La hora es llegada
Hora sexta
Las seis campanadas de la torre del reloj de San Marco despiertan a Aldo. Abre los ojos, reconoce su habitación de la casa de Torresani en las tinieblas, intenta recordar el sueño en el que ha estado sumergido gran parte de la noche, pero no consigue rescatar más que una escena, él llorando en el regazo de Maria. No halla en su escuálido recuerdo causas para ese llanto, una angustia que perdura tras abandonar el sueño.
Hace frío. Despacio y desnudo se levanta y camina a tientas hasta la chimenea. Le cuesta agacharse, así que se deja caer de rodillas. Remueve las ascuas y coloca serrín, unas astillas y un par de tarugos sobre ellas. Sopla para avivar el fuego hasta que se alzan pequeñas llamas entre la madera. Entonces aparta la visión tenaz que las llamas evocan ante sí.
Quizá en un par de meses puedan volver a Novi, se dice, si las cosas fluyen como ha planeado. Siempre que lo piensa faltan dos meses. Y cuando pasan faltan otros dos. ¿Cuánto tiempo hace que lleva haciendo esa reflexión? ¿Cuándo regresaron a Venecia desde Novi? Hace ya seis, siete…, ocho años, si no cuenta mal. Parece increíble que el tiempo se lo haya devorado todo sin que los deseos se cumplan. Pero esta vez es verdad. Falta cerrar la venta de la nueva edición de La naturaleza de las cosas de Lucrecio, en formato portátil, que hoy mismo van a acabar de imprimir. Con eso y lo que ha conseguido ahorrar será suficiente. En Novi el ritmo de gasto es mucho menor…
Y hay algo más. Algo que convierte a ese día en el culmen de su carrera, en la razón que da sentido a veinte años de trabajo como impresor. Aldo no se atreve ni a pensar en ello. Por encima del dinero que posibilitará su escapada definitiva con Maria a Novi, está la realización del sueño de su vida. A última hora de la tarde pasada terminó en la imprenta de su casa de Sant’Agostin el plegado de la última parte de Sobre el amor, la obra en la que ha venido trabajando en secreto en la imprenta de su casa, desde la muerte de Giovanni Pico.
Se levanta con esfuerzo tras tomar una astilla prendida de la hoguera. Enciende con ella una linterna que deja junto a la chimenea. Después se pone unos calzones de lana y se cubre con su sayo gris. Ante el espejo, contempla su calvicie, casi absoluta. Se acomoda la peluca. Al ir a tomar unos papeles con el plan del día que estuvo garabateando antes de acostarse, se da cuenta de que Maria, en la que no había reparado hasta ahora, está durmiendo en la cama. No regresó a sus habitaciones al final de la noche. Detenido la ve dormir con envidia. Recuerda las caricias que le regaló anoche.
Ayer fue también el último día de enfado de Maria. Se había enfadado con Aldo por algo ofensivo que él le hizo en el transcurso de un sueño de la propia Maria. Aldo no ha conseguido averiguar en qué consistía la ofensa que la había tenido tres días sin dirigirle la palabra. Sin razón aparente, ayer lo perdonó. Quizá, piensa, ha reparado su ofensa en otro sueño.
Aldo sale de la habitación con la linterna, desciende la escalera y camina bostezando hasta la cocina. Al llegar, deja la luz sobre la mesa de madera, vierte agua de una tinaja en un balde de loza, se quita el sayo y se asea. Después desayuna un cuarto de vino con pan leyendo detenidamente el plan del día. Los pasos para acabar la impresión de la nueva edición portátil de La naturaleza de las cosas de Lucrecio están recogidos uno a uno en el papel, como si no fueran evidentes. Una partida de quinientos libros sale hoy hacia París y Londres. Le produce una fuerte emoción publicar por segunda vez ese libro. Durante la impresión de la primera edición aprendió que amaba a Maria.
No debe olvidar otras tareas pendientes que no apuntó. Lo hace ahora. Proveerse de papel para la edición de Las Heroidas, el Arte de amar y los Remedios de amor de Ovidio. Él ya no estará ahí para vender el volumen, ni siquiera para verlo acabado. Eso espera.
Hay una serie de tareas más en la lista que Aldo repasa. Entre ellas figura que tiene que llevar a su hija Alda a la procesión de Epifanía. La procesión arranca en la plaza San Marco, a las doce.
Hora séptima
Aldo entra a la imprenta al ritmo espacioso que marcan los gigantes golpeando las campanas de la torre del reloj de San Marco. Los trabajadores lo estaban esperando y lo miran con impaciencia. Entonces se acuerda de que la tarde anterior, justo antes de acostarse, lo abordó Marcello, el entintador cuya madre murió el mismo día en que Aldo entró por primera vez en esa casa. Marcello es, desde que Francesco Griffo se fue, el oficial a cargo del taller, o más bien ayudante del oficial, porque el puesto lo tiene en realidad Gian Francesco, el segundo hijo de Torresani. Marcello le avisó de que todos los trabajadores de la imprenta habían decidido comenzar hoy, esta mañana, una huelga.
—Buen día —dice Aldo, adoptando el gesto grave que la ocasión requiere—. Perdonad, ayer Marcello me contó el retraso que lleva Torresani en vuestros pagos. Voy a ir ahora al banco a por el dinero que se os debe. Marcello, ¿tienes ya las cantidades apuntadas?
Marcello le entrega un papel en el que hay una lista con los nombres de los oficiales y los aprendices y la cifra que se le debe a cada uno. Al final figura el total del dinero adeudado, una suma ridícula de cualquier modo que se mire, mucho más aún si se tiene en cuenta el dinero que está en juego por la entrega en plazo de los Lucrecios. El problema tiene fácil solución para Aldo, aunque nunca se sabe lo que puede hacer Andrea si se despierta antes de las doce. Sus amaneceres son imprevisibles.
—Estaré aquí antes de las diez con el dinero. Pero recordad que es importante que tengamos en los toneles los libros a las doce, para que dé tiempo a llevarlos al muelle y puedan estibarlos antes de que el barco leve anclas.
Todos se miran en silencio, roto de pronto por un grito.
—¡El obrero tiene derecho a su salario!
—De ti nos fiamos, Aldo —comenta Marcello pidiendo tranquilidad—. Pero no de lo que pueda hacer Torresani.
—Ya. Bueno, si Andrea cambia esta decisión, yo me sumo a la huelga con vosotros y dejamos aquí los bidones con los libros.
—Solo hay un problema, Aldo —añade Marcello—. Lo más normal es que cuando Torresani se levante hayamos cargado todos los bidones en la barcaza. Entonces no podremos hacer fuerza hasta el próximo libro.
—Si algo así sucede —dice—, yo corro con el pago semanal hasta que Andrea ceda. ¿De acuerdo? Encontraré el modo de que cambie de opinión.
Se miran de nuevo, pero esta vez asienten. Aldo se despide y sale.
Hora octava
Aldo pasa por la cocina para tomar otro cuarto de vino antes de salir. Piensa que si Torresani no cede le obligará a quedarse algún tiempo más. ¿Dos meses como máximo? Lo de siempre. Pero encontrará la solución. No puede volver a aplazar la marcha.
En la calle, tres gaviotas están peleándose por el cadáver de una rata. Dos de ellas han salido volando al ver a Aldo, aunque la tercera, la más grande, se queda mirándolo retadora, trepada sobre su banquete. Cuando Aldo cierra el portón de las cocinas de la casa, la gaviota alza las enormes alas y lanza un graznido.
Decide ir paseando al banco. Toma hacia Campo di San Luca para acceder a Merceria callejeando. Hace frío. Los puestos de las tiendas están montados cuando llega a Merceria. Se detiene en la librería de Pietro Benzoni. De un vistazo comprueba que hay siete portadas de títulos de su catálogo en los tablones, y dos más sobre la mesa de exposición. Pero no está a la vista la Suda. El Opiano en griego, publicado por Lucantonio y Filipo Giunta en Florencia, preside la mesa de exposición colocado sobre un atril. Le duele especialmente, porque ese libro, cuya edición preparó Marco Musuro, debería haberlo publicado él, que pagó el trabajo, pero, presa de uno de sus habituales ataques, Torresani prohibió entonces la salida de cualquier libro en griego, así que fue Aldo mismo quien aconsejó a Musuro que se lo llevara a los Giunta.
Ve al aprendiz de Pietro. Lo llama. El muchacho se acerca solícito.
—Dile a Pietro que si me pone la Suda donde está el Opiano, le doy una información muy interesante para él. Dentro de no mucho tengo que volver a pasar por aquí, y si lo veo expuesto entro y le cuento.
El muchacho ha atendido con seriedad. Se da la vuelta, enfila hacia el interior de la tienda y, en el último momento, se detiene y vuelve.
—El Opiano es muy importante —le dice.
—Ya sé que es muy importante, pero la Suda también, y el beneficio que le dará a Pietro mi información es más importante para él. ¿Lo has entendido?
—Voy a decírselo, maese —asegura.
—¿Sabes cuál es el libro que tiene que poner? —pregunta Aldo.
—No —confiesa el otro.
—La Suda. Dímelo.
—La Suda. No me suena.
