La joven de las fresas

Entre la diversidad de tipos que conforman la especie humana, uno de los más peculiares es el de quienes renuncian a vivir el mundo para leerlo. Son todos especímenes muy semejantes entre sí, fáciles de distinguir por sus carencias, tan singulares. En general viven vidas apagadas, más aún comparándolas con las encendidas vidas que encuentran en sus lecturas. Nunca les brillan los ojos frente a los demás, sino en la soledad de sus gabinetes, donde, rodeados de mamotretos y a la luz insana de las bujías, se sumergen en un río de palabras en el que afirman encontrar todo lo que los demás buscan por las calles de las ciudades y los caminos perdidos de la tierra.

No es extraño que a menudo, arrastrados por ese torbellino que los aguarda cada mañana en su biblioteca, estos hombres decidan que los cuerpos constituyen unos molestos acompañantes cuyos deseos resulta prudente obviar en la medida de lo posible. Así que para muchos de ellos el amor no es sino una ficción, una de esas fábulas que ilustran la locura en que caen quienes no han estudiado los tratados que previenen contra él.

En contadas ocasiones, a alguno de esos extraños hombres una molesta ambición, o quizá el deseo de ser útil a los demás, lo lleva a enfrentarse por descuido con el mundo, a plantarse en cualquier punto de la cristiandad con un baúl de libros por todo equipaje, perdido lejos de su guarida, como si acabaran de expulsarlo del cielo y hubiera caído ahí, de pronto. Entonces, las fantasías con que encubría la existencia se desmoronan, y se da cuenta de que es una persona inútil para todo lo práctico. La realidad, al fin y al cabo, deja de fluir página tras página y es la vida de pronto lo que sucede, imponiéndose con toda su inoportuna espontaneidad…

Pensamientos como estos ocupaban la mente de Maria de Torresani, la viuda del impresor Aldo Manuzio, desde que divisó una litera transportada por asnos en el lugar en que el camino dividía en dos el horizonte. O más bien desde que reconoció la enseña que traía el vehículo, una torre flanqueada por dos versales antiguas: la A y la T, las iniciales de la casa de otro impresor, Andrea Torresani, el padre de Maria, muerto también unos años atrás.

Como hacía a menudo, Maria había subido a la pequeña logia en lo alto de su villa de Novi, en Módena, a dejar que la tarde cayera a su alrededor. Tendría ya más de cincuenta años. El pelo se le había quedado blanco, pero no habían pasado ni dos semanas desde que se lo tiñó de alheña, lo que le daba también a su mirada un tono rojizo.

Si hemos de hacer caso al diarista veneciano Marin Sanudo, invitado en esas fechas en la villa de Maria, corría el día 23 de abril del año 1530.

Cuando la basterna llegó por fin al patio empedrado de la villa, la luz del sol poniente alargaba la sombra de la caja vertical dándole un aire espectral. Sentado en ella, el viajero iba completamente dormido, con la cabeza recostada contra la pared de madera.

El asno que tiraba al frente de la silla enfiló decidido hacia un abrevadero situado en uno de los laterales del patio. Una fuente volcaba un chorrillo de agua que, desbordando la pileta de madera, serpenteaba luego en un reguero hacia las jardineras plagadas de rosales. Y como prolongando el impulso vital del reguero, los rosales trepaban sobre la piedra de la fachada de la villa, bordeaban sin cubrirlos los vanos de las ventanas de los dos pisos y alcanzaban plagados de rosas la logia desde donde Maria seguía la escena.

Al tiempo que el vehículo, entró en el patio una joven muy alta que llevaba un vestido tornasolado y un cesto de fresas en la mano. Se dio cuenta enseguida de que los animales caminaban sin control y se dirigió también al abrevadero, preo cu pada. Pero cuando vio que el viajero solo estaba dormido se relajó, y luego se entretuvo un poco en contemplarlo, sopesando —o eso calculaba Maria— si aquel le serviría.

A favor tenía que era casi tan joven como ella, imaginó Maria que pensaría la muchacha de las fresas mientras curioseaba. En contra, su aire debilucho, y, no había duda, su imprudencia: solo y dormido en pleno viaje, sin miedo al asalto de bandidos, nada improbable en la zona. Además, vestía ropas lujosas hasta la ridiculez. Sobre todo la extravagante caperuza azul ultramar, a la última moda cortesana, que llevaba anudada en la cabeza, con la cola larga caída sobre un hombro. Se veía que venía de lejos. La villa se hallaba apenas a media hora de camino de la ciudadela de Novi, en Módena, pero había fácilmente siete jornadas desde Venecia, el lugar en donde tenía su sede la imprenta de Andrea Torresani.

La joven de las fresas no parecía darse cuenta de que los dos asnos, enganchados a la basterna por las varas que la porteaban, uno al frente y otro detrás, habían comenzado una sorda pelea por la posición para abrevar y la caja se agitaba con peligro. El viajero abrió los ojos entonces y se encontró de cara con los de la muchacha. Fue solo un instante, porque al tiempo los cascos de uno de los asnos resbalaron sobre el empedrado, y ambos cayeron al suelo, volcando la cabina sobre la fuente.

Los jóvenes chillaron a la vez. El viajero se revolcó en el agua y al final quedó sentado en la pileta, mirando estrábico a la muchacha, con el bolsón de viaje hundido a su lado y el nudo de la caperuza chorreándole descompuesto desde la cabeza.

La joven de las fresas se quedó contemplándolo con los ojos muy abiertos y los labios apretados, hasta que la risa fue más fuerte que ella.

—¡Los libros! —exclamó el viajero buscando en derredor.

