El velo

Nada me cuesta imaginar los comentarios de los invitados. ¡Deja sola a su joven esposa en la noche de bodas! ¡Los achaques de la edad! ¡Estará temblando de terror en su gabinete!

No tienen ni la menor idea.

No saben que me traigo entre manos el libro más bello que jamás se haya dado a la imprenta. Cualquier marido habría hecho lo mismo: ¿qué hay en la carne de lo que no pueda apoderarse el papel gracias a las negras palabras? Nada, sin exceptuar la enfermedad y la muerte en sí. Solo hace falta ordenarlas en el idioma adecuado, componerlas en el libro de nuestra vida para que adopten la relevancia orgánica de la carne, su olor fresco de manzana, el dulce tacto de la piel joven. Y además las palabras están construidas de una materia divina que el viento no puede ajar, en nada comparable a la de la carne débil. Bien lo sé yo, que he envejecido más años el día de mi boda que en los ocho, casi nueve, que llevo en Venecia.

Y si no fuera por… Si no fuera por…

¡Maldito sea Andrea! Cien veces maldito él, y maldita su mujer, y maldita la ascendencia toda de ambos.

Se lo dije desde el principio: no, ¡te lo ruego: no!

Una boda a los cincuenta años, ¡por la Sibila! Justo cuando me creía al fin libre de clientelismos. No quiero. No quiero perder la libertad que he conseguido labrarme poco a poco, y pasar a pertenecer a Torresani como otro más de sus familiares. No puedo caer de nuevo en el juego de los afectos, cuando tengo aún la muerte de Marietta atravesada en el pecho.

Y ahora empezará a machacarme con el heredero. ¡Un heredero! Nada me resultaría más deprimente que perpetuarme en una copia defectuosa y sin fe de erratas.

Pero estaba escrito, y para colmo de males han llegado justo hoy del taller de Benedetto Bordone los más de doscientos dibujos, capitulares incluidas, para los grabados de la Hypnerotomachia Poliphili, El sueño de Polífilo, el único libro que he podido conservar de los dos que Giovanni Pico della Mirandola me legó antes de morir. Estos grabados otorgan cuerpo a las ensoñaciones que me han tenido en vela durante los tres últimos años. Encarnan por fin el combate de Polífilo, de mi querido Pico, el amante de la variedad del mundo. El combate que él perdió, que estamos perdiendo todos.

Arrastro la terrible deuda de su publicación desde que su amante, el poeta Girolamo Benivieni, me comunicó por carta, tiempo después de propiciar que me robaran el manuscrito de Epicuro, las que según él habían sido las últimas palabras de mi amigo: «La muerte no será para siempre». Mi obligación es dar a la imprenta este libro para que Giovanni Pico perdure en él, anónimo e inmortal. Y, puesto que he fracasado en su encargo más importante, publicar su reconstrucción de Sobre el amor de Epicuro, no voy a descansar hasta cumplir el otro que me encomendó.

Yo, que acepto ya lo que siempre supe y nunca aceptaba, que la muerte del cuerpo es la muerte del alma, ansío la pervivencia de Pico en su obra.

Suficiente tiempo me ha retenido la boda sin poder sentarme a contemplar con detenimiento los dibujos hechos a partir de los bocetos de Pico: siete horas. Y encima no me ha quedado más remedio que detenerme y apartarlos de mi vista al llegar al de la fuente: la ninfa desnuda acosada por el fauno. La imagen de la desnudez, que siempre veía con el intelecto, sin alterarme, en otros grabados y pinturas, de pronto me provoca una enorme fatiga. Demasiados cambios para conseguir mantenerse impasible.

Y eso que la cosa empezó de manera prometedora. La novia y sus acompañantes llegaron tardísimo a casa de Torresani, provenientes del lejano monasterio alemán de Rupertsberg, en donde parece que la pobre vivía recluida desde la pubertad por orden de su padre. Yo ya no sabía ni qué hacer en la espera, plaza para arriba, plaza para abajo. ¿Qué diablo me metería en el cuerpo la pecadora esperanza de un naufragio de última hora? Pero al final llegó la barca. Tarde, pero llegó.

