Los versos y el fuego
Festina lente! ¡Qué humillación tan penosa! ¡Qué dolor inexplicable me lleva de nuevo a escribir papeles para el fuego!
Festina lente! Eso le ha dicho: «Apresúrate despacio», o «Vuela cual tortuga».
Festina lente!: ¿hay peor insulto?
Fue Maria quien sugirió que pusiéramos en los colofones o en las portadas de los libros el emblema del delfín enroscado al ancla, convirtiéndolo en la marca identificativa de la casa aldina. La impresión de un libro, decía ella, necesita en todos sus pasos de esa urgencia meditada, de esa explosión retardada, de esa pasión analizada que comunica la imagen. Y es Maria, en realidad, quien imprime una velocidad minuciosa a todas sus acciones y les otorga el éxito con el que nacen según las concibe. A su lado, yo solo consigo precipitarme a un abismo en el que me despeño con una lentitud desesperante, ¡ay! Me siento, ya que estamos, igual que un delfín que acabara de tragarse un ancla.
No. No puedo, no quiero aceptarlo. Y solo consigo repetirme que he sido yo mismo el que ha hundido con fuerza en mi propio vientre la espada que me atraviesa. Viejo imprudente y lunático.
Porque justo cuando más desesperado estaba ante la amenaza de la boda eclesiástica, encontré un clavo ardiendo al que aferrarme. Durante cinco años de convivencia, yo había aprendido a leer en el corazón joven de Maria. Y no se me escapó su debilidad por un visitante habitual de nuestra casa, mi antiguo pupilo Santo, el hijo bastardo del patricio fabricante de papel Pierfrancesco Barbarigo, socio de Torresani.
Aunque nunca pude calmar la fogosidad de Santo, que le provocaba una incorregible tendencia a la seducción de jovencitas, el ejercicio físico y las armas, logré educarlo y convertirlo en un hombre honrado y con gusto por las letras, es decir, una oveja blanca en aquella familia de lobos. Antes de la muerte de su padre, Santo se había negado a hacerse cargo de sus oscuros negocios, y, desheredado, había marchado para estudiar leyes a Verona, donde se había instalado al fin como abogado. Santo venía a Venecia a menudo a pleitear por su herencia con los fideicomisarios de su padre, en un juicio que llevaba varios años abierto. El hecho es que el Senado descubrió la corrupción descomunal de los dux sucesivos de la familia Barbarigo, Marco y Agostino, padre y tío de Pierfrancesco. La vergüenza se hizo pública y la familia se hundió en el oprobio, lo que había llevado a Pierfrancesco indignado a la tumba y había abierto posibilidades reales para la reconquista por parte de Santo, frente a sus hermanastros, de la porción de patrimonio familiar que le correspondía.
Le escribí ofreciéndole que se hiciera cargo de la administración legal de mi casa y de la imprenta: de los numerosos contratos, pleitos y solicitudes de privilegios que nos abrumaban cada día. Las condiciones que le puse no se podían rechazar, y la única obligación era la de que se instalara conmigo en esta casa.
Necesitaba a alguien como él. Los abogados de Venecia son todos casi tan corruptos como los propios jueces, y resulta imposible trabajar con ellos sin acabar ensuciándose uno mismo. Pero lo que en verdad tenía claro es que en esa contratación se hallaba la última posibilidad de mantener mi estabilidad sin acabar con la de Maria. Santo tenía su edad y sus gustos. Y no se me habían pasado por alto el balbuceo con que ambos intentaban intercambiar palabras, las miradas encendidas que se cruzaban avergonzados ni la admiración con que cada uno hablaba del otro en su ausencia. Él, y solo él, podía apagar el volcán que bullía en mi casa.
Tras la llegada de Santo, encargué a Maria que le mostrara el funcionamiento del taller, desde los trabajos de edición que hacemos aquí, en Campo Sant’Agostin, hasta la fabricación de los libros en las prensas de la casa de la Torre, en Campo San Paternian. Todo eso, alegué, le serviría también a ella para, después del tiempo que llevaba con nosotros, repasar la estructura de funcionamiento en busca de maneras de mejorarla.
Pero la boda se nos echaba encima sin que la distancia entre aquellos dos jóvenes acabara de romperse. ¿Qué le ocurría a ese muchacho? Cuando era un estudiante a mi cargo, las venecianas todas, independientemente de su edad y condición, lo asediaban a las puertas de su casa, y más de una se colaba allí e irrumpía en nuestra clase con alguna excusa. ¿Acaso se había vuelto prudente en el tiempo en el que había estado alejado de las islas?
En vano buscaba el modo de que se quedaran juntos trabajando en la casa, con tareas que les encargaba resolver a ambos con urgencia cuando ya no queda más que la noche para hacerlas.
Por aquella época Maria se había empeñado en publicar la que era su obra de cabecera: el poema de Lucrecio La naturaleza de las cosas. Le revelé que el confesor de su padre lo había prohibido, y al principio escondí mi admiración por el poema asegurándole que no me parecía lectura adecuada para cristianas. Pero Maria hablaba del poema de Lucrecio y de los opúsculos conocidos de Epicuro con tal veneración que no pude resistirme a la tentación de ofrecerle como lectura el fragmento que conservaba de Sobre el amor.
Cuando lo vio y entendió lo que era, lloró en silencio como yo había llorado. Dedicó una semana entera a su lectura y estudio, y luego otra a manuscribirlo para hacerlo suyo. Me hizo contarle el modo en que Pico della Mirandola me lo regaló y el modo en que Constantino Paleólogo me lo robó. En mi relato, no eludí hablar de Marietta.
