Diez
Los nervios torturaban a Ana mientras esperaba a que volviera Zach. ¿Sería aquélla la manera que tenía el destino de atormentarla… ofreciéndole en bandeja la oportunidad de acostarse con un hombre que sabía que podría enseñarle todo lo que necesitaba saber y mucho más sobre el sexo y la intimidad física? Se quitó las chanclas y se dispuso a preparar la cama. Su cama. La de los dos. Pero no. No había manera de que compartiera con Zach aquella colchoneta. Nunca había compartido una cama con nadie, y menos con un hombre. Era una mala, malísima idea. ¿Por qué Cole había tenido que traer una sola colchoneta?
Acababa de colocar las sábanas en la colchoneta cuando apareció Zach con unos papeles en la mano y una expresión indescifrable en el rostro. Extraña.
—¿Qué pasa?
—Supongo que serás consciente de que los dos no podemos dormir ahí —dejó los papeles sobre el escritorio.
Sí que lo sabía. Solo que le sorprendía que él se lo recordara.
—Mira, tomaré esta manta y dormiré en el suelo, al lado de la puerta —le dijo al tiempo que recogía la manta ligera de algodón de la silla del escritorio.
—No estoy cansada —todavía no quería ocuparse de los preparativos para dormir. Tenía los nervios demasiado destrozados—. Estudiemos esos papeles que has traído.
Zach extendió la manta sobre el suelo y volvió con ella, que mientras tanto se había dedicado a colocar los papeles sobre la mesa del escritorio, en un esfuerzo por distraerse de su presencia. La oficina ya era de por sí pequeña, pero ahora que sabía que iban a pasar horas allí, el espacio parecía cerrarse por momentos en torno a Ana. Se quedó mirando fijamente los papeles, apoyadas las manos en el borde del escritorio, muy cerca de las de Zach. No había un solo nombre o dato en el cual pudiera concentrarse para distraerse. ¿Cómo habría podido cuando solamente podía pensar en sí debería o no aprovechar aquella oportunidad?
—… y dado que vamos a seguir adelante con la idea de la degustación de helados, la distribución de los asientos no será ningún problema…
Ana se obligó a concentrarse en el tema que tenía entre manos. Obligándose a escucharlo, asintió con la cabeza. Zach parecía haber resuelto el problema. Quien ahora tenía el problema era ella.
—Los nombres señalados en rojo son los de la gente que asistirá —le indicó una columna de nombres—. Los de verde todavía no han respondido a la invitación.
Ana se aclaró la garganta. Si él podía sobreponerse a la tensión casi eléctrica del ambiente, ella también. Recogió un pequeño cuaderno de su escritorio y se acercó a la colchoneta. Sentándose en ella, cruzó las piernas y se dedicó a tomar notas, esforzándose al mismo tiempo por guardar las distancias con Zach. No tuvo suerte, porque él se quitó las botas y se sentó a su lado, en la cama.
—¿Qué estás escribiendo ahora? —se acercó para echar un vistazo.
—Solo algunas ideas para Kayla. Yo…
—Estás temblando —le cubrió la mano con la que empuñaba el bolígrafo.
Ana mantenía la mirada clavada en el papel, prohibiéndose a sí misma mirar aquellos ojos de color chocolate que vigilaban cada uno de sus movimientos. De repente, Zach alzó la otra mano para acercarla a la base de su cuello, allí donde le latía el pulso.
—El corazón te late muy rápido. ¿Estás asustada?
—Sería una estúpida si no lo estuviera —cerró los ojos, disfrutando de su sensual caricia—. Prometiste que no me presionarías.
—Yo creo que no te estoy presionando —sonrió—. Se diría más bien que tú estás disfrutando de mi persuasión.
Aquellos dedos viajeros subieron hacia su mejilla, para concentrarse en sus labios levemente entreabiertos.
—Te gusta que te toque, ¿verdad?
—Sí —susurró ella.
El bolígrafo escapó de su mano, rodando hasta su regazo. El cuaderno siguió el mismo camino.
—¿Por qué no dejas que tu cuerpo tome el mando? —musitó él, acercándose aún más.
Nada le habría gustado más que cederle el completo control de aquella situación… Pero no podía. Si cedía, por poco que fuera, temía que Zach la dejara anhelando algo de su persona que sabía nunca podría darle. Se levantó bruscamente de la colchoneta, casi tropezando.
—Esto no está sucediendo. No puede ser.
