La fórmula mágica

La paz, urdida día a día y con tanto cuidado desde la firma del contrato de nuestra boda, durante estos cinco años, se me ha escapado hoy entre los dedos y me trae otra vez ante el papel, a escribir para el fuego. No hay nada que hacer. ¡Nada! El único consuelo que me queda es saber que he peleado con todas mis fuerzas antes de caer vencido. Solo me resta aceptar la derrota.

Y, sin embargo, ¡qué felices me las prometía! No contaba con que ella, como ha demostrado día a día en el taller, siempre tiene otro plan, siempre trabaja a escondidas para que al final, de una manera que parece natural pero es en realidad producto de una estrategia cuidadosamente urdida, las cosas sucedan tal y como quiere.

¿Y qué iba a hacer? Una vez entró en la imprenta ya fue imposible sacarla de allí. Al día siguiente de arrancarme con sus artes de bruja el permiso, se presentó a trabajar a primera hora, cuando había llegado solo yo, que me escapo siempre de casa antes del amanecer.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Traía un vestido de lino, tan sobrio que jamás lo habría imaginado en su vestuario. Saludó y fue directa a las cajas, a contemplar la tipografía que había abierto el punzonista Francesco Griffo para la impresión de uno de los manuscritos que me había regalado Giovanni Pico: la Hypnerotomachia Poliphili, El sueño de Polífilo, el libro en que estábamos trabajando cuando ella irrumpió en mi vida.

Maria se quedó allí un buen rato, de pie, callada, pinzando de vez en cuando uno de aquellos bellísimos tipos antiguos con sus delicados dedos de uñas alargadas y coloreadas. Lo alzaba ante su cara y auscultaba despacio su morfología como si se tratara de un insecto.

El segundo en llegar fue el propio Griffo. Francesco es un hombre huraño, así que yo esperaba por su parte algún tipo de protesta por la presencia de la hija del maese en el taller, como comienzo de la tensión que, con el tiempo, me permitiera retirarla del trabajo. Pero el elogio de la tipografía que le soltó Maria hizo que la cara le cambiara a Francesco. No se le quitó ya la alegría en un par de días.

Yo me senté a una mesa fingiendo que repasaba el manuscrito de la Hypnerotomachia, pero no podía concentrarme. Los oía con envidia a los dos conversar mientras encendían el horno de fundición. Aquella mañana Francesco tenía que elaborar otro juego completo de tipos para acelerar el proceso de impresión. Cuando la aleación estaba en su punto, el punzonista comenzó con su eterna letanía:

Espef depran teos! —decía cada vez que volcaba con gesto ágil y medido de la muñeca el metal fundido sobre la matriz de cobre que había encajado en el molde de tipos.

—Pero ¿cómo es la frase que dices? —le preguntó Maria.

Yo mismo le había hecho esa pregunta más de una vez, para encontrar como única respuesta la mirada hosca del orfebre. Guardaba celosamente los secretos de su arte.

—Es una fórmula mágica egipciana —contestó para mi asombro—, una invocación a alguno de esos dioses medio animales que tenían. No me mires así, yo no creo en semejantes tonterías, la única fórmula que vale aquí es la de la proporción de plomo, estaño y demás metales en la aleación de los tipos para que resistan el trajín de la impresión, y no es una fórmula mágica sino secreta. Pero la tradición es la tradición. La frasecita me la enseñó Jenson, y pronunciarla sirve para tener en mente que el movimiento… Sujétame esto —le pidió—. En fin: sirve para concentrarse al volcar el metal. Hay que imprimirle al gesto la lentitud suficiente para atinar con el líquido y que llegue al fondo de la matriz sin tocar las paredes, porque si las toca se solidifica antes de alcanzar el fondo, y la suficiente rapidez para que ocupe bien toda la matriz, del fondo arriba, sin que se formen burbujas de aire que malogren el trabajo: si dejas burbujas, los tipos se quedan mordidos o se rompen a las primeras de cambio. Hay que hacer el movimiento con una premura muy pero que muy meditada.