—¿Así que son ciertos los rumores de que ibas a casarte con una prostituta? —No pude evitar sonrojarme, pese a que no se dio por ofendida—. Mucho amor debió de ser ese —añadió. Nada más.
Y sobre el libro de Epicuro, me animaba a que, como hizo Giovanni Pico, tratara de transcribir de mi memoria la obra completa. Cuando le replicaba que muchas veces lo había intentado en vano, acababa proponiéndome que buscáramos a Constantino Paleólogo.
—Si alguna vez entendió de libros, guardará una copia. No puede ignorar el enorme valor que posee para algunos una obra así.
—Te prohíbo como marido que intentes acercarte a ese hombre —le dije solemnemente—. El afán de dinero erradica la compasión. Tengo grabado en la memoria el odio con que lanzó a Marietta contra la pared el día en que me robó el libro. Sin prisa, la habría matado allí mismo.
Y le hablé de mis esperanzas de encontrar otra copia de la obra. La simple supervivencia de un ejemplar es un indicio de la existencia de antecedentes.
Como Maria solía lograr todo lo que se proponía, no tardó en proponerme su plan para publicar La naturaleza de las cosas: imprimirlo en secreto con la máquina de casa para, una vez que estuviera concluido, darle a Torresani la opción de publicarlo añadiendo en el colofón: «En casa de Aldo y Andrea, socios», como en los otros libros, o, si se negaba, «En casa de Aldo». Todo esto dio pie a mi brillante idea.
—He decidido que imprimamos el Lucrecio —le dije una mañana.
Le expliqué que había encontrado un modo de evitar la indignación eclesiástica: mostrando nosotros esa indignación en uno de mis prólogos, al frente del propio libro.
Creo que si alguien en el futuro se acuerda de Aldo Manuzio lo hará sin duda por mis prólogos. Yo soy quien ha concebido y poco a poco perfeccionado ese género. Si bien el prólogo que defiende la obra presentada es un escudo de larga tradición, está claro que mi gran hallazgo es el prólogo ofensivo, que ataca sin piedad el mismo texto que preludia. Funciona. Retórica elemental: esos textos ocupan el lugar desde el que el enemigo vendrá a pelear, arrebatándoselo de antemano. El efecto es que el lector puede leer tranquilo la obra, sin ser presa de los remordimientos, una vez anticipada su indignación.
Pero teníamos que hacerlo como había propuesto ella, le dije a Maria: en casa, en secreto, de noche. Y además de ella solo podía fiarme de un hombre para ayudarnos: Santo.
Santo aceptó el reto sin dudarlo. Entonces tomé mi manuscrito de Lucrecio y me dispuse a leer en voz alta algunos de sus versos en el transcurso de una cena. Es una costumbre de la casa aldina: acompasar la vida con la lectura de los libros que vamos imprimiendo. Simulé abrir al azar el manuscrito, pero antes había escogido con cuidado los versos:
… y los más opinan que, al arte
de fieras haciéndolo y bestias, le es a la esposa más fácil
el concebir, porque pueden así sorber sus lugares,
posados los pechos, las ancas en alto, esperma bastante;
ni ayuda ninguna a la esposa lascivos meneos le traen;
pues de concebir la mujer se estorba y contradebate,
si el goce del hombre ella va con sus nalgas siguiendo anhelante
y a cuerpo desmanganillado remueve gran oleaje:
que así desvía su curso de donde la reja lo ataque
derecho, y se esquiva del tiro de las simientes aparte.
Y así, por su cuenta, las putas aprenden a menearse,
no se las llene a menudo y preñadas yazgan vacantes…
Cuando me acercaba, algunas noches, a preguntar por la marcha del libro, podía comprobar que trabajaban al unísono, ella entintando los cuerpos sudorosos de los tipos, pringándose con la grasa que resbalaba de sus perfiles; él tirando de la barra para que el torno poderoso aplastara las formas que amenazaban con rasgar y penetrar el papel, en ese proceso fulminantemente demorado que es la impresión de un libro: fundidos los dos con la máquina en un solo cuerpo, mientras la voz pecaminosa de Lucrecio se imponía sobre sus almas. Aunque lo nieguen los amanuenses, imprimir un libro es también poseerlo mientras nos entregamos a él.
Pero pese a tener su amor ahí, envolviéndolos, no llegaban a realizarlo nunca, nunca. Y las intrigas me habían distraído de tal modo que el plazo se estaba cumpliendo. Con temor vi que faltaban tres días para la boda.
Entonces ocurrió algo que acabó de desesperarme.
Maria se esfumó. Desapareció. Sin más.
La prisionera enajenada
Fue Santo el que dio la voz de alarma, entrando en mi gabinete, en donde me había quedado traspuesto, a la una de la mañana.
—Me ha extrañado que no viniese a trabajar en la impresión del Lucrecio a la hora en que empezamos siempre. Me he acercado a la imprenta de la Torre y no estaba ni ahí ni en la casa. Después he buscado a Torresani en la Stufa. Él tampoco sabe nada de ella. El último que la ha visto ha sido Griffo. Salió de la imprenta antes de lo normal, a las siete de la tarde. No dijo adónde iba. Temo que le haya podido ocurrir algo.
Lo primero que hicimos fue asegurarnos de que no hubiera caído en manos de los Señores de la Noche, mucho más temibles que los delincuentes que persiguen. Visitamos los calabozos con el corazón encogido, pero por fortuna no estaba por ahí.