—Esto sucederá, Ana. Porque tú lo deseas tanto como yo y yo no pienso seguir privándote de ello. En una de estas ocasiones en que volvamos a quedarnos solos, perderás el control. Y yo estaré dispuesto y esperando.
—¿Siempre estás tan seguro de ti mismo?
—Siempre —su sonrisa era amenazadora, casi agresiva. Excitante.
Retrocedió otro paso cuando él se levantó y le tendió una mano.
—Vamos —le dijo de pronto—. Tengo una idea.
—¿De qué se trata? —lo miró, manteniendo las manos pegadas a los costados.
—Ya lo verás —se calzó las botas, le acercó las chanclas y recogió las llaves de su moto—. Alguna vez tendría que ser la primera, ¿no?
—No puedes hablar en serio —exclamó Ana una vez que salieron del remolque, al calor sofocante de la noche de Miami. Aunque era casi medianoche y nadie podía verlos, la idea resultaba sencillamente absurda.
Zach sonrió, cruzó los brazos sobre su amplio pecho y sacudió la cabeza.
—Este es el lugar perfecto para que aprendas a montar en moto.
—No hay manera de que pueda subirme a ese trasto, y menos aún conducirlo…
—¿Por qué no? Para todo en este mundo hay una primera vez —le tomó una mano y le cerró los dedos sobre el manillar. La cálida sensación del metal bajo su palma nada hizo para apaciguar sus nervios.
—¿Hay algo que debería saber antes de montar?
Zach soltó una carcajada y le plantó un beso en la mejilla antes de rodear la moto para colocarse al otro lado.
—¿Montar? No, no hay gran cosa que necesites saber, aparte de cómo sentarte en ella antes de arrancarla. Acostumbrarte a sentir todo ese poder entre tus piernas.
—¿Vas a empezar otra vez con los dobles sentidos? —arqueó una ceja.
—Es la única manera que se me ocurre de que te relajes —se encogió de hombros—. Ahora sube.
—¿No necesito pantalones largos o botas?
Zach miró sus piernas desnudas y sus chanclas.
—Bah, no hace falta. El motor no se calentará apenas en el poco tiempo que pases conduciéndola. Eso si llegas a arrancarla y te mantienes en ella.
—Ya. ¿Tan difícil es sentarse con esta cosa entre las piernas? —bromeó, en alusión a lo que le había dicho antes de los dobles sentidos.
Zach se limitó a sonreír. Y la visión de aquellos blanquísimos dientes contrastando con su tez bronceada y la negra sombra de su barba la dejó aturdida. Agarrando firmemente el manillar, cruzó la pierna derecha sobre al asiento.
—De acuerdo, ¿y ahora qué?
Zach se hallaba de pie frente a ella, con los brazos cruzados sobre su impresionante pecho, el tatuaje de su bíceps asomando bajo la manga de su camiseta negra. Ana no pudo evitar preguntarse cuántos tatuajes más escondería su cuerpo.
—Intenta equilibrar la moto entre las piernas. Apoya bien tu peso sobre los dos pies.
Agarró con fuerza el manillar mientras lo hacía, pero sintió que basculaba hacia un lado… con la moto.
—Oh, no…
Inmediatamente apareció a su lado, sosteniéndole las manos y evitando que cayera.
—Dios mío… —jadeó Ana, y no solo por lo que había estado a punto de ocurrir—. No imaginaba que pesara tanto. No me lo pareció cuando antes me senté en ella detrás de ti.
Alzó la mirada para encontrarse con su rostro apenas a unos centímetros de distancia, la mirada clavada en sus labios entreabiertos.
—Eso es porque yo hacía todo el trabajo —le dijo con voz ronca.
—Ya no estamos hablando de motos, ¿verdad?
Zach sonrió, acercándose todavía más. Sus labios estaban ya apenas a un suspiro de los suyos.
—Me gusta el rumbo que estaban tomando tus pensamientos…
Ya no le dejó pensar más. Se apoderó de sus labios en un beso con el que Ana había estado soñando durante días. Y ya no se le ocurrió resistirse. Quería sentir aquella boca sobre la suya. No retiró las manos del manillar: Zach había entrelazado los dedos con los suyos. Su hombro todavía reposaba contra la dura pared de su pecho.
Con un ligero movimiento de lengua, la obligó suavemente a entreabrir los labios, aumentando el grado de intimidad del beso. ¿Cómo podía ser tan avasallador y exigente, y al mismo tiempo tan tierno y apasionado? De repente, para su sorpresa, le mordisqueó suavemente el labio inferior antes de apartarse. Ana abrió los ojos al tiempo que se humedecía los labios, como si quisiera memorizar su sabor.
