Doce
Ana estaba ya en su apartamento, recién duchada y con el pijama de pantalón corto puesto, a punto de cepillarse el pelo antes de acostarse, cuando llamaron a la puerta. Atravesó el dormitorio y el salón para asomarse a la mirilla. Zach. Por supuesto.
Había soportado bien su presencia durante la jornada, en la obra. Pero al parecer ahora había escogido ir a verla solo, en un encuentro cara y cara, a sabiendas de que la sorprendería en una situación mucho más vulnerable. Abrió la puerta, bloqueándole la entrada.
—¿Puedo entrar?
En el lapso de un segundo, desfilaron por su mente todas las razones por las que no debería permitírselo. Su vestimenta, o más bien su carencia de la misma; las fotografías que no quería que viera… Y sabía por supuesto que seguramente querría hablarle de que lo había ocurrido entre ellos la pasada noche, así como de la discusión con su padre de la mañana.
—No es buen momento.
—Si esperara un buen momento —esbozó una sensual sonrisa—, nunca me dejarías entrar.
—Probablemente no.
—Por favor… —le pidió, ya serio.
—No estoy vestida para recibir a nadie.
—Si te prometo que me comportaré… ¿me dejarás entrar?
Mordiéndose el labio, abrió del todo la puerta y le dejó entrar.
—Voy a ponerme algo encima. Ahora vuelvo —le dijo, pasando por delante de él y entrando en el dormitorio.
Afortunadamente, todas sus fotos personales estaban sobre la mesilla y la cómoda. Solo tenía que mantener a Zach en el salón. Sacó una camiseta de talla grande del primer cajón y se la estaba poniendo encima del pijama… cuando él entró en el dormitorio.
—No quería molestar —tomó tranquilamente asiento en la mecedora, junto a la ventana—. Pero hoy, en la obra, no disfrutamos de la intimidad suficiente.
Ana, incómoda, apoyó una cadera en el alféizar.
—Lamento que tuvieras que ser testigo de la desagradable conversación familiar de esta mañana. Te agradecería que no le contaras a nadie lo que has visto. Mi padre… tiene un problema con el juego.
—Ya me lo imaginaba.
Se quedó recostado en la mecedora, observándola.
—No me siento orgullosa de haber pagado siempre sus deudas —continuó, desviando la mirada hacia la ventana para contemplar el cielo de un rosa brillante, juntándose con el azul del mar—. Solo lo hice porque quiero a mi madre y porque ha vivido un matrimonio horrible. Pero ahora que ya lo ha dejado, ya no me importa lo que pueda pasarle a él. Sé que suena cruel —susurró—, pero no le quiero. Es mi padre, sí, pero nunca me quiso. La primera vez en mi vida en que me prestó atención fue cuando empecé a ganar dinero. De repente se mostró muy interesado por mi trabajo… o al menos eso me pareció. Qué ilusa.
Zach se inclinó hacia delante, le tomó las manos entre las suyas y se las apretó.
—No hay nada malo en desear que te quiera tu padre, Ana. Eso es algo que nadie debería suplicar, ni por lo que tener que pagar. Nunca.
Sintió que los ojos le ardían, conforme las lágrimas le subían por la garganta.
—Tienes razón, pero eso no evitó que le entregara dinero cada vez que acudía a verme. De alguna manera, en el fondo, siempre pensé que quizá eso le haría sentirse orgulloso de mí.
No sabía por qué le estaba contando todo aquello. Pero una vez que había empezado, era como si no fuera capaz de detenerse.
—¿Sabes? Cuando era niña, yo siempre quise tener un perro —liberó las manos y se puso a pasear por la habitación—. Oía a mi madre suplicándole que me dejara tener uno, pero mi padre le decía que lo último que necesitaban era otra criatura que dependiera de él… —se sentó en la cama con las piernas cruzadas, mientras los recuerdos seguían aflorando—. No volví a pedir el perro porque, justo después de aquello, oí a mi madre llorar en el baño. Yo era muy pequeñita, pero sabía que ella era la única de los dos que quería.
—¿Por qué tardó tanto en dejarlo? —quiso saber Zach.
—Al principio yo pensé que era porque se había quedado embarazada nada más casarse y dejó de trabajar en la empresa de mi abuelo para quedarse en casa. Luego, ya de mayor, creo que mi madre tenía miedo de empezar una nueva vida ella sola, sin trabajo y teniendo que mantenerme. No lo sé.
Al ver que se levantaba de la mecedora, Ana pensó que iba a consolarla. En lugar de ello, se acercó a la mesilla para tomar una pequeña fotografía enmarcada. Tan abstraída se había quedado revelándole sus secretos de familia, que se había olvidado por completo de los retratos. Pero en aquel momento Zach estaba sosteniendo una en la mano y, por mucho que se arrepintiera de haberle dejado entrar en su dormitorio, sabía que acababa de dar un paso de gigante en la conquista de su corazón.
Zach estudiaba la foto de la niña dulce e inocente que había sido Ana en compañía de una mujer que por fuerza tenía que ser su madre. Ambas sonreían a la cámara, pero sus miradas estaban vacías. Tristes.
—Desde luego has heredado la belleza de tu madre —le dijo, intentando hacerle pensar en algo positivo—. ¿Qué edad tenías?
—Siete.