—Pues así te enteras bien: es un libro griego tan importante o más que el Opiano, un compendio de sabiduría en orden alfabético. Que te cuente Pietro, se lo dices de mi parte, ¿vale?
—Vale.
Aldo lo ve irse, preocupado por el futuro de la venta de libros. ¿Qué habrá visto Pietro en su aprendiz? Consciente de que se está haciendo tarde, recorre bastante deprisa el resto del camino por Merceria hasta el banco de los Agostini y sube los escalones de acceso con un esfuerzo final que le provoca una arcada. Tiene que detenerse a tomar resuello. Maffio Agostini, hijo del ya muy anciano Pietro, lo localiza nada más cruzar el umbral y deja lo que está haciendo para dirigirse a él con su heredada sonrisa, tan lánguida como la de sus antecesores. Aldo le pide el dinero que necesita.
—Ayer vino Torresani y me dijo que te denegara un dinero que ibas a pedirnos —sonríe Maffio.
—Entiendo —dice Aldo preocupado—, pero creo que es mejor que me lo des, pese a todo, para que no tenga que ir al Fontego dei Tedeschi, por ejemplo, a hacerme con los servicios de alguno de los banqueros alemanes que tanto llaman a mi puerta y abrir una cuenta nueva.
—Seguro que hay un modo de arreglarlo —sonríe Maffio.
Aldo pasea por el banco meditabundo. ¿Qué se propone Andrea? De pronto encuentra una vía de explicación. Quizá no quiera que se imprima La naturaleza de las cosas. Otra mano invisible, entonces, habrá surgido, como cuando hicieron la primera edición. Al poco tiempo llega Maffio con una bolsa y un papel que le entrega. Aldo recorre el escrito con los ojos.
—Es mucho interés, Maffio, así no se puede —dice Aldo preocupado.
—Bueno, Aldo, me la estoy jugando por ti, ya conoces a Andrea —sonríe Maffio—, y si va por fuera de vuestra cuenta no se pueden mantener los privilegios, son reglas del banco… Con mi padre y mi tío Alvise tengo las manos atadas, ya sabes cómo va: desde Fabriano revisan cada apunte…
—Pues entonces no te voy a poder hacer el pedido de folio verjurado para la Biblia Septuaginta que estamos preparando. Justo venía pensando que iba a resultar un poco caro… —dice Aldo preocupado.
—¿Cómo caro, si tenemos la última partida a solo dos ducados y medio la resma? —sonríe Maffio.
—Bueno, eso no está mal. Hasta lo podíamos firmar ahora, aunque no tengo cerrada la tirada —dice Aldo preocupado.
Sabía bien la tirada, que implicaba una partida bastante pequeña, por cierto, para tratarse de una Biblia.
—Mira, con algo así firmado te puedo bajar el interés del préstamo al habitual, porque le cerramos la boca a mi padre y a su hermano. Y dejamos pendiente el número de resmas, eso lo hemos hecho otras veces —sonríe Maffio—. Dame otro momentito.
Aldo apoya la espalda en una columna. Está muy cansado para la hora que es. Es el momento de decir basta. El momento de dejarlo todo y volver a Novi. Coincide, además, con lo que Maria quiere oír. Esta noche mismo le dará la sorpresa.
Entonces oye la voz de uno de los clientes del banco, que se ha elevado crispada.
—Para una vez que me encuentro así. No podéis hacerme eso. ¡Son solo quince ducados!
Aldo ha reconocido la voz. Se trata de su amigo Marco Musuro. El siervo de los Agostini con el que Marco está hablando mantiene el tono bajo en su respuesta. Sin embargo Aldo se ha acercado y puede escucharla.
—Un momentito —susurra—. Voy a hablar con maese Maffio, pero si lo necesitas ahora, no creo que haya otra forma. Tenemos las manos atadas.
Se va. Aldo se acerca a Marco, que se vuelve y se levanta. Se abrazan.
—Precisamente iba a pasarme por tu casa para pedirte que prepararas otra edición —dice Aldo—. Te necesito con urgencia.
—Vaya, qué bien —dice Musuro, intentando esconder su nerviosismo—. Si quieres mañana me paso por la casa de la Torre.
—No, Marco —afirma Aldo—. Necesito tu compromiso ya. Sé que tienes demasiadas solicitudes. Podemos llegar a un acuerdo aquí.
—Pero ¿qué obra es?
—Quiero que revises mi gramática griega, la he terminado casi. Me gustaría que cerraras lo que falta además de revisarla.
—Eres muy amable, Aldo.
—Pídeme el adelanto que sea y te doy ya una señal. Con tal de que no pase de veinte ducados, que es lo que tenemos presupuestado.
—Hombre, con eso sobraría. —A Musuro le brillan los ojos.
—Pues si te comprometes te los doy ahora mismo.
—¿Ahora? No hace falta, luego… —miente Musuro.
—No empecemos, Marco, que luego seguro que me dices que no puedes. Espera un momento y te traigo los veinte, los voy a pedir por aquí.
Aldo camina por Merceria de vuelta a casa. El modo en que le ha agradecido el encargo Musuro ha sido tenso. Se ha dado cuenta de que Aldo había escuchado su petición de préstamo. No ha sabido ser más discreto. Y también ha notado la jugada Maffio Agostini: su sonrisa estaba quebrada, como solo cuando se le quiebra un negocio. Una nueva causa para el previsible enfado de Andrea cuando se entere de todo.
Se detiene a fisgar en el puesto ambulante de un vendedor de escarpines que le gusta a Maria. Hay unos que le encantarían, seguro, pero es consciente de que le falta tiempo, así que va a retomar el camino cuando recibe un empujón tremendo que lo tira de bruces contra el suelo.
Se ha hecho bastante daño en una mano al caer. Al levantarse con ayuda de una anciana, se lleva la mano que no está lastimada a la faltriquera y comprueba que no tiene la bolsa que acaban de darle en el banco. Un poco más adelante hay una trifulca. Aldo se acerca y ve a uno de los guardas del banco Agostini que está pateando a un muchacho tirado en el suelo. El otro guarda de la pareja que siempre lo sigue cuando sale con dinero del banco se acerca a él.
—Uno nuevo, que no sabe lo que es esto —le comenta el segundo guarda mientras le devuelve la bolsa con el dinero.
—Por favor, dile que pare —exclama Aldo—, que lo deje ya.
Pero como el guarda no le hace caso es Aldo quien chilla a su compañero para que deje de golpear al muchacho. Cuando para y se vuelve enfadado, Aldo se apresura a darle las gracias por su trabajo. Mientras, el primer guarda se aproxima por la espalda del muchacho tirado y le sacude una patada en la cara, aprovechando que se ha descubierto la cabeza al considerar que la paliza ha terminado.
Cuando Aldo se va de allí con su bolsa recuperada, el muchacho sangra sentado con la nariz rota, atendido por una chica tan harapienta como él.
Hora novena
Las campanas de las nueve sorprenden a Aldo llegando a la taberna del Hipocampo. Quiere parar allí un momento a recobrarse de la impresión del robo y la paliza tomando con tranquilidad un cuarto de vino, aunque sabe que no debería porque no tiene tiempo. Hace bastante frío, pero sentado a la puerta de la taberna ya está, como casi siempre que Aldo se acerca por allí, Raffaele Regio, que lo invita a sentarse con él. Regio le recuerda que es el día de la Eucaristía inversa. Aldo le pregunta en qué consiste esa festividad, de la que no ha oído hablar nunca. Es, explica Regio, el día en que se celebra la fiesta de Dionisio. Durante la celebración, en cualquiera de los templos del dios, el vino mana de la fuente Teodosia como un río para que todos beban cuanto quieran, pero el vino se convierte en agua cuando los adoradores se alejan con él en vasijas del templo. Ambos pueden, dice Regio, beber cuanto vino quieran, puesto que se convertirá en agua en sus estómagos apenas se alejen de la taberna del Hipocampo, representante, como cualquier otra taberna del mundo, de la fuente Teodosia.
Aldo lo mira calculando. Eso sucede en la isla de Andros, en nonas de enero, según Plinio. Y ya han pasado nonas, le dice. Regio ríe.
—Escucha, Aldo, yo he bebido de la fuente Teodosia, así que no necesito atenerme a las citas. Hazme caso. La literatura no sirve para la vida. Y si lo prefieres con una cita, recuerda la de Dioniso en Bacantes de Eurípides: «Lo sabio no es sabiduría».
Aldo sonríe también. Se palpa la muñeca dolorida por el reciente golpe. Esa misma noche, le dice a Regio, ha soñado que descansaba entre libros, en vez de en su cama. Apura el último trago de vino y se despide de su amigo con un abrazo.
Poco después Aldo se detiene en la librería de Benzoni. Ve la portada de la Suda sobre el atril de la mesa principal. Entra y localiza a Pietro.
—¿Sabes quién viene hoy a verme?
Pietro lo mira con rostro escéptico.
—Jean Grolier —continúa Aldo.
A Pietro se le abren los ojos.
—Ni se te ocurra quitar la Suda de ahí en una semana —sigue Aldo—. Te invito luego a la comida en la Stufa con Grolier y Andrea. Ah, también viene Jean Picard. Los dos Jeanes a la vez. ¿Qué te parece?
