El dios de las puertas
Yo nací cuando me estrellé con la verdad. Ponlo, Aldo. Me parieron en Asola, pero mi nacimiento fue en Venecia. Lambertina, mi mujer, se plantó ese día en la librería de Campo San Paternian sin avisar, recién venida de Asola. Traía en brazos a nuestro tercer vástago, la pequeña Maria. La duda la atormentaba. Había estado hurgando en mis libros, y había leído en los colofones, con su poco de latín aprendido en tiempos de novicia rural: Hecho en casa de Andrea Asolano, Hecho en casa de Andrea Asolano… Y como yo nunca le había contado que tenía una imprenta… Llevaba totalmente separadas la carrera en el mundo de las telas y la carrera en el mundo de los libros. Y a ella solo le contaba que me marchaba al telar de Terraferma.
—¿Está Andrea Torresani? —preguntó.
Había localizado la imprenta preguntando a unos y otros.
—Está en casa —le contestó el que anduviera por ahí.
—¿En casa?
Claro, ella no se podía imaginar que tenía casa en Venecia.
—Sí, arriba. Hay que entrar por las cocinas, saliendo a la izquierda, al doblar la esquina.
Cuando llegó ante la puerta, tomó la aldaba y empezó a golpear como si quisiera echarla abajo. Dio la mala suerte de que andaba yo por las cocinas.
—¡Lambertina!, ¡y Maria! —le dije—. ¡Qué alegría, querida! Pero ¿qué haces ahí pasmada?, ¡no te quedes en la puerta, boba! ¡Pasa, pasa!
Y justo al tiempo, por el otro extremo de la cocina, entraba mi amante Margherita. Llevaba de la mano a Giacoma, la hija que había tenido conmigo hacía siete años, para ella la tercera también, porque contaba otros dos de su matrimonio con el distribuidor Pietro Ugleimer.
—¡Mira, Margherita —le dije—, quién ha venido a vernos! ¡Esta es mi querida Lambertina, mi mujer, y la pequeña Lucrezia, mi hija del alma!
Al verlas a las dos aferradas a sus niñas, mirándose, rígidas como mascarones de barcos a punto de embestirse, se me removieron las entrañas. Entonces me di cuenta de lo mucho que se parecían, pese a ser una italiana y la otra alemana: los labios carnosos, el cabello erizado, el mentón pensativo… Eso lo explica todo, me dije. Se trata de la misma mujer. ¿Cómo habría podido nadie evitar la catástrofe, Aldo, si eran caras de una misma moneda?
Lambertina fue la que peor se lo tomó. Bueno, Margherita también, a su manera. Si no llega a ser por el padre Giacomo della Santa Croce, el confesor de Lambertina, no sé qué habría sido de mí. Yo lo conocía de Asola, viejo compañero de juegos. Vino desde allí a mediar, y lo que quería era quedarse. Como yo tenía asumido que la cosa me iba a costar una fortuna, logró que todo fuera como la seda. Al final Margherita decidió marcharse a su tierra, para mi dolor, amenazada por su propio confesor, sobre el que no encontré manera de influir. «La bigamia», le dijo, «aquí se paga con la horca».
Quería mucho a Margherita. La quería como a Lambertina, y con eso está todo dicho. ¿Qué habría sido de mí sin ellas? Me emociono, ¿lo ves? Lambertina ha tenido mucha paciencia conmigo. He escrito ya el epitafio para cuando muera, Dios no lo quiera: «Lambertina, la mejor esposa y castísima, con la cual vivió sin queja tantos años —y aquí pongo los que llevemos en el momento—. Firmado: Andreas Turrisanus Asolanus, instaurador del arte de los libros», y luego la fecha. Me lo sé de memoria, ya ves. «Sin queja», ¿eh, Aldo? Casi treinta y cinco años casados y no tengo ni una sola queja contra esta mujer.
Ni contra Margherita.
A veces pienso que nunca debería haber dejado Asola, que hubiera sido más feliz. Ahora es fácil decirlo, pero entonces…
—¿Qué quieres hacer? —me preguntó mi padre un día.
Yo tenía ya veinte años. No lo dudé ni un instante:
—Quiero un telar. Quiero hacer ropa y venderla.
Él mismo me había llevado cuando era un niño al telar de Jacopo Battagli, una fábrica en un río de Terraferma, con su molino de agua y su batán. Un telar no es como cualquier taller artesanal. Allí no había familiares, sino obreros, sirvientes y esclavos, hombres y mujeres. Y el dueño trataba a todos con una mezcla delicada de autoridad y cariño que me deslumbró.
Pero Jacopo no tuvo hijos varones. Y cuando yo ya me convertí en un joven que quería realizar sus sueños infantiles, el telar se apagaba.
—¿Cuánto tiempo de caminar erguido crees que te quedará, Jacopo? —le preguntó mi padre conmigo delante.
—Con suerte cinco años y hasta más.
Mi padre le pasó el brazo por los hombros a Jacopo como si se estuvieran riendo los dos, en vez de él solo.
—Qué gracia tienes, condenado. Vale. ¡Cinco años! ¿Y quién crees que va a llevar todo esto después de ti?
—Pues ya me gustaría saberlo, ya —concedió el otro bajando la cabeza.
—Claro. Óyeme. ¿Y tú te haces una idea de cuánto tienes que proveer para casar a tus hijas?
—Una locura —dijo—. De quinientos ducados no baja ya la dote.