—Ya veo. ¿Y cuál es la fórmula que pronuncias, con exactitud? —insistió Maria.

Yo me había levantado y los miraba ofuscado.

—Ah, ja, ja —exclamó Francesco—. No quieres dejar nada sin aprender: «Espef depran teos». Eso digo: «Es-péf» primero, «dé-pran» luego y al final «té-os».

—Pues será todo lo egipciana que quieras —respondió Maria—, pero parece griego: Speude bradeos, que significa «Apresúrate despacio». En latín decimos Festina lente. Una paradoja de la que se ha llegado a afirmar que constituye la clave de cualquier arte, como el de la imprenta, empezando por el arte del autogobierno. No es un embrujo, solo te recuerda lo que estabas diciendo: que tienes que volcar la aleación deprisa y con sumo cuidado. El camino alquímico del oro.

—¿Cómo, cómo, cómo? —dije yo interrumpiendo.

Francesco se había quedado paralizado. No podía creer que una novata le estuviera descubriendo claves de lo poco que desconocía de su oficio.

Speude bradeos —repitió—. Festina lente: «Apura lento» o «Apremia despacio». Como quien pide: «Vísteme despacio, que tengo prisa». Es un adagio griego, y antes un jeroglífico egipciano. Se representa con un emblema singular: un delfín enroscado al fuste de un ancla.

—¿Un delfín…? —preguntó ahora Francesco, sin conseguir entenderlo.

Fui hacia el manuscrito de la Hypnerotomachia y busqué el boceto de Giovanni Pico que representaba un delfín anclado. Me había llamado la atención porque era muy semejante al tatuaje que había visto en el gondolero y ladrón de libros Constantino Paleólogo. Se lo mostré a Maria y a Francesco.

—Sí, sí. Eso es —exclamó Maria al verlo—. Semper festina tarde, el concepto semper está representado por el círculo, el anillo. «Siempre apresúrate despacio». En realidad el ancla y el delfín no son sino una versión de otra imagen más explícita y disparatada: una flecha que vuela llevando a lomos una rémora, el pez que viaja adherido a los tiburones y se pega también a los barcos disminuyendo su velocidad… Pero ¿qué es esto? —añadía pasando las páginas del manuscrito—, ¿qué es este libro tan maravilloso? —Y luego, leyendo por cualquier lugar—: ¡No puede ser! —Y cuando descubría entre las páginas un nuevo boceto—: ¡Nunca había visto nada así! ¿Es este el libro que vamos a imprimir? No me lo puedo creer. ¿De qué trata?

—Bueno —dije yo—, es la historia de un joven que se queda dormido dentro de lo que ya era su propio sueño. Eso es, se queda doblemente dormido y… —dudé—, y luego no encuentra el camino de vuelta a la vigilia, enredado en la persecución de su amada, que está muerta en realidad…

—Un relato…

—Sí. Bueno… —volví a dudar—. También es una especie de tratado de conocimiento artístico y cultura pagana.

—Pero ¿cuál es el tema? —preguntó de nuevo Maria.

—¿El tema? —Su interrogatorio estaba empezando a dejarme claro que yo no había entendido en absoluto la obra—. Me parece que no tiene…

—La única historia que no tiene tema es la vida misma, todos los relatos tienen tema —sentenció Maria.

Y con esa frase, aquella jovencita cuyo matrimonio yo había contratado de manera irresponsable con su padre, se puso al frente de la edición de la Hypnerotomachia, un trabajo que se convirtió también en una lección de literatura que ella nos iba impartiendo con delicadeza, como si estuviera solo recordando algo que todos sabíamos ya. Tengo que reconocer, aunque me duela, que a su luz entendí el embrujo de una obra que me había parecido farragosa durante la lectura.