—Eso es toda Francia, a mis ojos —responde feliz Benzoni.
Hora décima
Cuando suenan las diez campanadas de la torre del reloj de San Marco, Aldo está en la imprenta sentado ante una mesa junto al ancianísimo notario de la imprenta de Torresani, Niccolò Ruffinoni, que está realizando el pago a los operarios. Todavía quedan algunos en la fila. Con gesto hosco, al acabar el notario le da a firmar a Aldo el papel.
Según sus cálculos, pese al retraso que ha provocado el pago no habrá ningún problema para tener todo listo para embarcar a las doce. Hay seis tornos otra vez en funcionamiento, los que quedan en la imprenta desde que Torresani vendió el resto. Aldo se acerca a una de las máquinas y toma una hoja de la pila de las impresas. Lee al azar y encuentra una errata. Mira la pila, que no es demasiado grande, pero renuncia a avisar al cajista de lo que ha visto para no aplazar el cierre de la edición.
Aldo sale de la imprenta, para evitar la tentación de buscar otras erratas. Accede por la calle a la casa de Torresani, sube a su gabinete, abre la puerta y entra a oscuras. Cuando está abriendo la ventana le da un susto horrible una voz desde un rincón de la habitación.
—Buen día.
Se vuelve aterrado. ¿Quién es? No conoce a ese hombre.
—Disculpa —le dice el hombre acercándose—, me llamo Salvadore Vastos da Padova. He venido a traerte en mano una obra que es la más importante que he escrito. Se trata de lo mejor que he hecho en mi vida, estoy seguro. La estaba leyendo ahora mismo y es magnífica.
Cualquiera sabe cómo habrá hecho Salvadore para colarse ahí o para leer en la oscuridad. Aldo se repone como puede, y estrecha la mano extendida hacia él.
—Es la historia de mi vida —continúa el visitante.
—Muy bien —dice Aldo—. Perdona que me siente, voy a tomar nota de eso que me dices.
Salvadore se queda callado ante la mesa, con los pliegos en las manos. Cuando se ha acomodado y añadido un poco de agua en el frasco de tinta, Aldo le pide el manuscrito.
—¿Me permites?
Toma el manuscrito, y en el verso de la primera hoja escribe con su pluma de ganso: «Recibido por Aldo». Entonces oye o quizá le parece oír una frase muy extraña:
—He venido a buscarte. La hora es llegada.
Levanta la cabeza y mira al visitante, que permanece de pie, mirándolo a su vez con aquellos ojos enormes.
—¿Cómo dices? —consigue pronunciar Aldo.
—Lo quería mandar por correo desde Padua —responde el hombre—, pero todos los correos de la República de Venecia están en contra de mí. Me odian, me persiguen, desde hace muchos años. Así que el libro nunca habría llegado, y decidí traerlo en mano.
Aldo no consigue comprender. Le duele un poco la cabeza.
—Entiendo —miente mientras se sienta—. ¿Tu dirección es?
—No me lo vayáis a enviar por correo, ¿eh? —avisa él.
—No, descuida —sonríe Aldo—. Es para tener una referencia.
Aldo escribe el nombre y la dirección en la misma hoja en que ha hecho la anterior anotación. Al final, añade: «Ojo: no sacar de este cuarto hasta que no venga a reclamarlo el propio autor. No enviar por correo nunca».
Después se levanta, le da las gracias y le pide que vuelva a hablar con él en tres semanas. El otro está un buen rato alabando la calidad de su prosa. Aldo asiente complaciente, pero no le hace ninguna pregunta. Al final, Salvadore sale. Aldo se recuesta de espaldas contra la puerta, se lleva las manos a la cara y lanza un suspiro. Llaman a la puerta. Abre. Es Marcello.
—¿Quién era ese tipo que salía con cara de loco? —pregunta—. Ya está aquí Grolier —añade.
Como para confirmar sus palabras, suenan las once campanadas en la torre del reloj de San Marco.
Hora undécima
—Dile que pase —le pide Aldo a Marcello—. ¿Qué tal vais?
—Estamos acabando de imprimir el colofón, y hemos empezado a empaquetar. Hay un tonel lleno —dice Marcello entregándole un ejemplar de la obra en pliegos atados.
—Perfecto —dice Aldo dejando la obra sobre su mesa antes de asomarse a la puerta—. ¡Jean, qué alegría! —exclama abriendo los brazos para recibir al maniático colector de libros, que sonríe a su vez elevando un poco su bigotito recortado y mostrando los dientes superiores—. ¿Cómo estás?
—¡Mejor que tú! —responde con una carcajada Grolier.
Es su respuesta de siempre. Se dan un abrazo.
Aldo, que tuvo que viajar a París con Maria a la boda de Grolier hace apenas tres meses, le pregunta por su esposa con la intención de interesarse luego, uno por uno, por el resto de los familiares suyos que conoció en los festejos. Pero desiste en vista de la actitud del visitante, que, rechazando hablar de cualquier otra cosa que no sean los libros que viene a ver, le pregunta a Aldo por su gramática griega. Aldo le dice que precisamente acaba de poner en marcha la edición. Cree que la tendrá lista en medio año. Grolier le recuerda que le prometió que iba a hacer una compra importante de ejemplares de ese libro. Aldo calcula que, si lo demás fallara, ahí podría estar el dinero que necesita para marcharse a Novi.
Grolier ya está mirando con atención las obras del último año, alineadas en una mesa baja que Aldo ha dispuesto para mostrárselas.
—Las Olímpicas de Píndaro, que incluye las Píticas, las Nemeas y las Ístmicas. En griego, claro. Dos ducados y medio —dice Aldo.
—¿Y para mí?
—Lo vendemos a tres ducados, como todos los griegos. Pero si te parece excesivo dos y medio puedo rebajártelo un poco. No son muchas páginas… Venga, dos ducados, que estamos empezando.
—Me place, tres.
Es la respuesta habitual de Grolier. Compra los libros de tres en tres. Uno para su biblioteca de París, otro para su biblioteca de la villa de campo, que Aldo no sabe bien dónde está, y otro para leer y regalar a algún amigo, con pasajes señalados con una línea vertical en el margen y con el sello de su exlibris latino en la portada: De Grolier y sus amigos. Aldo había encontrado en un tenderete de Milán un libro griego subrayado al azar con el exlibris de Grolier. Probablemente porque no sabía leerlo.
—El Diccionario de Hesiquio, en griego, claro. Este sí son dos ducados y medio, pero solo por ser tú.
—Me place, tres.
—Los Dipnosofistas, de Ateneo, en griego, claro. Dos ducados y medio.
—Me place, tres.
—Ah, mira —dice Aldo al ver a continuación el hueco que ha dejado para el Lucrecio—. Este acaba de llegar, está calentito. —Lo toma de la mesa y se lo entrega a Grolier—. La naturaleza de las cosas, de Lucrecio. Un libro lleno de errores teológicos, pero con versos de una belleza…
—¿Lucrecio? Los errores de este son de amor, ¿no?
—¡Horribles, por la Sibila! —contesta Aldo, que conoce de otras veces la desconcertante pregunta y por eso ha podido improvisar bien la respuesta. Siente entonces que se está jugando aquí la suerte de esta obra. Quizá el interés de Grolier por ella pueda convertirse en el único modo de sortear otros intereses, así que le viene a la cabeza un cebo que puede funcionar—. Al final del libro cuarto describe la coyunda, en latín, claro.
—Me place, trescientos.
Aldo se queda en silencio un momento. Éxito absoluto, ha ganado, Torresani se va a tragar de nuevo la edición de Lucrecio. Es un pedido mucho mayor de lo previsto. Cuando Grolier compra un libro para regalar, no suele pasar de cincuenta.
—Los tendrás la semana próxima en París —exclama.
—¡Bravo! —admite Grolier.
Entonces a Aldo se le ocurre una idea. Si le entrega a Grolier un buen puñado de ejemplares encuadernados con Sobre el amor, de Epicuro, añadido tras el poema de Lucrecio, y a su vez Grolier se los regala a sus amigos, la obra quedará diseminada por toda Europa. Duda un momento. No quiere revelar la existencia de Sobre el amor todavía a nadie, aunque alguna vez tendrá que ser la primera.
—Excepto cincuenta, que te voy a enviar con el añadido de un libro por el que no olvidarás nunca esta compra. Es un regalo mío. Esos te llegarán en el siguiente barco, diez días más tarde.
—¿Qué añadido? —pregunta Grolier mirándolo con rostro divertido.
—Es un secreto. Te revelaré los detalles con una carta de mi mano en el envío, por supuesto. Te va a encantar.
—¿Un secreto? ¿No te fías de mí? —dice Grolier frunciendo el ceño.
El corazón de Aldo se contrae levemente. Conoce ese gesto. Grolier es un hombre muy rico. Si algo se le mete entre ceja y ceja no para hasta conseguirlo.
—¡Claro que me fio, por la Sibila! —dice Aldo logrando a duras penas esconder su nerviosismo—. Es un pequeño juego, te gustará.
—Pues si no lo dices no hay compra.