Cuando la novia puso pie en tierra estaba descompuesta, llevaba así, me dijo su criada, desde que la caravana en que venían avistó las islas al atardecer. Se levantó de pronto el viento, y les llegó de golpe el olor de Venecia, la basura de la ciudad descomponiéndose en la laguna. El paseo final en barca desde Terraferma y por los canales debió de ser el remate. Para su desgracia, había un caballo muerto flotando al pie de la escalera del embarcadero de Campo San Paternian. Parece que es eso lo que acabó de derrumbar su entereza.

Había desembarcado con un baúl en las manos, pequeño pero muy pesado, como podía deducirse por la tensión con que lo sujetaba. Imaginé que habría allí joyas u otras fruslerías. Y de pronto tropezó y se le cayó el baúl, que al golpear en el suelo se abrió y volcó parte del contenido.

Libros.

Llevaba el baúl lleno de libros manuales, pequeños. Era de ver la cara de sorpresa que se le quedó a Trismegisto. Recogí uno que había caído a mis pies. Había allí versos latinos. Leí al azar por donde se había abierto:

… los sitios engendradores del cuerpo mueve en sí mismos;

que se hinchan de mucha simiente irritados, y urge con brío

gana de echarla adonde el cruel deseo va fijo

lanzado y aguija los miembros de mucho semen henchidos

y busca aquel cuerpo de donde el amor el alma le ha herido.

¡Lucrecio! No me lo podía creer. Santo Cielo, ¿ese tipo de cosas dan a leer a las mujeres en los monasterios alemanes?

Aunque no hubo tiempo para el asombro. La novia se acercó al borde del embarcadero, se inclinó y comenzó a vomitar sobre la laguna, asistida por su criada. La recordaba así, fea y mustia, pero más gorda, de cuando habíamos coincidido en casa de su padre durante una visita que le hizo ella, hace no muchos años, poco después de que yo empezara a trabajar para Torresani. Aunque esta vez apenas entreví su rostro cuando tuvo que apartar el velo para devolver la comida. Fue solo un instante, pero me dio la impresión de que estaba maltratado por los filos de la vejez, lo cual me tranquilizaba. Una mujer madura que sepa comprender que un hombre debe entregarse a su trabajo es lo más adecuado, ya puestos, para un matrimonio tolerable.

Entonces la condujeron a sus habitaciones sin dejar que se detuviera a saludar, y, bueno, al menos me libré del protocolo de recepción y de la cena en la que se suponía que íbamos a conocernos. Al verla enfermiza y apocada me pareció todo mucho más llevadero. Se instaló en mi corazón una especie de tranquilidad que me permitió dormir anoche.

Dormir. No creo que nunca pueda volver a hacerlo.

De hecho no he conseguido ver con detenimiento aquel rostro sino hasta el final de la boda. Yo imaginaba que la ceremonia iba a ser larga y tediosa, y resultó sorprendentemente corta. Creo que en una iglesia la cosa no es tan sencilla, pero estos mercaderes hacen las bodas igual de vertiginosas que las subastas de ganado.

Y de la procesión de antes, de casa de Torresani a la mía, que hizo la novia seguida de abundante acompañamiento, casi ni me enteré. Justo en el momento en que me estaba vistiendo llegó Benedetto Bordone con los dibujos para El sueño de Polífilo, y quería que se los aprobara sobre la marcha.

—Ahora no, que viene el cortejo nupcial para acá —le dije—. Los veo por la noche y mañana los tienes aprobados.

Me miró con cara de juerga.

Cuando llegaron tuve que salir yo al balcón a saludar, como un necio. Ella venía al frente, arrastrando la cola de un vestido que parecía labrado en oro, con el rostro cubierto bajo un velo del mismo color. Y la seguían su madre, Lambertina, llorando junto a sus comadronas, y un grupo de amigas de la novia chillando a voz en cuello no sé si de ira o de alegría, una banda de trompetistas y pífanos, y varios jóvenes disparando al aire sus fusiles como posesos… Parecía que iban a tomar a sangre y fuego mi pobre casa.

