13. El trato
Llegó con la discreción de una araña de cacería y la sutileza de un rinoceronte en celo.
—Veamos ese trato —dijo el Cazador abriendo de repente la puerta de la azotea—. Empezando por lo que tú o tus amos entendéis por un trato justo.
Frank suponía que vendría pronto, pero no esperaba que tan pronto. Todavía tenía los restos del desayuno por el medio, y no había podido organizar las cosas para dar la apariencia segura y profesional que quería para esa entrevista. Además, esa cosa seguía dándole un miedo de muerte.
—No… No es tan simple, amigo. —Había tartamudeado un poco, pero el «amigo» le había dado un toque profesional, o eso quiso pensar.
—Pues que lo sea.
El cabrón era frío como el hielo y, evidentemente, no pensaba darle un respiro, así que Frank cogió aire, se protegió tras su mejor sonrisa de vendedor, y trató de tomar el control de la conversación antes de que se descontrolase del todo.
—Verás —dijo—, los asuntos importantes, y este es de lo más importante, hay que tratarlos directamente con los jefes.
Ahora, un silencio para crear interés, pero el Cazador no mordió el anzuelo. Tras un minuto de reloj mirándose en completo silencio, aceptó que la maldita máscara de plata que tenía delante no iba a rebajarse a preguntarle dónde estaban sus amos o cómo se hablaba con ellos, así que Frank suspiró, hundió los hombros en gesto de derrota, y claudicó.
—Tenemos que ir hasta un punto de encuentro —explicó—, un cementerio cercano.
—Eso es un problema —repuso el Cazador. Frank contuvo un gemido de frustración tras una nueva sonrisa profesional. «Malditas divas con sus exigencias».
—¿Por? —Cordialidad, cordialidad e interés, se repitió. Ya le llegaría su momento.
El Cazador dio un par de pasos hasta llegar al borde de la azotea, y contempló el atareado ir y venir de los peatones, muchos metros más abajo.
—Supongo que aquí no llega la prensa… —En realidad no había sonreído, de hecho tenía el rostro tan impasible como siempre, pero Frank habría jurado que la criatura había sonreído detrás de esos ojos de acero—. Pero toda la ciudad me está buscando. Cierto que en este momento lo están haciendo bastante lejos de aquí, pero me están buscando. Ya me he arriesgado demasiado viniendo a verte.
—Bien —terció Frank—, nada de problemas, entonces. Soluciones. Tengo un par de trucos en la manga…
La frase quedó en suspenso, cuando recordó el nulo efecto que había tenido su magia cuando unas horas antes se había cruzado por primera vez con el Cazador. Pero en ese momento había sido una magia burda y directa, quiso consolarse. Las cosas más sutiles, más elegantes, tenían que seguir funcionando.
La criatura le respondió en su línea habitual, sin responder, así que Frank acudió a por una más de sus útiles palomas, y comenzó a trazar unos símbolos en el suelo.
—Si eres tan amable —le pidió cuando hubo terminado.
El Cazador entró en el diagrama. Cambiar un rostro, o al menos como la gente percibía ese rostro, no era tan complicado, sobre todo si no te importaba lograr ninguna apariencia concreta. Hacerse pasar por alguien ya era algo totalmente distinto, como descubrió cuando intentó tirarse a la esposa de Lamoretti, pero él era un romántico, y esa escena de Excalibur siempre le había gustado. El disfraz no aguantó ni tres segundos, aunque él creyó que había logrado un parecido asombroso. Si hubiese sido un hombre de verdad, se lamentó mientras iniciaba las salmodias, le habría dado un par de bofetadas a esa guarra y habría completado la faena, pero con su habitual falta de ánimo se había largado con el rabo entre las piernas, nunca mejor dicho, y ni se le había pasado por la cabeza volver a intentarlo. Pero eso se iba a acabar muy pronto. Iba a ser el rey del mundo. Sólo tenía que hacer funcionar un sencillo conjuro. Que no estaba funcionando, por cierto.
La magia oscura y espesa de los Arcontes, empapada en sangre y deseos primitivos, resbalaba inútilmente sobre el rostro del Cazador. Era como tratar de trepar por un palo engrasado.
—Tengo una idea mejor —dijo, borrando los símbolos con el pie antes de que la cosa se percatase de que no era capaz de afectarla, o eso quiso creer.
En el fondo estaba seguro de que el Cazador pensaba que no era más que un patético perdedor, aunque ahora llevase un traje limpio y ya no oliese a mierda.