En los ojos de Jean Grolier brilla la superioridad. Él solo, piensa Aldo, demuestra la falacia del tópico según el cual los hombres de la República Literaria tienden a la bondad porque son instruidos.
—Se trata de Sobre el amor, de Epicuro —confiesa al fin Aldo, cuyo rostro se ha desmoronado y necesita ahora decir con claridad la verdad para que el problema no aumente—. Es una obra única, y eres el primero en poseerla, quería darte una sorpresa pero a veces eres muy duro, Jean. Te ruego que solo lo sepamos tú y yo, no se lo he dicho ni a Andrea. Si no —improvisa— me van a llegar tantos pedidos que me paralizan seguro.
—Me place. Para entonces quiero también tres en vitela.
Grolier ha recuperado el gesto convencional de comprador. Se acabó. Todo ha pasado. ¿Entonces por qué a Aldo le ha quedado ese sentimiento de desazón en el cuerpo? Llegó a Venecia para hacer un catálogo que transmitiera la mejor de las literaturas a los hombres que dominan el mundo. Ahí tiene un ejemplo de ellos: Jean Grolier. Destila veneno hasta en las nimiedades. ¿Qué libro podría cambiarlo? Pero sobre todo lo angustia el modo en que han sucedido las cosas. Ha revelado la existencia de la obra de Epicuro. ¡Y a él! Nunca, nunca ha sido un buen comerciante.
En ese momento irrumpe Andrea en el gabinete. Viene en camisa, sin peluca y sin lavar, con los pocos pelos blancos que le quedan alborotados sobre la cabeza.
—Aldo, me cago en los Santos Mártires, he pedido que detengan el envío de Lucrecios…
Se calla pasmado al ver a Grolier.
—Buen día, Andrea. Ya ha llegado Jean —le dice Aldo sonriente.
—¡Jean! —Andrea finge alegría, abriendo los brazos—. ¿Cómo estás, amigo?
—¡Mejor que tú! —responde con una carcajada Grolier, abrazándolo.
No hay nada que fastidie más a Torresani que esa respuesta tan característica de Grolier, cuya fortuna es evidentemente mayor que la de Andrea. Siempre evita la preguntita con él, pero esta vez le ha pillado recién levantado.
—Perdonadme —exclama Aldo—, voy abajo a pedir que sigan haciendo el envío. Doscientos cincuenta Lucrecios son para Jean, que los quiere en París la semana próxima.
—¡Doscientos cincuenta Lucrecios! —repite Torresani, empezando a despertarse—. ¿Todos esos libros te vas a leer?
—¡Ja!
Aldo baja al taller pero allí no queda nadie. Va a la sala contigua, donde duermen los artesanos. Están haciendo sus hatillos en silencio.
—¿Qué ha pasado? —le pregunta a Marcello.
—Ha llegado Torresani y nos ha dicho que estábamos despedidos por la huelga. Le he contado que al final no hemos holgado, lo que era evidente porque estábamos trabajando, pero él ha asegurado que le daba igual y que nos despedía trabajáramos o no. Después ha salido llamando a gritos al notario.
—A ver, escuchadme —dice Aldo resoplando—. No hay nadie despedido. Si por algún casual no convenzo a Torresani hoy, dormís en mi casa de Campo Sant’Agostin. Marcello, encárgate de que abran la casa y la dejen dispuesta por si acaso. Pídeselo a Maria y que te dé unas llaves. Esto que voy a decir es un compromiso de verdad, ya sabéis que no falla: si os despide, me marcho con vosotros y montamos allí la imprenta. Ahora os pido que volváis a acabar de embalar los libros y lo dejéis todo en el embarcadero como habíamos acordado. Marcello, si vuelve Andrea y os para, manda a alguien a avisarme. ¿De acuerdo? Y, esto es muy importante, prepara tres barriles con cincuenta libros cada uno, en el mismo barco, pero se quedan en el puerto de Harfleur, para París, a casa de Grolier. Y hay que hacer otro barril más para él con los títulos que ahora te doy.
Al subir a su gabinete Aldo se cruza con Maria, que lleva de la mano a Alda, lista ya para ir a la procesión de Epifanía. Aldo le pide a Maria que le dé un poco de tiempo para deshacerse de Grolier. Le causa una angustia indecible la consciencia de que sus planes para ir a Novi se derrumbarán si no encuentra modo de hacer entrar en razón a Andrea.
Aldo se encuentra en su gabinete a Grolier y Andrea riendo a mandíbula batiente. Buen indicio, eso es que Andrea ha completado la venta y la cosa ha ido bien. En cuanto Aldo toma nota de todo, Andrea aprovecha para ir a vestirse y Grolier se despide hasta la hora de la comida. Aldo lo acompaña a la puerta y de paso se llega al embarcadero. Allí comprueba que se han subido a la barcaza los libros, le entrega la nota a Marcello para el último barril de Grolier y vuelve a casa, en donde Maria, casi se olvida, lo está esperando con Alda.
Hora duodécima
Aldo camina con su hija de la mano hacia la plaza en el momento en que suenan las doce campanadas en la torre del reloj de San Marco. En la zona en que están los cabezudos una verdadera muchedumbre de niños grita. La cohorte de muñecos de grandes cabezas y sayos rojos persigue a los muchachos: hay dragones de colmillos afilados, sirenas con garras de gato y diablos que llevan el extremo de sus largos rabos negros en la mano. De vez en cuando uno alcanza a un muchacho y lo fustiga. Trompetas y tambores atruenan el lugar. Alda está muy nerviosa. No quiere acercarse a los cabezudos. Aldo se pone con ella bajo uno de los arcos del Palacio Ducal. Hay un diablo que se dirige hacia ellos, como descubre Alda enseguida, aterrorizada. Para evitarlo, Aldo enfila con ella por una calle lateral, pero el diablo, para pánico de Alda, los sigue, caminando deprisa aunque algo torpemente con su cabezota negra, sus belfos hinchados y rojizos como los de un esclavo africano y sus dos cuernos. Aldo sube en brazos a la niña, que chilla, y tomando por una bocacalle, entra en un portal y se esconde. El diablo llega a la altura del portal, mira hacia un lado y otro y entra decidido. Alda grita de nuevo, entonces el diablo se levanta la cabezota de cartón. Deja al descubierto una mucho menor pero con la misma sonrisa.
—¿Maese Manuzio?
—Sí —contesta Aldo extrañado.
—Mira, tengo un libro para ti. Iba a llevártelo esta mañana.
Saca de debajo del sayo un pequeño libro, de encuadernación tosca, y se lo entrega. Aldo lo recibe y lo abre, es una imitación manuscrita de sus ediciones en octavo, pero con una burda letra inclinada que apenas se entiende.
—Es la historia de mi vida —dice—. Es lo mejor que he escrito nunca, de eso estoy seguro. Es maravilloso, si quieres te lo cuento un poco, para que veas. Empieza cuando…
—Muy bien, muy bien —dice Aldo—. No hace falta, ya me lo leo yo con cuidado. Pero si me lo das aquí se me puede perder. Vamos a hacer una cosa: lo llevas luego a la imprenta, donde la Torre, ¿sabes dónde es?
—Sí, claro —dice el diablo.
—Le explicas a quien te abra que te he pedido yo que le entregues el libro para que se lo dé a Marcello, y no olvides dejar escrito en el primer folio tu nombre y las señas de tu casa.
—Muchas gracias.
Durante todo el tiempo, Alda ha permanecido callada, pero ahora que el diablo se ha ido, se atreve a hablar.
—¿El diablo también escribe libros? —pregunta.
—El diablo los escribe casi todos —responde Aldo.
Hora decimotercera
Las trece campanadas de la torre del reloj de San Marco lo encuentran entrando a casa con Alda de la mano. Al tiempo que ellos, entra por la puerta interior de las cocinas Maria. Cuando ve a Aldo, lo aborda para informarle de que se ha abierto la casa de Campo Sant’Agostin, los oficiales están instalados y ya ha pedido que les lleven allí la comida.
Entonces empieza a moverse la tierra. Al principio Aldo cree que es una sensación suya, pero enseguida se oye un estruendo y ve la cara de pánico de Maria, que toma a Alda en brazos y sale corriendo de la casa. La sigue y los dos se detienen en el centro de Campo San Paternian.
Cuando llegan, en realidad el terremoto ha concluido. Les ha parecido muy intenso, pero no se ven las consecuencias. Las casas a su alrededor siguen en pie. Hay algo extraño. Un silencio terrible ocupa la ciudad. Cada uno puede sentir los latidos de su corazón.
—¿Ya está? —pregunta al fin Maria.
—Espera —Aldo se siente, paradójicamente, bastante aliviado, lleva todo el día con la angustia metida en el cuerpo, y ahora piensa que era una especie de presentimiento del terremoto. Ha ocurrido y no era para tanto.
En ese momento empiezan a salir el cocinero y sus pinches de la casa, muy asustados aún. La ciudad recobra la vida, se oyen campanadas de distintas iglesias a lo lejos, y luego rompe a tocar la de San Paternian también. Pero da apenas unos tañidos y tras un estruendo ominoso se calla.