Después hicimos una ronda por casas de sus amigas. Paola, la hija del librero Gaspar von Dinslaken, nieta de Paola da Messina y su segundo marido, Giovanni da Spira, nos dijo que se había cruzado con ella al anochecer en Carampane, cerca de la Stufa, atravesando el Ponte delle Tette, y que ella le había dicho que iba a hacer un recado.
En otro momento no nos habría preocupado demasiado que pasara por Carampane a esas horas, pese a la abundancia de prostitutas en toda la zona, porque es un lugar tranquilo desde que el Senado, intentando cortar el aumento de la sodomía, aprobó el edicto que permitía y hasta aplaudía la mala costumbre que tienen las prostitutas de enseñar los pechos a los transeúntes del Ponte delle Tette, apostadas en las ventanas del prostíbulo de Casa Rampani, que la Serenísima patrocina.
Visité con Santo uno a uno todos los lupanares del lugar, sin encontrar rastro de Maria. Con las manos vacías y a punto de la desesperación regresamos a casa al amanecer. La posibilidad de que algo horrible le hubiera ocurrido me había descubierto que su incómoda presencia era para mí necesaria. La sola idea de que en aquel momento pudiera estar sufriendo me volvía loco.
Subía a mis habitaciones a ponerme mis ropas de trabajo para llegarme a la casa de la Torre por si aparecía ella por allí, cuando aporrearon la puerta. Bajé corriendo las escaleras, pero, aunque Santo llegó antes que yo, cuando abrió no había nadie ya en Campo Sant’Agostin. Habían dejado en el umbral una nota envuelta en papel de estraza, en la que estaba escrito en griego, con soberbia caligrafía: «Para Aldo Manuzio». Y dentro:
Tengo en mi poder a tu esposa. Si quieres volver a verla viva, antes de las siete campanadas acude, solo y sin decir a nadie adónde vas, a la casa abandonada que hay junto a la de los Rampani. No olvides llevar contigo todas las copias que guardes del principio de Sobre el amor. Todas.
Salud.
Maria había caído en las garras de Constantino Paleólogo. Exasperado, estrujé la nota y la apreté en el puño. Santo exigió conocer su contenido, pero le dije que había razones importantes que me impedían revelárselo, y le hice jurarme que no me seguiría cuando saliera de casa.
—La vida de Maria corre peligro —le confesé—. No podemos equivocarnos ahora.
Después tomé las dos copias del principio de Sobre el amor que teníamos, la mía y la de Maria, las metí en un cartapacio de badana y partí solo en dirección al Ponte delle Tette.
Por el camino tuve tiempo para imaginar cómo podían haber sucedido las cosas. Maria me había pedido más de una vez que buscáramos a Constantino, y no resultaba nada extraño que hubiera decidido contactar con él, pese a mi prohibición explícita de hacerlo. Y si eso había ocurrido era muy posible también que Constantino hubiese averiguado que teníamos copias del principio de la obra y, con el pretexto de venderle el libro, la hubiera llevado a una trampa para secuestrarla. Pero resultaba más difícil hacerse una idea de hasta dónde se proponía llegar aquel criminal.
Junto a Casa Rampani había un edificio semiderruido y apuntalado con vigas de madera externas. Llegué a la puerta cerrada y la golpeé con el puño. Cuando se abrió, la sombra de Constantino me dio paso en silencio.
—¿Dónde está Maria? —pregunté antes de dejarle tomar el cartapacio.
Por toda respuesta cerró la puerta tras de mí y me indicó una escalera que subía destartalada al piso principal. Vi que tenía al cinto una espada y me alegré de no haber traído alguna. De estudiante había practicado lo suficiente como para desenfundar con arrojo un arma, por más que luego no supiera muy bien qué hacer con ella. A veces basta un gesto osado para salvar la vida. Sin embargo poco podía hacer ante un soldado del papa. Mi única opción era hablar, y para eso necesitaba ir desarmado.
Subí ante él, y en el piso superior desatrancó una puerta. A la estancia le faltaba gran parte del techo. Dentro estaba tumbada en un jergón Maria, que se incorporó al vernos entrar. Había también, en el centro de la habitación, rescoldos de una pequeña hoguera.
—Tranquila, ya estoy aquí —le dije.
Pero ella no parecía preocupada en absoluto. Me lanzó una sonrisa inadecuada a su situación.
—¿A qué viene ese revuelo juvenil de miradas en los ojos de dos filósofos ancianos? —dijo, y soltó entonces una carcajada.
Estaba enajenada, y no parecía producto del alcohol. Reconocí enseguida la frase. Pertenecía al diálogo entre Leontion, Epicuro y Metrodoro que, lo recordé entonces, Maria también había memorizado, lamentablemente. Me preocupó que anduviera recitándolo. Si Constantino se daba cuenta de lo que era íbamos a tener problemas.
—¿La has intoxicado? —le pregunté a él.
—Para que no alborotara demasiado le he estado dando un poco de resina de cáñamo desde la cena. Da la impresión de que le gusta.
—Veis tan pocas veces desnuda a una mujer a lo largo de vuestra vida que cualquier cosa os parece exhibición —añadió Maria.
Conozco bien el kif, al que era muy aficionado Pico della Mirandola gracias a su maestro de hebreo y árabe Flavio Mitridate. Lo tomábamos, fumándolo en pipa o comiéndolo en dulces, en las veladas literarias en Mirandola. Alegra el corazón más que el vino.
—¿Tienes ahí las copias? —preguntó Constantino.
Le entregué el cartapacio.
—Solo hay dos —dije—, una que estaba copiando yo cuando me robaste la obra y otra que copió Maria más tarde.