Se dirigió a por otra paloma, aprovechando el pequeño paseo para tomar aire y recuperar la confianza. Respiró profundamente y dejó vagar la mirada por la masa de edificios y personas que pronto serían suyos, intentando que eso le reconfortase. Cuando fuese el rey del mundo ya no tendría que volver a sentirse inseguro. Era imposible tener problemas de autoestima cuando lo gobiernas todo. Inició los cánticos de nuevo, pero esta vez situándose él en el centro de los símbolos que iba trazando. Él era vendedor. Cuando hay algo que no quieres que descubra el comprador, tienes dos opciones: o lo ocultas, o pones justo al lado algo tan llamativo que ni se da cuenta de lo otro. Así que eso es lo que hizo. Dejó que la fuerza oscura y antigua de los Arcontes le impregnase, y con precisión y velocidad creó para él una máscara de enorme deformidad. Se permitió una pizca de orgullo ante esa genialidad. Lo obvio habría sido crear un rostro muy hermoso, pero la gente tiende a recordar esas cosas, y a contarlas, y a que la tomen en serio. Si dices que has visto al hombre elefante, te dirán que estás exagerando, y a otra cosa. El hombre elefante con traje caro, para más señas. Mientras, nadie se va a fijar en que justo al lado está el fugitivo número uno.
—En marcha —dijo volviéndose hacia el Cazador en cuanto hubo completado el trabajo.
Esperaba, si no un repullo, al menos una mueca de asco o sorpresa, pero no hubo nada. Absolutamente nada. Mientras bajaban la escalera, Frank se preguntó de qué maldito lugar había salido esa criatura si su nuevo rostro le había dejado indiferente. Y enseguida aceptó que le daba igual. Iba a ser el Rey del Mundo.
2
Cuando llegaron al metro, Frank empezó a pensar que quizás el aspecto de hombre elefante no había sido tan buena idea. La gente estaba muy rara ese día. Cuando estaban esperando en el andén a que llegase su tren, una anciana le había mirado con asco (hasta ahí normal), para justo después empezar a decir en voz alta y clara que qué clase de metro era ese, que permitía que cualquiera entrase en él. Frank no tenía claro si se había cruzado con la hija secreta del Führer en un día malo o simplemente había sido casualidad, pero ahora tenía enfrente a dos chavales de unos veinte o veinticinco años, bien vestidos y engominados, jersey por los hombros incluido, que no dejaban de murmurar cosas sobre «la basura» y la necesidad de «limpiar de una vez por todas la ciudad», siempre con miradas hacia él. ¿Es que no se percataban de su impecable traje? ¿Qué sería lo siguiente?, pensó. ¿Que unos niños les tirasen piedras al salir a la calle? Trató de mantener la compostura, pero el rostro que se había buscado le impedía escudarse tras su profesional sonrisa, con lo cual se sentía aún más inseguro, como un cojo sin su bastón. Y para terminar de alegrarle el día, a la cosa que tenía a su lado no parecía importarle nada en absoluto. Nada. Ni lo que pasaba con los dos aspirantes a basureros, ni la gordita encantadora que casi les mete las tetas en la boca en un traqueteo, ni lo que estaba comentando todo el vagón.
Porque esa era otra. Al parecer tenía sentado al lado a un puto asesino psicópata secuestrador de niños, violador de perros y quién sabe qué mil cosas más. Frank se pasó una mano por el cuello de la camisa para tratar de conseguir un poco más de aire. Empezaba a hacer calor en ese vagón. Quería suponer que la mitad de lo que oía decir a los pasajeros eran exageraciones y la otra mitad inexactitudes, pero aun así le quedaba de sobra para convertir al Cazador en una mala bestia de cuidado. Si es que los tranquilos eran los peores. Estaba seguro de que podría destriparlo sin que se le alterase la respiración. ¡Qué, la respiración! Ni el pulso. Suponiendo que tuviese pulso, claro.
La buena noticia era que ya quedaba poco. En tres paradas llegarían a la estación de al lado del cementerio, y una vez allí estarían más o menos a salvo y podría arriesgarse a deshacer la máscara antes de que le pegasen una paliza totalmente innecesaria. Luego, ya era entre los Arcontes y el Cazador. Agarrotado por la tensión, se estiró un poco en su asiento para desentumecerse, y misteriosamente eso desató la tormenta.
—¿Estás cómodo, hijoputa?