Aldo se dirige con paso apresurado a la iglesia. Cuando entra va deprisa hacia la base hexagonal del campanil. El padre Giacomo della Santa Croce yace tendido bajo la gran campana, la primera de Venecia. Hay un charco de sangre alrededor. Aldo se agacha a su lado y nota que respira. Se sienta en el suelo y con cuidado reclina la cabeza del sacerdote entre las piernas. La campana le ha aplastado medio cuerpo.
—Ánimo, padre, soy Aldo.
El padre Giacomo della Santa Croce abre un ojo que queda entornado.
—Estoy… en pecado mortal… —alcanza a decir el sacerdote.
—Confiésame tu pecado —dice Aldo en latín—, que en el nombre de Cristo, yo, cristiano, te absolveré.
El padre tiene que hacer un enorme esfuerzo para decir lo que dice luego:
—Eres un perro judío. No lo permite la Iglesia. Ve a buscar… Ve a buscar…
Aldo quisiera pensar que no ha oído bien, pero sabe lo que ha oído.
—¿Qué? —pregunta con ansiedad.
El padre Giacomo expira ruidosamente. Aldo se sume en la confusión. Al fin deja la cabeza del padre en el suelo, se levanta y sale. Solo ahora es consciente de que le duele bastante la muñeca que se ha lastimado en el episodio del robo al salir de casa de los hermanos Agostini. En la plaza se han reunido los familiares y sirvientes de la casa de la Torre.
Tras comprobar que todo el mundo está bien, sus hijos incluidos, y que Maria se ha hecho cargo de la situación, Aldo pide a dos pinches que saquen el cadáver del sacerdote de debajo de la campana. Después, entra en la casa con el cocinero y dos criados. Lo primero que hacen es apagar un fuego que se está extendiendo en la cocina. Luego recorren las habitaciones con chimenea para ver que las hogueras no han escapado de sus cubículos, y por último repasan uno a uno los muros de la vivienda. La inspección les lleva bastante tiempo. No parece que haya grietas nuevas, todo va bien, aunque se ve desorden aquí y allá. En la imprenta varias cajas han caído y los tipos se hallan revueltos por el suelo formando un texto ilegible de letras sin alinear. Es, piensa, incomprensible como la vida. No ha visto un símbolo del caos tan certero nunca, y se queda embobado mirando al suelo como si fuera una página escrita en un idioma desconocido. Entonces descubre que se han formado algunas palabras aquí y allá. Lee extrañado el texto que se le ofrece: «La… hora… es… llegada». Vuelve a mirar para intentar reconstruir el texto y confirmarlo pero no es capaz, no consigue juntar palabras por ninguna parte.
Aldo se toma un cuarto de vino en la cocina para hacer acopio de fuerzas y sale hacia Campo Sant’Agostin con el fin de comprobar que todo está en orden también allí.
Hora decimocuarta
Las catorce campanadas de la torre del reloj de San Marco lo envuelven ante un edificio derrumbado. Ni las oye, confundidas con otras que sacuden la ciudad. Hay gente removiendo los escombros, un hombre herido da traspiés gritando el nombre de una mujer. No se detiene demasiado allí, porque lo abruma la angustia de pensar que su casa de Sant’Agostin puede haberse derrumbado sobre las cabezas del grupo de artesanos. Sería horrible. Le reconcome una especie de culpabilidad ciega. Como si él los hubiera conducido a la muerte con su orden de instalarse ahí.
Empieza a argumentar buscando su exculpación. En realidad la culpa es de Andrea, que los ha despedido irracionalmente. Si no fuera por esa obstinación en impedir la salida del Lucrecio… Pero al fin se da cuenta de la absurdidad y rechaza ese tipo de pensamientos.
Por fortuna, no hay novedades en la casa de Campo Sant’ Agostin. El terremoto ha calmado los ánimos, en vez de excitarlos. Aldo informa a los operarios de que la comida llegará de dos a tres y les da la tarde libre. Le dice a Marcello que vaya a Campo San Paternian y pida veinte pintas de vino para pasar el trago. Hay una salva de gritos de aprobación.
Después sube a la planta noble. Se acerca a una mesita sobre la que hay un bargueño portátil cubierto de polvo. Saca una llave de una de las gavetas del bargueño y abre con ella su antiguo gabinete. Encima de la mesa tiene las tablas y sobre un caballete, extendidas unas encima de otras, las pieles para las sencillas encuadernaciones que le quedan por hacer. Hay varias pilas de libros encuadernados alineadas contra la pared y algunas más con los pliegos de los que no se han encuadernado. Faltan solo seis en total. Resopla. Va a tener que deshacer cuarenta y cuatro encuadernaciones. ¿Y cómo diablos va a imprimir a esas alturas tres en vitela?
Pero ahora podrá contar con la ayuda de Marcello y los demás. Le sobra tiempo con esa semana que tiene. De cualquier forma, dará las órdenes a Marcello al día siguiente.
Desde el día de la muerte de Giovanni Pico, cuando el hombre que había sido bestia y ángel, con la memoria restablecida, acabó de dictarle Sobre el amor y se despidió de él, Aldo no ha parado de trabajar en la obra. Primero tradujo los versos al latín con la ayuda de Maria, y compuso un manuscrito para la impresión con la versión griega y la latina enfrentadas. Luego reparó con sus propias manos la imprenta de Sant’Agostin, y poco a poco fue componiendo e imprimiendo las páginas de la obra, con juegos tipográficos de Griffo en desuso, que previamente había trasladado a su casa a escondidas. Compraba él mismo el papel y la tinta a papeleros con los que nunca habían trabajado. Cada día, al atardecer, después del paseo, dedicaba una hora o dos a trabajar en su gabinete. Aunque han pasado muy veloces, no dejan de ser ocho años de labores de edición, impresión y encuadernación, lentas y en soledad.
Tras cerrar su antiguo gabinete y dejar la llave donde siempre, Aldo sale hacia la Stufa, y solo en ese momento se da cuenta de que ahí también ha podido suceder alguna tragedia. De camino tiene que dar un rodeo para evitar una manzana en llamas. Varios bomberos y ciudadanos han hecho una cadena y están acarreando cubos de agua hasta el lugar. Ojalá llueva, piensa, mirando al cielo cargado de nubes.
La Stufa también está en pie, comprueba resoplando de alivio. Dentro Andrea, Jean Grolier, el librero Pietro Benzoni y Jean Picard, el encuadernador, están comiendo ya. Se disculpa ante ellos por llegar tarde.
—Estaba empezando a preocuparme —miente Andrea—, ¿qué tal todo?
—Daños menores, la casa sigue en pie —dice Aldo.
—¡Claro!, ¡qué cosas tienes!
Al final de la comida, en la que se han acordado los modos de encuadernación de las obras que ha comprado Grolier, Picard está muy contento e informa a Aldo, en un aparte, de que esta vez subirá la comisión que le da por conseguirle encuadernaciones.
Andrea pide que vayan pasando las chicas, puesto que los negocios se han terminado.
La primera que entra la acaba de comprar Andrea para Grolier, resulta evidente. No puede haber cumplido ni los doce años. Tiene la piel muy tostada y los ojos almendrados dentro de una cara que no ha perdido aún la redondez de la infancia. Debe de ser tártara o algo así, piensa Aldo, aunque no sabe cómo es un tártaro, solo ha leído de ellos. Se nota a la legua que está asustada, pero le han debido de explicar que tiene que sonreír y sonríe con una tensión que desespera a Aldo. Le cuesta un poco respirar. Necesita salir. Tiene que beberse otro cuarto de vino casi de un trago.
—Me place —dice Grolier—. Tres.
—Tres o los que quieras —dice Torresani, y los dos se unen en una carcajada.
Hora decimoquinta
La carcajada todavía resuena en los oídos de Aldo cuando escucha las quince campanadas de la torre del reloj de San Marco. Se halla sentado en el suelo, respirando profundamente, a dos manzanas de la Stufa y junto al vómito en el que ha volcado la comida entera y buena parte del vino.
Se queda dormido.
En el sueño el cuerpo de Marietta, su primera amante, se está hundiendo lento en una de las bañeras de la Stufa. El ombligo se detiene en la superficie espumosa del agua, sin llegar a sumergirse. Hay un perro al pie de la bañera, bebiendo en el charco formado por el agua que la desborda. Marietta lleva un velo dorado tapándole el rostro. Aldo alarga la mano y le quita el velo. No es el rostro de Marietta, sino el de Maria. Él no es consciente, pero en sus sueños Maria y Marietta se van relevando en la encarnación de una sola mujer. Una comienza a caminar hacia él y llega la otra. Los labios de una lo besan y es el rostro de la otra el que se separa luego del suyo. Por eso tienen el mismo nombre. Son la misma comediante, que unas veces lleva la máscara de Maria y otras la de Marietta.
Hora decimosexta
Aldo sigue durmiendo cuando suenan las dieciséis campanadas de la torre del reloj de San Marco. Llueve un poco.