—Es extraño, ¿no? —comentó—. Que siendo impresores solo hayáis hecho…
—Así es, gracias —le interrumpió Maria—. Mucho mejor. Más arriba, por favor. Ahí. Y ya que estamos, antes de explicarte lo que me molesta a mí…
—Pero, en realidad —siguió Constantino mientras desenfundaba su espada—, ¿para qué hacer más copias de un texto que va a memorizarse? Tu esposa lo recuerda bien.
—Guarda la espada, Constantino —le dije—. Estoy dispuesto a pagarte por nuestras vidas lo que pidas.
—Desde que Savonarola me hizo el encargo de acabar contigo, cuando le entregué el libro que te robé, no he vuelto a tener problemas de dinero —exclamó—. Fue muy generoso.
Acepté que íbamos a morir. La ebriedad de Maria, que le impediría sufrir demasiado, me ayudó a consolarme ante la seguridad de que el esfuerzo por mantener viva la obra de Epicuro había sido vano. Me había imaginado capaz del éxito donde otros muchos epicúreos habían fracasado. El afán con que tantos hombres, desde los platónicos hasta los cristianos, han perseguido y hecho desaparecer la palabra del filósofo del Jardín ha sido siempre mayor que todos los esfuerzos de sus discípulos por comunicarla. El tiempo aviva con tanta fuerza el odio como apaga el amor.
Constantino enfiló hacia Maria retorciendo el gesto.
—Iba a pedirte que me ungieses la espalda —le dijo ella, tan tranquila—, pero ya no me parece tan buena idea. No me gustaría verme ensartada a traición.
—Te ruego que me mates a mí primero —le dije a mi vez— y que a ella no le causes dolor.
—¿Dolor? —rio—. Yo creía que los hedonistas superabais todo dolor con poco esfuerzo.
—Lo de superar el dolor es más de cristianos —dije—. Resulta fácil destruir cualquier libro, pero no tanto entenderlo.
—Calla, perro —masculló Constantino alzando la espada con ambos brazos para ejecutar el golpe con el que iba a acabarme.
Levanté la cabeza al cielo no para rezar, sino para dejar el cuello más nítido a su mandoble. Entonces supe que la ayuda vendría de arriba.
Le cayó sobre la espalda Santo, que se había apostado en el borde del tejado derruido. Al dar en el suelo, Constantino perdió el arma, que fue deslizándose hasta quedar a los pies de Maria.
Por primera vez agradecí a Santo su incapacidad para obedecer y el poco caso que había hecho durante la pubertad a mis intentos de que dedicara a su estudio el tiempo que derrochaba en ejercicio físico y peleas.
Cuando los dos se levantaron enfrentados, midieron la distancia que los separaba del arma, aunque sin quitarse el ojo de encima. Cogerla suponía dar la espalda al otro, un movimiento al que sería difícil sobreponerse.
Entonces Maria se agachó, la tomó y la alzó sobre su cabeza con un grito:
—¿Por qué no dejas de manosearme el culo? Hay otras partes de mi cuerpo a las que les vendría muy bien el aceite que estás derrochando ahí.
Me preocupé de quitarle la espada a Maria para que no se hiriera, y la arrinconé poniéndome ante ella para protegerla esgrimiéndola con el mayor brío que supe fingir.
La apariencia fofa de Constantino era engañosa. Fue el primero en atacar, y aunque Santo pudo esquivar de entrada el embate, con una patada en el pecho a la media vuelta el griego lo cazó lanzándolo contra la pared. Con horror contemplé el cuerpo de Santo cayendo desmadejado al suelo.
La saña que llevaba dibujada en la cara Constantino al acercarse sonriendo para rematarlo acabó para siempre en mí con el tópico de los capones mansos. Pero de pronto Santo le barrió los pies con otra patada. Lejos de quedar fuera de combate, como había fingido, seguía en plena forma. La costalada de Constantino tampoco fue pequeña, aunque los dos se levantaron al tiempo, recuperados por completo.
A partir de ahí, el ritmo de la pelea decreció. Me pareció que Santo estaba a la defensiva. Constantino, cuyo peso superaba en bastantes libras al de su rival, buscaba el cuerpo a cuerpo con el empeño con que Santo lo evitaba, hurtándose a sus embestidas al tiempo que lo golpeaba con puñetazos rápidos que, más que herirlo, lo mantenían alejado.
El castrado sabía que si la pelea se alargaba el cansancio acabaría dejándolo a merced de su enemigo, así que en cierto momento redobló sus esfuerzos para acorralarlo. Y tuvo suerte: en uno de sus quiebros, Santo tropezó con una teja caída en el suelo y acabó su salto por tierra, rodando lo más lejos que pudo. A pesar de ello, cuando logró ponerse en pie ya tenía encima a Constantino, que lo embestía agachado.
Vi de nuevo la pelea perdida, pero el movimiento de Santo fue sorprendente: en vez de retroceder para encajar mejor el golpe, se dejó caer evitando el arreón de los hombros de Constantino al agacharse más que él y, luego, cuando lo tenía sobre sí, se alzó para voltearlo en el aire. El eunuco cayó de espaldas, cuan largo era, y con el mismo movimiento Santo, girándose, le dio una patada en el rostro que le partió la nariz.
El griego se levantó sangrando, lento pero doblemente enfurecido. En vano, porque mientras tanto Santo había tenido tiempo de sobra para acercarse a mí solicitándome la espada con una sonrisa. Se la entregué.
Al verlo, Constantino huyó escaleras abajo.
Con un grito le pedí a Santo que no lo persiguiera. Ahora era importante proteger a Maria de regreso a casa.
—¿Te encuentras bien, Maria? —pregunté.
