14. Marea media

Tras unas horas, el dolor casi había desaparecido, pero no la vergüenza, la incomprensión ni el desamparo. Toda su vida, que no era demasiado pero era, Sakura había seguido ciegamente a Hisakosan sin cuestionarse sus motivos ni sus intenciones. Era su abuela y quería lo mejor para ella. O eso le había parecido hasta que se fue con el Cazador y ella se quedó sola y tendida en su cama, acurrucada y sangrando aún. ¿En qué la había convertido? ¿Una novia? ¿Una esposa? ¿Un objeto? ¿Una moneda de cambio? No era una niña, pero tampoco se sentía como una mujer. No tenía que haber sido así. Hisakosan lo sabía. Tenía que haberla protegido. Tenía que haber encontrado otro modo. Pero no lo hizo. Un rincón de su mente le recordó que podría haber sido peor. Que el Cazador podría haberla tumbado y forzado todo lo que hubiera querido, que podría haberla hecho pedazos, e Hisakosan habría permanecido igual de imperturbable en la puerta. A su modo, había sido amable. Amablemente cruel.

Miró el reloj. A esa hora en el instituto sus compañeros estarían dando matemáticas, sin preocuparse por la sangre entre las piernas ni por el fin del mundo, y Sakura los odió igual que odiaba a Hisakosan, sabiendo que no tenían culpa. O, en el caso de Hisakosan, diciendo que no tenía culpa, pero sintiendo todo lo contrario. Cuando finalmente pudo reunir fuerzas, se deslizó hasta la ducha y allí se dejó caer de nuevo, con la esperanza de que el agua la limpiase, le aliviase el dolor. No funcionó demasiado. Podría haber sido Malik. Era moreno, simpático, guapo, de su misma edad. Quizás dentro de un par de años, antes si se hubiese sentido preparada. Ahora no. Ahora ya no sería nunca. Era la esposa del Cazador. De una cosa que ni siquiera la quería como esposa. De una cosa. Y eso no iba a ser como La Bella y la Bestia. No había un príncipe debajo de esa máscara de plata. De hecho, Sakura estaba segura de que no había nada bajo la máscara, al menos nada humano. No lloró, aunque el agua le caía por la cara. O quizás llevaba llorando tanto rato que ya no se daba cuenta. Finalmente cerró el grifo, y como ya no sangraba, se puso ropa interior limpia, se vistió con un chándal cómodo y se sentó delante de un libro de texto abierto sin verlo realmente. Nada tenía sentido ya, pero se obligó a mantener la ficción de que sí. Así la encontró su abuela cuando llegó a casa. Aunque ya no era su abuela. Era algo más.

Hisakosan regresó sola, pasado el mediodía. No la saludó, no le preguntó cómo estaba. Se acercó, le puso las manos sobre los hombros y la besó en la frente.

—Nada podrá hacerte daño mientras esté aquí —susurró. Sakura la creyó—. Disponemos de poco tiempo, y tienes que aprender muchas cosas. Así que escucha.

Y Sakura escuchó. Escuchó como no había escuchado en toda su vida. Y aprendió. Aprendió los misterios de escrutar el destino en las grietas de los huesos quebrados por el fuego, y que nunca tendría el don de su abuela para ello. Aprendió los nombres de los nueve dragones y las nueve formas de invocarlos, y que una vez que se invocan no pueden ser expulsados. Aprendió que todas las emociones pueden alimentar el poder de un hechizo, pero que el dolor y el sufrimiento son las más poderosas. Aprendió todo lo que su abuela podía enseñarle, y aun así no aprendió nada que le diese un motivo para perdonarla. Después empezaron a prepararse para lo que estaba por llegar.

2

La mañana había sido rara. No tan rara como para que Sombra hubiese cogido la mochila y se hubiese largado de la ciudad, pero lo suficiente como para que estuviese pensando hacerlo. Dejando aparte el encuentro con el que había iniciado el día, claro. Él nunca se había sentido preparado para los grandes momentos: había llegado hasta ellos y los había superado lo mejor posible, pero no se sentía cómodo. Ni en el instituto, ni en la universidad ni en la vida en general. Cuando había hecho falta, había sido valiente; cuando había sido necesario, había sido astuto, o encantador o discreto. Pero prefería permanecer en un segundo plano. Por eso en realidad había cogido sólo lo importante y había escapado a esa ciudad, donde nadie le conocía. La herencia familiar era demasiado pesada para sus hombros. Sonrió al recordarlo. No por su padre, sino por el pequeño reino que había logrado forjar en su carpintería reconvertida. Su padre nunca le había hecho sonreír.