Ni siquiera me di cuenta de que mi maldito entusiasmo me hacía caer en la red a cuatro patas. Fue, sin duda, el fantasma de Giovanni Pico, mi querido amigo, con ese libro embrujado, el culpable de que, una vez dentro del taller, Maria resultara imposible de arrancar de ahí.

—¿Quién ha hecho este libro? —dijo una mañana, tras pasarse la noche en vela leyendo—. ¡Ya lo conocía! He paseado por él en sueños tantas noches… Es mío. Está escrito para mí. Me lo susurraban las musas al oído, de niña. Su amor por los artificios del hombre es también mi amor.

La Hypnerotomachia nos unió en su sueño a cuantos trabajábamos en ella. Entonces les revelé la autoría de Pico della Mirandola para que fueran conscientes de los problemas que podría traernos una obra tan voluntariamente profana, y juntos convinimos un pacto de silencio en torno al libro. La divina ventolera poética de Pico le había causado demasiados problemas en vida, incluida una condena del papa por herejía cuando publicó su obra más ambiciosa: las Novecientas tesis, en la que proponía la unión de todas las religiones en una sola.

Fue Maria la que propuso hurtar al mercado el Sueño de Polífilo, para evitar los conflictos con la Iglesia, que quiere tomar el control sobre cuanto se imprime y si no lo consigue es por la velocidad a la que tiramos las obras. Pico había provisto dinero suficiente para cubrir los gastos y el beneficio de la imprenta, por lo que Torresani ni siquiera consultó con su confesor la publicación de la obra y menos aún se preocupó por la venta. Una vez impreso, guardamos los ejemplares en el almacén y se convirtió en un regalo que hacemos solo a los lectores que creemos que van a disfrutar de su lectura.

Entonces apareció Torresani un día en el taller, por el que ya ni se dignaba a pasar, y dio una de sus temibles órdenes definitivas:

—Tengo que comunicaros que las ventas han dejado de crecer. Se acerca una crisis. Pero no os preocupéis: traigo la solución. Nuestro prestigio ha aumentado tanto que si comenzamos a publicar literatura latina en abundancia los maniáticos de los libros y los presumidos en general se van a lanzar a comprar las ediciones de nuestra casa. Hasta que no vuelvan los beneficios, se acabó la impresión de libros en griego.

Felicidad portátil

Hasta de los peligros de Torresani me había olvidado en la bonanza. La prohibición de imprimir libros griegos me tomó tan de sorpresa que no pude reaccionar, y me habría hundido si no fuera porque, en cuanto su padre abandonó el taller tras comunicárnosla, Maria propuso la manera de evitarla. Le atraía tan poco como a mí imprimir lo mismo que los demás publicaban ya en Venecia, Roma, Florencia o Milán, pero encontró ahí la posibilidad de llevar a cabo una íntima aspiración:

Vamos a imprimir los libros latinos fundamentales como los misales portátiles: en tamaño octavo, manuales, al modo de enquiridiones griegos, que ocupan poco más de la palma de la mano abierta. Libros que puedan transportarse fácilmente en la faltriquera, ¡de bolsillo!

Como a mí, el peso de los inmanejables infolios molestaba a Maria, que suele leer tirada en el lecho o despatarrada en un sillón, lejos del escritorio y los atriles. Por mi parte solo disfruto a fondo de una lectura caminando en círculos en una habitación o paseando por la calle, incluso por estas calles venecianas en las que, cuando no te asalta un vendedor para que admires su mercancía, un paso mal dado te puede llevar de cabeza al agua. Costumbres así nos obligaban a muchos a leer las obras en incómodos pliegos sueltos, antes de encuadernarlas, descabalándolas.

La búsqueda del equilibrio para aquel formato pequeño fue larga, con numerosas pruebas hasta encontrar la caja de texto y el cuerpo tipográfico adecuados para que los libros fueran proporcionados y legibles.

¡Eureka! —exclamó triunfal Griffo, al fin, una mañana—. La página está al fin en equilibrio armónico.