Mi padre dejó de reírse entonces.
—¿Quinientos ducados? Venga, Jacopo, no me fastidies. ¿Pero tú en qué mundo vives? Te has quedado encerrado en el telar como un monje. Ahora si no pones mil ducados sobre la mesa, a la niña es que ni te la miran. Hombre, ¡tú te estás jugando tu patrimonio! Te veo en la indigencia, Jacopo, hazme el favor.
No fue necesario mucho más:
—Porque somos paisanos y porque mi hijo se ha encaprichado con el telar, te voy a ayudar a ensartar dos pájaros de un flechazo. Casamos a mi Andrea con tu Lambertina, con la dote que tengas pensada, si quieres solo quinientos pues solo quinientos, y luego le das a él las riendas del oficio.
A la semana de la boda me despedí de mi querida Lambertina y me instalé en el telar de su padre en Terraferma. Aprendí el oficio trabajando codo con codo con mi suegro, y luego me libré de él. Fíjate si estaría en declive el hombre, que apenas duró unos meses retirado.
Hacer ropa me llevaba un trabajo enorme, y enseguida vi que en telas el mercado bueno era el de segunda mano. ¿Tú sabes lo que pagan por una libra de jirones de camisa los papeleros, Aldo? No, claro, tú eres un erudito. Pues que sepas que la camisa blanca usada es la base de la literatura. Sin ella no daríamos gloria a los estados imprimiendo las sandeces de sus escritores.
Empecé a reclutar traperos. Y tuve la suerte de arrancar en un año de pésima cosecha. Llegaban los campesinos a Venecia huyendo de la hambruna, dispuestos a convertirse en picadillo para salchichas. El primero al que contraté fue Marcello, ese al que se le murió la madre el día en que nos conocimos, ¿te acuerdas? Un niño por entonces. Fue una operación con toda su familia. Venían del campo. Alquilé una casa y le subarrendé a su padre, por la mitad, una habitación de la casa, lo que llamamos un establo, para que se instalara con toda la familia.
—Tú te vas por las calles —le dije—, y pides por caridad trapos y camisas viejas, lo que sea, para abrigar a tus hijos. Y luego me separas la blanca y la de color, y yo te lo pago. Más por la libra de blanca, ya te aviso.
Le pareció que le había regalado la piedra filosofal: dinero por nada. Yo luego le pagaba un poco menos de lo que le cobraba por el establo. Y cuando la deuda creció lo suficiente, en vez de sacarlo a patadas me senté con él y con su hijo Marcello.
—Algo estáis haciendo mal —les decía—. Así no podéis seguir. Tenéis que encontrar una solución.
Los defensores del látigo están equivocados. Vale mucho más tener cariño y comprensión. Ellos lo agradecen y no se lo piensan: se lanzan las familias enteras a recoger trapos y te llenan el almacén. Y luego les explicas que la propia abundancia de trapo hace que baje de precio.
En fin: tras la familia de Marcello hubo otra y luego otra. Me salían seis establos por piso. Cinco pisos, treinta y cinco establos por casa. Y un negocio lleva a otro. Empecé a comprar casas en vez de alquilarlas. Las compraba viejas, alquilaba los establos, y cuando me las quemaban, con esa manía de hacer fuego donde no hay chimenea, las reconstruía con chimenea y todas las comodidades, y las volvía a alquilar a mayor precio. Hay zonas enteras de Cannaregio que las he rehabilitado yo solito. Es el único modo de levantar la República.
Pero la pregunta me corroía: si yo lo tomo del árbol y al venderlo lleno la bolsa, ¿cuánto se llevará el que prefiere pagarlo a recolectarlo? No había más cuenta que echar. Así me fui acercando a la imprenta.
Me senté a hablar con los hermanos Agostini, que hacían en Fabriano el mejor papel de la cristiandad, Aldo: ¡ese folio algodonado, con la filigrana del ancla en su cerco! Pura piel de culo de infante para imprimir.
—¿Y quién os compra tanto papel como tenéis aquí? —les pregunté.
Todavía no sonreían sin parar. No tenían aún el banco.
—Como embalaje, y también los papeleros de los escribas. Y sobre todo muchos impresores —me dijo Pietro, serio.
—Muchos —añadió Alvise, grave—. Pero el que más compra es el francés, Nicolas Jenson.
No era la primera vez que me hablaban de los escribas mecánicos que amontonaban libros de cien en cien, un negocio en ebullición en las islas. Alemanes que venían a instalarse en el punto de inicio de distribución por Europa, al final de la ruta de la seda y las especias. Me puse a husmear y encontré… ¡cincuenta casas impresoras en Venecia! Dos enormes, escupiendo libros repetidos sin parar. El Senado sabía que ahí había dinero. Redujo impuestos a cambio de cohechos y desplegó su habilidad para abaratar el paso de los libros por aduanas en tierras estratégicas en su distribución por Europa. Los alemanes venían en oleadas a instalar sus máquinas.
Conseguí una cita con Nicolas Jenson, le dije que quería aprender su oficio y le ofrecí invertir a cambio algo de dinero en su empresa.
En vez de contestarme, me miró con una sonrisa compasiva, tomó uno de los muchos libros que había encima de su mesa y me lo entregó.
—A ver lo que sabes de libros. Háblame de este.