—Te sorprendería saber que a muchas de vuestras mujeres les da ya igual lo que hagáis o dejéis de hacer con los varones impúberes —respondió ella.
Y a continuación se desvaneció.
La flecha y la rémora
El domingo, el día en que se casan por la Iglesia las doncellas, amaneció ayer con su inevitable barullo. El secuestro de Maria me había dejado agotado y sin capacidad para reaccionar. A ella la llevamos a casa de su padre, de donde partiría el cortejo, esta vez hacia la Iglesia.
Tras enterarse de lo ocurrido, Andrea contrató para protegernos a un grupo de mercenarios de pésimo aspecto. Nos tranquilizó diciendo que, por ser todos guardias de los Señores de la Noche, nadie se atrevería a cometer un crimen en su presencia.
Me vi sin poder evitarlo, por mucho que remoloneé, de pie ante la puerta de la iglesia de San Paternian: vestido de fantoche aún más de lo que acostumbro, con la mano de Maria entre las mías temblorosas, frente a la mirada del padre Giacomo della Santa Croce, que, posada sobre ella, me pareció rijosa.
—¿Aceptas a esta mujer como esposa, y la amarás y mantendrás en la enfermedad y la salud, y en toda circunstancia serás lo que debe ser el marido con su esposa, y la cuidarás, y serás fiel hasta que la muerte os separe?
Entonces me tanteé el jubón como un comediante, pero mostrando una inquietud que no era fingida, sino la que traía:
—Creo que he olvidado el anillo —dije.
Pude ver el rostro preocupado de Santo entre los que nos rodeaban.
—¡Yo lo tengo! —gritó el traidor de Torresani tras de mí. Llevaba un cofre en las manos—. He traído —añadió guiñándome un ojo cuando me volví— veinte anillos, por encargo del novio, que quiere que la boda no desmerezca ante las mejores del lugar.
—Sí, acepto —acepté al fin.
—¿Aceptas a este hombre como esposo, y lo amarás y mantendrás en la enfermedad y en la salud, y en toda circunstancia serás lo que debe ser la esposa con su marido, y lo cuidarás, y serás fiel hasta que la muerte os separe, con todo tu servicio y obediencia? —matizó el padre ante Maria.
—Sí, acepto —concluyó ella, que había dormido más de veinte horas desde el secuestro.
—Y ¿quién entrega a esta mujer? —preguntó a Andrea el padre.
La Iglesia ha adoptado pronto los mismos modos de los mercaderes para convencerlos de que dejen a sus ministros oficiar los matrimonios.
—¡Servidor! —respondió Andrea, dando un paso al frente.
La ansiedad me iba venciendo según avanzaba la ceremonia. Luego tuvimos misa y sermón del padre Giacomo della Santa Croce, que, como es costumbre en las bodas, aprovechó para arremeter contra la audiencia y los novios, pero dirigiéndose con calculado ahínco contra mí.
Y antes, durante y después de la misa, hubo, como en la boda seglar, trompetas y pífanos, y chillidos de muchachas y disparos al aire de fusiles de muchachos, y lamentos de la madre por el robo de la hija. Y como la otra vez comimos en mi casa y bebimos y brindamos, aunque yo permanecí hasta el final, puesto que no tenía adónde huir.
Obligué a Santo a sentarse a mi lado en el banquete, en agradecimiento a su intervención en el secuestro de Maria, y me dediqué a emborracharlos a ambos con cuantas artimañas conocía. Luego, durante el baile, con la sala en penumbra, danzaba junto a Maria y Santo, tomaba a uno y a otro de las manos y se las entrelazaba antes de desaparecer en brazos de cualquier otro bailarín, satisfecho de una habilidad danzarina trabajada año tras año en la Fiesta de los Locos junto a Raffaele Regio. Trismegisto intentaba poner orden, llamándome la atención:
—Maese, la fiesta se nos va de las manos.
—Diviértete por una vez —le decía yo dándole de beber y sacándolo de nuevo a bailar—. Recuerda: el tiempo huye raudo, con su sosegado paso. ¡Salta, salta!
Después, viendo que mi obra estaba a punto de culminar, me escabullí y vine a mis habitaciones, en donde he estado encerrado intentando dormir con el corazón arrasado por emociones contradictorias, hasta que los invitados que no habían desfallecido decidieron marcharse.
Entonces tomé la lucerna que me alumbra en la escritura y salí, solo y bebido, a recorrer aquella casa envuelta en una paz que, de pronto, rompió un largo lamento de mujer. No miento si afirmo que mi alma dio un vuelco.
¿Era eso mi felicidad al fin? Ten cuidado con lo que deseas, dice un viejo adagio, no sea que se cumpla. Sobrecogido, entré sin pensarlo en las habitaciones de Santo. Y allí estaba el muchacho, durmiendo a solas su borrachera. El alivio me inundó absurdamente: mi plan había fracasado.
Aquel sosiego inesperado abrió paso a una alegría tan intensa que me desbordaba. Si allí dormía el cebo, la presa estaba a salvo. La esperanza se llevó a paladas años de mi cuerpo, rejuveneciéndome. ¿Había llegado el momento de unirme a mi verdadera esposa en el baile que los enamorados bailan, más impactante y embriagador que cualquier otro acto humano?