Ahí fue cuando me entró el pánico de verdad. Después de salir al balcón, ¿qué tenía que hacer? Yo había oído hablar de ceremonias con intercambio de regalos. ¿Los novios entregaban un anillo? Andrea no me había dado más indicaciones: «Tú sal al balcón a recibirnos, que de lo demás me encargo yo, ya te lo descuento de la dote».

Y sus criados se han pasado la mañana trajinando en las cocinas y en los dormitorios, para escándalo de Trismegisto.

Cuando bajé, entraba el cortejo y en el centro de la estancia estaba ya el viejo notario de Andrea, Niccolò Ruffinoni, sentado a una mesa en la que había dos sillas vacías. Llegó entonces Andrea con su hija de la mano, velada, y me señaló una silla para que tomara asiento. Pero, para mi confusión, fue él quien se sentó a mi lado. El notario comenzó a mover documentos con gesto profesional:

—Se cumplen quince días de la publicación de las amonestaciones sin objeción en plazo al contrato —recitó—. ¿Eres tú Aldo Manuzio, hijo de Antonio? —preguntó, pese a que me conoce de sobra.

—Sí —alcancé a decir.

—Pues firma aquí y aquí y aquí.

La solvencia de Andrea me tenía abrumado. No habían pasado ni seis meses desde que me comunicó que me obligaba a casarme con su hija, y ahí estaba, a punto de lograrlo, con la firma de mi padre en el documento, arrancada quién sabe con qué mañas. Al menos no lo habían traído. No habría podido soportarlo ahí exhibiendo su cara de sorna.

—¿Quién entrega a la muchacha? —preguntó el notario, disfrutando cada vez más con su soltura protocolaria.

—¡Yo, Andrea! —gritó Torresani, cohibido ante tanta gente.

—Pues firma debajo… Y ahora —añadió cuando habíamos firmado—, ya podéis daros las manos.

Nos levantamos los dos, y yo le tendí la mano, pero Andrea abrió los brazos con ojos llorosos y me dijo:

—Déjate de Cuerpos de Cristo y dame un abrazo, hijo mío.

Y luego me estrujó como un oso a su presa y me plantó tres sonoros besos en los carrillos. Chillaron las chicas, pifiaron los pífanos y las trompetas, dispararon al techo sus fusiles los chicos, destrozando el artesonado de madera y llenando de humo la casa… Pero sobre todos los ruidos se imponía el llanto de Lambertina, la mujer de Torresani:

—¡Ay que me la quitan! ¡Ay que me la quitan! ¡Mi hija del alma!

—¡Un momento, un momento! —repetía el notario Niccolò Ruffinoni, hasta que se restableció el silencio—. El intercambio de dote y arras, por acuerdo de las partes, se hará en posterior ceremonia religiosa. Puedes dar ya a la muchacha, maese.

—Es verdad —aceptó Andrea.

Fue a donde esperaba la novia como una mercancía olvidada y, tomándola de la mano, la trajo. En cuanto ella se detuvo frente a mí, la criada le quitó el velo para entregármelo. Se hizo un silencio espeso como manteca mientras me alcanzaba el rostro una brisa ligera de cardamomo y rosas, una mezcla de perfumes similar a la que usaba Marietta, que me trajo esta angustia que tengo todavía instalada en el pecho.

Y entonces la vi despacio, por primera vez, y supe del estremecimiento. Aquella no era la hija de Torresani que yo conocía, ni mucho menos. Me di cuenta de hasta qué punto me había dejado engañar, del infierno en el que sin saberlo me había metido.

¡Una niña! Es una niña que no ha cumplido los veinte años, por la Sibila. A punto estuvo de escapárseme el alma del cuerpo, aterrorizada. Había detrás de aquel velo, fundidos en un solo rostro asombroso, un ángel y un demonio. El ángel me miró con recato y hasta algo de susto, me pareció por un instante. Pero entonces llegó el comentario de Andrea, que no podía ser más torpe:

—¡Menudo queso te llevas!