Él fue el que empezó a encargarse de su educación mágica. Tras muchas discusiones, al final pesó más el razonamiento incuestionable de que la magia ceremonial era compleja, ardua y que exigía una gran precisión, así que debía empezar a formarse primero en ella. Luego tendría tiempo de aprender la magia natural de su madre. Tenía seis años, y mientras sus amigos coloreaban dibujos de Barrio Sésamo, él calcaba sellos y símbolos de la Clavicula Salomonis hasta que le dolían los dedos. Y ese sólo fue el principio. No le gustaba recordar esos años. Así que dejó de hacerlo y comenzó a poner las provisiones sobre el escaso espacio libre de la mesa. Ya no utilizaba magia ceremonial si podía evitarlo, pero «si podía evitarlo» era la parte clave. Para alejar los malos recuerdos, cogió un cuchillo de hoja ancha de un soporte que había junto al fregadero y cortó un par de porciones del queso curado que había traído. Después de un par de bocados, fue a por el péndulo. No era un péndulo especialmente valioso ni raro, por lo que descansaba sin más sobre una de las baldas repletas de libros. Con cuidado, limpió el polvo de la pirámide de cuarzo y comprobó que la cadena de plata seguía en buen estado. La plata barata perdía brillo enseguida. ¿Y ahora qué? La pregunta que le rondaba era sutil, y no tenía claro cómo plantearla, sólo sabía que la respuesta la tendría el péndulo. Dándole vueltas descuidadamente, regresó a la mesa y cortó algo más de queso, acompañándolo esa vez de la hogaza de pan de semillas que también había traído. Con las nuevas provisiones, removió papeles hasta encontrar un folio con una cara limpia y cogió un lapicero que rondaba por allí.

En la parte superior de la hoja escribió «El Cazador», pero no se molestó en añadir más detalles. Iba a hacer un mapa conceptual, no una enciclopedia. Todavía no tenía claro lo que era el Cazador (de hecho, no tenía ni idea), sólo sabía que la envoltura era lo único humano en él. Y sabía que su llegada no era casual. El problema era que ni siquiera creía que el propio Cazador supiese por qué estaba allí, al menos de momento. Luego estaban las puertas. Lo escribió debajo del Cazador, y lo unió con una línea. Una puerta se había cerrado, e indudablemente tenía que ver con el lugar de origen del Cazador. Y el hierro. Apuntó «Cuchillo» a la derecha de «Cazador», y lo unió también. Lo tenía en la punta de la lengua. No eran hadas. Un escalofrío le recorrió la espalda. De eso estaba seguro. Y en su experiencia, más amplia de lo que quisiera, no se había cruzado con criatura ni poder alguno que permitiese suponer la existencia de un cielo o un infierno. El problema estaba en que los planos eran demasiados para hojear bestiarios al azar. No era un ser elemental. Más bien arquetípico. Escribió «¿Arquetipo?» a la izquierda de «Cazador», pero no lo unió todavía con una línea. Necesitaba otro descanso.

Se levantó y dio pasitos lentos por delante de sus estanterías sin ningún objetivo concreto. Había vuelto a coger el péndulo y lo hizo oscilar en círculos descuidadamente. Al acelerar, la pirámide de cuarzo lanzó un zumbido. Sabía que eso era lo que tenía que hacer él: salir zumbando. Si el Cazador estaba allí, eso sólo podía implicar que estaban en el centro de lo que fuese. Era posible que el maremoto llegase a salpicar a todo el mundo, pero ellos estaban en el epicentro del terremoto. Sólo que todavía no habían llegado los temblores fuertes. Eso era lo que quería preguntarle al péndulo. Eso era lo que estaba seguro que le iba a responder. Sombra maldijo en voz baja. No quería marcharse. Aunque debía hacerlo. Le había dicho que tuviese cuidado, pero él iba a huir. Por un momento, pudo oír perfectamente la risa de Mijailo, pero acompañada por el clásico «Sé un hombre» de su padre. Volvió a la mesa.