Y ¿por qué no inclinamos la letra? —dijo Maria en uno de sus arrebatos de inspiración—. Podríamos imitar la de los libros que escriben las manos rápidas de los eruditos… ¡Como en el manuscrito que acaba de entregarnos de Pietro Bembo, Sobre el Etna!

¿Inclinar la tipografía? —saltó Griffo. Era un trabajo enorme, era volver a empezar desde el principio—. Inclínate tú ante mí, maldita niñata sabionda, que soy tu maestro.

¡Preferiría besarle el culo a una harpía muerta! —le gritó ella, con ese griego manejable y seductor que nos contagia.

Y entonces fue su risa, ¡por la Sibila! Sonó a blasfemia alzándose desprejuiciada en el silencio del trabajo: una carcajada clara y desconocida. Treinta cabezas egregias se volvieron hacia ella, y enseguida, al ver la cara de asombro que se le había quedado a Griffo, se nos contagió y rebotó en desorden, por primera vez, entre aquellas paredes.

Fuera como fuese, ninguno de los que trabajábamos en la imprenta podíamos imaginar en aquellos días lo que iba a ocurrir. En realidad, los pequeños volúmenes en cursiva, lo que ahora se conoce en toda Europa como las ediciones aldinas, están teniendo tal éxito en estos años de crisis que, pese a que aparecen contrahechos en talleres de Florencia, Lyon, París, y Fráncfort, nos permitirían sobrevivir con pingües beneficios incluso sin el dinero de los mecenas que Andrea nos obliga a buscar. La media de las tiradas subió en un año de los trescientos a los tres mil ejemplares.

Primero fue Virgilio, y enseguida Horacio, y Juvenal con Persio, después Catulo, Tibulo y Propercio, después Marcial, luego Petrarca y Dante, y, sin pedir permiso a Torresani, que se hallaba entretenido en revolcarse sobre sus monedas, Sófocles y Eurípides en griego…

Imprimimos uno cada dos meses, con las cinco imprentas asignadas por Torresani en marcha día y noche. En latín y en romance, con tiradas que llegan a superar los tres mil ejemplares, tres veces por encima de lo normal. Por no hablar de lo que rinden las copias en pergamino, iluminadas a mano y en color después por el taller de Benedetto Bordone para las bibliotecas de las familias pudientes de Europa. Y puesto que vamos a publicar un catálogo con todas las obras tiradas en el taller y sus precios mínimos —una idea que, pensándolo bien, también ha sido de Maria—, las ventas aumentarán sin ninguna duda.

Los aldinos forman ya parte del vestuario de quienes quieren presumir de hombres de letras. Cada vez que veo a un muchacho rondando a su querida bajo el balcón con uno de nuestros portátiles en las manos, me doy cuenta de hasta qué punto acertó Maria. El mismísimo Torresani sale a menudo a la calle con uno en la mano, señalando con el índice la página en la que finge haber interrumpido la lectura. Se ha hecho un retrato posando así, y lo ha colgado presidiendo el descansillo en la escalera del taller.

Pero al dar por cumplido el tiempo de prohibición para retomar el plan inicial de publicar todas las obras griegas que se conservan en paralelo, Torresani volvió a presentarse en el taller con la conclusión a la que siempre llegaba:

—La crisis está aquí, como os avisé. Frente a los tiempos y costes de la edición de los mamotretos griegos, los libros en octavo dan beneficio sin apenas trabajo. Por cada infolio griego que vendemos —dijo—, van treinta en octavo siempre que sean latinos o en romance. Voy a subir los precios. Y hay que dejar para siempre de hacer esos libros incomprensibles. Su labor de darnos fama de sabios ya se ha cumplido.

No me toques

Entonces Maria lo amenazó con una escisión, y no de palabra, sino de obra. Llamó a Marcello para que montara la imprenta desmembrada que había llegado conmigo a nuestra casa de Campo Sant’Agostin. Y cuando la máquina estaba lista para imprimir, invitó a su padre a comer.