Y aunque apretó los labios, sin poder contenerse, el ángel acabó dejando escapar la risa, una risa ronca, lánguida, perezosa, que me desarmó y me estremeció. Ahí asomó el diablo que me quita el sueño.

Lo tenía que haber hablado bien con su padre. Esas cosas se dejan muy claras, antes de nada. La literatura y la filosofía me han sorbido el seso convirtiéndome en un analfabeto para la vida, y todos estos años de experiencia mundana en Venecia de nada han servido. Cuando a la fuerza hacía planes de boda, siempre pensaba que sería con la otra hija, bastante mayor. Una a la que conocí cuando visitó en cierta ocasión a Torresani, que se llama Giacoma y que es en realidad hija natural de Andrea con Margherita, la viuda del maniático comerciante de libros Pietro Ugleimer. Giacoma vive con su madre en el mismo convento del que venía su hermanastra, mi mujer ya, Maria, hija de Lambertina, la esposa de Torresani. ¿Cómo iba a saber yo de esos enredos?

El banquete resultó interminable, con platos y platos que fui rechazando de principio a fin, y con más de treinta vinos distintos de los que no dejé ni uno sin trasegar. Todos acababan amargando en el paladar.

Maria, a mi lado, bebía también sin parar y con euforia creciente. Ni me atrevía a mirarla, y notaba pendientes sobre nosotros los ojos de sus jóvenes criadas. Bebiendo a su vez sin moderación, Lambertina, la Torresani, cubría desbocada el camino que va del duelo a la euforia, mientras me prodigaba miradas y sonrisas cómplices:

—Todavía la recuerdo cuando nació —dijo una vez—. Jamás he visto una niña tan horrorosa. ¡Quitádmela de encima!, les pedí a las criadas.

—¿Cuánto tiempo hará de eso? —le pregunté, llevándome la copa a los labios, como quien no quiere la cosa.

—Apenas han pasado dieciocho años —dijo, pellizcándome la pierna.

Se me atragantó el vino. Poco me faltó para escupírselo a la cara. Entonces, maldita tratante de esclavas, hija de una diablesa, ¿por qué se la entregas a un…, a un anciano? Tuve que morderme la lengua para no soltárselo, tras el ataque de tos, mientras ella prolongaba sus risas sin recato. ¿Y quién va a hablarle ahora a tu hija del fulgor perdido de su marido, los dolores de espalda, las digestiones interminables, las noches de insomnio? ¿Eh? ¿Quién?

A los postres Torresani, golpeando con su tenedor tres copas de cristal de Murano del ajuar de la novia que quedaron sucesivamente hechas añicos, logró imponer un silencio fugaz.

—En vez de al padre de la novia —dijo—, el brindis le corresponde en esta ocasión al novio, como erudito.

Imposible rehusar. El silencio podía cortarse ahora con más facilidad que el pastel de gelatina de merluza con nata y piñones que nos habían servido. Mientras me levantaba, combatiendo con enorme esfuerzo la flojera repentina de rodillas, repasaba motivos bíblicos, míticos o clásicos en mi cabeza para poder improvisar el discurso a partir de uno de ellos con tranquilidad: ya encontraría, relatándolo, el modo de ligarlo con mi boda.

Pero, con el ánimo en caída al vacío, solo me venían a la cabeza escenas de parejas terribles, bastante inadecuadas para la ocasión, de cuyas historias, lo sabía, iba a ser difícil salir con buen pie. ¿Judith decapitando a Holofernes?, no; ¿la mujer de Putifar arrancándose la túnica ante José?, ni hablar. ¿Ártemis contemplando embobada y desnuda a los perros de Acteón mientras devoran a su amo?, menos.

Había empezado con los agradecimientos, así que no quedaba posibilidad de escoger. Arranqué con la siguiente historia que me vino a la cabeza, una de esas fábulas latinas sobre el amor que se atribuyen también al esclavo Esopo, y seguí con ella hasta el final, bajo la fiebre y el vino.