Me vi perdido. Era un ejemplar enorme y pesado, de cientos de hojas. Así que para ganar tiempo lo abrí por cualquier parte, poniendo el semblante adusto que utilizaba al examinar un paño delante de un comprador. Entonces recordé el gesto que de niño le veía hacer a mi maestro ante lo que llamaba él un buen libro. Me acerqué a la cara el mamotreto, puse los ojos en blanco como can ante perra en celo, inspiré profundamente y lancé un gemido de gozo.
¿Te acuerdas, Aldo? Tú hiciste lo mismo el día que nos conocimos. Por eso me fijé en ti.
—Estás aceptado en mi casa —me soltó Jenson al final de mi pequeña representación—, puedes empezar mañana.
Pensé que se trataba de una burla, pero no me atreví a objetar nada. Lanzó una carcajada ante mi desconcierto.
—Si tienes buena nariz, un libro de papel huele fatal: al lino o al cáñamo podrido y seco de la pulpa, y a la peste del plomo y los venenos de la tinta. Los libros que nos huelen bien son de pergamino, que huelen a cordero o ternera, y los hombres pertenecemos a una manada carnívora. Un impresor es también un vendedor en un mercado imposible, con más libros de los que se pueden vender. Nuestro trabajo consiste en encontrar mentiras vendedoras, y parece que a ti mentir se te da bastante bien.
Me cago en las Tres Madres Santísimas de Belcebú: el tal Jenson me había desarmado de un solo golpe, esa fue su primera lección.
Jenson, el Príncipe de las Imprentas, como se hacía llamar, presumía de haber sido el verdadero inventor del arte de escribir mecánicamente. Eso decía. La ficción principal del catálogo de Jenson era la leyenda de su propia vida, que rodeó de misterio. Gutenberg, el maestro orfebre para cuyo taller trabajó de aprendiz en Maguncia, le había arrebatado la gloria aprovechándose de su inocencia, decía. ¿Qué era Gutenberg? Un orfebre que no ejercía. Su valor residía en su ilimitada capacidad para enredar a todos. Su primer negocio de impresión no fue con la imprenta mecánica. Ideó la impresión mágica.
Has oído bien, Aldo. Mágica. La impresión con espejos azogados.
En los espejos se imprime, aunque sea solo por un instante, la imagen de los objetos que les enfrentamos, concédemelo. Pues Gutenberg fabricó una gran cantidad de pequeños espejos, con su marco metálico y todo, y liaba a los peregrinos que van a la catedral de Aquisgrán a ver el sepulcro de Carlomagno para que se los prendieran en el sombrero. Allí iban reflejándose una tras otra las imágenes de las reliquias ante las que se postraban. Y a su regreso colgaban los espejos en casa para que la huella de las reliquias, invisible pero indeleble, llegara a familiares y visitantes.
Pronto, llevar un espejo en el sombrero se convirtió en moda de los peregrinos en las ciudades del Rin. Espejos que atesoraban los lugares sagrados, enteros y minuciosos, con las santas reliquias removidas de sus tumbas: las varias cabezas del Bautista, las abundantes tetas de santa Águeda, los infinitos prepucios de Cristo…
Hizo mucho dinero con esa idea, pero el mercado se infestó de vendedores de espejos contrahechos y los precios se derrumbaron. La enseñanza, sin embargo, estaba asimilada: el mejor libro es el que antes se fabrica, no importa lo que ponga dentro. He ahí la gran lección.
Oye, Aldo, ¿no te habrás quedado dormido? ¿Aldo? ¡Será posible!
Hojas volanderas
Por fin te encuentro, Aldo. Creí que tampoco en la feria de Fráncfort íbamos a tener un hueco para el dictado.
No, deja todo compromiso: mis memorias son más importantes. ¿Por dónde íbamos?
Tengo la sensación de haberte contado demasiado. Y no sé si me estarás interpretando bien. Cuando digo que le debo mucho a Jenson es porque con él me di cuenta de adónde lleva el gusto por hacer las cosas bien. Mi lema desde entonces: lo bueno es enemigo de lo perfecto.
¿Al revés? De eso nada. En impresión está muy claro: para ser perfecto lo que hay que hacer es imprimir mal. Ya se lo digo yo a Griffo hasta hartarme. Y con Jenson era igual. Él me enseñó las particularidades del oficio, vale, pero yo le enseñé a trabajar, que es mucho más importante.
Los primeros días en su casa empecé a hacer cuentas y me quedé de piedra. Se tardaban tres meses en hacer un libro con una tirada de trescientos, entonces. ¡Tres meses! Jenson lo comparaba con el tiempo que se invertía para lo mismo solo con escribas, y se frotaba las manos. Pero yo venía de otro terreno. Todo aquello me parecía un despilfarro.
Primero estaban las máquinas: quince prensas devorando tipografías enteras, sin descanso, y un horno permanentemente encendido consumiendo bosques de leña, y el plomo y el estaño, y la tinta…, ¡y el papel!, con diferencia el mayor gasto. Después, en casa de Jenson vivía un batallón de operarios: más de cuarenta personas comiendo sin parar, entre aprendices, tipógrafos, talladores, batidores de cobre, fundidores… Además para eso no sirve cualquiera. Venecia será lo que es gracias a los esclavos, pero ahora para los negocios hace falta gente que se comprometa, Aldo. El jornal es el dinero mejor invertido, te da esclavos convencidos de que son libres. ¿Tú sabes al final lo que cuesta todo eso, Aldo?