—¿Qué hace esto aquí? —preguntó Andrea ante la imprenta reluciente.

—No es nada —dijo ella—. Aldo ha dado orden de que imprimamos aquí, con un sello nuevo, las obras en griego que no podemos hacer en el taller. No te preocupes, que no va a distraerte a ninguno de los muchachos, ha estado hablando con un maestro tipógrafo para hacer, a su costa y fuera del taller de Campo San Paternian, unos nuevos tipos griegos.

—¡Tonterías! —exclamó él, consciente de la amenaza a su control del trabajo—. Si Aldo es tan cabezota como para seguir haciendo libros en griego que los haga en el taller, no podemos dividir las fuerzas. ¡Haberme dicho que os parecía tan importante! —Andrea exhibe su cinismo como si se tratara de su mayor virtud—. Justo quería deciros que he decidido doblaros el jornal, pero solo si vuestra dedicación a la casa Manuzio & Asolano es exclusiva. Si no, no hay más que hablar.

Por tercera vez conseguía que su padre me aumentara la paga, en vez de bajármela un poco siguiendo su tendencia natural.

Y así se fue el tiempo. Mientras nos ocupábamos de los libros se cumplieron los cuatro años de boda. Me relajé: he ahí la clave de mi perdición. Pero ¿cómo no hacerlo si era Maria la que conseguía darle al proyecto la fuerza que ahora tiene? Además, agotada tras jornadas de quince horas de trabajo, ella caía rendida en su lecho, y yo podía pasear mi insomnio por la casa sin temor a que me asediara por los rincones, armada con su peligrosísimo desparpajo.

En esa paz precaria, sin darme cuenta de que el tiempo navegaba en mi contra, empecé a mirar a Maria sin prevención. Era bella, sí, y aunque de ese peligro avisan cuantos tratados se han escrito sobre la mujer, tenía varias de las sobradas virtudes que esos mismos tratados le niegan… Cierto que en los días de descanso vestía y actuaba con impudor, pero a diario, en el taller, la sobriedad era su norma.

Ay, yo creo que fue este repaso concienzudo de su actitud y su aspecto, que yo hacía sin embargo para dejar sus defectos a la vista, lo que me enredó en la trampa. A veces en mi imaginación le daba la imagen de Maria a la Leontion discípula de Epicuro cuyo discurso constituye el centro del diálogo Sobre el amor. O la nombraba para mí con el diminutivo Marietta, sin darme cuenta de que me estaba emponzoñando solo.

Hasta que hace no mucho, en el transcurso de una cena en que Maria me comentaba sus lecturas, como hacía a menudo, me dijo:

Como la vamos a imprimir, estoy leyendo la Antología griega en un manuscrito tuyo. Hasta ahora no había conseguido una copia en condiciones. Pero me temo que hay poemas que no consigo entender.

Hace tiempo que no me ocupo de esos versos —avisé—, por más que mi memoria al evocarlos piensa en joyas en un saco sin fondo. Quizá pueda ayudarte mi lectura

Eres muy amable. Precisamente hay un epigrama de Asclepíades que no he podido descifrar. Es sobre una ofrenda votiva. O yo leo mal o se trata de una espuela de oro. Pero no encaja.

No tenía que haber caído en aquella trampa. Asclepíades es el peor de todos esos poetas. Pero soy tan asno que me ofrecí para leerlo con ella, y cuando acabamos la cena la seguí a sus habitaciones.

