Once
Cuando el sol se alzaba en el cielo, Zach seguía perfectamente despierto. Y excitado. Se había pasado las seis últimas horas maldiciéndose a sí mismo por haber incitado a Ana a hacer algo para lo que mentalmente no había estado preparada.
Nunca en toda su vida se había mostrado tan deseoso de dar placer a una mujer sin recibirlo a su vez. La intensidad con la que había ansiado hacerle gozar se había impuesto a cualquier incomodidad física propia, a cualquier frustración. Saber que quizá había estropeado cualquier posibilidad de acostarse con ella le dolía mucho más que su entumecida espalda, después de haber pasado toda la noche sentado y apoyado contra la pared, al pie de la colchoneta. Sí, la había visto dormir mientras se devanaba los sesos pensando en cómo podría hacerle comprender que no tenía nada de qué avergonzarse. Y sí mucho que descubrir.
Se levantó, recogió las botas y abrió la puerta, cuidadoso de no despertarla. Se sentó en el primer escalón y se calzó. Todavía era temprano: los obreros no llegarían hasta dentro de una hora. De ahí su sorpresa cuando un pequeño utilitario entró de pronto en el aparcamiento del recinto, levantando grava. Un hombre alto y de pelo oscuro bajó del coche. Había algo en su persona que le resultaba familiar, aunque estaba seguro de no haberlo visto nunca antes.
—Buenos días —lo saludó el recién llegado mientras cerraba la puerta del coche—. No esperaba ver a nadie tan pronto, a excepción de mi hija. Es una madrugadora nata.
Su hija. Así que aquél era el padre de Ana. Zach lo odió de inmediato a la vez que se preguntaba qué diablos podía estar haciendo allí.
—¿Tú trabajas para Anastasia?
Cruzó los brazos sobre el pecho, arrepintiéndose de no haber despertado a Ana para que al menos estuviera preparada para una visita tan sorpresiva.
—Técnicamente es ella la que trabaja para mí. Soy el arquitecto, Zach Marcum.
No le tendió la mano. No tenía ningún deseo de estrechar la mano del hombre que de manera tan evidente había hecho tanto daño a Ana.
—¿Dónde está? —le preguntó entrecerrando los ojos, con las manos en las caderas.
Antes de que Zach pudiera responder, se abrió la puerta del remolque y Ana apareció en el primer escalón. De repente sus ojos, que habían empezado a escrutar el horizonte, se quedaron helados. Se apartó el pelo de la cara, cuadró los hombros y alzó la barbilla.
—Pasaba por aquí y me dije: voy a ver a mi hija.
Ana puso los ojos en blanco y apoyó las manos en las caderas.
—Ya me has visto, pero estoy segura de que no has venido para saber si estoy bien o no. ¿De cuánto dinero se trata esta vez? ¿Y qué es lo que estás haciendo en Miami?
Zach vio que los ojos del hombre se convertían en dos rendijas hostiles.
—¿No podemos hablar en privado?
Volviéndose hacia Zach, Ana negó con la cabeza.
—Zach no se marchará mientras no quiera. Si tú quieres algo de mí, ¿por qué no me lo dices directamente? ¿Cuánto debes esta vez?
—No me hables así, jovencita —dio un paso adelante, con lo que Zach se puso inmediatamente en alerta—. Sigo siendo tu padre.
—Tú nunca has sido un padre para mí —le espetó en un tono que Zach jamás le había oído antes. Su voz destilaba puro veneno—. Me alegro de que mamá entrara en razón y te abandonara. Aunque evidentemente le dejaste muy poca elección después de haber despilfarrado hasta el último céntimo de su patrimonio.
—Seguro que te llamó llorando. Mira, Anastasia…
—No —alzó una mano mientras terminaba de bajar los escalones—. Simplemente te enfada que me haya llamado y me lo haya contado… —se acercó a él—, porque sabes que ahora ya no cuentas con ella para convencerme de que te pague tus vicios.
—Solo necesito diez mil y te dejaré en paz —le pidió de pronto su padre, cambiando de tono—. Sé que tienes dinero; siempre has ahorrado hasta el último céntimo y llevas mucho tiempo en este negocio. Además, llevo varias semanas en Miami. Aquí es donde vienen los grandes jugadores. Sé que sacaré una buena tajada.
—No pienso darte ni diez céntimos —lo apuntó con el dedo, alzando cada vez más la voz—. Y ahora sal de aquí antes de que llame a la policía y te denuncie por haber entrado en una propiedad ajena.
Se hizo un prolongado silencio. La tensión hacía saltar chispas en el ambiente.