Lo despierta más tarde olisqueándolo el perro que estaba en su sueño. Ya ha escampado. Mientras se levanta, el perro da cuenta de los restos del vómito que la lluvia no se ha llevado. No recuerda de lo que ha soñado más que al perro al pie de la bañera, bebiendo, pero a partir de esa imagen, poco a poco, obtiene la madeja completa del sueño, y entonces se da cuenta de que el escenario onírico es muy distinto a la sala de baños de la Stufa real, aunque igual de familiar. Comprende que eso se debe a que lleva años soñando esa escena en ese espacio ficticio.
Estoy ya, piensa, en la edad en la que uno se despierta de todos los sueños con la seguridad de que son repetidos. Acepta que posee un repertorio limitado de sueños. Es la simple repetición, concluye, lo que los convierte en pesadillas de las que no es posible escapar.
Por Carampane, las consecuencias del terremoto son peores. Lo ve cuando camina junto a casas semiderruidas, pasto de incendios que humean todavía, casi apagados por aquella lluvia providencial.
Escucha las campanadas de la torre del reloj de San Marco. Diecisiete.
Hora decimoséptima
Cuando Aldo entra en la casa de San Paternian, Maria se asusta al verlo llegar con la ropa mojada. Va a ponerse enfermo con el frío que hace. Hay, para variar, un hombre que lo espera, le advierte.
—Ha dicho que es el nuevo encargado contratado por Andrea y ha preguntado por ti. Le he pedido que pasara a tu gabinete.
Maria le da una toalla de lienzo para que se seque.
Aldo sube a su cuarto, se desnuda y se seca con la toalla. Observa en el espejo que ha perdido la peluca. Es un alivio. Se queda un rato sentado en la cama, frente a la chimenea, sin pensar en nada. Luego se pone otros calzones y otro sayo gris y sale para dirigirse al gabinete.
Cuando entra, el nuevo encargado se levanta, se presenta quitándose la gorra. Después la hace girar en sus manos. Aldo le pregunta en qué imprentas ha trabajado. En una de Milán, dice, durante un par de años, hace tres. Sabe entintar y tirar de la barra. Los libros que han pasado por sus manos son muchos. Pero así, uno en concreto, no se acuerda…, una Biblia una vez. No sabe latín. ¿Puede hacerle una pregunta a Aldo?
—Es sobre el jornal que voy a cobrar…, como al final no me lo dijo el maese Andrea…
Aldo lo mira. Piensa que se ha pasado la vida entera trabajando en cosas que no tienen que ver con libros, sino con dinero, mercado, máquinas, trabajadores más o menos engañados.
En ese momento entra Andrea. Está borracho, pero muy entero. Reconoce al nuevo encargado. Saluda. Aldo le traslada la pregunta sobre el jornal. Andrea se sienta en la silla de Aldo.
—Vamos a ver —le suelta al encargado—, ¿tú cuánto te gastas al mes?
El hombre respira hondo. Se toma su tiempo. Quizá haya comprendido que la cifra que diga la va a utilizar Torresani para proponerle su jornal.
—Me gasto unos dos ducados.
Le ha temblado la voz al decirlo. Se nota que no ha visto brillar un ducado en su vida.
—Pues ahora ya no te los vas a poder gastar —responde inmediatamente Torresani—, porque vas a estar aquí trabajando el día entero, y comes y duermes a mi cuenta. Dos ducados que te ahorras, y veinte sueldos que te doy yo, de los gruesos: casi tres ducados que te llevas al mes. ¡Enhorabuena!
El otro se queda alelado.
—Es verdad —exclama al fin.
—Oye, ¿puedes perdonarnos un momento? —concluye Andrea—. Bájate a la imprenta y echa un vistazo para ver si encuentras todo a tu gusto. Tengo que hablar con Aldo, ¿sabes? Hay cosas importantes que deberíamos resolver ya. ¡No llegamos con los libros! Te harás una idea…
El nuevo encargado se levanta, va hacia la puerta, abre, se vuelve como para preguntar algo, pero se arrepiente.
—Hasta ahora —dice.
Sale y cierra la puerta.
—No va a ser capaz de encontrar la imprenta —comenta Aldo.
—Bueno, pues que se pierda. Así aprende —acepta Andrea—. Pero vamos a lo importante. Dime, ¿qué te parece el muchacho?, ¿eh?
—Un inútil —responde Aldo.
—Eso es. Justo lo que necesitamos —afirma Andrea levantándose y paseando nervioso—. Estoy harto de sabios incapaces de hacer lo que se les pide sin protestar. No me gustan las cofradías en los talleres: se acabó. Necesito a gente sin problemas. Que haya que hablarles despacio, vale, pero, por Dios, que no se empeñen en hacer justo lo contrario de lo que se les dice. Necesito menestrales optimistas y con el único objetivo de ganar dinero. Capaces de empujarse entre sí para conseguir mejorar.
Aldo está buscando una excusa para largarse.
—Bueno, ahora vamos a hablar tú y yo, Aldo —continúa Andrea—. Dime qué es eso del libro de Epicuro.
Aldo siente una punzada de tensión en la espalda, pero enseguida se relaja. Grolier ya le ha contado todo a Andrea. Explica tranquilamente cómo recibió el libro y por qué ha decidido publicarlo. Andrea escucha en silencio. Aldo se sorprende de que sea Andrea el que está nervioso.
—No puede ser —protesta Andrea—. ¿Cómo imprimes un libro sin que yo me entere? ¿Cómo no me ha dicho nada Gian Francesco?
—Tu hijo no tiene ni idea de esto, Andrea. Nunca lo habría puesto a hacer nada a tus espaldas. Tú no lo aprecias, pero es un impresor magnífico. Y no me preguntes cómo he hecho el libro de Epicuro ni dónde están las copias. Los gastos han sido todos de mi bolsa, y ni uno solo de la imprenta ha trabajado en eso.
—¿Seguro? ¿Ninguno? ¿Ni siquiera Marcello?
—Ni siquiera Marcello. Nadie sabía nada. Solo Grolier hoy, que me ha arrancado la verdad. Soy un imbécil. Por eso te has enterado.
—Pobre Marcello —dice de pronto Andrea, agachando la cabeza y enjugándose los lacrimales de los ojos con dos dedos.
Aldo no sabe bien a qué se refiere.
—No te preocupes —le dice—. Seguirá trabajando para ti.
Andrea da un suspiro, se levanta y pasea por la habitación.
—Cuando Grolier me ha dicho lo que me ha dicho —confiesa ahora Torresani—, he hablado con Gian Francesco. Y como él decía que no sabía nada, me he imaginado eso, que habrías hecho tú el libro en Sant’Agostin.
Aldo empieza a sentir la angustia.
—Ese Epicuro tiene mala fama. Grolier me ha puesto al día. Algo así no se puede imprimir sin riesgo de excomunión, Aldo, y tú sabes lo que es eso: ni siquiera con este León X, que está hecho todo un lameculos y mecenas de pintacuervos y letrados. Menos mal que tienes cerca a quien te quiere.
Aldo está paralizado. Torresani coge aire antes de seguir.
—Así que me he ido a Sant’Agostin con una patrulla de Señores de la Noche. No podía imaginarme que tuvieras ahí a toda la tropa, ¡mierda! Se han hecho los héroes. ¿Te lo puedes creer? Te lo he dicho mil veces: cuando las cofradías se te meten en el taller ya no hay control. Y estos estúpidos ignorantes… ¡Con los Señores de la Noche no se juega! Marcello… Marcello, el muy imbécil… ¡Pobre muchacho!
Aldo mira aterrorizado cómo Torresani deja escapar un sollozo.
—No se puede provocar a esos guardias, de verdad. Se han visto obligados a entrar por la fuerza. No te voy a ahorrar nada, Aldo. Todo esto lo has provocado tú con tu inconsciencia. ¡Seis muertos!, ¿te parece suficiente? ¡No! —le grita al verlo levantarse—. ¿Adónde se supone que vas? Ya no hay nadie allí.
Aldo vuelve a sentarse.
—Por lo menos se acabó el problema de los libros de Epicuro —se consuela Andrea—. Hemos echado abajo la puerta de tu gabinete. Están todos en el fondo del canal, junto al resto de libros y papeles que había por allí, para no dejarte tentaciones de volver a empezar.
Aldo se levanta y mira por la ventana. La plaza está oscura y en silencio. Le duele todo el cuerpo. No puede pensar en los muertos. No piensa en Sobre el amor, el libro con el que iba a cambiar el mundo. Piensa solo en su correspondencia, o en sus poemas sin acabar, que se habrán perdido en el asalto. Tiene ganas de vomitar otra vez.
—Yo… —dice cuando recupera el habla— me voy. Dimito.
Andrea se da la vuelta. Observa a Aldo guiñando los ojos.
—¿Qué estás diciendo?
—Que se acabó —afirma Aldo.
—No puedes irte. Me debes mucho dinero.
—Pues decide la cifra que te debo y te la devolveré.
—Me debes la sangre, Aldo. Yo te lo he dado todo, una casa, a mi hija…
—Pues pon también la cantidad de sangre que te debo y te la devuelvo. Cualquier deuda tiene una forma de pago.
—¿Quieres independizarte, verdad? Ahora que te he enseñado el negocio, quieres quedarte con los clientes. ¿Es eso? Quieres abrir tu propia imprenta y arrebatarme lo que es mío. ¿Eso quieres?