Pero el baúl de libros, atado tras la caja de la litera, se había salvado del desastre. Al fin ella reaccionó y le tendió una mano que él tomó con la adecuada delicadeza. Era un jovencito muy cortés:

—Te agradezco mucho la ayuda —dijo una vez fuera, intentando reponerse—. ¿Es la villa de Maria Torresani de Manuzio?

—Sí…, el Jardín. No serás uno de los hijos de Maria… ¿Paolo? —preguntó a su vez ella.

Había oído hablar mucho de cada uno de los familiares de su anfitriona. Viajaba desde Mirandola al Jardín todas las primaveras y no se iba hasta bien avanzado el otoño.

En respuesta, Paolo Manuzio se quitó la caperuza empapada de la cabeza y practicó una estúpida reverencia abriendo los brazos.

—Para servirte —exclamó.

La joven de las fresas estalló de nuevo en una carcajada.

Y sin embargo, viendo todo desde lo alto, Maria a duras penas podía contener el llanto.

La lectora silente

—¿Dónde están las fresas que ibas a traer para los postres, Cornelia?

La pregunta era inocente. La hizo Maria cuando el laudista acabó de tocar.

—Ya no quedan. Se las ha comido todas Paolo —contestó Cornelia sin dejar de pintar, con la nariz fruncida en un mohín de disgusto.

La respuesta no parecía tan inocente. El silencio se apoderó de la sala mientras las miradas confluían burlonas sobre Paolo Manuzio.

Todos los habitantes de la villa, un grupo de dieciséis personas, se hallaban reunidos en el gran salón central, incluidos el mozo de cuadra y el jardinero, las dos mujeres que se encargaban de la cocina y otros tres criados. Tras la cena habían escuchado ociosos el breve concierto del laudista, el viejo y gran poeta florentino Girolamo Benivieni, que andaba también de paso en el lugar aunque de incógnito: ante sus amistades de Florencia era un hombre religioso retirado a una vida interior y santa.

La languidez de la música había contagiado a los convidados, que se hallaban recostados por los sillones o sobre las alfombras que cubrían el suelo, en torno a la chimenea.

Paolo estaba sentado en una banqueta al lado de su madre, con la espalda rígida. Sobre sus rodillas descansaba un pliego de papel escrito. Por fortuna la luz de la hoguera de la gran chimenea que crepitaba en el centro de la habitación no era bastante para que se notara que había enrojecido ante la acusación de Cornelia.

Maria no se enteró de los detalles hasta algunos días después, cuando consiguió, emborrachándola un poco, que Cornelia se lo contara todo. Paolo había aceptado la invitación de ella a secarse y a cambiarse las ropas en sus habitaciones. Estaba acabando de quitarse la última prenda empapada cuando ella regresó y, con movimientos de comedianta, dejó caer el vestido tornasolado a los pies para mostrarle su cuerpo así, enteramente desnudo, sin camisa ni nada.

Las fresas se las habían comido los dos después, cuando ya no había solución.

—No me extraña. A su edad yo habría hecho lo mismo —dijo al fin Trismegisto, un griego muy anciano, moviendo con gesto lentísimo una ficha sobre un tablero en el que había dibujada una serpiente enroscada.

—Con la pequeña diferencia de que a ti no te habrían dejado tomarte ni una sola fresa —contestó lanzando dos dados su compañero de juego, el famoso diarista veneciano Marin Sanudo, no mucho más joven que él.

Marin contó por las casillas del tablero golpeándolas con su ficha. Estaba también de visita. Se trataba de un hombre rico, aunque venido a menos, y tenía demasiada salud en el último tramo de su vida, así que se aburría bastante, sobre todo desde que había dejado todas sus ocupaciones como senador de la República de Venecia. De vez en cuando, pero siempre en época de bonanza, iba de Venecia a Novi para pasar unas semanas en la villa de su amiga Maria.

La única no ociosa del grupo era Cornelia. Estaba pintando un fresco en uno de los pilares del salón. Para alumbrarse tenía a su lado una lámpara de aceite sobre una mesa en la que había también pequeños cuencos de porcelana con pigmentos de colores. El fresco representaba el busto de Maria con bastantes años menos, vestida con el mismo manto tornasolado que llevaba Cornelia a la llegada de Paolo, aunque en la pintura tenía el pelo castaño, rizado y recogido con una redecilla de oro. Llevaba unas tablillas de cera en una mano, y con la otra sostenía el estilo para escribir en ellas, cuya punta posaba con delicadeza sobre sus labios abultados, como sellándolos. Los óvalos de los ojos miraban en profundidad a todo el que se enfrentara al fresco.

—Bueno, Paolo, querido, cuéntame de una vez a qué debo la alegría de tenerte aquí —dijo Maria—. ¿Has decidido por fin retirarte del mundo e instalarte con nosotros a vivir de otro modo?

Maria estaba arrepentida de no haber satisfecho el impulso de abrazar a su hijo en el primer momento en que se habían encontrado. Era él quien había cortado sus pretensiones enzarzándose en una de sus absurdas reverencias. Ahora estaba buscando una excusa cualquiera para abrazarlo por fin, pero no resultaba nada fácil. Llevaban seis años sin verse.

Paolo tomó aire antes de responder. Maria era muy consciente de que hasta el momento había dedicado la mayor parte de sus esfuerzos a observar el comportamiento de Santo Barbarigo, hijo bastardo de uno de los socios fundadores de la imprenta de su padre. Le tenían que haber avisado: hay por ahí uno que se llama Santo y es el amante de tu madre. Pero Santo lo estaría decepcionando, no había dicho ni una sola palabra. De vez en cuando se levantaba y paseaba de un lado a otro, sin inquietud, con las manos enlazadas a la espalda. Conservaba una fuerte melena ya blanquecina que le caía sobre los hombros, y el cuerpo en buen estado, casi atlético, pese a que se aproximaba a los sesenta años.