Era el más alto de los dos pijos el que le insultó, dándole un empujón con el pie en la pierna. El golpe no le dolió, le dolió que le manchase el traje. Cuando fuese el Rey del Mundo, toda la gente que valía la pena, como él, podría llevar una paloma en el bolsillo para encargarse de escoria como esa, pero ahora estaba a merced de los elementos.
—¿Qué pasa, monstruo? ¿No sabes hablar? —se animó su compañero, continuando con las pataditas.
¿Y ahora qué? Si a la cosa que tenía a su lado le daba por sacar algo de su genio, a la mierda la cobertura. Pero no tenía ninguna gana de recibir una paliza de dos capullos engominados. Dos paradas.
—No contesta. Además de deforme, ¿eres subnormal?
—Te hemos hecho una pregunta.
Ahí llegó el primer golpe de verdad. Fue una bofetada, ni siquiera demasiado fuerte, pero dolió. Frank no era ningún héroe. De hecho, era todo lo contrario. Y mucho menos un mártir. La gente estaba empezando a alejarse de ellos, y nadie parecía dispuesto a intervenir. Incluso tuvo la impresión de que parte de los murmullos de fondo estaban alentando a sus cívicos agresores.
—A ver si a mí me entiende mejor.
Comparada con la segunda, la primera bofetada fue una caricia. Le acertó no sólo en el rostro, sino también en la oreja, con tal fuerza que le pareció que le iba a estallar la cara. Se le saltaron las lágrimas, y el oído le zumbaba. A la mierda las gestas para convertirse en el Rey del Mundo, la policía y los matones. No pensaba recibir lo que quisiera que viniese después de ese golpe.
—Señor Lain, ¿podría…?
Si hubiese tenido que declarar sobre los acontecimientos que siguieron a continuación, Frank habría dicho con toda la sinceridad del mundo que no tenía la más remota idea de lo que había pasado. El Cazador era rápido como una serpiente hasta al culo de cocaína. Le pareció intuir que se había levantado, y con el mismo gesto ya había un pijo en el suelo, quizás por un puñetazo, quizás por un codazo, o podría haberlo tirado con la punta de la polla. Él no vio nada, pero el caso fue que estaba en el suelo. Y medio segundo después, la cosa se enganchó en una de las barras del vagón y le clavó una rodilla en la cara al segundo. O una bota. O nuevamente la punta de la polla. Era un borrón en movimiento. Probablemente no habrían pasado más de tres segundos entre que se levantó y se sentó, y ahí estaban sus dos problemas engominados, en el suelo, sin moverse. Pudo confirmar que respiraban, pero nada más.
Nadie se acercó. Eso fue lo más raro. Ni se asustaron. Nadie sacó el móvil, ni mandó discretamente un mensaje, ni se alejó con prisas hacia otro vagón. Simplemente siguieron a lo suyo, con los dos cuerpos desmadejados en el suelo. Frank no se cuestionó su suerte. No buscó grandes causas sobrenaturales que explicasen por qué toda la ciudad parecía estar volviéndose loca. Sólo agradeció a su perra suerte que no le hubiesen partido la cara, y se bajó con su acompañante lo más rápido posible en cuanto llegaron a su parada. Cuando fuese el Rey del Mundo, ya se encargaría de que todo fuese como tenía que ser. Cuánto echaba de menos sonreír.
3
En cuanto pisaron el terreno del cementerio, Frank deshizo el conjuro y, evitando volver a ver al absurdo recepcionista, avanzó haciendo muecas hacia el osario. La cosa, por supuesto, iba a su lado sin pronunciar palabra. Sin hacer ruido. No había forma de acostumbrarse a eso. De hecho, necesitó todo el camino hasta la escalera del osario para juntar el ánimo necesario y llevar a cabo la petición que los Arcontes le habían indicado.
—Antes de entrar —dijo volviéndose con toda la calma que pudo reunir—, es necesario que traigas el precio que mis Señores exigen. —Evidentemente, él no dijo nada, se limitó a mirarlo, así que no perdió el tiempo con pausas dramáticas—. Una paloma o un mamífero pequeño serán suficientes para el sacrificio.
El Cazador le observó durante un par de segundos más de la cuenta, y Frank dudó sobre si estaría pensando en la posibilidad de sacrificarlo a él, pero finalmente se dio la vuelta para desaparecer en los jardines del cementerio. Suspirando aliviado, recostó la espalda en la pared del edificio y sacó un paquete de tabaco del bolsillo. No era de la marca que solía fumar, pero era lo que había encontrado. Ahora, ¿dónde había puesto el mechero?
