10. Las piedras
La sangre había desaparecido, retirada con infinito cuidado por las suaves caricias de las esponjas, pero eso solamente había hecho más visibles las mortales heridas. Un tajo profundo, desde el hombro izquierdo hasta prácticamente la cadera derecha. Una puñalada brutal, que le atravesaba el vientre y salía por la espalda. Parecía humana, terriblemente humana, aunque nunca lo había sido. Su cabello, negro y espeso, estaba suelto para que se secase después de haberle enjugado la sangre. Sus ropas destrozadas yacían a un lado, y en su hermosa y blanca desnudez las heridas eran una aberración imposible a ojos de las servidoras que la amortajaban.
Sura miró con pena a su compañera. Corda era aún más joven que ella, y quizás por eso era la única que se había ofrecido a ayudarla en la tarea. A los demás la inmovilidad del Salón de Mármol les causaba un malestar prácticamente doloroso ahora que la Reina había muerto, y la visión de su carne abierta era insoportable. Pero Sura tenía que hacerlo. Ella era su doncella. Así que con la insegura ayuda de Corda, que a cada momento tenía que apartarse unos segundos para que sus lágrimas cenicientas no manchasen de nuevo el cuerpo, la había levantado y la había llevado hasta un catafalco que el Laberinto había dispuesto para que reposase. Allí le habían retirado los vestidos y habían lavado su cuerpo con sus propias manos, encogiéndose cada vez que accidentalmente rozaban el borde limpio y suave de las heridas. Ahora aguardaban a que la Víctima les trajese un lienzo para envolverla, mientras que los demás Señores se habían retirado al otro lado del Dragón para deliberar, lo cual les daba cierta intimidad.
—¿Crees…? —preguntó Corda, insegura—. ¿Crees que podrán curarla?
Sura la observó con pena. Corda llevaba el pelo negro recogido en una desmañada trenza que dejaba caer por delante de un hombro, y el modo con que solía llevarse la mano al rostro hacía pensar que, si es que realmente los servidores eran humanos antes de ser parte del Reino, tenía que haber llevado gafas. Se la veía pequeña e insegura, como una adolescente humana. Jamás había visto a la Reina en persona. Una o dos veces a lo sumo había participado en un sueño forjado por los Señores. Pero ahí estaba, la única que había soportado el dolor lo suficiente para hacer lo correcto.
—Harán lo correcto, pequeña —respondió la doncella, que de repente se sentía mucho más vieja—. Sea lo que sea.
Ambas guardaron silencio, hasta que la Víctima apareció junto a ellas con una hermosa tela de raso negra.
—Me pareció lo más apropiado —dijo la Señora a modo de justificación—. Hay demasiado blanco en esta sala, y el momento es triste. Muy triste.
La Víctima no había dejado de llorar desde que vio a la Reina, pero se esforzó por que sus lágrimas no estropeasen la tela mientras se la tendía a las servidoras. Después se arrodilló junto al catafalco y tomó entre sus manos los dedos fríos de la Reina, con un gemido lastimero. Sura no la compadecía. Al fin y al cabo, ella era la Víctima, su naturaleza era el sufrimiento y la autocompasión. Simplemente estaba haciendo lo que sabía, se dijo. Si la Reina no hubiese muerto, estaría llorando por otro motivo en alguna otra parte. Así que sus lágrimas no valían lo mismo. Pero parecía enormemente sincera.
Mientras la doncella envolvía a su Reina con firmes capas de sudario, se vio obligada a separar los dedos fríos de la caricia de la Víctima, y no pudo evitar pensar que su rostro cubierto de lágrimas brillantes, tan distintas a las de los servidores, era muy hermoso. Realmente uno sentía la tentación de hacerla llorar sólo para contemplar esa belleza. Por un instante sopesó la posibilidad de abofetearla. ¿Qué pasaría? La Víctima no era uno de los Señores, o no totalmente. De hecho, por lo que había oído, ni ella ni su hermano tenían el poder para forjar el Reino. Se hacían llamar las Musas Oscuras, pero si es que tenían poder, sólo era más allá de las Puertas. No eran de la misma naturaleza que los servidores. Eran… otra cosa. Algo avergonzada, se dio cuenta de que se había quedado mirando fijamente a la Víctima, pero esta no pareció molesta.