—Nada me complacería más —dijo Paolo para responder a su madre—. Pero desde que murió el abuelo hay mucho trabajo para mí en la imprenta. —Se quedó como dudando un instante, y al final lanzó el reproche sin que viniera a cuento, con voz muy clara—. Te estuvimos esperando antes de enterrarlo, por si venías.

Maria acusó el golpe. No había pasado tiempo suficiente desde la muerte de Andrea Torresani para que el dolor se borrara. Quería, seguía queriendo a su padre, pese a todo lo que le había hecho, pero no tanto como para visitar a un cadáver. Los vivos ya no están desde el momento mismo en que la muerte llega. Y Maria detestaba Venecia. Así que había llevado el luto con un dolor que era casi desesperación al principio, y luego con mucho cariño, paseando por los alrededores de la villa y acordándose de su padre en los buenos tiempos, durante su infancia. Habría viajado sin dudarlo para acompañarlo en la enfermedad si hubiera habido enfermedad. Mas el viejo había muerto de pronto, sin convocar a sus familiares.

—Ya imaginaba que ninguno ibais a creeros lo que decía en la nota que os mandé —comentó. Solo eso.

—¿Qué significa ese gesto? —preguntó Zacharia, el jardinero, acercándose a la pintura de Cornelia.

Paolo lo miró extrañado. Quizá le sorprendía que un sirviente supiera que detrás de los gestos de una pintura hay un sentido simbólico. Zacharia tendría unos cuarenta años, y la tez tostada y arrugada de los campesinos.

—No lo sé —contestó Cornelia—. Vi una pintura así en una casa subterránea una vez que viajé con mi padre a Buda, a visitar la biblioteca Corviniana, de niña.

El padre de Cornelia era el filósofo Giovanni Francesco della Mirandola, sobrino, a su vez, del sabio Giovanni Pico della Mirandola.

—¿Una casa subterránea? —preguntó Marin Sanudo—. ¿Frescos en una cueva?

—No. Era una villa bajo tierra, tragada por un terremoto o algo así, decían. Por eso había habitaciones intactas. Un pastor la había encontrado unos meses antes persiguiendo a un cabrito por una grieta. Nos la enseñaron. Querían que mi padre les dijera si las pinturas eran antiguas…

—Ahora sí estará destruida —se lamentó Trismegisto—, como toda Hungría.

El turco había saqueado Buda hacía cuatro años, y días atrás habían llegado noticias de la ciudad sitiada otra vez.

—La figura se me quedó grabada —continuó Cornelia—. Pero había olvidado el rostro, así que no podía pintarlo.

—Ya sé lo que quiere decir el gesto —se aventuró Girolamo Benivieni, el poeta y laudista—. Dice: soy como mi estilo, que hiende una vez la cera, o como la pluma, que tiñe un único papel: una amante virgen y pura. Mas la imprenta es la gran prostituta, que ensucia de tinta cuantos papeles se acercan a ella.

Nadie le rio la gracia, que era en realidad una cita. Las bromas de Benivieni resultaban demasiado sofisticadas para el ambiente del Jardín.

—Chanzas aparte, si es una pintura antigua, romana, su significado está dentro de nosotros —sentenció Marin Sanudo lanzando otra vez los dados con elegancia sobre el tablero—. Solo hay que mirarla concentrándose un poco para entenderla, y Girolamo casi lo ha hecho, aunque el humor le pierde. Unas tablillas de cera y un estilo sellando los labios: es muy sencillo. Se trata de un signo de distinción de los letrados. Significa «Soy escritora. Mis pensamientos, mis palabras no van a la boca, sino a mi estilo».

—Eso es muy hermoso —comentó Maria.

—Pero no es del todo correcto —le discutió el griego Trismegisto tomando los dados—. Se trata de una pintura griega, como casi todas las pinturas romanas, no lo olvides. Esta en concreto es muy famosa, la conozco hasta yo, de Arístides, que pintó ahí nada menos que a la famosa filósofa Leontion, discípula aventajada de Epicuro, y también su amante si hemos de creer las malas lenguas. Me resulta asombroso que algo así os lo tenga que contar a un grupo de epicúreos convencidos yo, que soy lo que cualquier estudiante de mi tierra consideraría un ignorante. Me pregunto cuánto se perdió en verdad con la caída de Constantinopla. Es un gesto muy común en la pintura antigua, y sí, se trata de un signo de distinción letrado. Pero lo que quiere decir, exactamente, es: «Sé leer en silencio. Yo escribo».

—Eso es más hermoso aún —ratificó Maria—. ¿Sabéis que tuve el privilegio de leer las palabras y el pensamiento de esta maravillosa Leontion en un texto de…?

Maria no acabó la frase. Renunció a hacerlo y se quedó ensimismada. Aquel libro había marcado su vida. No quería hablar ahora de eso.

Marin Sanudo, que era un maniático de los libros, iba a preguntarle algo, quizá dónde había podido leer algo así, pero se despistó con el grito satisfecho de su compañero de partida, Trismegisto:

—¡Doble seis! El Jardín es mío.

—Sé leer en silencio. Vale. ¿Y qué tiene de especial leer en silencio? —preguntó Alegreza, la cocinera mayor de las dos.

—No te creas —advirtió Trismegisto—. Cuando yo llegué a Venecia todavía había mucha gente por ahí que necesitaba leer en voz alta para reconocer las palabras. Solo los monjes…

—La imprenta, de la que tanto se ríe Benivieni, cambió las cosas —concluyó Marin Sanudo—. Entonces era imposible que un mozo de cuadra o una cocinera supieran leer.