Dejó lentamente la foto en su lugar mientras paseaba la mirada por las demás. Había otra de Ana y de su madre, bastante posterior, en la que aparecían sonrientes, sentadas del brazo en la playa. Pero fue la tercera la que más llamó su atención.
—¿Es tu abuelo? —señaló una vieja instantánea en la que aparecía Ana, apenas un bebé, al lado de un hombre.
—Sí. Era el mejor.
Zach sonrió mientras contemplaba a la niña sentada en la excavadora, con los tirabuzones rojizos asomando bajo un casco de obra que le quedaba enorme. Su abuelo estaba de pie junto al vehículo, sujetándola con una mano grande y morena posada sobre sus rodillas.
—Él me enseñó todo lo que sé —le confesó—. Nunca me he sentido más sola que cuando murió. Me costó muchísimo seguir trabajando, sabiendo que ya no podía recurrir a él en busca de consejo. Pero fue mi madre la que se tomó peor su muerte. Ella fue la que se sintió más sola, porque mi padre nunca estaba en casa y yo ya viajaba por todo el país de obra en obra.
Y dispuesta a firmar el siguiente cheque que enviar a su padre para mantener vivo su vicio y garantizar al mismo tiempo a su madre un techo sobre su cabeza. Zach le adivinó el pensamiento, pero no quería intervenir en un tema tan delicado.
—No te castigues a ti misma por culpa de los errores de los otros.
—No me estoy castigando a mí misma —alzó bruscamente la mirada—. Es que me enfada pensar en todo lo que ha tenido que soportar mi madre porque mi padre no podía controlarse… en ningún aspecto.
—Tu madre es una mujer adulta, responsable de sus propios actos, Ana —se sentó a en la cama, a su lado—. Deprimiéndote por todo esto no ayudarás a nadie, y menos a ti misma. Hoy le plantaste cara a tu padre: o se corrige o pagará las consecuencias. En cualquier caso, no está en tu mano.
Se lo quedó mirando fijamente antes de levantarse para acercarse a la ventana, de espaldas a él.
—Lo siento —murmuró Ana en voz baja—. No tenía intención de deprimirme tanto, te lo aseguro… Pero es que con la visita de mi padre de esta mañana… me temo que no soy la mejor compañía en este momento.
—Entonces hablemos de lo de anoche.
—¿Qué es lo que hay que hablar? —le preguntó, repentinamente tensa—. Sucedió, pero no volverá a suceder. Punto.
Zach se levantó y recorrió lentamente la distancia que los separaba.
—Cuando hablas así de rápido, sé que estás nerviosa. Lo que me hace sospechar que no crees realmente en lo que acabas de decir.
—No tienes que recordarme que me siento atraída por ti… y sí, lo de anoche lo demuestra. Pero somos muy diferentes, Zach. Yo necesito algún tipo de compromiso e incluso aunque no lo necesitara, no puedo dividir mi tiempo entre el proyecto más ambicioso que he asumido nunca y algo tan personal e íntimo como esto.
—Esa es precisamente la razón por la que yo soy perfecto para ti —posando las manos sobre sus finos hombros, la obligó a volverse—. Soy insistente, ya lo sabes. ¿Qué sentido tiene luchar contra algo que los dos queremos? De todas formas, para cuando termine este proyecto, nos habremos acostado. Prolongar lo inevitable no cambiará el resultado final.
Vio que sus cremosas mejillas enrojecían de golpe.
—No sé por qué te deseo tanto… Eres muy sexy, desde luego, pero cuando sacas toda esa arrogancia tuya me recuerdas todas las razones por las que no quiero que me gustes.
Atrayéndola hacia sí, la miró fijamente a los ojos.
—No me importa que te guste o no, Anastasia. Me importa que me desees.
Y se apoderó de su boca, sin tomarse la molestia en mostrarse tierno: solo exigente. No conocía otra forma. Aquella mujer llevaba semanas volviéndole loco. Lo tenía pendiente de un hilo. Ana deslizó los dedos por su pelo, sujetándolo como si no quisiera que se le escapara. Soltó un gemido cuando él le mordisqueó ligeramente el labio.
Sí, no había manera de que desapareciera aquella urgencia por poseerla. Su deseo por ella crecía cada vez que la veía, que la tocaba. Sus manos viajaron por su espalda por encima de la holgada camiseta y el pantalón corto. Qué no habría dado por arrancarle toda aquella ropa y demostrarle lo muy arrogante que era. No era un hombre tranquilo y sereno, nunca lo había sido en circunstancias tan íntimas como aquéllas, pero sabía que Ana necesitaba en su vida alguien que sí lo fuera. Y él estaba dispuesto a serlo. Por mucho que le doliera, literalmente, se apartó y la tomó de los hombros.
—Esto es lo último que necesitas ahora —le dijo de pronto.
—Pues yo creo que sí que lo necesito —parpadeó, confundida.
—Lo crees. No es suficiente. Cuando lo sepas de seguro, ve a buscarme.
Se giró en redondo, abandonó el apartamento y llamó al ascensor antes de que tuviera tiempo de arrepentirse. Nunca antes había rechazado a una mujer en la que hubiera estado interesado. Obviamente, en su intento por seducirla y derribar sus defensas, Ana había conseguido demoler la suyas por sorpresa, inadvertidamente.