—Por favor —le dijo mientras se ponía algo más recta, aunque permanecía de rodillas.
Su rostro estaba justo a la altura de la mano de Sura. La servidora no lo pensó realmente. Sólo sintió que todo el dolor de lo que estaba pasando se acumulaba en su pecho, toda la rabia y la frustración. Y ella era tan rubia y tan brillante… Lanzó la mano de revés, golpeándole con todas sus fuerzas en la mejilla, con tanta potencia que la Víctima salió despedida y su cabeza impactó contra los adornos del catafalco. Cuando se enderezó lentamente, Sura vio que sus nudillos habían dejado una marca rojiza e intensa en el rostro de la Musa Oscura.
—Por favor —repitió, clavando sus brillantes ojos azules en los ojos negros de la servidora.
Sura la golpeó de nuevo, esa vez con el puño cerrado. La Víctima cayó tendida en el suelo, y una gota de sangre afloró en su labio. Se enderezó una vez más, lentamente. En ningún momento había dejado de llorar.
—Por favor —volvió a decir.
Sura sintió que toda la ira se concentraba en su pecho, que todo el odio, el sufrimiento y la frustración por lo sucedido parecían dispuestos a hacerla explotar. Y de repente se transformaron. Con su mirada hundida en los ojos azules de la Víctima, la doncella de la Reina se arrodilló junto a ella y la besó. Fue un beso desesperado y apasionado, en el que se sintió completamente correspondida. Cuando sus labios se separaron, todo dolía menos. A su derecha, Corda la miraba desconcertada, pero no le dijo nada. Se limitó a coger el borde de la mortaja y a terminar de colocarlo en silencio.
Mientras, la Víctima, con el rostro de nuevo inmaculado y cubierto de lágrimas, se alejó hacia el otro lado del Dragón, respondiendo a una silenciosa llamada de su hermano.
2
—Hay un modo —dijo el Torturador en cuanto la Víctima se hubo reunido con el resto de los Señores—. No es sencillo, no es rápido. De hecho, ni siquiera es seguro que funcione. Pero hay un modo. Permitidme que emplee las palabras del propio autor, Fray Roberto de Dos Hermanas, monje de enorme capacidad de introspección onírica, creador de hermosísimas ilustraciones que iluminaban con todo detalle las torturas de las mártires y, finalmente, martirizado él mismo por la Inquisición, al ser considerados sus dibujos inspirados por fuerzas maléficas. La adaptación al lenguaje moderno es mía, pero he tratado de conservar la poesía de las palabras:
»Ha de saberse, por lo tanto, que como el vulgo dice de los monarcas temporales, el Reino y su soberana son uno, y no es posible destruir al uno dejando incólume a la otra, ni tampoco del modo inverso, pues son la misma esencia, del mismo modo que no puede fundirse la cara de un maravedí conservando tan sólo su cruz. Ello háceme pensar que todo intento de dar muerte a la Altísima Señora del Reino no sería más que una fantasmagoría producida por la voluntad del forjador y, por lo tanto, por su voluntad mantenida, hasta que esta o este cesaren de existir, momento en el cual quedaría deshecho todo lo causado.
—¿En palabras sencillas? —dijo la Bestia con un gruñido.
—La Reina no está muerta —aclaró el Laberinto—. Sólo parece estar muerta porque su asesino cree que la ha matado. Así que matando al matador, nada sustentará la creencia, y la muerte desaparecerá.
—O, como dice el vulgo —añadió el Torturador—, muerto el perro, se acabó la rabia. Si encontramos al asesino y lo matamos, eso nos devolverá a la Reina.
—¿Y ya está? —preguntó, aliviada, la Víctima.
—Seguro que no —dijo la Oscuridad—. Los detalles escabrosos, Torturador, por favor.
El Torturador asintió.