—Bueno, ahora también es imposible. No conozco a ningún otro criado fuera de esta casa que sepa leer, ni aquí ni en Venecia ni en Ferrara —presumió Jacomo, el mozo de cuadra, que todavía tenía cara de niño—. El año pasado el alguacil de Novi me metió en un calabozo porque iba leyendo un petrarquino por la calle. «Burla a la autoridad», dijo.

—Lo que no entiendo —añadió Trismegisto— es cómo has conseguido dar con el rostro de Maria en su juventud. No lo recuerdas porque nunca lo viste. ¿Se puede deducir algo así?

—Sí lo he visto. Quiero decir… —dudó Cornelia, que ahora aplicaba pan de oro sobre los aros de los pendientes de Leontion—. La mañana en que Maria se tiñó, salió al jardín con un paño enrollado en la cabeza y me di cuenta de que el rostro que se me había borrado de la memoria era el suyo, pero con menos años.

—Cuánta imaginación hay en tu espíritu juvenil, querida amiga —suspiró Maria.

—El silencio es la virtud de la pintura, también, no solo de la escritura —añadió Marin Sanudo—. Has heredado la magia de tu tío abuelo Giovanni Pico della Mirandola. Él la utilizaba para el lenguaje, tú para pintar.

—¿Hablaba mejor que mi padre? —le preguntó Cornelia.

—Tu padre es un gran pensador, no lo dudes, pero tu tío abuelo era el lenguaje. ¿Jugamos otra con apuestas? —propuso el diarista veneciano a Trismegisto—. Yo sin apuestas no sé jugar.

—¿Quieres cambiar tu suerte a base de dinero? —protestó Trismegisto, un poco harto de explicarle cada noche el sentido del juego—. Una segunda partida no es significativa. Deberías aprender a leer los signos, y a disfrutar del juego de la serpiente sin saciarte.

—Cuánta sobriedad en esta casa —se lamentó Marin Sanudo, el diarista veneciano—. Me encanta venir aquí, pero si no tuviera la posibilidad de volver a Venecia cuando me venga en gana, me marchitaría en pocos días. El exceso es parte de la variedad de la vida.

—Bueno, Paolo —le dijo Maria a su hijo—, si no quieres contarme el porqué de tu maravillosa visita, léeme al menos lo que has escrito, me tienes intrigada.

Por primera vez en toda la velada Paolo sonrió. ¿Halagado?

—En realidad a eso vengo —contestó decidido—. Estoy componiendo una vida de Aldo Manuzio, y quería consultarte sobre el plan. Y pedirte que me hablaras de él. El abuelo Andrea me contó todo lo que sabía, pero hay cosas…

Mientras iba hablando Paolo, se había hecho el silencio en el salón. El nombre del viejo Aldo Manuzio había causado una pequeña conmoción.

—¿Y para qué quieres hacer una vida de tu padre? —preguntó Maria.

—Bueno —contestó—. Lo que tengo escrito es en el fondo la respuesta a esa pregunta… El principio de la Vida de Aldo Manuzio.

—¡Mi querido amigo! —exclamó con un lamento Trismegisto.

Paolo tomó el pliego de sus rodillas y tragó saliva antes de leer, conmovido.

Cuéntame, Diosa, del asombro de este sabio Aldo Pio Manuzio Romano, el hombre que en Venecia dio nuevo sentido a la lectura convirtiendo el papel en oro.

Háblame del sagrado inventor del libro portátil que cambió los modos de leer, del sagrado inventor de la página de amplios márgenes blancos, de la marca impresora, de la edición bilingüe en páginas confrontadas, de la tipografía romana y la cursiva veloz, de la puntuación, de la paginación y los índices, del catálogo de precios…

Pero dime no solo del hombre y sus trabajos, sino también de sus amores, porque si el éxito lo esperaba, sin duda habría damas a su lado para ofrecérselo, compartirlo o robarlo, como a veces hacen.

Acércate, Madre de todos los perros que aúllan al anochecer, y canta además sobre la imprenta, la máquina que vino a romper nuestra inocencia, golpeando con su martillo pieles de becerra nonata o papel blanco y manchado con la sangre negra del conocimiento, tejedor de sabias historias.

Porque ahí está. Es el rostro del héroe de la imprenta, Señora terrible. Lo veo navegando en una góndola…

Paolo siguió así un buen rato, leyendo aquel texto latino que se revolvía entre el elogio extremado y la invocación delirante. Su público se fue distrayendo poco a poco, cada uno, parecía, entregado a las propias evocaciones. Cuando acabó, el joven levantó expectante los ojos del papel. Pero no pasó nada. Todos quedaron en silencio.

—«Madre de todos los perros que aúllan al anochecer» es una curiosa imagen —dijo al cabo Marin Sanudo.

Hacía unas semanas, de camino a la villa, había pasado con su litera cerca de una cabaña de labriegos cuando caía la noche, y los ladridos de los perros lo habían llevado a representarse su muerte con una intensidad morbosa, así que andaba especialmente sensible a la poesía.

—Entonces vas a hacer una vida de Aldo… —Maria buscaba cualquier cosa que resultara menos hiriente que el silencio.

—Pues yo estoy leyendo el santoral, también —exclamó Donata, la cocinera joven—. Anoche no podía dormirme con la Vida de Santa Cristina. Cuando su padre la azota con el látigo para que reniegue de Cristo, ella recoge del suelo un pedazo de su propia carne que ha caído y se lo lanza a la cara diciendo: «Cómete la carne que engendraste». Me quedé llorando un buen rato.

La catástrofe se sentía en el aire tibio de la habitación, pero entonces Girolamo Benivieni tuvo la buena idea de tocar los primeros compases de Aymé, que me caigo, y enseguida todos cantaron a coro, excepto Paolo, que estaba rumiando la derrota de su texto.