—No puedo creer que me estés haciendo esto…
—Si al menos por una vez hubieras simulado que mamá y yo te importábamos algo… te habría dado todo lo que me hubieras pedido —se le quebró la voz. El autoritario tono de hacía unos instantes se había desvanecido mientras afloraba su vulnerabilidad—. Si me hubieras dicho que me querías, si me hubieras demostrado que yo te importaba, te habría entregado todo lo que tengo sin dudarlo. Pero no solo te has jugado y perdido todo nuestro dinero y nuestro patrimonio: has hecho exactamente lo mismo con nuestras vidas. Ni mamá ni yo superaremos nunca que hayas destruido esta familia.
Se aclaró la garganta y Zach supo que estaba a punto de llorar. Quiso acercarse a ella, abrazarla y reconfortarla. Pero no sabía cómo, no sabía qué decirle. Aquél era un territorio completamente nuevo para él. Sabía una cosa, sin embargo: quería que el padre de Ana se marchara de una vez y la dejara en paz.
—Muy bien. Espero que puedas vivir contigo misma sabiendo que me has dado la espalda. Me quedaré en Miami otra semana mientras espero a que cambies de idea. Yo no te eduqué para que fueras tan egoísta, Anastasia.
—No, claro. Tú no me educaste. Punto.
Su padre dio media vuelta, se subió al coche y abandonó el recinto, levantando una nube de polvo.
—Mi intención era levantarme antes —explicó Ana, volviéndose hacia Zach. Sacó una goma de un bolsillo y se recogió la melena con un nudo—. Necesito ir a mi apartamento para cambiarme y estar de vuelta antes de que lleguen los obreros. ¿Te importaría llevarme?
—¿Vas a fingir que estás bien cuando no lo estás? —arqueó una ceja.
—Tú no sabes nada sobre mí, Zach.
Consciente de que estaba pisando un terreno peligroso, intentó forzar la situación. No era un movimiento inteligente, pero siempre le había encantado correr riesgos.
—Eso no es cierto —rodeó la motocicleta y hundió las manos en los bolsillos, como para demostrarle que no pretendía hacerle nada—. Sé que estás dolida. Sé que te sientes vulnerable y que te arrepientes de lo que pasó anoche. Sé que lo último que necesitabas era despertarte para encontrarte con tu padre pidiéndote dinero.
Se la quedó mirando fijamente. Ana cerró entonces los ojos y una solitaria lágrima resbaló por su cremosa mejilla. Aquella tácita súplica le desgarró el corazón.
—Mis asuntos personales no te interesan —le espetó ella, con los ojos todavía cerrados como si quisiera reunir el coraje necesario para abrirlos—. ¿Te importa llevarme a mi apartamento?
Dado que se había estado muriendo de ganas de tocarla desde que apareció su padre, Zach dio un paso adelante y con la yema del pulgar le enjugó delicadamente el húmedo rastro de la mejilla. Vio que abría los ojos de golpe y se mordía el labio inferior.
—Sé que no quieres apoyarte en nadie, pero si quieres hablar, ya sabes que estoy a tu disposición.
Ana escrutó su rostro. Por un instante pareció como si fuera a abrirse, a desahogar lo que tenía acumulado dentro. Pero al final se retrajo, apartándose.
—Lo único que necesito de ti es que me lleves a mi apartamento.
Ana se cambió y estuvo de vuelta en el recinto antes de que apareciera el primer obrero. Tan pronto como se concentrara en el trabajo, tan pronto como no le quedara tiempo para pensar en la visita de su padre, sobreviviría a aquel día.
Pero… ¿a quién quería engañar? Estaba acostumbrada a que su padre se dejara caer siempre de la manera más sorpresiva, para pedirle dinero. Si necesitaba concentrarse y permanecer ocupada era para no pensar en la única y maravillosa experiencia sexual que había disfrutado nunca, gracias a las hábiles manos de Zach. Por inexperta que fuera, tenía la fuerte sensación de que él le había puesto el listón muy alto. Tanto que ningún otro hombre podría alcanzarlo nunca.
«Estupendo», pensó, irónica. Eso era justo lo que no necesitaba. Y esa era también la razón última que explicaba que jamás se hubiera enredado con un hombre, y mucho menos que se hubiera dejado tocar de una manera tan íntima. Cerró la puerta del remolque y se quedó mirando las sábanas revueltas de la colchoneta donde había dormido. Sola. Había dado incesantes vueltas durante toda la noche, entreabriendo apenas los ojos para ver dónde se había metido Zach. Y se había sorprendido al verlo sentado en el suelo y apoyado contra la pared… observándola.
La quería. Tanto si lo admitía como si no, la quería. No habría podido mostrarse tan generoso y tierno con ella durante la noche anterior, sin esperar nada a cambio, si no hubiera sido así. Y no se habría quedado a su lado cuando apareció su padre, para luego ofrecerle un hombro sobre el que llorar, si su única intención hubiera sido robarle la virginidad.