—Hace falta matar al asesino de cierta forma y procesar su cuerpo de cierto modo —explicó—. Primero, debe ser desollado y, con su piel y los tendones de manos y pies, debe coserse una bolsa, en cuyo interior se introducirán, por este orden, su lengua, sus ojos y sus orejas. Después hay que eviscerarlo e incinerarlo prendiendo fuego a su propia grasa desde el interior de su cavidad abdominal. Los restos de cenizas y huesos, una vez triturados, también deben introducirse en la bolsa, y cuando apliquemos el ungüento resultante a las heridas de la Reina, esta volverá a nosotros.
—¿Y el Dragón? —La pregunta surgió envuelta en otro de los gruñidos de la Bestia.
—El Dragón no está muerto, sólo paralizado. —Fue la Cazadora quien respondió—. En cuanto la Reina regrese, deshará sus cadenas.
—Magnífico, estupendo —dijo la Oscuridad—, salvo porque para eso hay que abandonar el Reino. Las Musas Oscuras pueden hacerlo, pero sin poder para actuar, y los Señores, que tenemos ese poder, no podemos cruzar las Puertas. ¿Y ahora qué?
—Ahora, quizás también haya un modo de solucionar eso —repuso el Torturador, sacando el segundo pergamino.
3
Iniciaron el procedimiento con diligencia. Dos fragmentos del mármol del Salón, recogidos antes de que Priscus, el mayordomo, hubiese reconstruido las esquirlas. Sangre de la reina Mab, que en esos momentos era un material del que se disponía en abundancia; saliva del Dragón.
—No creo que funcione —declaró la Oscuridad, mientras sujetaba las gigantescas fauces del Dragón con ayuda de la Cazadora, para que el Torturador pudiese bañar con comodidad la piedra en la saliva.
—Y probablemente no funcione —reconoció el Torturador—, pero es la única opción que he encontrado. Giuseppe Corsi indudablemente estaba loco, pero era un alquimista muy competente para su época y, a su modo, sentó la base de las drogas psicotrópicas. Listo.
Los dos Señores dejaron caer los dientes, que hicieron un ruido seco al entrechocar. La Cazadora pasó una mano suave por los ojos nublados del Dragón. Como siempre, su máscara permanecía inalterable, pero en el gesto se delataba cierta ternura. Todos los Señores se consideraban iguales, pero indudablemente por un lado estaban el Dragón, la Bestia y la Cazadora, y por otro, la Oscuridad, el Laberinto y la reina Mab, del mismo modo que las Musas Oscuras eran diferentes a los Señores. Era un asunto de naturalezas.
—¿Y ahora qué? —preguntó la Cazadora con su voz metálica.
—Ahora esto —dijo el Torturador mientras sujetaba con firmeza la astilla bañada en saliva del Dragón y la clavaba en el pecho de la Cazadora.
Tuvo que presionar con fuerza, pero finalmente logró atravesar el justillo de cuero y hundirla en la carne, justo sobre el corazón. La Señora no emitió sonido alguno y, evidentemente, la máscara de plata no se alteró. Cuando el Torturador retiró el fragmento de mármol, se había vuelto de un color argentino.
—¿Por qué ella? ¿Por qué no yo? —rugió la Bestia, aunque sabía perfectamente la respuesta.
La Cazadora se dio la vuelta. De pie como estaba, las fisuras de su rostro quedaban justo a la altura de los ojos de la gigantesca loba.
—Lo traeré, hermana —dijo sujetando con fuerza el pelaje de la cabeza de la Bestia—. Lo traeré desollado, mutilado y destripado, en una bolsa de su propia piel.
—Y difícilmente podrías tú hacer eso sin pulgares oponibles —interrumpió la Oscuridad.
—No es cuestión de pulgares, Oscuridad —terció el Torturador—; es cuestión de encontrar un recipiente adecuado, y no creo que pueda hallar ninguno para la Bestia.
—Son demasiados factores —dijo finalmente el Laberinto, que había permanecido en silencio y aparte desde que se inició el proceso—. Encontrar un humano al que el Torturador pueda poseer, hacerle entrega de las piedras, hacerlo llegar hasta un recipiente, y que lleve a cabo el ritual.
—Y después, que el ritual funcione —apuntó la Oscuridad.
—Vamos, si fuese sencillo no sería tan divertido —repuso el Torturador con una sonrisa despiadada.