¡Aymé, me caigo, aymé!,

el tropezón del pie

se repetía.

Y la marchita, mía,

confianza lene

de nuevo refrescar,

con lágrimas regar,

me convïene…

—Bueno, me voy a dormir, ya que parece que no habrá desquite —comentó Marin, el muy cobarde, cuando se despejó el alborozo que había brotado tras la canción—. El chico escribe como su padre cuando hacía prólogos, ¿eh, Maria? ¡Qué prosapia!

Seguro que lo había dicho con la mejor de las intenciones, pero tras sus palabras cundió el nerviosismo. No hubo más comentarios que no fueran excusas de retirada. Hasta que quedaron solos la madre y el hijo.

—¿Se puede saber dónde está la ofensa? —preguntó Paolo golpeando con el dorso de la mano sus papeles.

Maria lo miró dudando. ¿Hasta qué punto podía hablar con sinceridad ante él? Si lo hubiera recibido con un abrazo, pensó, como debe hacer cualquier madre con su hijo…

—No hay ofensa, querido. Quizá esperaban algo menos pomposo, nada más.

El joven miró sus papeles con preocupación. Tenía una impecable formación retórica, por más que no le sirviera de nada para transmitir sus emociones, que, eso sí, eran sinceras.

—Escucha —siguió Maria, decidida a medir sus palabras a partir de ese momento—: me produce una verdadera alegría que admires así a tu padre, aunque la realidad de su vida es algo distinta a todo lo que se cuenta de él. Por ejemplo, ninguno de esos inventos que le atribuyes es en realidad suyo. Pero bueno, eso da igual. Lo que importa es que Aldo no fue exactamente un hombre de éxito, por más que pueda parecérselo a los que no lo conocieron…

—No entiendo. —Paolo posó con fiereza sobre el rostro de su madre su ojo hábil, mientras el otro divagaba.

Aunque luego algo debió de hacerle claudicar. Ambos ojos huyeron desacompasados, y parecía que no iba a decir más. Se quedó inmóvil mirando los rescoldos de la hoguera que brillaba en la penumbra, mientras Maria buscaba, sin encontrarlo, un modo de aclararle todo. Hasta que de pronto se lanzó a un discurso preciso y solvente, en un tono muy distinto al de su escrito.

Él mismo había sido testigo de la veneración con que se nombraba a Aldo Manuzio en Lyon, en París, en Amberes o en Fráncfort… Por eso, puesto que apenas conoció a su padre, había reunido el catálogo completo de obras publicadas en vida por él y las había leído todas. Era evidente que nadie, ningún otro impresor, ni en Italia ni en sitio alguno de Europa, había logrado un catálogo tan compacto, que combinaba de manera inigualable literatura y saber: «Una belleza incisiva con un conocimiento exquisito, y eso en un tiempo en que imperan los técnicos despreocupados de las letras», dijo, alzando la voz de una forma que a Maria le pareció un tanto lunática. Pero enseguida se calmó, para seguir hablando.

Resultaba sencillo comprobar, comparando con la obra de otros impresores de su época, que su padre era el único que había seguido un plan literario, frente a los que se dedicaban a sacar de las prensas los libros en razón del dinero que les podría proporcionar su venta o de la demanda que ciertos patricios hicieran de ellos: infinidad de libros litúrgicos, de tratados jurídicos y teológicos. Pero literarios o filosóficos solo los tres o cuatro fundamentales, con pequeñas excepciones, encargos de mecenas entusiastas de la literatura antigua. Aldo, entonces, era el primer impresor que trazaba y ejecutaba un plan literario. El que dejó de mirar a la máquina y se preocupó por lo que la máquina hacía. Había logrado demostrar que la impresión no era una tarea de técnicos, sino de hombres de letras. Había demostrado que lo que importaba era el texto y su lectura, no los procesos de fabricación.

Y en cuanto a los pequeños libros que todo el mundo llamaba ya aldinos, de formato octavo, era evidente que habían cambiado el modo de leer de la gente, seguía diciendo Paolo cada vez más determinado. ¿Cuándo se había visto a tantas personas presumiendo con su libro bajo el brazo por la calle, lejos de los oscuros gabinetes?, ¿y las jóvenes leyendo en sus jardines libros que no son de rezos? Sentían que los libros los dignificaban. Y lo más importante: el catálogo que Aldo había comenzado y que, ahora que había aprendido el oficio de su padre, Paolo se proponía continuar, un catálogo dirigido a los patricios que dominan el mundo, tenía la virtud de educarlos en una sabiduría antigua que los incitaba a amar ese mismo mundo y los guiaba para mejorarlo, como gobernadores escogidos por Dios. Porque Aldo había abierto para los hombres sabios la ruta del libro, una vía nueva, la única posible. Y cuantos peregrinaban por ese camino se dirigían directos al conocimiento y la felicidad que otorga la sabiduría.

A Paolo, entonces, le costaba aceptar que su madre, la viuda de aquel hombre que había mejorado el mundo, no valorara su éxito indudable.

Por su parte, Maria sintió un indefinido orgullo al escuchar a su hijo. Le venía a demostrar que si soltaba las riendas, aunque fuera dejándose llevar por la ira, su pensamiento se desplegaba con lucidez y abandonaba las limitaciones de un aprendizaje más intenso que reflexivo, aunque al final todo desembocara en un canto banal a los gobernantes patricios y a Dios.

¿Qué habría ocurrido si lo hubiera educado ella, en vez de dejarlo junto a sus hermanos en Venecia? El Jardín habría sido una buena escuela de niños, como podía verse en Jacomo o en Donata. ¿O no?, se dijo recordando sus dudas. Quizá no. Quizá si salían de ahí los dos estaban condenados a convertirse en unos verdaderos incomprendidos.