Por tanto el mayor problema en una imprenta estaba al descubierto: el producto que se hace es de una complejidad increíble, un trabajo sin fin, más aún si se está uno a cuidar los detalles. Armatostes a dos columnas, miles de caracteres, palabras y más palabras.
Pero lo difícil venía después. La pregunta me tenía anonadado. No dormía por las noches: ¿quién diablos se leía toda esa porquería? Ni idea.
Sí, lo sé: hay universidades, y los profesores escriben textos y los imponen en el aprendizaje, con la consecuente ganancia: los alumnos los compran aunque ni los miren, claro que sí. Pero las cuentas no salen, Aldo. ¿Cuántos impresores hay en Venecia ahora? ¿Ciento cuántos? Pongamos cien, que es más fácil. ¿Cuántos títulos sacamos al año cada uno? ¿Diez de media? Pues ya son mil títulos al año. ¿Con tiradas de cuántos ejemplares? ¿Doscientos, por lo bajo? Dan doscientos mil libros en un año, Aldo, casi el doble de la población de la República, esclavos incluidos. Y ya sabes que en Florencia se matan a ha cer libros, y en Roma y en Nápoles y en Milán… A mí me salen unos treinta o cuarenta mil títulos y… ¿diez millones de ejemplares desde que se puso en marcha la rueda hace menos de cincuenta años?
Los monjes apocalípticos hablan de veinte millones de libros.
La respuesta a esa pregunta da la clave del negocio de la impresión, y yo la he encontrado, Aldo, ¡ja! Es la regla sagrada del mercado.
Los libros no se pueden tocar, son todo espíritu, aire, nada. Un vendedor de libros satisface necesidades imaginarias. Si sabes eso, ya tienes las riendas. ¿Qué se puede vender en una casa con la despensa llena? Libros. Puro capricho, beneficio inesperado. Por eso el filón son los libros de literatura, más aire que ninguno: ni los de leyes ni los religiosos.
Reconócelo: no te lo esperabas. Pues hay más. A ver: ¿qué hace que uno compre unos libros en vez de otros?
Nada de eso. Ni el autor ni el tema ni las palabras, todo lo bellas que quieras. A Jenson, que tanto cuidaba sus ediciones, le fastidiaba que nadie las valorara ni las comparara con la basura de los demás. ¿Cómo solucionarlo? Decidió pagar a personas respetables para que lo dijeran en los prólogos a la edición: «Los libros de Jenson son más cuidados que los demás, llevan menos erratas, son más fieles a los originales antiguos, porque Jenson busca siempre los manuscritos más fiables y encarga sus ediciones a los mejores especialistas, y bla, bla, bla».
Parecerá una tontería, pero funcionó. Basta con poner algo de ese tipo al principio del libro para que la gente lo asuma y lo repita como propio. No me digas por qué. Al ver la fuerza de su hallazgo, Jenson decidió poner en marcha uno de los inventos más importantes de la historia.
¡La hoja volandera!
Sí: he ahí la razón última de toda elección. Como los prólogos, solo que en breve y al grano. Cualquier cosa que me digas de Jenson te la admito. Sería un zoquete y un piernas, pero que me caiga yo muerto aquí mismo si no redactaba las mejores hojas volanderas del mundo. ¡Qué mano!
Mira, por aquí tengo una. Te la leo, porque no tiene desperdicio:
El excelente Jenson sale a buscar a los más letrados lectores, especialistas en griego y latín, y elige para cada obra siempre no uno sino varios de los más entendidos, de manera que en sus textos nunca queda nada que añadir o quitar.
¿Eh? ¡«El excelente Jenson», como si lo dijera otro! La verdad es que el Príncipe de las Imprentas tenía buenas ideas, no hace falta fatigar los libros en busca de erratas, basta con llenar Venecia de hojas volanderas diciendo que lo haces. ¡Convierten en perfecto el más disparatado de los libros!
Sí, Jenson tenía instinto de negociante, el nuevo rasgo de distinción. Aunque si escarbabas te dabas cuenta de que solo era un orfebre. De hecho, cuando entré en su casa el mercado estaba saturado de libros y a punto de reventar. Tocaba crisis. Y él no estaba preparado.
—No tiene sentido —decía—. No vendemos suficiente, llevo un año sin beneficios. Los venecianos han dejado de leer, son un hatajo de incultos.
Era la oportunidad que estaba esperando para hacerme valer. Yo había vivido ya una crisis con las telas, y sabía que en las crisis, si están bien organizadas, no se vende nada porque falla todo: viene el turco y viene la peste y vienen las tres Marias Madres de Cristo…
Para demostrarle que tenía experiencia en situaciones difíciles, llevé a Jenson de visita. Nos presentamos en casa de los Señores de la Noche, la guardia armada de nuestras calles. El Señor de los Señores nos recibió atareado, en la sede del Palacio Ducal, situada estratégicamente junto a la Sala del Tormento, que estaba en funcionamiento a esa hora.
—Venimos —dije— a pedirte consejo ante los problemas que han surgido en el taller. Estamos preocupados porque hay díscolos entre los menestrales, y queríamos saber cómo podemos protegernos.
Notaba a Jenson retorciéndose en su silla. Me alegré de haberle pedido que me dejara hablar a mí. Resulta difícil mentir mientras se oyen los lamentos de un torturado a unos pasos. Y cualquier viso de contradicción entre los dos habría resultado muy incómodo.