Al principio me interrumpían los comensales, borrachos, pero inquietos o aburridos se fueron callando. Cuando alcé la copa y pronuncié el brindis me esperaba chiflidos, trompeteos y disparos, aunque solo hubo más silencio, un movimiento unánime de bebida y un aplauso meditabundo que me resultó tan inadecuado como la historia que había contado. Para colmo, la serpiente que tenía al lado se retorció, acercó su cabeza a la mía y me lanzó su veneno con aliento que llegaba empapado en vino dulce.

—Nunca me habían dicho nada tan hermoso —me soltó.

—Querida esposa —repliqué sin mirarla a los ojos—, me encuentro agotado con tantas emociones. Necesito reunir fuerzas. Discúlpame, y también ante los invitados si preguntan. Voy a retirarme a mi gabinete un rato, sin avisarlo, para que no me lo impidan. Vuelvo en cuanto pueda.

Y sin dejar espacio para la respuesta me levanté. Le lancé un «ahora vengo» a Torresani, que me estaba empezando a preguntar algo, y salí por detrás de los comensales para tomar las escaleras decidido a no volver la cabeza así se hundiera el techo y ardiera el piso como en la misma Sodoma.

Una vez en mis habitaciones, entré al dormitorio y lo encontré desmantelado. Se habían llevado hasta la cama, aunque el gabinete continuaba intacto. Oí ruido de golpes y sierra arriba, así que subí con sigilo a espiar. Varios hombres de Torresani habían tomado la planta segunda y hacían y deshacían por doquier. Reconocí a uno de ellos, Marcello, batidor de tinta, el hombre al que se le había muerto la madre el día en que conocí a Torresani, y le pregunté el sentido de aquellos trabajos.

—Estamos preparando los nuevos aposentos que serán de Maria y tuyos. En estas dos habitaciones contiguas y comunicadas.

—No puede ser —le dije—. Maria se va a su casa de vuelta con su padre hasta que hagamos las bodas eclesiásticas.

Era lo acordado. La única concesión que pude arrancarle a Andrea. Mientras no hubiera boda eclesiástica, yo permanecería viviendo solo. Marcello me miró con compasión.

—Bueno, yo no sé… —Entonces, como haciendo acopio de una gran determinación, cambió el gesto, decidido a sincerarse—. Escúchame, maese —dijo—: cuando una mujer entra en una casa como ha entrado esta hoy aquí, después es harto difícil sacarla.

A la angustia que me roía las entrañas se sumó la ansiedad.

—Y los escribas ¿dónde van a dormir? —divagué.

—Abajo, en la planta noble —dijo como si estuviéramos en un palacio—. Allí ya lo hemos trabajado y dispuesto hace rato, excepto lo que antes eran tus habitaciones. Nos han dicho que no traslademos tu gabinete hasta el final. Mira si está todo a tu gusto. Y mañana montamos la librería en la planta baja. Hoy con la fiesta…

—Esa cama —le dije, señalando la mía, que estaba volcada sobre una pared—. Bajadla a donde estaba, ¡rápido!

Marcello avisó a otro menestral. Los seguí con cuidado. En la puerta de mi gabinete estaba Trismegisto llamando.

—¡Aldo, Aldo! —gritaba—: Es maese Andrea. Que dice que te esperan en el baile.

—Dile —lo sorprendí desde su espalda— que estoy indispuesto y he pedido que no me vuelvan a molestar. Y otra cosa: los que están trabajando también tienen derecho a la fiesta. Súbeles todo el vino que puedan beber.

—Entendido —dijo sin entender.

Entonces oí ruido de pasos que venían por la escalera y, ante el pasmo de Trismegisto y los operarios, olvidado de ellos y de mi cama, entré de un salto en el gabinete y eché la llave en la cerradura que había en la puerta desde el robo de Sobre el amor.

Intentando aislarme mentalmente del resto de la casa me puse a revisar los dibujos para el Sueño de Polífilo que había traído Bordone, hasta que, ante la inquietud que me provocaban, he empezado a escribir estos folios sueltos cuyo destino es solo el fuego. Necesito dar cuenta de la verdad que me ahoga, lo que nunca nadie podrá leer.