De cualquier modo Paolo ya no era ningún niño. ¿Habría alguna manera de convencerlo de que su vida tenía más salida que la de consolidarse como otro perseguidor más de fama y dinero, inevitablemente frustrado con independencia del tamaño de su éxito?

—Bueno… —quiso admitir Maria—. Sí. Tienes razón. Consiguió una enorme fama en vida. Pero ¿no puedes plantearte que a lo mejor no era eso lo que buscaba, o que quizá dejó de valorarlo en cuanto comprobó que no le servía de nada? Y es cierto que sus libros cambiaron un poco el mundo. La forma de organizar el catálogo… Eso es indudable. Aunque en realidad él dedicó la mayor parte de su vida a un proyecto…, a un proyecto…

Se quedó otra vez en silencio. ¿De qué iba a servir explicarle la verdad, lo que Aldo perseguía, la base de toda su frustración, a Paolo? Estaba buscando el modo de encauzar su admiración por un padre al que apenas había conocido.

—¿Has pensado alguna vez en lo que tu padre no hizo? —le preguntó al fin.

La frente de Paolo volvió a fruncirse con la pregunta.

—Sí —continuó Maria—: en los libros que Aldo no imprimió. Por ejemplo, ¿no te extraña que nadie haya dado a la imprenta aún las Vidas de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio?

—Es una obra entretenida, pero menor —llegó a decir.

Era lo que los eruditos repetían.

—Es cierto. Aunque tiene algo excepcional. El último libro. El décimo, el de los textos de Epicuro.

Paolo se levantó y caminó nervioso por la sala.

—Tu padre —siguió hablando Maria— en realidad imprimió alguna parte de esa obra. Pero no pudo publicar el libro que conserva lo poco que ha quedado de la obra inmensa de Epicuro, breves compendios y unas cartas a sus discípulos.

—Bueno, ¿qué más da? —protestó Paolo—. Si no publicó los opúsculos de Epicuro, al menos publicó La naturaleza de las cosas, del poeta latino Lucrecio, su discípulo más importante. Otro hedonista cantor de placeres.

—Sí. Dos veces —puntualizó Maria.

—Lo publicó dos veces, es verdad. Pero en sus prólogos avisaba claramente de que la obra está llena de falsedad.

—¿Y de qué otro modo crees que podría haber publicado un texto en el que se afirma que las almas mueren con el cuerpo para siempre y que debemos abandonar los temores con los que los religiosos nos abruman, como el del castigo eterno? Esa obra apareció tras varios siglos perdida, la Iglesia ha forjado a conciencia el silencio que la rodea.

Paolo se restregó la cara con las palmas de las manos. Luego habló bajando de manera exagerada el tono de voz.

—¿Lo que quieres decirme es que mi padre habría aprobado que te aislaras en este lugar, junto a un grupo de maniáticos que han olvidado sus deudas con Cristo, rodeada de sirvientes que no sirven porque se creen doctos, y entregados todos a no se sabe qué orgías hedonistas?

Maria bajó la cabeza para que, desde su posición al otro lado de la chimenea, Paolo no consiguiera ver la amplia sonrisa que se le imponía en el rostro. Si lo ofendía de verdad podía ser el final.

—Venga, no me digas que te has creído esas tonterías. Ven aquí, querido. Y siéntate tranquilo. Cuando lleves unos días con nosotros habrás comprobado el tipo de orgías a las que nos entregamos, aunque me parece que ya has visto casi todo. Banquetes de gachas, algo de queso, vino casero y fruta… cuando hay fruta —no pudo evitar recordarle—. Siempre en las cantidades que has visto, y eso que si está Marin Sanudo hay mucho más vino del habitual. A lo que hay que sumar las pocas lecturas desaconsejables que uno puede encontrar entre las naderías que imprimís en las ciudades, sin olvidar el veneno de la música y las largas y nada acaloradas discusiones que no suelen llevarnos a demasiados sitios…, aunque algunas veces sí. Eso si no nos jugamos hasta el último dinero de nuestras fortunas familiares al temible Juego de la Serpiente. Aunque te reconozco que lo hacemos todo con mucho placer.

Paolo se acercó, pero no llegó a sentarse. Maria siguió hablando, alejándose todo lo que podía del enfrentamiento que el hijo buscaba. Le explicó que era poco menos que imposible escribir una vida de Aldo Manuzio porque, como la de tantos hombres, su verdadera vida había transcurrido oculta en los intersticios de su vida pública. ¿Cómo iba a conseguir tener acceso a sus pensamientos, a lo que vivió?

—He leído cada uno de sus prólogos y cada uno de los papeles que escribió. No hay pensamiento suyo que se me haya escapado.

—¿Seguro? —Maria lo miró de frente—. Desvalijaron su gabinete.

—Pero he guardado todo lo que sobrevivió al robo de Sant’Agostin tras su muerte. En la imprenta de la casa de la Torre quedaron muchos de los borradores de su correspondencia con amigos de toda Europa.

Maria recordaba perfectamente cómo había sido saqueado el gabinete de su esposo. Antes de que muriera, no después.

—De cualquier modo, las pocas veces que Aldo escribía lo que pensaba lo hacía nada más para desahogarse, y destruía todo al terminar. Solo se escribe lo que se puede decir, Paolo. No son tiempos para escribir lo que se piensa. Acabarás dándote cuenta.

—¿Y qué pensaba mi padre que no pudiera escribir?, ¿pensamientos obscenos?

—Pues eso mismo, por ejemplo. Has leído la poesía que publicó, ¿no? La Antología griega, Marcial… Dime: ¿por qué crees que hay en la literatura griega y latina tanta obscenidad, como dices, y ninguna en la que se escribe hoy?

