Seis
Desde el instante en que entraron en la suntuosa mansión de Victor en Star Island, a Zach le entraron ganas de cubrir a Ana con su chaqueta y volver a meterla en el coche. Cada par de ojos estaban fijos en ellos… y sabía que no lo estaban mirando precisamente a él. Los hombres la miraban descaradamente y las mujeres le lanzaban dardos invisibles. Tenían toda la razón del mundo para estar celosas.
—Ah, dos de mis personajes favoritos —Victor se acercó inmediatamente a saludarlos—. Me alegro de que hayáis venido. Tenemos bebida, comida, compañía… Todos los ingredientes para una fantástica velada.
Zach apoyó una mano en la cintura de Anna, en un gesto abiertamente posesivo. El motivo de que estuviera tan dispuesto a demostrar a los demás lo mucho que la deseaba era algo que se le escapaba.
—Temíamos que se nos hiciera tarde —afirmó, ganándose una mirada asesina de parte de Ana—. Y yo le dije que lo entenderías.
Victor soltó una carcajada.
—Absolutamente.
—Tienes una casa impresionante, Victor —Ana esbozó una dulce a sonrisa—. Gracias por la invitación.
El multimillonario le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—No es necesario que me agradezcas nada, Anastasia. Gracias a ti, mi nuevo hotel será el que tenga más encanto de todos. Soy yo quien debe darte las gracias.
Zach pensó que aquel besamanos había durado demasiado. Por fin Victor asintió sonriente y le soltó la mano.
—Disculpadme, pero debo atender a los demás invitados.
En el instante en que se marchó, Ana se volvió hacia Zach:
—Nunca más vuelvas a hacer eso.
—No quería que se hiciera una idea equivocada contigo —se defendió—. Victor es un solterón con mucho éxito entre las mujeres. Solo quería que supiera que contigo no tenía nada que hacer.
—Tú tampoco —susurró entre dientes antes de girar en redondo para dirigirse al fondo de la mansión, que comunicaba con un espléndido jardín.
Zach le permitió que se adelantara unos pasos antes de seguirla. No pensaba montar una escena, y menos en la casa del hombre que tenía un contrato multimillonario con el estudio de arquitectura de su familia.
Continuó caminando y salió al jardín… si acaso podía llamarse así al exuberante escenario casi selvático con cascadas que abrevaban en pequeñas pozas. Vio en seguida a Ana junto a su hermano gemelo, Cole, y la prometida de éste, Tamera. Las mujeres charlaban animadas mientras Cole sonreía con un vaso en la mano. Supuso que estarían hablando de la inminente boda. Como si una fuerza magnética lo hubiera arrastrado hacia aquella mujer tan tozuda como sensual, Zach se encontró de repente al lado de Ana, rozándole un brazo con el suyo. Aunque seguía sonriendo, notó que su cuerpo se tensaba de inmediato.
—Me alegro de verte por aquí —le dijo Cole.
—Y yo —repuso Zach, recogiendo una botella de cerveza de la bandeja de un camarero que pasaba al lado—. Tamera, estás tan guapa como siempre. Radiante de felicidad.
Su futura cuñada sonrió al tiempo que tomaba a Cole de la cintura y se apoyaba en él.
—Tengo muchas razones para estar feliz y todas tienen que ver con este hombre.
—Precisamente les estaba preguntando dónde pensaban casarse —comentó Ana—. Me sorprende que vayan a hacerlo en casa de Cole.
—Queremos una ceremonia familiar, para la familia y amigos más íntimos —Tamera lanzó a su prometido una mirada de adoración—. La idea es celebrar la recepción y marcharnos de luna de miel en cuanto acabe. Como necesitábamos un lugar para que los familiares se quedaran a pasar la noche, nuestra casa nos pareció perfecta.
—Suena maravilloso —sonrió Ana.
Zach estaba seguro de que, si aquella conversación sobre bodas, amores y finales felices se prolongaba durante mucho tiempo más, saldría corriendo como si lo persiguiera un enjambre de abejas.