—Tu ardilla.
Frank levantó la mirada. ¿Cuánto había tardado? ¿Dos minutos? Él no era nadie para criticar a los Arcontes, pero como prueba había resultado decepcionante. Suspiró, cogió con cuidado el roedor y abrió la puerta del osario. El Cazador le siguió como una sombra y se colocó sin hacer ruido contra la pared. El olor a mierda en el recinto seguía siendo importante, pero se consoló con la idea de que al menos era su mierda, repitiéndose que pisar la mierda de un desconocido sería mucho menos digno. E inició el ritual.
Sinceramente pensaba que como era la segunda vez que lo llevaba a cabo, pasaría menos miedo, pero no fue así. Si no volvió a mearse encima fue porque esa vez había tenido la precaución de venir con la vejiga vacía, a pesar de que en esa ocasión directamente se postró de rodillas con la esperanza de no ver a la Sombra. Lo que oía era más que suficiente para helarle la sangre.
—Se te saluda, Cazador —siseó la Sombra.
Frank sólo veía unos jirones de su parte inferior por el rabillo del ojo, pero le pareció percibir que era algo más sólida que la última vez, y no tuvo claro si eso era bueno o malo para él.
—¿Qué podéis ofrecerme? ¿Y qué queréis a cambio de vuestra ayuda?
La voz de la cosa era tan indiferente como siempre. En un rincón pequeño y optimista de su corazón había esperado, ansiado, que el Cazador al menos temblase un poquito ante los Arcontes, pero el rincón grande y pesimista siempre había tenido la certeza de que no sería así.
Hubo un murmullo indefinido en la Sombra, más bien en el interior de la Sombra, como si estuviese conversando con alguien que no estaba presente.
—Dos corazones… humanos. —Había cierto tono de burla en la Sombra cuando contestó—. Dos corazones por cada pregunta. Y podemos darte la respuesta a todas las preguntas de este mundo.
Frank sintió que le venía un retortijón. Sin atreverse a moverse, a mirar, a respirar, maldijo en silencio el acuerdo. Él tenía un corazón, y estaba ahí al lado. La duda le atravesó con la brutalidad de un hacha poco afilada. ¿No se suponía que él iba a ser el Rey del Mundo? ¿No tenían los Arcontes planes para él? ¿O había sido todo un engaño, y ahora le iban a ofrecer en bandeja a la cosa? Pensó en correr, pero sabía que el Cazador le cogería antes de que lograse salir del cementerio. Probablemente antes de que lograse salir del osario. Cerró los ojos con fuerza, esperando escuchar el sonido del metal al desenvainarse, esperando sentir el doloroso corte de un cuchillo en su cuello, o directamente en su pecho, aguardando un golpe que le derribase y dejase sus costillas expuestas. Pero no llegó. Lo que escuchó fueron pasos alejándose. Y a continuación lo que sintió fue el contacto glacial de la mano del Arconte en su mejilla, obligándole a mirar de nuevo a su negro vacío.
—Y ahora que estamos solos, mi fiel siervo —siseó la Sombra—, hablemos de los planes que tenemos para ti.
—Sí, amo.
Frank sonrió. Al final resultaba que sí que iba a ser el Rey del Mundo.
4
Ivo dejó que el sol del mediodía le bañase durante unos segundos, mientras decidía qué hacer. La nueva ruta había resultado igual de lenta que la anterior, igual de infructuosa y estéril. Seguía sin saber cuál era su presa ni dónde encontrarla. Seguía sin saber qué estaba sucediendo y por qué sentía esa urgencia que tiraba de él amenazando con desgarrarle. Seguía siendo un juguete que las distintas fuerzas de esa ciudad se pasaban de uno a otro. De momento.
¿Y ahora qué? Iba a llegar tarde, lo sentía en cada nervio de su cuerpo. Pero también sentía que no existía la posibilidad de llegar un poco tarde, o casi tarde. Así que en realidad ya no había prisa. No valía la pena arriesgarse a cruzar una ciudad que le buscaba en cada rincón. Esperaría. Las Puertas se habían cerrado, y cada minuto que pasaba los ecos de ese cierre se iban sintiendo más. Cuando cayese la noche, Ivo tuvo la certeza de que un criminal huido sería el menor de los problemas de la ciudad. Y él saldría de caza.