—No sigas —pidió el muchacho.

Aunque al decirlo volvió a sentarse a su lado. Quizá debiera parar, pensó Maria, pero también era posible que no tuviera otra oportunidad de hablar así con él.

—Escribir lo que se piensa siempre ha tenido un precio. No es que el pensamiento se haya restringido ahora. Se ha restringido la expresión. —Lo miró intentando comunicarle su deseo de ser sincera—. Siempre ha sido así, pero desde que el cristianismo se convirtió en el centro de la cultura, los hombres simplemente ya no escriben lo que piensan. Siglos y siglos de restricciones han logrado atenuar la vitalidad de muchos pensamientos. Aun así, si buscas en el fondo de tu entendimiento, podrás ver que piensas lo que piensas, tú como todos.

—¿Y qué otros libros quiso y no pudo publicar?

¿De qué servía contárselo?

—Fue un libro más que nada. Un diálogo extenso y completo que había sobrevivido traducido a un idioma poco común y bajo título y autor falsos.

—¿Escondido para que nadie lo leyera? —preguntó Paolo, cínico.

—Escondido para que nadie lo destruyera.

—¿Un libro del filósofo Epicuro?

Maria dudó de nuevo.

—Pero ¿quién iba a querer destruir un tratado de un pensador insignificante? —siguió preguntando Paolo.

—¿Los platónicos?, ¿los estoicos?, ¿los cristianos sobre todos los demás? ¡Quién no, querrás decir! Basta con preguntarse qué ha sido del resto de la obra de Epicuro. Escribió al menos trescientos libros. Para muchos de los que lo pudieron leer se trataba de un corpus muy superior en calidad a la obra de Aristóteles o de Platón.

—¿Para muchos? No sería para el gran Cicerón…

—No. Para el pequeño Cicerón no del todo. Pero para el joven Virgilio sí, cuando aún no quería dinero y poder. Y para el viejo Horacio también, cuando entendió qué significaba ser poeta.

Paolo respiró agotado. Quizá esperaba encontrarse con una mujer débil y resentida en su retiro del mundo, derruida moralmente, incapaz de resistir el empuje de su hijo.

—Por qué nos abandonaste —dijo al fin.

En el fondo no se trataba de una pregunta. Lo dijo así, con tono afirmativo. Aunque quizá ni él mismo se la esperaba, aquella frase daba sentido a su viaje. ¿Había ido allí solo a decirle eso a su madre?

—Era una batalla perdida, Paolo —le respondió ella, enfrentándole con claridad sus ojos—. La potestad la tenía tu abuelo Andrea desde la muerte de Aldo. Cuando cumpliste doce años, tomó la decisión de seguir él con tu educación, como había hecho ya con tus hermanos. —Se dio cuenta de que hablar así a su hijo le estaba suponiendo un enorme desahogo, como si hubiera aguardado ese momento durante toda la vida que habían vivido separados—. A Alda la había mandado ya al monasterio, y para vosotros preparaba un plan de formación del que lo fundamental era alejaros de mí. Lo intenté con fuerza la primera vez, con Manuzio Marco, que ni siquiera era hijo de Aldo, pero fue imposible. «Un bastardo, al seminario. No vamos a andar tirando el dinero», dijo. Y ya ves, tu hermano mayor ahora es sacerdote, la ocupación que más aborrezco. Créeme que lo siento, no tenía nada que hacer en Venecia. No había ninguna posibilidad. Si me hubiera rebelado, mi padre lo habría hecho a la fuerza.

Paolo tenía que estar dudando ante la lógica y la falta de tapujos. Pero cómo cambiar a esas alturas el veredicto sobre su madre, que le tenía que estar llegando con fuerza desde el estómago, pensó Maria. Culpable, culpable, culpable.

—Está bien —dijo—. Entiendo que no puedes ayudarme con mi libro. Entonces no hay mucho más que hablar. Mañana recojo mis cosas y me voy temprano.

—No puedo ayudarte a hacer una biografía de tu padre. Aldo era un hombre cerrado en sí mismo. La vida lo había llevado por ahí. Para saber cómo fue todo habría que estar en su cabeza…, y también en la cabeza de sus amigos, en la cabeza de Giovanni Pico o en la de Erasmo. Entiéndelo, Paolo. De cualquier modo, una biografía falsa de tu padre hecha por ti ofendería su memoria. Y una biografía verdadera, en el caso de que pudiera hacerse, ofendería a sus admiradores y a ti te imposibilitaría la carrera de impresor que has comenzado. Aunque a él quizá le entregara de una vez, póstuma, la dorada mediocridad que buscaba. Eso que perdió sin remedio al convertirse en impresor. Pero si quieres conocer lo que pensaba, si quieres saber quién destruyó sus papeles y por qué, quédate unos días y te contaré todo. Te lo ruego. Nos hará bien a los dos.

Paolo se recogió sobre sí mirando al fuego. Hubo entonces algo, una lucha interior en la que a Maria no le pareció honrado intervenir.

—Estoy muy cansado —concluyó el joven levantándose de pronto—. Ahora no puedo, mañana decidiré si me quedo o no. No quiero equivocarme. Buenas noches —exclamó mientras ejecutaba con una decisión inadecuada a sus palabras otra de sus elegantes reverencias.

Maria se levantó también, con la intención de buscar el modo de abrazarlo al fin, pero de nuevo le faltó decisión, y Paolo se dirigía ya hacia la puerta. Mirándolo de espaldas se dio cuenta de que caminaba con los mismos pasos desgarbados de su padre, y tuvo la ilusión de que se quedaría.

Antes de abrir, el muchacho se volvió e hizo una última consulta.