—Zach, yo…
En esa ocasión alzó las manos para acunarle el rostro mientras volvía a apoderarse de su boca. Y Ana perdió por completo la noción de lo que había estado a punto de decirle. Quizá había querido pedirle que no fuera más allá de unos pocos y ardientes besos… o tal vez suplicarle que no se detuviera.
—No puedo parar, Ana. No puedo dejar de tocarte. No quiero presionarte, pero al menos tengo que tocarte, acariciarte…
Le subió la blusa con una mano, y ella solo pudo gruñir un «sí» cuando sintió su cálida palma deslizándose primero por su abdomen y después por el sujetador de encaje.
—Esto es para ti —murmuró mientras recorría su piel con los labios, acercándose de nuevo a su boca.
Ana no tenía la menor idea de lo que quería decir, y él tampoco se lo aclaró mientras continuaba asaltando sus hombros, su cuello y sus labios con la boca. Al mismo tiempo, le desabrochó rápidamente el pantalón corto y le bajó la cremallera. ¿Estaba todo aquello sucediendo en realidad? ¿Estaría ella realmente preparada? Si no era así, temía que en cualquier momento fuera ya demasiado tarde y…
—Zach…
Se montó en la moto, detrás de ella.
—Shhh. Apóyate en mí, Ana.
Dejándose caer contra aquel duro pecho por el que habría dado lo que fuera para ver desnudo, Ana intentó relajarse. Pero las manos de Zach terminaron de abrirle el pantalón y una de ellas se deslizó en su interior.
Se tensó de inmediato, pero Zach le murmuró tranquilizadoras y cariñosas palabras al oído mientras le alzaba la blusa con la otra mano. Ana no sabía dónde poner las manos, así que las apoyó en sus muslos y se los apretó en el instante en que sintió la caricia de sus dedos en su entrepierna.
—Relájate, Ana. Todo esto es para ti.
Echó las caderas hacia adelante mientras se aferraba a sus musculosas piernas. Separando los muslos, hizo lo que le decía.
Zach utilizó las dos manos para hacerle cosas que ella jamás había creído posibles: de repente no supo ya si la estaba torturando o dando placer. Estaba segura de que no podría soportar ni un segundo más de agonía cuando empezó a convulsionarse. Un inefable placer la atravesó de parte a parte, inundándola por entero. No llegó a escuchar lo que él le susurró al oído. La barba de su mandíbula le raspó la mejilla mientras sus temblores empezaban a desvanecerse. La vergüenza amenazó con asaltarla, pero él, como era habitual, le adivinó el pensamiento.
—Te has mostrado tan receptiva… —sacó la mano de su pantalón para apoyarla en la cara interior de uno de sus muslos—. Éste ha sido el momento más sensual de mi vida.
Ana cerró los ojos, deseosa de poder creer en sus palabras, pero consciente al mismo tiempo de que probablemente le diría lo mismo a todas las mujeres.
—Creo que ya he recibido suficientes lecciones —intentó apartarse, pero él se lo impidió.
—No te enfades.
—¿Con quién? —inquirió ella—. ¿Contigo o conmigo?
—Conmigo por haberte enseñado un aspecto más de tu propio cuerpo, y contigo por pensar que has perdido el control —le arregló la ropa, incluso le abrochó el pantalón—. Algunas veces perder el control es positivo, Ana. Y de verdad que mi verdadera intención era enseñarte a montar en moto.
Ana le retiró las manos de la cintura y se bajó de la motocicleta como buenamente pudo, que no fue con mucha elegancia.
—Sí, bueno, pero esto no volverá a suceder. No puede ser. Es cierto que me atraes. Es algo obvio. Pero no podemos tener una aventura mientras dure este proyecto para que luego cada uno siga su camino. Yo no soy mujer de aventuras, y sé que es eso lo que quieres de mí.
No esperó a que contestara. Con las piernas convertidas en pura gelatina y el corazón latiéndole a toda velocidad, volvió al remolque. Después de lanzar sus chanclas contra una esquina, se tumbó en la colchoneta y se cubrió con la sábana.
Él tenía razón. No sabía si estaba enfadada consigo misma por haber cedido tan fácilmente a su persuasión o por el hecho de que él le hubiera abierto los ojos a todo lo que se estaba perdiendo. Lo maldijo en silencio. Aquel hombre había derribado sus muros exteriores. Pero no lograría hacer lo mismo con el que rodeaba su corazón. Porque aquel muro era de puro acero.