—No es divertido —cortó la Víctima. Nadie replicó.
En silencio, los cuatro Señores y las dos Musas Oscuras se dirigieron a las Puertas, dejando al mayordomo del Salón y a la doncella de la Reina a cargo de los cadáveres. Era improbable sufrir otro ataque, pero si se producía estarían atentos, así que dieron los consejos oportunos y se pusieron en marcha. Era una visión inusitada, una comitiva sombría y terrible que atravesaba el Reino aplastando cualquier pesadilla que los desprevenidos forjadores pudieran alzar en su camino. A su llegada, los sueños de los soñadores estallaban en una miríada de temores y espantos, y los forjadores inevitablemente despertaban cubiertos en sudor, aterrorizados por todo y por nada al mismo tiempo. Pocos pudieron volver a conciliar el sueño esa noche. Afortunadamente para los soñadores, el trayecto fue rápido.
Desde las Puertas, Libo y Macra, guardianes de las Puertas Blancas que señalaban la salida del Reino, los vieron aproximarse y acudieron a recibirlos. Prócula, la guardiana de la Puerta Negra, permaneció en su puesto, contemplando el vacío del que surgían los forjadores para penetrar en el Reino. Pocas veces los Señores visitaban ese lugar, aparte de las ocasiones en las que el Torturador acudía al Archivo, y no había ningún protocolo concreto al respecto, o al menos ninguno que los servidores conociesen. Al fin y al cabo, las Puertas eran un lugar estable, así que las cosas eran como eran.
Tras unos instantes de duda, la comitiva enfiló finalmente hacia la Puerta custodiada por Macra, más que nada porque el Torturador no tenía ganas de volver a hablar con Libo ni de que los Señores curioseasen en su Archivo. La servidora, de aspecto arrugado y con el pelo larguísimo recogido en una espesa trenza que casi llegaba al suelo, hizo una ligera reverencia, pero nada más.
—Si os puedo ser de ayuda… —dijo insegura, sin saber bien a quién dirigirse.
—No te preocupes, Macra —contestó la Oscuridad—, no puedes ayudarnos lo más mínimo. Sigue con tus quehaceres.
En el fondo aliviada, la servidora se retiró. Los grandes asuntos de los Señores no eran para su especie.
—¿Y ahora qué? —preguntó la Oscuridad, una vez que la guardiana de la Puerta se hubo alejado—. ¿Esperamos?
—Esperamos —dijo el Torturador—. Pero no hará falta esperar mucho. Mi anfitrión pronto abandonará el Reino, y entonces tendremos que ser rápidos y precisos.
Le tendió las dos piedras a la Víctima, una plateada con la saliva del Dragón y otra rojiza por la sangre de la Reina.
—Cuando el forjador pase —continuó—, yo iré con él. En ese momento tú debes entregarle las piedras, justo cuando esté a punto de cruzar la Puerta Blanca.
La Víctima asintió, cogiendo las piedras con un cuidado reverencial. Aún seguía llorando.
—Y en cuanto cruce —concluyó dirigiéndose hacia la Cazadora—, debes saltar hacia las piedras. Ahora estás unida a ellas, así que deberías poder hacerlo. Una vez que ambas piedras se reúnan en el cuerpo de un soñador, serás el soñador.
—Y nos cobraremos nuestra justa venganza —gruñó la Bestia.
—Así será, hermana, así será —dijo la Cazadora, palmeándole el lomo.
Los Señores esperaron.