Ni siquiera cuando la puerta de su gabinete se cerró tras de mí me di cuenta del paso temerario que acababa de dar. Nunca había entrado allí de noche. Ella me pidió que aguardara y desapareció en su dormitorio. Estuve paseando por la estancia con tranquilidad. Además de la mesa con el atril, cubierta con una alfombra en la que Maria había mandado bordar una versión de la ninfa desnuda acosada por el fauno, el peor grabado de la Hypnerotomachia, había un estante con otros libros, y junto al estante, en la pared, una pintura impresionante, un Noli me tangere hecho al óleo por un grabador alemán llamado Durero, en el que la Magdalena, arrodillada y con el pelo teñido de rojo, alza la mano en busca del rostro de un Cristo de espaldas, con pala de jardinero y con el sudario dejando a la vista el torso desnudo, antes de oír su prohibición tajante: «¡No me toques!».

En eso estaba distraído cuando volvió Maria. No la esperaba así. Se había quitado el tocado, la cota y la falda que llevaba en la cena, y venía con el pelo suelto, vestida como un paje, con una camisa corta sobre unas calzas rosas que se ceñían a los muslos trazando la silueta de sus piernas con una nitidez desesperante.

Mas no fue eso. Fueron los pies desnudos, ¡otra vez! Era ver sus pies blancos, esos dedos rosados que brillaban como auroras homéricas, y echarme a temblar. Solo entonces fui consciente del calor que hacía en la habitación. Iba a protestar, pero ella no me dio tiempo. Se sentó ante el atril, carraspeó y dijo solo:

Leo:

Lisídice te ofrenda, Cipris, la espuela,

el dorado aguijón de su hermoso tobillo

que excitaba corceles sin que nunca su muslo

de ensangrentarse hubiese, pues ella a la meta

sin estímulo llega, y por eso suspende

delante de tus puertas este acicate de oro.

Terminó de leer y me miró. Las palabras me habían desbordado. Los versos griegos me anegaban la imaginación desde su voz ronca. Murmuré una excusa y me acerqué a leer por encima de su hombro. Intenté concentrarme en el texto.

Tenías razón —comenté, como si no fuera más que evidente—, la ofrenda es una espuela de oro.

Lo dije pasando el índice por el final del primer hexámetro y el principio del pentámetro siguiente, pero una gota de sudor brilló en el pecho de Maria y me fascinó. Se deslizaba desde la base de su cuello, a lo largo de la línea del escote de la camisa, buscando camino entre los senos y llevándose despacio mis sentidos cautivos tras ella.

Pero ¿por qué ofrece una espuela una mujer? —preguntó.

¿Cómo? Bueno, léelo como si vieras una pintura. Una mujer llamada Lisídice está ofrendando a la diosa la espuela con la que montaba su caballo. Es una espuela de oro porque se trata de una mujer rica. Ella debía de ser caballista de profesión… Las ofrendas de los que se jubilaban eran habituales

La gota, una perla perfecta, se perdía en su descenso entre los senos, cada vez más allá, reduciendo su volumen y dejando tras de sí un reguero húmedo y titilante. A duras penas pude contener la mano, para no perseguirla, enjugarla con un dedo y llevármela a los labios.

Bueno, y si es así, una ofrenda de una profesional de los caballos, ¿qué hace este poema en el libro quinto de la antología? Es el libro de los poemas amatorios.

La palabra amatorio se me hincó en el vientre.

—Esto… —dije, sin fijarme aún en el poema—. Veamos. Es una ofrenda a Cipris, Afrodita, la diosa del amor… Puede ser que Lisídice…, puede que se trate de una hetera, una de esas cortesanas griegas. Pero una espuela es que, la verdad… Los poemas de la Antología griega a veces son indecentes, Cristo todavía no se había…, es decir, la Virgen Santísima aún no…

—Ya —insistía ella, y se levantó, arrebatándole a mi vista para siempre aquel rocío temprano—. Pero ¿qué tendrá que ver con el amor de las heteras una espuela de oro?, y, al herir a los caballos con la espuela, ¿cómo se habría nunca de ensangrentar el muslo de Lisídice?…

Caminó por la sala. La falda de la camisa se le había quedado prendida del cinto de las calzas, y los dos glúteos resplandecían rosas, enfundados en el paño sutil.

