos industriales que rodeaban la ciudad. Indudablemente tenía cosas a su favor. No se cansaba. No hacía ruido si no quería. Se curaba a enorme velocidad. ¿En qué le convertía eso? Un cazador. La respuesta le vino de forma natural. Era el Cazador, y tenía que cumplir su misión. Era su naturaleza.

Aminoró el ritmo cuando los árboles quedaron atrás, y la tierra seca fue dando paso a la tierra compacta y luego al cemento que rodeaba las naves industriales. Sin llegar a detenerse, se encaramó y saltó sobre una valla metálica de dos metros y medio. Un perro levantó las orejas y le observó durante unos segundos, pero no se decidió a moverse, y antes de que su indecisión terminase, Ivo ya había alcanzado el almacén que custodiaba y, atravesando un pequeño ventanuco que se abría sobre la puerta corredera principal, desapareció de la vista del animal. A salvo en el interior, exploró sus alrededores sin moverse. Aceite de vehículo, por segunda vez en esa noche. Monos sudados. Jabón barato. Neumáticos. Estaba en un taller.

Desplazándose en silencio entre las herramientas y las piezas dispersas por el suelo, Ivo alcanzó el cuarto que servía de aseo y de vestuario y buscó alguna prenda de ropa de su tamaño y que no estuviese manchada de sangre. La suerte fue relativa, porque lo único que había era monos, y un mono azul manchado de grasa era sólo ligeramente más discreto que un pijama de hospital manchado de sangre. Pero algo era mejor que nada, así que se lo puso. Después cogió las ropas ensangrentadas y las quemó en un bidón con ayuda de algo de gasolina. Era todo lo que podía hacer por ocultar su rastro. Cierto que no temía que le pudiesen encontrar (de hecho, no temía nada; no creía que pudiese albergar ese tipo de sentimiento), pero el instinto le llevaba a cubrir sus huellas todo lo posible. Así que tras deshacerse de su conexión más directa con el crimen del hospital (aparte de su propia persona, por supuesto), encendió una pequeña televisión que había en un igualmente pequeño despacho, y pasó de un canal a otro buscando algún boletín de noticias. Teletienda. Películas antiguas. Vídeos musicales. Más teletienda. Una vidente hablando sola. Al parecer el crimen no era una prioridad para la madrugada televisiva. Y aun así tenía que seguir moviéndose. Sin perder un segundo más, rebuscó en la mesa del minúsculo despacho hasta encontrar una pequeña caja de caudales, que forzó fácilmente con una de las herramientas del taller. Con el poco dinero que había en su interior, abandonó velozmente la nave y penetró en la zona más habitada del polígono industrial.

3

La cafetería abría toda la noche, porque siempre había alguien trabajando en los alrededores. Y allí donde se trabaja, siempre se descansa. Por eso ni los tres clientes ni el camarero prestaron especial atención cuando un mecánico entró algo después de las cuatro de la madrugada.

—¿Una noche larga? —preguntó el camarero.

—No ha hecho más que empezar —contestó el recién llegado mientras se sentaba—. ¿Algo de carne?

—¿Chuleta? ¿Hamburguesa?

—Una chuleta.

El camarero asintió y entró en la pequeña cocina que se abría justo detrás de la barra, y que le permitía mantener vigilado todo el local mientras trabajaba. Ivo estudió a los otros clientes. Un oficinista de unos cuarenta años, con gafas rayadas, camisa arrugada y rostro sin afeitar, que bebía café mientras revisaba con aspecto cansado algún tipo de albarán. Una prostituta transexual no demasiado mayor, que observaba abstraída a la vidente de la televisión, mientras daba vueltas a una pequeña copa de anís. Un conductor de camiones cercano a la jubilación que devoraba una enorme hamburguesa y que alternaba su atención entre un periódico deportivo y los pechos de la prostituta. Todo era irrelevante. Todo era superfluo. Un pequeño zoo de animales sin ningún interés. Pero en alguna parte tenía que haber un impulso que seguir.

—¿Puedes subirle el volumen, guapo? —dijo la prostituta, y el camarero dejó un instante la espátula de cocina para coger el mando de la televisión.

La voz cascada y llena de acento de la vieja vidente llenó el silencio del cansancio y de la noche, e Ivo cerró los ojos para tratar de concentrarse, de sentir la dirección correcta de algún modo. Y al instante los abrió.

—… el cazador ha iniciado su búsqueda —decía la vidente—. Su presa va por delante de él, pero no podrá escapar si encuentra las herramientas adecuadas.

Ivo escrutó la pantalla. Era una cadena local, y una anciana asiática sin ojos (no ciega, sin ojos) hablaba directamente a la cámara mientras tanteaba unas piedras grabadas con runas. De repente dejó de rozar las tabas, e Ivo tuvo la impresión de que fijaba sus cuencas vacías directamente en él, atravesando la pantalla.

—Ahora me escuchas —dijo—. Ahora sabes que puedo ayudarte. Encuéntrame.

Hubo un tenso silencio, que fue roto por la prostituta.

—¿Viste qué loca la vieja? —dijo. Nadie le respondió.

—Ahora, otra llamada —continuó la anciana mientras recogía las piedras y comenzaba a agitarlas.

Ivo sintió que la conexión se había roto.

—Póngame la chuleta para llevar —dijo.

El camarero asintió.

4

Casi en el difuso límite entre los polígonos y el cinturón más exterior de la ciudad, Ivo encontró un locutorio que no cerraba, y en él un ordenador desde el que acceder a internet. No fue difícil encontrar la web de la cadena, pero tampoco resultó muy productivo; tan sólo el nombre de la vidente: Hisako Takahasi. Y el nombre le llevó a un anuncio en una página de contactos de videntes. Y de allí a un teléfono. Así que se terminó la chuleta y llamó desde el mismo locutorio. No sabía si el programa había acabado. No sabía si alguien le respondería a esas horas. Pero era lo que debía hacer. Los timbrazos fueron sucediéndose, pero finalmente alguien descolgó, y le respondió una voz juvenil.

—¿Sí? —Era una voz femenina y desprovista de acento.

—Necesito hablar con la señora Takahasi —dijo Ivo—. Soy su cazador.

Silencio. Ivo aguardó.

—Dígame la dirección, e iré hasta allí —insistió tras unos segundos.

Más silencio. Finalmente, la voz contestó.

—Mi abuela no llegará hasta el amanecer. —Sonaba indecisa y ligeramente temblorosa.

—Esperaré hasta el amanecer entonces.

La chica le dio la dirección y colgó sin esperar a que añadiese nada más. Ivo no sonrió. Su expresión seguía siendo una máscara impasible. No las máscaras de tragedia griega, con la misma expresión congelada siempre, sino con una ausencia total de expresión. Una máscara de plata, que sólo devuelve un reflejo distorsionado e irreconocible del que mira. Indescifrable. Frío. No sentía alegría. Sólo cazaba. Tras imprimir un mapa con la ruta a seguir, abandonó el locutorio. Tenía dos horas hasta el amanecer, y debía encontrar algo de ropa más discreta y tratar de descubrir si le estaban buscando o no.