—Haréis bien —nos dijo aquel tipo, afable siempre con quien lo merece— en dejar en manos de expertos la cosa. Deberíais contratar a dos guardias de vuestra confianza para que no se separen de vosotros ni de día ni de noche. Eso antes de tomar las determinaciones adecuadas.
—Bueno, no hay problema en contratar a quien sea necesario. Pero no tenemos a nadie de confianza capaz de hacer ese trabajo.
—En ese caso, lo mejor es que os recomiende yo a alguien. Solo os pido una cosa —frunció el ceño—. Hago esto muy pocas veces. Como son difíciles de manejar, prefiero ser yo el que les entregue el dinero, si no le veis problema. El precio no aumenta: con una mano lo tomo y con otra se lo suelto. Pero así la excepción no tiene visos de convertirse en norma.
—Eso para nosotros es mucho mejor. Una verdadera garantía de que todo se hace bien. ¿Y de cuánto dinero estamos hablando?
—Poco dinero, en realidad. ¿Tres hombres serían suficientes?
—Pongamos tres. Y si vemos que falta alguno, pues lo añadimos luego.
—Con un ducado semanal da para tres guardas.
—Entonces vamos a darles dos ducados semanales —repliqué—. Para nosotros es muy importante la salvaguarda de nuestros artesanos. De los que no son díscolos, claro.
—Eso es saber lo que se quiere —dijo el Señor de la Noche.
Jenson no podía más. Estaba pálido como la cera, a punto de intervenir para intentar bajar el precio.
—¡No, el dedo no! No lo tires. ¡Guárdamelo! Te lo suplico.
Por fortuna, el torturado saltó antes, con esas extrañas palabras, desde la Sala del Tormento. No importa cómo sea el poder: república o monarquía, democracia o aristocracia: mientras sigamos mimando la falta de control de la guardia sobre su propia violencia estaremos a salvo.
—¿Para qué quieres ahora el dedo, cochino? —le contestó el verdugo—. ¡Trae, que te lo voy a meter yo por el culo y así te ahorro el trabajo!
Jenson cerró suavemente la boca, que había abierto con crispación.
—Pues no se hable más —concluyó el Señor de la Noche—. Como veis, estamos aquí muy ocupados. Le pagáis al salir a mi secretario la primera semana y mañana tenéis a los tres guardas allí. Es un placer ayudar a la impresión de libros. Los libros también hacen la República.
Hasta aquí todo es muy sencillo. Luego viene lo difícil: se trata de sentarse e ir viendo uno por uno a los trabajadores para el asunto de los despidos. Ya se sabe de antes cuáles son los prescindibles y cuáles los imprescindibles. Pues se despide a la mitad de cada. Y con los despidos, los ascensos, para dar el trabajo de los imprescindibles a sus asistentes. Ya se apañan ellos para que todo funcione.
Es un momento horrible, Aldo. No se lo deseo a nadie. Te libras de los ladrones que se pasan el día pidiendo más jornal y menos horas de trabajo, pero también hay que echar a gente a la que se quiere, que ha estado años trabajando contigo. Gente con familia, ¡con hijas maravillosas que a los treinta días te encuentras en los burdeles, hechas unas zorras de cuidado! No hay quien pegue ojo, en una crisis. Yo entro en un estado de melancolía del que parece que no vaya a salir nunca.
Para recuperarse de eso, es necesario reunir a los que quedan y hacerles un discurso con el corazón en la mano. Vamos a reducir la fabricación a la mitad: si estáis aquí es porque sois los mejores. Ese discurso es la base de la cicatrización de la herida. Yo llevo varios ya en esta vida de trabajos y todavía me emociono, Aldo. ¿Te lo puedes creer? Los lazos que tenías antes con los menestrales se refuerzan, lo creas o no.
Y bueno, esto se lo tuve que explicar a Jenson despacio: el mismo día en que haces el despido ya se sabe lo que va a ocurrir. El alma humana no esconde bien sus secretos. Siempre hay unos cuantos que lo tienen claro: hay que quemar el taller, esa es la conclusión a la que llegan.
¡No los culpo por ello, Aldo! ¿No haríamos nosotros igual en su posición? O jugamos o rompemos los naipes. La mayoría lo piensan al instante, pero deciden aplazarlo porque ven a los guardias y les da no sé qué. Y con el tiempo aprenden a convivir con el odio como consuelo.
Los que de verdad quieren quemar el taller actúan rápido, así que caen como tortolitos en las redes de los Señores de la Noche. ¿Adónde vas con esa mecha y el aceite de quemar? Uy, uy, uy. Me parece que ya sé adónde vas, pajarito. ¡Vas a la jaula! Luego, cantan su odio a las primeras torturas. Como que están deseando gritarlo bien alto, para que se oiga, balanceándose en la plaza de San Marco, entre las dos columnas, con las carroñeras volando en círculos sobre sus tontas cabezas.
Será un infierno y será horroroso y lo que tú quieras, pero cuando te pones a hacer cuentas, al final de las crisis siempre se gana más que en las bonanzas, aunque sea vendiendo la cuarta parte. Ya lo dice el refrán: Vaca flaca engorda al amo.
¿No es así?
No, ese no, ese es de otra cosa. ¿Qué más da?