—Estoy dispuesto a no volver a imprimir nada más. Me voy de Venecia. Lo único que quiero es dejar de trabajar contigo. Alejarme de ti y de tu casa.
Pero eso ya no tiene importancia, piensa al salir. No tiene importancia.
Hora decimoctava
Cuando suenan las dieciocho campanadas de la torre del reloj de San Marco, Aldo está bajando las escaleras de la casa de Campo San Paternian. Se cruza con el pequeño Manuzio Marco, que iba a su gabinete a buscarlo. Manuzio tiene ya nueve años. Necesita, dice, que Aldo le explique unas cosas de lengua latina. Aldo se muestra encantado, por un momento se le olvida el cansancio. Acompaña a su hijo evocando los tiempos en que era maestro. El pequeño Manuzio entra con él en la salita donde estudia con su maestro, abre su cartapacio, mueve los papeles. Aldo se queda allí explicándole el significado de distintas frases hechas latinas. En cierta ocasión se da cuenta de que el pequeño Manuzio no responde. Aldo comprueba que se ha quedado dormido en la silla en la que está sentado, en una postura rara.
Además de la muñeca, le duele el pecho y tose bastante. No sabe muy bien qué hora es, pero las campanadas de la torre del reloj de San Marco lo sorprenden. ¿No acababa de oírlas? ¿Quizá lleva una hora hablando con su hijo dormido? Sigue con la mente las campanadas, aunque es posible que haya perdido la cuenta. ¿Dieciocho?
Hora decimonovena
Aldo sube las escaleras con Manuzio en brazos y se dirige al cuarto contiguo al de Maria, en donde duermen los niños. Maria ya ha acostado a Alda y está arropando al pequeño Paolo, que solo tiene tres años. Antonio también se ha acostado. Solo falta Letizia, la gemela de Alda. Desde que Letizia murió Aldo siempre ve a su hermana demasiado sola.
Por petición de Alda, Maria está contándole un cuento improvisado, como otras veces. En el cuento hay una niña que se llama Alda y sigue a un caballo blanco. Maria continúa el cuento llenándolo de repeticiones, como le gusta a Alda. Va enumerando los sitios por donde pasan el caballo blanco y, tras él, siguiéndolo, la niña: un jardín con una fuente, una montaña con un árbol muy verde, un río que el caballo y la niña cruzan nadando…
Aldo se acuerda de cuando trajeron a Letizia muerta. Un hombre la había atropellado con un carro. La recogió una mujer que la conocía y la trajo en brazos a la casa. Alda venía caminando detrás de la mujer, muy seria pero tranquila.
«¡Se ha muerto! ¡Está muerta!», decía la señora a gritos. Entonces Alda se detuvo ante su padre y lo miró gravemente. «No pasa nada —dijo—. Mañana se despierta».
El caballo blanco del cuento llega al mar. La niña que lo sigue nunca ha visto el mar, y la alegría que le da verlo, con el caballo blanco galopando por la playa anuncia el final del cuento, que concluye con una imagen sorprendente para Aldo: el caballo, que bebe agua en la orilla del mar, mientras la muchacha le acaricia el cuello.
Aldo no cree que sea posible que un caballo beba agua de mar. ¿O sí? A los caballos les gusta la sal. ¿A quién podría preguntarle? En Venecia tienen mucho mar, pero no saben nada de caballos. De cualquier forma, piensa, solo la literatura puede añadir imágenes a las que da la naturaleza, por primera vez en su vida ha visto, oyendo el relato de Maria, la imagen insólita de una muchacha abrevando un caballo en el mar, con la espuma de las olas cabrilleando entre el caballo y la niña.
Cuando murió Letizia, Maria estuvo llorando toda la noche. Aldo no pudo llorar. Ahora el llanto lo llama y tampoco puede. Hay algo pendiente, sin aplazamiento posible. Aunque antes necesita beber un poco de vino.
Pasa por la cocina y se calienta un cuartillo. Lo bebe sentado, contemplando al cocinero, que está disponiendo lo necesario para la cena de los oficiales. Aldo le avisa de que cree que en ese momento no hay nadie de la imprenta en casa. El cocinero lo sabe. Maria le ha encargado que lleve la cena a Campo de Sant’Agostin. Aldo balbucea antes de conseguir decirle que allí tampoco encontrará a nadie. El cocinero se queda un rato mirándolo. Luego se da la vuelta, mira el guiso en la caldera, con los brazos en jarras, inmóvil durante bastante tiempo.
Entonces llaman a la puerta. Es Aldo mismo el que va a abrir. Se trata de un peregrino, un vagabundo, que se queda allí plantado, sin decir nada. Aldo le pide que pase y que se siente a comer algo. Pero él sigue ahí, mirándolo, igual de inmóvil que el cocinero.
—No me reconoces —dice en griego.
Extrañado, Aldo lo mira bien. Y descubre tras las barbas el rostro de su viejo amigo.
—¿Dónde te habías metido, Trismegisto? —dice—. ¿Acaso se te había tragado la tierra y el terremoto te ha escupido?
—He estado viajando por ahí —contesta él—. Pero las cosas no me han ido muy bien.
—Pasa y quédate con nosotros —le indica Aldo—. Aunque hayamos cambiado de casa, todo sigue más o menos igual. Eres muy bienvenido.
Trismegisto pasa y se derrumba sobre una silla. Quiere sonreír, pero está apesadumbrado. Mientras Aldo le calienta vino, cuenta que peregrinó a Jerusalén. Lo hicieron prisionero a su regreso, en Macedonia: unos bandidos turcos, que lo vendieron en Alejandría a unos beduinos. Después de algunos años de esclavitud en Libia, fue revendido en Alejandría a un mercader veneciano al que hicieron creer que era moro. Al llegar a Venecia se confesó cristiano y veneciano de adopción, así que ha conseguido la libertad, pese a los esfuerzos del mercader. Hace un rato. Como en Sant’Agostin no había nadie, ha venido aquí.
Cuando acaba el vino, Aldo habla con la mujer del cocinero para que disponga una cama para Trismegisto en el piso alto, y le pide también que avise a Maria para que baje a recibirlo. Se despide de él y sale a la calle. Se dirige a casa de Santo, que no vive muy lejos de Campo San Paternian.
Santo se disponía a cenar y le ofrece que comparta con él la cena. Aldo agradece y rechaza la invitación, pero pide un cuarto de vino. Santo se preocupa por el aspecto de Aldo. Él le dice que se encuentra bien, aunque se ha destemplado un poco con la lluvia de la tarde. Viene a pedirle que lo ayude a redactar el testamento. Santo pone rostro serio.
Santo pide a uno de sus colaboradores que vaya a buscar a un notario. Suben a su gabinete con vino para los dos. Aldo dicta el testamento y Santo escribe. De vez en cuando hace un comentario y Aldo corrige o matiza el párrafo que acaba de pronunciar.
En cierto momento Aldo le consulta a Santo la conveniencia de incluir al pequeño Manuzio Marco como hijo. El hecho de que no sea hijo de Aldo, sino del propio Santo, ¿podría posibilitar que alguien denunciara el testamento y lo anulara?
Santo le propone que haga figurar en el testamento a Manuzio Marco como un hijo más y luego redacte otro documento en el que reconozca su paternidad de Manuzio Marco, detalle la herencia que le corresponde a él y especifique que el documento se elabora con el fin de que quede clara su voluntad testamentaria en el caso de que surja cualquier denuncia. A Aldo le complace esa solución.
Las veinte campanadas suenan en la torre del reloj de San Marco mientras ambos charlan placenteramente sobre el pequeño Manuzio, que cada vez se parece más a Santo, pero que tiene gestos que ha tomado de Aldo. Para Santo, es el testimonio de un tiempo de absoluta felicidad.
—Cuando Maria se fue a Novi —dice de pronto Santo— y supe que la había perdido, pensé que me iba a morir.
Hora vigésima
Llega el notario y Santo lee en voz alta el testamento y el documento complementario. Los tres firman en los papeles. El notario se despide y se va. Santo se ofrece a acompañar a Aldo a casa. Él lo rechaza, y entonces le cuenta a Santo que de pequeño quería ser como el censor romano Catón el Joven, al que admiraba, no recuerda muy bien por qué. Aunque su admiración se desvaneció cuando se enteró de cómo había muerto: se había lanzado sobre su espada después de perder una batalla en la que se jugaba su honor. Pero la herida lo había dejado inconsciente sin llegar a matarlo, así que sus enemigos lo curaron cosiéndosela. Cuando despertó, Catón se arrancó los vendajes, descosió la herida y se sacó las entrañas con las propias manos, logrando morir al fin.
Santo lo mira un poco asustado.
Aldo sale de la casa de Santo tras despedirse de él. Hace como si no se diera cuenta de que Santo ha salido también y lo sigue a distancia prudencial, hasta que llega al caserón de la Torre.
Cuando Aldo entra en su habitación. Maria lo está esperando, y eso le produce una intensa alegría, aunque nota también que se le está desatando el nudo que contenía su tristeza. Se sienta en la cama junto a su esposa. Le dice que le duele el recuerdo de su hija Letizia, y le pide permiso para llorar por ella, lo único que le queda pendiente ese día.