Sentí un vahído, y entonces lo vi claro, entendí el poema y vi la encerrona, vi que había entrado en la cueva de una serpiente que se disponía a engullirme. Caí de pronto en que ella entendía bastante más de poesía que yo. Sabía lo que querían decir aquellos versos.

—… Y, dime, Aldo: ¿qué meta es esa que persigue ella y alcanza sin estimular a sus caballos? —concluyó dándose la vuelta para atrapar mis ojos con los suyos—. ¡Aldo! —exclamó al verme—, ¿qué te pasa?

—Necesito respirar —le dije.

Y hui en llamas lejos de aquel lugar.

En las pesadillas de las noches que siguieron, Maria galopaba en sueños sobre mí y me hería con su espuela alcanzando metas jamás imaginadas. Supe que mi estabilidad pendía de un hilo.

Y hoy mismo el hilo se ha quebrado cuando el padre Giacomo della Santa Croce, en una de las confesiones periódicas a las que me obliga amenazándome con publicar mi nombre en las listas periódicas de inconfesos, ha interrumpido la retahíla de pecados menores con que suelo aburrirlo para decirme en su retorcido latín:

Sin duda Dios va a pagarte con creces el sacrificio de castidad que le ofreces cada día, desde que Torresani te puso a convivir en pecado con su hija. Alégrate, Aldo: tus bodas eclesiásticas con Maria se celebran en las calendas de febrero, a la puerta de esta iglesia.

Es una alegría, sí —he replicado ocultando el pánico que se apoderaba de mí—. Aunque espero que Andrea no se entere del plan

Con él está acordado. Su hija, la piadosa Maria, lo convenció. Andrea teme ahora que vuestro matrimonio pueda romperse, pues se ha tragado lo que yo no me trago por mucho que lo juras y perjuras: que ni la has tocado, teniendo tan cerca su cuerpo esculpido por el diablo.

¿Andrea aliado con mi confesor? ¿Al mercado y la industria se suma la Iglesia? Un temblor me ha recorrido el cuerpo. La Iglesia y la imprenta, en realidad, están condenados a entenderse siempre. ¿No es la Biblia el libro de libros, para el que se concibió la prensa más que para ningún otro? Si para algo ha servido la imprenta es para incrustar aún más el catolicismo en las mentes cada vez menos libres de los hombres doctos.

Pero lo que más miedo me daba de todo eso era la presencia en la confabulación de la propia Maria, contra cuya tozudez, bien lo sabía, no había estrategia que funcionara. Aunque guardaba aún un naipe escondido en la manga. Era un recurso drástico: mi única escapatoria, al fin y al cabo.

Hay pendiente aún una pequeña causa —le he dicho intentando no alterarme—. Cuando enfermé de peste, Torresani, que temía por nuestra sociedad, pronunció en mi nombre el voto eclesiástico a cambio de mi salvación. Como el voto era solemne, solo por eso debería ordenarme. Pero es que, últimamente, bueno…, ¡he sentido la llamada del Señor! Yo

¡Vaya!, pues parece que esa repentina vocación te llega tarde. ¿No te has enterado aún? —me ha interrumpido—. Maria, revolviendo Roma con Constantinopla, ha conseguido que el papa aceptara la anulación del voto a cambio de que hicieras, como obra pía sustitutoria, una edición de las Epístolas de Caterina da Siena, que ya has impreso, por cierto.

¡Víbora acechante, escondida entre la hierba! Lo había urdido todo con paciencia, sobreponiéndose a mis planes y anticipando mis estrategias. Esa es la explicación de su empeño en publicar las cartas de la santa, que a mí me pareció irracional.

Mi desgracia se precipita. Pero basta de mortificarme. Al fuego de nuevo con estos papeles que me ayudan a sobrevivir. Si es necesario, huiré a la villa de Novi que me regaló Alberto Pio y dejaré al fin esta maldita ciudad en la que, desde que llegué, he perdido la senda recta por la que transcurría mi vida.