La Grande Compagnia
Al fin volvemos a sentarnos, Aldo. Cada vez que te busco estás desaparecido. Y nos faltaba lo más importante. Te voy a poner el oficio en bandeja. Fíjate bien: el día en que acabemos y lo imprimamos, cualquiera podrá leer las claves de la vida del gran Torresani por menos de diez sueldos. Lo pienso y es que se me llevan los diablos: ¿diez sueldos?, ¡se lo estamos regalando!
Tras años de darle vueltas al negocio conseguí verlo claro. Ya estaba en condiciones de montar mi imprenta. Pero antes de marcharme de casa de Jenson había una curiosidad pendiente de satisfacer. Él carecía por completo de la principal cualidad del negociante: la charlatanería. El discurso de venta, para seducir, debe ser largo, sincero y envolvente. No importa qué tonterías se digan, si el comprador sabe que no necesita hablar él: acabará dejando de pensar, y ahí ya se queda en manos del vendedor.
Entonces, ¿cómo era posible que alguien de tan pocas palabras como Jenson hubiera llegado a liar a tanta gente? ¡Hasta al papa, que lo nombró conde palatino por sus supuestos servicios al pontificado!
Cuando uno encuentra a alguien sin capacidad para la adulación o la intriga instalado en la cumbre, es necesario buscar a su alrededor. Y antes de nada hay que mirar entre las mujeres, las verdaderas especialistas en trabajar a la sombra.
Hay que decir que el conde Jenson estaba casado, antes de llegar a Venecia, con una mujer de Lyon, Jeannette, que jamás vino por aquí. Y tenía con ella un hijo, para cuyo sustento había una partida anual.
Pero Jenson recibía en su casa la visita de una dama misteriosa, que llegaba a medianoche todos los lunes y jueves, caminando y no en góndola. Entraba tapada por las cocinas y se dirigía sin hablar con nadie a las habitaciones del maestro impresor, de donde no salía hasta el amanecer, para tomar la calle de nuevo y desvanecerse en las sombras, tapada siempre y silenciosa.
Entiéndeme: me fijaba en todo esto para comprender los puntos débiles de mi modelo. No soy ningún murmurador, ni mucho menos un moralista. Entiendo las debilidades del hombre. Y las mujeres… Para decirlo en términos de negocio, son una mercancía indomable, tan capaz de iluminar al comerciante como de dejarlo a oscuras.
¿Qué instinto me llevó a decidir que la dama misteriosa guardaba relación con el éxito de Jenson? En la madrugada de un lunes esperé escondido a que dejara la casa y la seguí. Callejeó apresurada bajo su manto, repicando con los chapines la cerámica en espina de pescado de las callejas, hasta que se coló por una que daba a un canal en donde un gondolero esperaba. Se embarcó y se alejó inalcanzable.
Al jueves siguiente cité a uno de esos griegos gondoleros al amanecer cerca del lugar en que había embarcado. Para mi sorpresa, la mujer tomó la calle en dirección contraria. Me llamó la atención también que esta vez caminara lenta, solemne y cojeando un poco. Pensé que se habría lastimado la pierna entre las dos visitas. A la vuelta de la esquina la esperaban dos sirvientes que la acompañaron flanqueándola. Se detuvieron a las puertas de la casa de Giovanni da Colonia, entonces el primer comerciante en libros de Venecia. Al entrar en la casa, en un descuido descubrió su rostro célebre. Era la esposa de Giovanni, Paola da Messina.
Ah, Paola da Messina, qué mujer, Aldo. La más grande que jamás he conocido. Su pasado se resume en sus maridos. Primero, un orfebre mesinés, Bartolomeo de Bonacio, que la llevó a Maguncia poseído por la fiebre de la imprenta y cuando su negocio renqueaba enfermó repentinamente y murió. Segundo, Giovanni da Spira, el protoimpresor veneciano, que la trajo aquí desde Maguncia y cuando surgieron los primeros problemas de ventas enfermó repentinamente y murió. El tercero, Vindelino da Spira, el hermano de Giovanni, que convivió con ella sin mediar boda y, tras unos años de prosperidad, cuando la imprenta declinaba enfermó repentinamente y murió. Cuarto y último hasta el momento en que la conocí, el tipógrafo Giovanni da Colonia, que había absorbido la imprenta de Vindelino poco antes de su muerte. Con la fortuna y los contactos de Giovanni sumados a sus propiedades en usufructo creciente, Paola había formado el gigante de fabricación y venta de libros más próspero del momento, superando a Jenson.
Paola era la dueña del negocio desde el principio, pese a que su condición de mujer la obligaba a dejar al frente a sus sucesivos maridos. Un negocio que había acumulado seis mil trescientos cincuenta y cuatro títulos de fondo. Se dice pronto.
No, su fealdad era más proverbial que cierta. Aunque ya habría cumplido de largo los cincuenta cuando la conocí, había envejecido bien. Lo que pasaba es que no sonreía, como posando siempre, prisionera en un retrato del que era también orgullosa autora.
Por aquella época Jenson había embarcado a varios próceres del libro en su nueva sociedad Jenson & Socios, una verdadera amenaza para la empresa de Paola con Giovanni da Colonia. Así que descubrir que ella era la dama misteriosa me puso más tieso que un busto romano.
Y como la cojera antigua y permanente de Paola no dejaba dudas de que la mujer de los lunes, de ágil taconeo, era otra, me adentré más a fondo en la investigación de aquel misterio. En góndola la perseguí hasta la escalinata de la arquería que da acceso al edificio del Fontego dei Tedeschi desde el Gran Canal.