¿Qué había hecho yo por mi felicidad a lo largo de mi vida al fin y al cabo? Desde que era un muchacho había aplicado la doctrina socrática con rigor: contención y castidad, las dos palabras que unen en la estupidez la filosofía pagana, la judía y la cristiana. ¿Y qué era yo, al fin? Un judío olvidado de la religión de sus ancestros, un cristiano apóstata, un pagano imposible al que no importaban los dioses… Pero más que todo eso, un hombre sin amor. ¿Por qué no amaba a Maria si ella se había ofrecido a amarme? ¿Por su edad? ¿Por Marietta, tan querida, muerta hacía ya diez años? ¿O por puro miedo al amor?
Había en mí, al menos, una forma de fe. Yo creía en los libros, me dije, leía con la misma pasión la palabra de los versículos del Génesis, los tercetos de La divina comedia y los diálogos de Platón. Y de entre todas aquellas palabras, una, la de Epicuro, me había estremecido en un libro en el que había encontrado una nueva forma de conocer el mundo y la pasión. En esa obra se daba cuenta de un miedo similar al mío. El miedo que Leontion descubría en las almas de sus dos amantes antes de pedirles que lo reconocieran y lo superaran de una vez… Por más que esos pasajes se hallaran perdidos quizá ya para siempre, por desgracia.
¿Qué temes, Aldo, de Maria?, me dije. ¿Qué hay de terrible en ese esplendor pasajero de un cuerpo? ¿Por qué no lo había comprendido, envuelto como estaba en la edición del poema de Lucrecio? El dolor o el placer, dice el maestro, son sensaciones fugaces y estimables que hay que vivir sin temor. Negándome al placer lo había convertido en ese monstruo que me devoraba por dentro. Lo sabía desde siempre, pero solo lo había aceptado al verla a punto de morir: Maria era la salvación y no el infierno.
Mientras caminaba despacio por la casa, llegaba a mí la consciencia de tantos sueños presididos por la imagen de Maria que he vivido, sin saberlo, desde que la conocí. Sueños diáfanos, a duras penas robados al insomnio, en los que poseía una y otra vez aquel cuerpo, entregándome a esa lujuria que a la luz del día contenía con insensata castidad. En la realidad todo era calma, pero en el túnel de mis sueños libraba con ella una verdadera batalla erótica sin fin. Si puedo anotar con tanta claridad mi caída al abismo del amor es porque sé que estos papeles arderán en cuanto acabe de escribirlos.
Apagué la lucerna, ay de mí, y, deslumbrado aún por su luz, me colé con sigilo en las habitaciones de mi esposa. ¿Por qué, me iba diciendo, habría de entrar en su casa el dueño como un ladrón?
Pero los sueños son solo sueños, y ante mis ojos se descubrió entonces la dolorosa realidad. Junto al lecho, una vela diminuta iluminaba la escena. Vuelta a mí, la mirada vidriosa de Maria me atravesaba sin verme, oculto en la oscuridad. A cuatro patas sobre la cama, tenía el rostro arrebatado por un placer pecaminoso inusitado.
Y no estaba sola, no. Tras ella, danzando como un sátiro tres veces grande entre espasmos insignes, un hombre golpeaba con su pelvis, rítmicamente, el sagrado trasero de mi esposa.
Lo reconocí enseguida, con su perfil aguileño y su calva humanística. ¡Trismegisto, que es mayor que yo! Eso pensé.
El mundo se me vino encima cuando, justo antes de que los dos se perdieran al unísono en su delirio, ella le daba con un grito la orden más dolorosa que he escuchado nunca. Así, con solo dos palabras afiladas como dardos, en vulgar latín:
—Festina lente!
El sermón
Queridos hermanos:
Hoy nos convocan ante el altar las bodas de Aldo y Maria, dos fieles que han sabido resistir al pecado, pese a que lamentables circunstancias los llevaron a compartir casa sin bendición cristiana. Unidas ya por lazos sagrados de la Iglesia y no solo por conveniencia mercantil, estas dos almas están bendecidas al fin para el amor.
Pero es mi obligación recordar a todos que al amor hay que llevarlo con guante de halconero. Y para ello voy a hacer un cuento muy sabroso como dirigido a ti, Aldo, que eres hombre de letras, no vaya a ser que por tu erudición y edad provecta creas posible librarte de errores a los que el amor a menudo conduce. Y eso lo sabemos por lo que le pasó al buen hombre cuyos libros tan primorosamente se dan a la prensa en tu casa, el sabio Aristóteles, el cual se creía capaz de vencer tentaciones de mujer como filósofo avezado y anciano conspicuo.
Porque es sabido que Aristóteles, como tantos eruditos, Aldo incluido, se dedicaba a la educación de príncipes, y tuvo en suerte enseñar las letras y el gobierno al buen príncipe Alejandro Magno, famoso en el entero orbe.
Y parece que, siendo joven y bisoño Alejandro, se había dejado engatusar por una putita venida a su corte de tierras etruscas, muy bella y muy mal bicho, por nombre Filis, que sabía tocar la vihuela, y bien que se la tocaba noche sí y noche también al príncipe. El cual, seducido por tales cantos y encantos, cayó en sus redes, y sin cuento le proporcionaba dinero para los caprichos y potingues con que ella escondía sus muchos defectos, ninguno tan negro como su alma. Y, no contento con eso, daba rienda suelta el emperador a las diabluras de la niña, dejando que escandalizara a la corte con sus desvergonzonerías, por todo lo cual el príncipe tenía a su padre, el rey Filipo, no poco preocupado.
Y viéndolo nuestro sabio filósofo, no hizo otra que llamar a su discípulo y afearle el gusto:
—¡Ay, Alejandro! —diciéndole—, ¿y en qué juegos de manos andas metido con una desairada que yo me sé, amiga de tramperías y enemiga de bondades? Sabes que no te conviene gastar tu hacienda en torpes devaneos, ni en el lecho dejarte las fuerzas que te han de hacer famoso en cien batallas. Escúchame, y olvida a tu engañadora volviendo a razón, que es madre de filosofía.