—¿Te has pasado últimamente por las obras? —le preguntó a su hermano.
—Sí, ayer mismo.
—Los movimientos de tierra se están cumpliendo según los plazos y el resto del equipo de Ana hace dos días que ya ha llegado, así que a partir de ahora aceleraremos todavía más el ritmo.
Tamera puso los ojos en blanco.
—¿Tenemos que hablar de trabajo? —se quejó Tamera—. Disfrutemos mejor de la fiesta. Tengo hambre, Cole. Vamos a por un plato.
Cole lanzó una mirada a su hermano gemelo, como diciéndole «ya hablaremos después», y Zach rio por lo bajo antes de beber un buen trago de cerveza.
—No pongas esa cara —le dijo Ana—. Si quieres hablar de trabajo, soy toda oídos.
—Por fin una mujer con la que me identifico de todo corazón —se burló.
—El corazón no tiene nada que ver en esto, Zach —sonrió.
—Me alegro, porque no pienso volver a entregárselo a nadie.
—¿Has dicho volver?
Zach maldijo para sus adentros.
—Estuve casado antes —dijo con falsa naturalidad—. No duró. Ella quiere volver conmigo, yo no. Fin de la historia.
—Un motivo más por el que somos tan diferentes. El matrimonio es algo muy importante; es precisamente por eso por lo que yo nunca me casaré. No hay hombre en el mundo que reúna las condiciones que yo exigiría en un marido.
—¿Y qué es lo que quieres en un marido?
—No es tanto lo que quiero como lo que necesito —se encogió de hombros, agarrando su diminuto bolso con las dos manos—. Lealtad, confianza, estabilidad, sinceridad. Tendría que anteponerme a mí a todo lo demás. No estoy diciendo que tuviera que mimarme y consentir todos mis caprichos, sino que se prestara atención a mis necesidades y conociera exactamente mis deseos.
Zach pensó que, si le revelaba a él aquellos deseos, con mucho gusto se los satisfaría uno a uno. Aunque ciertamente no pretendía postularse como marido. Eso era lo último.
—No me malinterpretes —continuó ella, mirando las parejas que se perdían de la mano en los rincones del enorme jardín—. Me emociona cuando dos personas que están destinadas a estar juntas encuentran esa felicidad. Solo que eso es algo que yo no disfrutaré nunca. Créeme que no se trata de una queja.
Cuanto más la veía hablar y mirar a otra gente, más claro se daba cuenta de que estaba mintiendo. Puede que ella no fuera consciente de ello, pero mentía. Su mirada de anhelo, la dulzura de su voz mientras hablaba de sus requisitos y condiciones… Sí, Anastasia Clark creía en los cuentos de hadas y un día probablemente viviría uno. Un príncipe azul aparecería por fin y le daría todo eso y más.
Pero Zach no quería imaginarse a Ana con otro hombre. No cuando él ni siquiera había tenido la oportunidad de explorar aquella pasión que acechaba en su alma.
—Oh, y un perro —añadió.
—¿Perdón?
Volvió sus ojos verdes hacia él.
—Tendría que tener un perro. Si le gustan los animales, sería un indicio de que es tierno y cariñoso. Por supuesto, en mi trabajo un perro no es algo muy práctico, sobre todo cuando tengo que viajar por todo el país.
—Quizá cuando encuentres a tu príncipe azul, te establecerás para siempre en un castillo y no tendrás que viajar más —Zach no pudo evitar sonreír al ver que entrecerraba los ojos—. Así podrás tener todos los perros que quieras.
—Ya te lo dije, no pienso establecerme en ningún sitio. Y ciertamente tampoco pienso reducir mi ritmo de trabajo. Me gusta lo que hago, me gusta mi independencia.
«Mejor», pensó Zach. Ella no estaba buscando comprometerse. Perfecto.
—Acabo de ver a un cliente —dijo de pronto—. Necesito saludarlo. Si quieres, puedes acompañarme.
—Oh, no te preocupes por mí… Ve tranquilo. Ya nos veremos luego.