No, el Fontego no es un simple hotel de peregrinos alemanes, funciona también como centro de reunión de comerciantes de allá y almacén de sus mercancías. Al frente había entonces un mercader de libros alemán, socio de Jenson, al que este consideraba su mejor amigo: Pietro Ugleimer, cuya mujer, la segunda dama misteriosa, se llamaba Margherita.
Sí, lo has adivinado. Mi querida Margherita. Ya ves, Aldo, las vueltas que da el amor para encontrarnos.
Margherita era entonces una esposa joven y solitaria que regentaba de hecho el Fontego curando su soledad con Jenson ante las constantes ausencias de su marido, un maniático de los libros que vivía para la persecución de manuscritos por Europa y había instalado su centro de operaciones en una librería milanesa.
¡Maldito liante! El conde Jenson, con sus maneras de francés venido a más, era todo un campeón de las mujeres. ¿Te lo puedes creer? Se revolcaba en su lecho con lo más sustancial de la competencia.
Las mujeres, Aldo: déjame que les rinda homenaje. Si no existiera la guerra estaríamos sometidos a ellas, no lo dudes. En el breve tiempo que separa una contienda de otra, las mujeres, silenciosamente, van haciéndose dueñas del mercado, las calles, la ciudad entera. Un vendedor debe rondar a las mujeres, porque las mercancías que todos codician figuran de antemano inscritas en sus ojos. Son el verdadero mapa del tesoro.
A través de Margherita supe que se estaba preparando el proyecto más ambicioso jamás imaginado en gremio artesanal alguno. La unión de los dos gigantes de la impresión veneciana tenía nombre en las mentes de Paola y Margherita: ¡la Grande Compagnia!, el más importante grupo fabril y mercantil de todos los tiempos, destinado a dominar el comercio del libro europeo. Una sociedad de sociedades en torno al libro, ese objeto cuyo valor práctico nadie sabría delimitar con exactitud.
Entonces, cuando los implicados de ambas partes se hallaban convencidos de que la unión los enriquecería aún más, Giovanni da Colonia se descolgó por sorpresa del proyecto.
—Paola no quiere contarme nada —me confesó Margherita algo asustada—, pero una sirvienta de su casa me ha dado la clave. Una disputa entre Paola y Giovanni por celos. Y celos de Jenson. ¡No me lo explico!
La Grande Compagnia se venía abajo antes de nacer. Paola convocó a Jenson a una reunión urgente en su casa, a la que conseguí asistir.
—La noche pasada, mi querido marido Giovanni enfermó repentinamente y esta mañana ha muerto —exclamó Paola mirando a los ojos a Jenson, pero abarcando los míos con un sesgo vigilante.
Jenson se dispuso a darle el pésame, pero no le dejó ni abrir la boca:
—El luto no puede hacernos perder la cabeza, con el patrimonio y el trabajo de tantas familias en juego. Pese a mis ruegos, Giovanni nunca hizo testamento. La espera a que el Consejo apruebe la herencia sin testamento puede bastar para que muchos se echen atrás. Todos sabemos la ilusión que Giovanni había puesto en este proyecto —continuó, mientras pasaba despacio por su rostro una sombra verdadera de emoción, así era ella—. En su memoria he pedido que nos preparen un borrador con los acuerdos pactados para que lo firmemos ya con las modificaciones que propongáis. Si no lo veis claro, es el momento de olvidar el proyecto —concluyó mirando a Giovanni Manthen, el socio principal del finado, que a todo asentía cabeceando hasta casi romperse el cuello, por la cuenta que le traía.
Parecía razonable, y el documento estaba en orden.
—¿Y cómo vais a suplir la firma del finado? —pregunté.
—Su muerte se aplaza hasta mañana —dijo—. Vamos a convocar al notario para que nos apruebe una autorización de mi marido a su socio Manthen como representante en los contratos de la Grande Compagnia.
—Pero no se puede comprar a un notario mayor —alegué—. Por eso cobran tanto. Son insobornables como jueces.
Las miradas se posaron sobre mí al tiempo. Entonces Paola se llevó la mano a la boca, y de su garganta salió un ruido parecido al crujido de una puerta abriéndose sobre goznes oxidados. Creí que fingía un lamento de dolor. Todas las caras miraban concentradas al suelo. Margherita tenía los ojos cerrados, parecía que iba a echarse a llorar. Pero fue Jenson el que no pudo contenerse. Resopló con una especie de rebuzno, y estallaron.
Todavía estoy oyendo sus carcajadas, azuzadas por la incómoda presencia del cadáver en la casa. Me juré no volver a ser tan campesino nunca. No sé qué extraño prejuicio me hacía soñar aún con un sector de personas honestas en el mundo. Ganas de sentirse culpable.
Cuando la maquinaria de la Grande Compagnia se puso en marcha, Jenson me ofreció que la dirigiera. Entonces me entrevisté a solas con Paola y le dije que solo aceptaría si ella estaba de acuerdo.
—Solo siento que tanta edad nos separe —me contestó.
No esperaba aquella mirada joven iluminándole el rostro. Me invitó a cenar en sus habitaciones para cerrar el pacto.
¡Por supuesto que tenía miedo a enfermar repentinamente y morirme! Era joven, pero no era un asno. Y sí: ella estaba ya algo mayor para hacer porquerías, aunque…, ¿cómo decirlo?, el poder le daba un brillo que resulta difícil encontrar en las mujeres. Acepté la invitación.