Lo cual oyendo nuestro joven Alejandro, como quien está bajo embrujos de los que no puede desasirse, le dijo a su maestro:
—Mira, Aristóteles, que soy Magno hasta tal punto que, dominada la Grecia entera, muchos mundos he de conquistar así en Europa como en Asia y hasta en la Atlántida no vista. Y con todo te digo que Filis es enemigo que no se lo salta ni Teseo, que los mismos Minotauros se saltaba con donaire, ni de ella escaparse imagina ese Ulises que de males tan grandes escapó, ni reducirla conseguiría Aquiles, que a tantos en el campo de batalla reducía como a animalejos insectos. Porque es de ver que viene la niña muy sabida de su madre, que los males se enseñan de madres a hijas en la Etruria, las muy tunantas. Y así las cosquillas me busca que, tentándolas, me las encuentra. Y te digo que ante enemigo como ese, mejor es darse por vencido que resistirse, si no quiere uno hundirse más en el fango, intentando escapar con torpes manoteos.
—¡Qué pronto se da por vencido —dijo el sapientísimo filosofante— quien no solo la Tierra ha de vencer, sino hasta los profundos abismos de la mar Océana con su espada! Yo te pido, dilecto alumno, que sigas mi ejemplo, que nunca a mozuela dejé acercarse sino para pedirle silencio y recato, que son las dos flores más importantes de toda doncella, después de la flor primera entre las flores. Y ello logré sin temblor, así ellas me rozaran como por descuido el pecho con sus tetitas puntiagudas a través de los vaporosos vestidos, o en pompa pusieran su trasero ante mis meditabundas narices, o, peor aún, me enseñaran sus peligrosos pies pequeñísimos y descalzos, que los ojos hechizan. No, sino que siempre les decía: «Arrodíllate, pecadora, y ora a Dios nuestro Señor».
El cual señor Dios era para Aristóteles ese Júpiter pagano, puesto que Cristo no había bajado al mundo aún a abrir los ojos de los pecadores.
Y ya tenemos a nuestro príncipe Alejandro con la cabeza gacha, tras escuchar a su maestro, camino de los aposentos de la tal putañera Filis, la cual lo recibe con su facundia venenosa:
—Príncipe muy querido, Alejandro Magnífico, ven a mi lecho en donde estoy retumbada como una Venus y tan pancha, y búscame una liendre que se me ha bajado del ombligo, por los rubios pelillos. Y despiójamela con cuidado, y arráscame luego por donde tanto me pica.
Pero dándose cuenta de que aquello no eran sino embrujos para enredarlo en torpes cochinerías, dijo el apenado príncipe:
—No, mi dulce y sabidilla rosa tan fresca, sino que dice el muy barbadizo Aristóteles que no me entregue a tus juegos, pero que, haciendo vida de estudio y rezo, vaya de los libros a las armas y de estas a adorar a Dios nuestro Señor, ese muy pagano lanzador de truenos con el que andamos unos y otros engañados, y que será derrocado muy pronto por Cristo, nuestro verdadero y benditísimo Padre, para bien de los hombres de fe y mal de los turcos infieles.
Y oyendo esto, indignada toda y lanzando de sus ojos espíritus como dardos, le contestó ella:
—Pues yo te digo que ese Aristóteles no es sino un don Botarate, y que si no consigo yo que de aquí a mañana reconozca que su sabiduría es cuento que nada vale, muy llorosa me iré de esta corte para siempre. Pero que si, antes del plazo cumplirse, ves que reconoce ser más mi sabiduría que la suya, me chupetearás los dedos de los pies uno a uno y me comprarás muchos de los caprichos y naderías con los que me entretengo, y me rendirás amores hasta que me harte de ti, como hartarnos solemos las que fulanas somos, y Filis más que ninguna.
Y ante el temor del guerrero, que le aseguraba que ninguna mujer podría domeñar la voluntad del filósofo, añadió la niña:
—Solo aguardo de ti una merced, Alejandro: que esta tarde a tus hombres les pidas que vayan todos al monte tras las huellas del ciervo temeroso o el jabalí de torvos colmillos, y que a Aristóteles le digas que con ellos te ausentarás hasta el anochecer, y tal no hagas, sino que escondido en tu gabinete permanezcas callado hasta que oigas mi canto convocándote, con estos versos felices:
Son horribles los trabajos a que me obliga mi esposo…
Poco hace de que las huestes del palacio se alejaban, con el alegre fragor con que los guerreros se preparan para la caza, y ya Filis, la muy ladina, a pie descalzo y en camisa a los jardines baja, donde Aristóteles tiene el austero chamizo en que se entrega al estudio, ceñudo y barbantón.
No con tan raudo pie bailó la triste Salomé ante Herodes, ni la pecadora Ariadna en la noche de sus bodas con Baco, como la niña Filis baila: miradla las cabriolas y las volteretas trazar con paso ligero, dejando en la hierba el rastro pastoso del amor. Mas como, en libros enclaustrado, el sabio ni levanta siquiera del pupitre su docto trasero, disgustada, Filis conoce que si engaños femeniles más no trama, el plazo en vano ha de cumplirse.
De muchos es sabido que las mujeres en su mayoría, de sus madres y el diablo aconsejadas, aprenden a domeñar serpientes así grandes como pequeñas. No menos en esto que otras, la pérfida Filis, convocando una pequeña víbora y ponzoñosa, bajo la camisa le murmuró que se escondiera, hecho lo cual, auxilio comenzó de reclamar:
—¡Aymé, aymé!, ¡la sierpe, que me come, aymé!