—Imagino entonces que no habrá un sacerdote en la villa. El más cercano está en Novi, ¿no?

—¿Cómo? —preguntó ella, pensando que había oído mal.

—Necesito un confesor, madre. Estoy en pecado.

—¡En pecado! —rio, con cariño—. Mira que eres tonto, hijo mío. Tú no has tenido ninguna culpa de nada, excepto la de pasar por aquí. Cornelia llevaba ya más de…

Se interrumpió, dándose cuenta demasiado tarde de que lo estaba ofendiendo gravemente. Paolo se dio la vuelta y se marcho sin decir una palabra más.

Y ni siquiera podía reprochárselo. A su pesar se había educado en Venecia, bañándose en aquellas aguas sucias que inundaban la tierra. Era un comerciante más.

Leer el mundo

Maria tuvo tiempo para arrepentirse de sus palabras, porque se quedó toda la noche en vela, consciente de que se había equivocado.

Ni siquiera se planteó ir a su cuarto y echarse un rato, o buscar el consuelo de los brazos de Santo. Pero resultó una noche fructífera, en muchos sentidos. Estuvo recordando a Aldo, los buenos y los malos tiempos. No para ponerlos en la balanza, sino solo por el placer de demorarse en su memoria. Recordó todo, desde el primer encuentro hasta el luto, con tanta intensidad que en algún momento decidió abrigarse para salir de la casa a ver si se distraía sentada fuera, respirando el olor de los rosales.

Pero no se distraía. La luna cruzó despacio, grande, sobre ella y la abandonó también, como un espejo cobarde. Entonces supo que había llegado ya el momento de cumplir la promesa que le hizo a su marido antes de que muriera: escribir el libro por el que ambos lucharon siempre, cuyas palabras conservaba, enlazadas entre sí, en la memoria, y después depositarlo en alguna biblioteca remota, en la confianza de que el azar o la necesidad lo devolvieran al mundo.

Vio amanecer desde la pequeña logia en lo alto de la villa. El sol aún no había remontado el desnivel que le impedía posar su luz sobre el patio cuando Paolo salió por la puerta de la villa con Jacomo siguiéndolo. Caminaron en dirección a las caballerizas, y al cabo salieron de allí con los dos asnos y los engancharon a la litera de Paolo. Después Jacomo comenzó a atar el baúl de libros a la parte trasera de la caja.

La naturaleza del dolor, se dijo Maria, hace que a su llegada siempre nos parezca insoportable, por pequeño que sea. Pero el cuerpo se acomoda rápido si se le da libertad, y el mayor dolor se convierte pronto en una molestia insignificante. Hacía ya mucho tiempo que tenía asumido ese dolor. Sabía que en breve, quizá en un par de días apenas, remitiría en la garganta y en el pecho, por más que luego viniera uno de esos vacíos enormes. Hay dolores imprescindibles para alcanzar un estado placentero.

La ayudó a no llorar la llegada de Cornelia, que compartía con ella allí todas las mañanas un desayuno de vino caliente y pan.

—¿Por qué se va tan pronto? —dijo la joven contemplando las evoluciones de Paolo y Jacomo en torno a la litera—. ¿Tanto se ofendió?

—Un poco. Pero no es eso. Necesita llegar cuanto antes a Novi.

La muchacha la miró sin comprender. Echándole todo el cuento que pudo, Maria bajó la voz antes de soltarle el chismorreo:

—Para confesarse.

La risa limpia de Cornelia resonó por las paredes internas de la logia, aleteó entre las columnas y voló libre en la mañana. A Paolo apenas le llegó, confundida con el trinar nervioso de los pájaros.

Visto desde arriba, vestido aún con la ropa de Jacomo, maniobrando con torpeza entre las caballerías, sin estar nunca del todo convencido de que los arneses se hubieran fijado de manera adecuada, parecía aún más desvalido de lo que era. Solo en cierto momento, cuando sacó la bolsa y extrajo unas monedas para la propina del mozo de cuadra, se vio que había cosas que sabía hacer con aplomo.

Tras guardarse la bolsa, Paolo trepó, acomodó el cuerpo sentándose en la pequeña caja vertical y, ayudado por las riendas, enderezó el vehículo hacia el comienzo del camino. De pronto se detuvo y recobró todo su aire desvalido. Seguro que estaba sopesando si era por ahí por donde había llegado el día anterior.

En los viajes es cuando se aprende mejor que uno no es del todo dueño de su rumbo, por más que lo desee. Así de inútil y desamparado, pensó Maria, debió de sentirse Aldo Manuzio, el padre de Paolo, al llegar a Venecia, mecido en una barca, en su caso.

Maria sonrió mientras Paolo tomaba al fin el camino de Novi. Como casi todo el mundo, ella no sabía nunca ni el año en que vivía, pero Marin Sanudo, que por su labor de diarista tenía en la cabeza el registro temporal de toda su vida, le había recordado unos días antes que Aldo Manuzio llegó a Venecia por primera vez, solo y cargado de libros, hacía ya más de cuatro décadas, en el año 1489. Por entonces Aldo doblaba en edad a Paolo ahora. Tendría unos cuarenta años, y ella misma, si no calculaba mal, era una niña de apenas siete u ocho que todavía no había sido recluida en un monasterio.

Paolo podría considerarse en el fondo igual que Aldo: otro incauto que lee la vida en vez de vivirla, otro vagabundo cargado con un baúl de libros que sale de casa para perderse, se dijo Maria, si no fuera porque había mamado la ambición del mundo en su centro mismo, y estaba ya fuera de los sueños.

Pobre, pobre Aldo, pensó Maria, que no consiguió ni permanecer en sus sueños ni abandonarlos de una vez por todas.