Comenzó entonces una época febril. ¡Qué incontenible forma de hacer dinero, Aldo! En cuanto a Jenson… Se equivocó. Cuando Paola le pidió matrimonio, como era previsible, tuvo que confesarle que estaba casado, después de tantos años de relación.
Me llamó a consejo, pero ¿qué podía decirle? Lo apreciaba, así que le recomendé que hiciera cuanto antes testamento, si quería que algo de su fortuna llegara a su hijo.
—¿Y las tipografías? —preguntó—. Quiero que las tipografías sean para Francesco Griffo.
¡Las tipografías!, ya ves.
—Le harás un gran favor a Paola si se las das a tu discípulo —le dije, sabiendo que había en juego una buena cantidad de dinero—. Se las va a quitar antes de que los enterradores echen la última palada sobre tu tumba. Yo se las daría a tu socio Pietro Ugleimer.
—¿Pietro? Pero Pietro vive en su mundo, no sabría qué hacer con ellas.
—¿Seguro? —le dije—. A mí me parece que, al delegar desde Milán en su mujer Margherita, ha mantenido los beneficios libre de trabajos y amenazas. Haz lo que te digo y que luego él se las haga llegar a Griffo.
Aproveché la cita para anunciarle que me largaba a montar una pequeña imprenta. Aún tuvo fuerzas para mirarme con una sonrisa compasiva.
—Imposible —dijo—. Si no tienes arte para abrir una tipografía, no lo tienes para poner en marcha una imprenta. Es trabajo de orfebres.
Pobrecito. Los porrazos que habrá pegado su cadáver en las paredes del ataúd al ver que me hacía con todo lo suyo sin pagar un mísero dinero.
Cuando al fin Jenson enfermó repentinamente y murió, su hermano, al que había nombrado heredero universal, se presentó a reclamar la herencia. Era el comienzo del declive de Paola. Tocada de muerte, la Grande Compagnia siguió dando dinero algunos años. Para librarme de Paola, pero también como regalo en agradecimiento por sus enseñanzas, le presenté a un joven y seductor tipógrafo holandés afincado en Venecia: Rinaldo da Nimega, cuyas habilidades amatorias eran tan proverbiales como su incapacidad para los negocios. Fue el único de los maridos de Paola que no enfermó repentinamente y murió. Al contrario. Me consta que ella murió feliz en sus brazos, olvidada de toda ambición.
En fin, luego vino el nacimiento de Giacoma, la llegada intempestiva de Lambertina con Maria a la imprenta, el final de mi juventud, Aldo.
¿Que por qué mandé a ese convento a Maria? Margherita me contagió el gusto alemán por la educación. Allí, me dijo, tendría maestro para aprender a leer en latín y griego. Yo creo en la enseñanza de las mujeres, Aldo, hay que adelantarse a los tiempos. Son como los hombres, cuanto más aprenden, más fáciles de controlar: mano de obra barata. Porque la educación parte del sometimiento, he ahí el precepto primordial. Nada se puede enseñar a quien no ha aprendido antes a someterse.
Pero esa es otra historia. Y la mía ya la acabas tú. No olvides decir que mi asociación contigo ha puesto a mi casa por fin en la cumbre.
Es cierto. Tenía ganancias de sobra, y sin embargo me había quedado sin honor. Mis modos de actuar no gustan a los patricios, Aldo. Ninguna imprenta gana como la casa de la Torre, de ahí el odio que despierto. ¡Sí, odio! No estoy ciego ni sordo. Estos venecianos no aguantan que se haga con el dominio de su negocio principal un hijo de aldeano, ¡de fuera de las islas! Por mí que hablen hasta reventar. Me basta con reunir a mis vendedores y contemplar el escuadrón de góndolas amarradas en el embarcadero de casa, cada una con su palio y sus bordados preciosos…
Estamos solos, Aldo. Es soledad lo que la fortuna entrega a cambio de su gracia en esta lucha para que el mundo avance. Pero si la recompensa de todo impresor es, además de las ganancias, prestigio, ¿me iba a conformar yo en la deshonra? Había que darle un vuelco al negocio. La gente cada vez pide cosas más absurdas, Andrea, me dije. Te hacen falta contenidos. Y como los contenidos no valen nada, de eso tú no tienes ni idea. Necesitas a tu lado un hombre de letras, por más que parezcan todos inútiles.
Y en esas estaba cuando apareciste tú con tu proyecto disparatado debajo del brazo, lleno de sabiduría inútil y vestido como un cretino, perdóname la sinceridad ahora que ya no vas así.
Mira por dónde, aquí tienes lo que estabas buscando, me dije.
He sido yo quien ha forjado el invento que está cambiando el modo de imprimir: la impresión con eruditos. Los monstruos ilegibles que tú preparas me dan un prestigio que luego aumenta el dinero de los misales y libros de leyes. Y así es como he seguido subiendo los escalones hasta este lugar acomodado que ocupo ahora…
Pero ¿qué te pasa, muchacho? Tienes mala cara. Deberías cuidarte un poco. Vamos a comer algo, anda, que malgastas escribiendo el día entero, cuando no andas leyendo o imprimiendo. No sé qué sería, sin mí, de vosotros, poetas, retóricos, gramáticos…, gente desnortada, en verdad.