Y tanto escándalo y pataleo escucha el filósofo que, abandonando en el pupitre el insigne mamotreto, a la ventana de su chamizo asoma al fin:
—¿Qué mal te acecha —diciendo—, bella Filis, que con grito agudísimo mis orejas atruenas y me impides la lectura?
—Ay de mí, sabio Aristóteles, que por la pantorrilla me parece que una víbora se me ha retrepado al sentir mi pie descalzo, y bajo la camisa la tengo amenazante.
Salió el filósofo al jardín muy preocupado, pues en ausencia del príncipe a él correspondía del palacio el buen gobierno y custodia de sus damas y cortesanas.
—Descuida —le dice a la bailarina de pie alado— y deja que hable con la alimaña, pues, con mis justos argumentos amonestándola, de buen grado volverá a la tierra.
—¡No, sino que me ha picado! —grita entonces la niña, y ante el pasmo del docto pensador, arráncase la camisa y pone a la vista, con la fiera sinuosa, sus dos pechos amargos como naranjas primerizas, momento que la víbora aprovecha para desaparecer pierna abajo en la tierra.
Desnuda como al mundo la trajeron, pero con los sonrosados y gráciles miembros muy rechonchos, ilumina Filis el jardín haciendo palidecer los propios rayos del sol de la tarde.
—Aquí me ha mordido —se queja mohína señalándose el botón rosado de uno de sus pechos—, y siento que la ponzoña me vence.
—Déjame —dice el filósofo, en fieras y en venenos expertísimo— que chupe de la herida y, el mal extraído, lo escupa en tierra.
Y allá que se aplica a la tarea, con no poco gusto suyo y de la niña, hasta que ella le dice:
—Quita ya, que me parece que todo el veneno me has extraído por completo. Y déjame ver, porque me temo que, mientras estabas tan distraído en la cura, ha vuelto la serpiente y por tu pierna se ha trepado.
—¿Dónde la fiera está, que no la veo? —dijo sin demasiado susto el muy barbudo buscador de verdades y de fieras taxónomo.
—¡Por aquí siento el bulto! —responde Filis con ojillo malvado.
Y poniéndose de rodillas, al estagirita de las calzas abajo le tiró, por donde salta al aire lo que dama ninguna debería nunca avistar.
—Pues no es serpiente esto que surge sino estaca tremenda —dijo asustada la niña—, así que ya puedes guardarla, que del miedo de verla la víbora a su nido infernal se habrá marchado. Y gracias y adiós, que me voy a mis habitaciones a ver si el susto se me pasa.
—¡No tal! —exclamó el sabio filósofo enredado ya en sus redes—, sino que a mí también me ha mordido la serpiente y me siento desfallecer. ¿No ves, dulce Filis, en la punta la herida? Pues, favor por favor, su veneno te toca ahora extraerme. Y no te tardes, que atardece, no vaya a ser que…, que de la vena hasta el corazón se alce el tósigo y me acabe.
—Pues yo me creo más bien —comentó Filis para desesperación del peripatético— que con engaño quieres que te haga unas porquerías que por tu consejo el príncipe me ha prohibido que siquiera imagine.
—Revocada está esa orden hasta que el príncipe vuelva, pérfida Filis, que por tu boca de fresa me estoy muriendo y por la miel de tus pechos que ya he probado y jamás olvidaré.
Y un buen rato estuvieron razonando: él que sí, con quejas, y ella que no, con risas, hasta que Aristóteles concluyó:
—Bella Filis, por tus amores cuanto me pidas yo te he de dar, en dineros o en especie, en casas o en joyas, solo para que cures el mal que me quema.
—Eso haré, de mi grado —accedió entonces la enredadora—, si atiendes a un capricho que de pronto me ha entrado, como nos suele a las mujeres, y es que a cuatro patas y en pelota, ensillado y embridado, me dejes cabalgarte como amazona, de ronda por el jardín.
Y ciego de los dos ojos para su fama, corriendo fue Aristóteles al establo, de donde con bridas y silla regresa, y, aparejándose todo como si mulo fuera y no muy sabio, al suelo se tira, diciéndole a la niña:
—Monta pronto y oprime la espuela y restalla el látigo a tu capricho, no vaya a ponerse ya el sol, como barrunto.
Y allá van, él bestia insólita, ella domadora cantando su canción:
Son horribles los trabajos a que me obliga mi esposo.
Tras larga noche madrugo, y le cocino a su antojo,
le cobijo la serpiente, troto su caballo loco.
A lo que asomó Alejandro al balcón, y contemplando a su maestro de tan mala guisa, le preguntó:
—¿Y qué se hizo, maese, de aquel consejo de alejarme de Filis que no hace tanto me dabas?
Y abriendo al fin los ojos y viendo que la mala mujer lo había sometido con soga que no se puede quebrar, aseveró el abuelo bien sabido:
—Mayor argumento que el que ves no puedo darte, discípulo Alejandro, pues, siendo yo, como sabes, el más sabio del reino, ni con toda mi ciencia a las artimañas de esta bruja he podido sustraerme. ¿Razón yo no tenía?
Lo que recibió muy a bien Alejandro, el cual, convencido más que nunca de lo cierto del peligro de que su maestro lo prevenía, a Filis de su reino expulsó, con toda su cohorte de embrolladoras cortesanas.
Y, hecho ya el cuento, yo os bendigo a todos y os pido que recéis conmigo: Padre nuestro que estás en los cielos, etcétera.