4
El doctor Harold Zweig no solía recordar sus sueños, pero eso no significaba que no soñara. De hecho, en ese momento estaba acercándose a la salida del Reino, aunque no lo recordaría al despertar. Sólo tendría una ligera sensación de alivio, sin saber que se debía a que había pasado la última hora golpeando con un pisapapeles a su insigne colega, el doctor Blumer, que hace un par de días había publicado un artículo catastróficamente parecido al que él estaba terminando. Zweig sabía que había sido pura y cruel casualidad, que no había mediado mala intención ni plagio, por lo que no podía culparle, ni lo hacía. Pero en el Reino podía dejar salir libremente sus ganas de hundirle la nariz en el cráneo con un pisapapeles en forma de pirámide de bronce, sin tener que sufrir las molestias de recordarlo luego. Lo que el doctor Zweig no sabía mientras abandonada el mundo que había forjado y avanzaba tranquilamente hacia una de las Puertas Blancas era que no sería él quien despertaría, o al menos no totalmente. Un paso antes de cruzar la Puerta Blanca, una hermosa muchacha rubia le colocó dos piedras en la mano, sin saber por qué. Zweig sonrió en señal de agradecimiento (porque era un regalo, ¿no?), y las apretó con fuerza. Comenzó a dar un paso más y sintió como otro desconocido le pasaba la mano sobre los hombros, sonriéndole como si fueran amigos de toda la vida. Lo cierto era que le sonaba de algo. El pie se posó al otro lado. Y desapareció. Y con él, el Torturador y las piedras, y menos de un segundo después les siguieron la Víctima y la Cazadora. El resto de los Señores no tuvieron más remedio que esperar.
Lo hicieron en silencio, mientras los forjadores seguían entrando continuamente por la Puerta Negra y saliendo por las Puertas Blancas. Estos de vez en cuando les lanzaban una mirada dubitativa, pero en un terreno estable, tan cerca del despertar, los Señores y lo que representaban eran apenas un recuerdo lejano en la memoria de aquellos que estaban a punto de abrir los ojos. Sólo eran un extraño tatuado, un hombre rubio y sonriente, y una loba desconcertantemente grande. Pero al fin y al cabo estaban soñando, así que no había por qué extrañarse. Sólo los más perceptivos pudieron descubrir la expresión tensa y preocupada en sus rostros, aunque era una preocupación totalmente ajena a los pensamientos y los sentimientos humanos. Nada que un buen desayuno no borrase por completo. Finalmente, tras lo que a la Oscuridad le pareció una vida, al Laberinto una eternidad y a la Bestia demasiado tiempo, el Torturador regresó. Su rostro grave y ceniciento y la ausencia de su hermana no hicieron necesarias las palabras, pero aun así las pronunció.
—No ha salido bien.
—¿Hemos fracasado? —preguntó la Oscuridad, aunque había una afirmación tras sus palabras.
—No —repuso el Torturador, en un tono que sin embargo no dejaba espacio para alegría ninguna—. Pero el ritual no ha podido completarse. Mi anfitrión no soportó la tensión, o quizás el poder de las piedras fuese demasiado intenso. Logré que incrustase una piedra en el corazón del receptáculo, pero todo se descontroló antes de que le hiciésemos tragar la segunda, y fui expulsado.
—¿Qué significa eso? —rugió lastimeramente la Bestia—. ¿Que hemos perdido a la Cazadora? ¿Por qué no está aquí si el ritual ha fallado?
El Torturador suspiró y se llevó una mano al rostro cansado, como para limpiarse un sudor invisible.
—No sé lo que significa —dijo finalmente—. Nunca se había hecho. Puede que esté fragmentada y no sepa quién es. O quizás haya poseído al maldito doctor Zweig y esté indefensa en un cuerpo mortal. Las dos opciones son malas, porque o bien no sabrá cuál es su misión, o bien no tendrá el poder para cumplirla.
El Torturador se dejó caer en el suelo, agotado, y clavó la mirada en el suelo negro de la Puerta.
—¿Y la Víctima? —preguntó el Laberinto tras unos instantes.
—La está buscando —contestó el Torturador—, pero es una aguja en un pajar. Yo iré a ayudarla en cuanto me recupere un poco.
La Bestia lanzó un aullido intenso y lastimero, que atravesó incontables pesadillas por todo el Reino, y que hizo despertarse con una tristeza terrorífica a miles de forjadores.
—¿Qué pasará ahora, hermanos? —gimió.
Incómodo, el Laberinto miró hacia la negrura de la Puerta, y el Torturador golpeó el suelo inútilmente con un pie. Pero la Oscuridad se sintió obligado a contestar. Era su naturaleza.
—Cualquier cosa. Y no podremos hacer nada para evitarlo —dijo con su mejor sonrisa.