Lo peor era que Olena no se lo reprocharía. No esperaba que se quedase por ella. Le diría que era absurdo. Quizás bonito, pero absurdo. E inútil. Suspiró. No tenía sentido retrasarlo más, así que abrió un cajón y sacó el diagrama del péndulo. Su madre siempre insistía en que cada uno debía encontrar su camino en la magia en general y en la adivinación en concreto, y con el diagrama había llegado a sentirse orgulloso de seguir sus consejos. Había comenzado con una simple hoja de papel, con una cruz en la que horizontal significaba sí y vertical no. Después decidió que eso era demasiado simplista y, además de horizontal y vertical, añadió los puntos cardinales y los elementos en sus extremos: este-aire, sur-fuego, oeste-agua, norte-tierra. Centro-espíritu, aunque no hiciese falta indicarlo. Luego vinieron los tres círculos concéntricos, uno a mitad de los ejes, otro rozando sus bordes, y el otro equidistante del círculo central, rodeándolo todo. El mundo interior, el mundo real, el mundo exterior o astral. Tras ello, añadió un aspa más pequeña, en diagonal, dentro del círculo interior, para reflejar el orden (de superior izquierda a inferior derecha) y el caos (de inferior izquierda a superior derecha). Y como el círculo interior había quedado dividido en ocho partes, le asignó a cada una un elemento vital: ojos, oídos, nariz, boca, manos, corazón, genitales, pies. Cuando comprendió que no iba a necesitar nada más, aprendió a tallar y labró el diagrama en una tabla cuadrada de madera de roble. Eso había sido en su penúltimo año de universidad, cuando el universo se había puesto de acuerdo para que coincidieran casi todos los puntos de vista posibles sobre la magia en el mismo campus. Lucian. Siiri. Habían sido buenos tiempos. Pero los recuerdos no iban a darle las respuestas que necesitaba, así que concentró la energía, dejó libre el péndulo sobre el centro del diagrama y planteó la primera pregunta.

¿Dónde estaba el centro de todo? El mundo real.

¿En la ciudad? Sí.

¿Qué podía perder si se quedaba en la ciudad? Los ojos. Los oídos. La nariz. La boca. Las manos. El corazón. Los genitales. Los pies. Todo.

¿Había alguna forma de impedir lo que iba a suceder? Lo que estaba más allá de este mundo.

¿Podía él hacer algo al respecto? No.

¿Qué podía perder si salía de la ciudad? El corazón. Sólo el corazón.

¿Podía salvar a Olena si se quedaba? No.

A la mierda. Le entraron ganas de lanzar el péndulo por la ventana, pero el péndulo no tenía culpa, así que se limitó a dejarlo caer al fregadero. De pie, frente a la ventana, contempló la calle. La gente todavía no lo sabía. No se habían dado cuenta. Sólo notaban cierta inquietud, cierto desasosiego. Estaban más irritables, o más emotivos o más eufóricos. ¿Y dentro de unas horas? ¿La irritación se convertiría en violencia? ¿La emoción en histeria? ¿La euforia en locura? Probablemente sí. Él también lo notaba. La marea estaba subiendo, y si no estuviese protegido tras un sólido dique (instintivamente se tocó el colgante que llevaba bajo la ropa), él también estaría comenzando a sentir sus efectos. No le quedaba demasiado tiempo. Quizás hasta el anochecer, quizás hasta medianoche. Cuando la marea subiese lo suficiente, ya no saldría a la calle. Saldría a aquello en lo que se hubiese transformado la calle. Así que tenía que hacerlo ahora. Cogió su mochila, con las cuatro cosas que pensó que podría necesitar, y salió a buscar la verdad. O lo más parecido que pudiese encontrar.

3

Eligió un parque porque allí podría observar a gente variada, estaba cerca de casa y no tenía ganas de coger el metro, pero sobre todo porque en ese momento necesitaba árboles. Siempre había sido así, incluso en las épocas malas, en las que no se atrevía a acercarse a un roble por lo que pudiese aguardar dentro. Los árboles siempre le ayudaban a desconectar, a olvidar los grimorios, el enochiano y la demás parafernalia. Estaban antes del hombre. Seguirían después. Eligió un abeto grande y se sentó debajo mientras rozaba su corteza con la mano. Era antiguo y sus raíces se hundían profundamente en la tierra. Percibió el pulso de su energía vital, suave pero intenso, y le ayudó a concentrarse. Eran los hombres los que tenían que preocuparle.