Zach dejó a Ana, que se dirigió hacia una de las numerosas mesas de comida. Él se puso a charlar con un cliente, y luego con otros muchos de los que habían trabajado con el estudio de arquitectura de su familia. Al cabo de una hora, la buscó con la mirada pero no la encontró. No podía haberse marchado con alguien sin haberle avisado antes. Entró en la casa, a un salón de aspecto formal donde estaban charlando varios invitados. Ni rastro de ella.
Fue entonces cuando reconoció su risa sensual. Se giró en redondo y distinguió su melena pelirroja, su vestido verde esmeralda, y experimentó la enésima punzada de excitación… A la que siguió otra de celos cuando la vio charlando con un hombre que sabía estaba casado. El hombre, rico y de mediana edad, sonreía a la vez que le recogía delicadamente un mechón que había escapado de su moño.
—Gabriel Stanley, qué alegría volver a verte… —lo saludó Zach mientras se acercaba, inmune a la mirada asesina que acababa de recibir de su conocido—. He visto fuera a tu mujer. Está guapísima. ¿Vais a tener otro niño?
Gabriel hundió las manos en los bolsillos de su pantalón.
—Sí. El tercero.
—Qué maravilla —exclamó Ana, aparentemente ajena a la tensión del ambiente—. Enhorabuena. No me habías dicho nada…
—Parecía un poquito cansada —añadió Zach—. Puede que quieras ir a ver cómo está.
Gabriel tensó la mandíbula.
—Ana, ha sido un placer conocerte. Zach, nos vemos luego.
—Eso ha sido una grosería por tu parte —le echó en cara ella una vez que se quedaron solos—. Solo te ha faltado orinar para marcar el territorio.
—Está casado —se la quedó mirando fijamente a los ojos.
—¿Y?
—Que estaba flirteando contigo.
Ana sonrió y le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Te pones muy guapo cuando estás celoso. Y haces que me entren ganas de comprobar la sinceridad de esos sentimientos…
—No estoy celoso —insistió—. Vámonos.
—Deberíamos despedirnos de Victor.
—Está ocupado con sus invitados. No le importará que nos escapemos.
Sin darle otra opción, la tomó de la mano y la guió a través de la casa. Una vez en el sendero de entrada, esperaron a que el portero trajera el coche.
Un denso silencio presidió el trayecto de vuelta a su apartamento de South Beach. Zach no quería que pensara que era un imbécil. A fin de cuentas, ¿acaso no se suponía que tenía que enseñarle que existía un tipo de hombre diferente de los que había conocido y le habían amargado la vida? ¿Uno que no fuera un imbécil?
—Mira, lamento que pienses que me he comportado groseramente —se aclaró la garganta—. Pero no voy a disculparme por haberme comportado groseramente con Gabriel.
—Ya. Eso último sí que ha sonado sincero.
Zach le lanzó una rápida mirada de soslayo.
—Soy sincero. Y no tengo problema alguno en disculparme cuando sé que me he equivocado o he herido los sentimientos de la gente que me importa.
La manera que tuvo de contener el aliento lo sorprendió. Estaba claro que necesitaba explicarse mejor.
—Conozco la opinión que tienes de los hombres —continuó—. Pero no todos somos tan malos y no todos somos como Gabriel. Que haya tipos que disfruten con las mujeres no significa que las manipulen o jueguen con sus sentimientos. Les gusta salir con ellas, de una en una, y divertirse.
—Como tú.
Sentada como estaba tan cerca de él, Zach solo tenía que estirar una mano para tocarla. Y lo hizo: la apoyó sobre su muslo, suavemente.
—Como yo. Yo no miento nunca a las mujeres. Si estoy con una mujer, esa mujer sabe cuál es la situación exacta en cada momento. Y sabe también que le seré fiel mientras dure.
—No sé por qué, pero te creo.
Para su propia sorpresa, Zach soltó el aliento que inconscientemente había estado conteniendo. Sí: quería que Ana tuviera una buena opinión de él.