Hora vigésima primera
A Aldo lo abrazan las veintiuna campanadas de la torre del reloj de San Marco. Está llorando sobre el regazo de su mujer. Ya no lo recuerda, pero en la noche pasada ha soñado con ese llanto. Lo necesitaba.
Al fin deja de llorar. Se siente aliviado. Nota que ni siquiera le duele la muñeca, y lleva un rato sin toser. Se levanta, se desnuda y se mete en la cama. Recostado sobre la almohada comienza a hablar.
Maria escucha aterrorizada el relato que hace Aldo de lo que ha ocurrido en la casa de Sant’Agostin. Luego intenta reponerse. Se esfuerza en hacerle comprender que no puede considerarse responsable de eso.
Aldo le cuenta a Maria que la muerte de varios de los menestrales le impide lamentarse de la destrucción de Sobre el amor, de todo el trabajo que ha hecho a lo largo de los últimos años. Lo peor de su fracaso es que ha descubierto que todo habría sido inútil. Ella tenía razón. Los letrados dominan el mundo. ¿Por qué iban a querer cambiarlo? El sueño que le hizo venir a Venecia no es más que eso: un sueño sin demasiada conexión con la realidad. La ruta del libro, dice, no lleva a ningún lugar nuevo. La ruta del libro lleva al mismo lugar al que llevaban la ruta de las especias y de la seda: al mercado de Venecia.
Le informa también de que al día siguiente no se levantará. Creía que la muerte iba a costarle un tremendo esfuerzo, pero no es así. La está viendo venir y le parece todo sencillo y natural. Epicuro tenía razón. La muerte no es nada porque cuando ella llegue Aldo ya no estará.
Tras un rato de silencio, Aldo delira un poco. Habla del Jardín de Epicuro y de la villa en Novi.
—Descansa, Aldo —dice Maria entonces mirándolo—. El Jardín de Epicuro está donde estemos. Solo hace falta mirar bien alrededor para verlo.
—Tú también tienes el libro en la memoria —le dice él sin escuchar—. Prométeme que harás una copia y la dejarás entre otros libros en alguna biblioteca perdida. Una copia basta, si el azar o la necesidad quieren que sobreviva.
—Te lo prometo —dice ella.
Poco después Aldo está dormido. Maria lo arropa, se desnuda y se tumba a su lado. De pronto él abre los ojos.
—Lo sabio no es sabiduría —exclama.
Ella le ofrece su pecho para que apoye la cabeza. Aldo se queda profundamente dormido. Y cuando acaben de sonar las veintidós campanadas de la torre del reloj de San Marco, se dormirá Maria también.
Oración fúnebre de Raffaele Regio
Queridos hermanos, hoy nos hemos reunido en esta iglesia de San Paternian para celebrar juntos la muerte de nuestro amigo el gran impresor Aldo Pio Manuzio Romano, sucedida hace apenas unas horas. A sus amigos nos reconforta saber que, como cualquier persona sensata de nuestro tiempo, Aldo supo que iba a morir unos días antes de que ocurriera y pudo recibir tranquilo y sin temores a la que no perdona. Su alma es ya como esta hoja volandera, que Andrea Torresani, socio, suegro y amigo de nuestro malogrado Aldo, me ha pedido que os lea antes de empezar, aunque la mayoría la habéis leído, porque la hojita lleva la mañana entera repartiéndose así por el Infierno como por el Paraíso.
Leo el volante, el primero que se imprime en casa de Aldo sin Aldo en su casa. Está escrito en romance:
Todos los libros que se expondrán hoy en la iglesia de San Paternian, en el funeral de Aldo Pio Manuzio, rodeando su cuerpo, están a la venta en la casa de Andrea, pared con pared con la iglesia. Como cualquiera puede comprobar, se trata de un catálogo muy importante. En sus veinte años de actividad impresora, Aldo ha dado a la cristiandad ciento treinta y dos libros, setenta y tres de ellos antiguos, de entre los que treinta y nueve son griegos y treinta y cuatro latinos. Hay también libros contemporáneos, ocho en vulgar, y veinte más entre los griegos y los latinos. Por último, dieciocho son manuales de lengua, doce en griego y seis en latín.
Hay que decir, además, que el corpus aumentará en los próximos meses, puesto que la muerte ha sorprendido a Aldo en plena faena, como suele decirse.
Quienes quieran comprar cualquiera de estos libros, al terminar la ceremonia pueden pasarse por la casa de Andrea Torresani, entrando por la puerta señalada por la marca de la Torre. Los precios se pueden consultar en el catálogo impreso que hay en esa misma puerta.
Hasta ahí el volante. Muchas gracias.
Por mi parte, aunque no me creo capaz, quisiera ser rápido e intenso para emular mi amistad, rápida e intensa, con Aldo Manuzio, e imagino que también la de aquellos de vosotros que, habiéndolo conocido aquí, os hayáis sentido sus amigos. Porque Aldo ha pasado por Venecia de una forma extraña. Llegó mayor, así que aunque se va viejo a muchos nos parece una muerte prematura. Engaños de la vida.
La vida nos proporciona demasiados engaños. Uno de ellos lo he sentido yo hace unas horas, cuando me han comunicado que Aldo había muerto. No puede ser, he dicho. No es posible: hace unos días lo vi y me tomé un cuarto de vino junto a él. Eso es lo que he pensado, como habréis hecho los que lo hayáis visto últimamente. Es un engaño singular de la vida, hacernos creer que alguien puede adquirir una suerte de inmunidad ante la muerte durante un tiempo por el simple hecho de que lo veamos nosotros.
Después de pensar esa tontería, he meditado un poco, y lo cierto es que la muerte de nuestro querido Aldo no me ha resultado entonces tan insólita. De hecho, he recordado que, en lo que fue nuestro último encuentro, pensé de un modo difuso que Aldo no podía durar mucho en pie. Me pareció como uno de esos viejos que caminan por el mercado arrastrando una cesta con una carga excesiva, y que comienzan a tambalearse ante nuestros ojos. Y aunque no quise darle más vueltas a mi intuición funesta, hoy he sabido, al leer la hoja volandera que promociona los libros de Aldo el día de su muerte, como vosotros, en qué consistía esa carga excesiva. Y de eso quería hablaros ahora.
Quizá alguno de vosotros recuerde al rey etrusco Mezencio, del que sabemos que se enfrentó varias veces a Eneas. Pero este Mezencio no alcanzó fama inmortal por sus batallas sino por su imaginación para dar suplicio a los prisioneros, como nos recuerda Virgilio en el libro octavo de la Eneida.
Mezencio ataba a cada uno de sus prisioneros a un cadáver, las bocas unidas, para que los alcanzara en vida la corrupción de la carne, transmitida poco a poco al vivo por la podredumbre del muerto.
No se puede imaginar una forma más refinada de tortura, ¿verdad?
Hoy he entendido que Aldo, desde que llegó a Venecia, era un hombre atado a un cadáver, ese y no otro era el peso que lo vencía cuando pude compartir con él uno de sus últimos cuartos de vino.
No, no os preocupéis porque Torresani vaya a ofenderse al oírme, puesto que todos sospecháis ya el nombre del cadáver al que ha estado atado Aldo. Hace tiempo que descubrí que él no entiende una sola palabra de latín, por más que parezca increíble en un impresor de libros principalmente latinos. Juzgad ahora el tamaño de su genialidad: es portentoso. Así que, aunque ha comprendido que estoy hablando de él al oír su nombre y por vuestras miradas, piensa que estoy diciendo palabras de consuelo, como sería lo más natural, y por eso pone cara de tristeza y no de indignación. Podéis creerme si os digo que en realidad está calculando cuánto puede ganar si cada uno de los presentes compra un libro en su casa al acabar la ceremonia. Ya nos habrá contado y recontado.
En fin, eso es lo que quería añadir al mensaje principal, que os recuerdo: cuanto veis aquí está en venta, menos el pobre Aldo, que ya ha sido vendido y cobrado. Acordaos de él. Como muchos otros adoradores de las Gracias en estos tiempos, como cualquiera de nosotros, Aldo acabó abandonado de ellas y postrado ante el altar de Mammón, el dios de los esclavos del dinero. Vendió la manzana que las Gracias le daban por unas monedas. De cualquier forma, por lo que vi en él en nuestro último encuentro, quizá se dio cuenta y aceptó el error antes de morir. Sería más que suficiente. Es posible que la mayoría, que somos como él, no lo consigamos.
De cualquier modo, y puesto que estas palabras son para su memoria, hay que decir que, si bien los libros que lo rodean no son buenos, por estar hechos más festina que lente, con ese agobio paralizante de los que trabajan para engrosar fortunas de otros…, si bien estos libros no son tampoco baratos en absoluto, el gran Manuzio consiguió al menos hacer muchos libros, como hemos sabido por la hoja volandera. Baste una hazaña como esa en los malos tiempos que corren para tenerlo en nuestras oraciones.
Corred vosotros a comprarlos, entonces, para mayor gloria de Andrea Torresani, y descanse Aldo Manuzio en paz, de una vez.