A unos veinte de metros a su derecha había una compleja estructura de rampas, barras y curvas, donde los chicos practicaban con el monopatín. No era un pasatiempo muy de su gusto, pero le serviría como muestra. Cinco chicos con tablas de skate, una chica también con monopatín, otra chica con patines, y un par de chicas más sentadas en lo alto de una medialuna, ejerciendo de animadoras. Todos tendrían entre quince y veinte años. El más alto de los chicos, moreno y con un absurdo flequillo hacia arriba, le dio una buena calada a un porro y se lo pasó a su compañero, algo más bajo y con granos, para después lanzarse contra una barandilla y saltarla limpiamente. Las groupies aplaudieron con ganas, pero él no se dio por aludido. Granos tampoco aplaudió. De hecho, había una corriente subyacente de furia en él. Sombra se concentró. Dejó que la energía verde que ascendía por la corteza del árbol penetrase a través de su espalda; permitió que su propia energía azulada descendiese a la tierra, buscando las raíces y creando un círculo con el árbol, y proyectó sus percepciones hacia el grupo. ¿De dónde venía esa furia? ¿Qué se estaba cerniendo sobre la ciudad? Primero trató de percibir alguna huella de magia, fuese una maldición o un eco de otro trabajo, pero no había rastro alguno. A continuación buscó líneas de fuerza externas cargadas de energía negativa o emocional que pudiesen alimentar ese comportamiento, pero el parque estaba completamente limpio. No era fruto de una manipulación externa, pero tampoco era ambiental. Así que tenía que ser interno. Se concentró en el aura, y poco a poco vio como la huella espiritual de Granos comenzaba a hacerse perceptible a su alrededor. Era normal. No era una persona especialmente violenta ni agresiva. Y sin embargo algo le estaba pasando. Podía notar como su pulso se aceleraba, como su respiración se hacía más rápida, como abría y cerraba la mano con fuerza, apretando la madera de su monopatín. Ahí había una desproporción, pero era incapaz de determinar su origen.

Centró su atención en la chica de los patines. De pelo castaño, atlética, no iba con el grupo de los skaters, simplemente compartían pista. En realidad, sin ser Sombra ningún entendido, le parecía muy superior en capacidad acrobática a los chicos, aunque quizás tuviese que ver el hecho de que ella no estaba fumada. La escrutó, en busca de rastros de la violencia que iba lentamente dominando a Granos, pero no encontró nada. En su caso era diferente. La observó unos minutos. Cada vez más deprisa, cada vez más difícil. Tampoco era normal. Tuvo la certeza de que pensaba seguir aumentando la presión sobre sí misma hasta que se hiciese pedazos contra una barra o un muro. Deseaba que le pasase. Y también venía de ella misma. Necesitaba una tercera muestra para completar su estudio y eligió a Escotes, una de las groupies que a pesar de su entusiasmo no lograba atraer la atención de sus amigos skaters. Lo lógico sería pensar que en ella era la lujuria lo que estaría en marea ascendente, pero no le dio esa impresión. A pesar de su pose provocativa, lo que notó en ella fue una actitud felina, depredadora. Cruel. No era la violencia de Granos. Ella no estaba furiosa con nadie. Sólo quería hacerles daño. Emocionalmente, de momento. Y también era algo suyo, suyo del todo. Aunque desmedido.

Desconcertado, Sombra sondeó aleatoriamente a los demás ocupantes del parque. La típica anciana entretenida con las palomas, el cuarentón deportista corriendo con su perro, la madre descuidada centrada en el móvil mientras su hijo se revolcaba en la tierra, el borracho discreto con su botella… En todos estaba creciendo algo, y en ninguno era algo positivo. No había duda de que iba a ser una mierda de noche, así que se apresuró a regresar a casa y consultó los horarios de los trenes que salían de la ciudad. Había tres posibilidades de alejarse un buen trecho antes de que se pusiese el sol, pero después de ver los trenes consultó las novedades editoriales, y después las ofertas en artículos de alquimia. Sabía de sobra que no iba a ir a ningún lado.

4

Cuando terminó de enseñarle a Sakura todo lo que podía en ese reducido tiempo, Hisako empezó a preparar las protecciones para su hogar. Y cuando terminó con las protecciones, tuvo la certeza de que no sería suficiente. Las primeras desanimarían a muchos o les confundirían. La segunda capa causaría daños a los siguientes. La tercera mataría a los que quedaran. Pero vendrían más. No le preocupaba, sabía lo que tenía que hacer llegado ese momento y no dudaría en hacerlo. El problema era después. Había cometido un error de cálculo. Creía que al desposar a la muchacha con el Cazador, este la protegería; pero no pensó que eso también podría convertir a Sakura en un objetivo apetecible para sus enemigos. Ahora, al caer el sol, cuando los demonios aflorasen a la superficie, la pequeña reluciría como un faro en la noche. La pregunta era: ¿cuántos se estrellarían contra sus rocas antes de que estas cediesen? ¿Los suficientes? Hisako Takahasi ya no tenía miedo. Sólo tenía que matar. Y si eso fallaba, sólo tenía que morir. Era lo menos que podía hacer por su nieta. Ahora todavía era una servidora de la Serpiente. Pero esa noche, ella sería la Serpiente.