Mientras, abajo y arriba, el vino enardecía como suele el baile y los trabajos, que han ido luego declinando. En pequeños grupos los comensales salían al amanecer despidiéndose a gritos, hasta que se ha instalado en la casa este silencio de ahora, más ominoso que todos los ruidos del día.

No me lo puedo creer. Acaban de llamar a la puerta. Al abrir estaba Trismegisto deshaciéndose en excusas. Pero no le ha dejado acabar una criada de Maria que lo escoltaba, tan joven como su ama:

—Traigo recado de tu esposa —ha dicho, enarbolando con impertinencia esas dos palabras—. Ya está acostada y tiene algo de miedo en esta casa tan desconocida para ella. Se pregunta si…

Antes de que soltara nada incómodo la he interrumpido.

—Dile a tu señora que te he dado orden de que vayas con ella y no te retires de su cuarto esta noche, para que se sienta segura. —Abrió los ojos hasta que creí que le saltaban de la cara—. Y coméntale que la indisposición me ha tenido postrado hasta este momento, y como la ceremonia me ha hecho imposible atender a los muchos y urgentes trabajos de la imprenta, he decidido quedarme a avanzar en ellos. No llegamos con los libros —he añadido, recordando la muletilla de Torresani—. Ah, ya te habrá indicado Trismegisto que cuando me encierro aquí es para que nadie me moleste, bajo ningún pretexto.

Iba a protestar, pero le he dado con la puerta en las narices. Aunque no creo que resulte tan sencillo librarse de ella: la murmuración será una de sus más terribles armas.

Se acabó. Trismegisto, sabio también en medicina, me dijo ya hace días que debo apartar las preocupaciones o si no mi cuerpo enfermizo no resistirá. Al fuego con estos papeles. Una vez reducido a escrito el pasado, basta con quemarlo para que deje de existir.

El brindis

¡Amigos! ¡Queridos todos…! Muchas gracias, queridos amigos:

Nuestro verdadero anfitrión, que está aquí, Andrea, me regala la oportunidad de pronunciar el brindis. No dejaré escapar la ocasión de agradecerle lo que ha hecho por mí desde que nos conocimos. Muchos de vosotros habéis estado a nuestro lado estos años, así que no voy a cansaros recordando tantos favores. Baste decir que Andrea ha logrado que la felicidad que estaba instalada en su casa entre en la mía para quedarse, primero dándome su oficio y ahora dándome su sangre. ¿Qué más puede pedírsele a un amigo o a un hermano?

¡Gracias de verdad! ¡Gracias…!

Hago extensible ese agradecimiento a todos vosotros, que habéis querido celebrar conmigo la llegada de la felicidad a mi casa, algunos viajando desde muy lejos.

Pero tengo que contaros…, tengo que contaros…

Sí, tengo que contaros que esta mañana el placer de veros llegar se ha truncado con una visión tenebrosa. Entre los invitados, se ha presentado de pronto el visitante más temido por alguien de mi edad. La he visto, con su rostro al tiempo familiar y espantoso: ha venido la Muerte. ¡Sí!

Podéis imaginaros la congoja que me abrumaba ante su presencia. Un silencio como el que guardáis en este instante me ha sobrecogido. ¿Qué hace aquí esa vieja, íntima enemiga? ¿Viene acaso, me he preguntado, a borrar tus sueños, Aldo, para convertir en día de luto el que iba a ser día de felicidad? Como siempre hacemos los viejos cuando nos encontramos con esta señora, he mirado a otro lado intentando olvidarme de ella. A por mí no viene, pensamos siempre. ¡Hoy no, hoy no es mi día!

Pues bien, esas palabras han cumplido su cometido. He pasado la mañana engañado y distraído con los preparativos de la boda. Y justo cuando menos lo esperaba, cuando estaba recibiendo en matrimonio a la que ya es mi querida esposa Maria, cuando estaba contemplando por primera vez su belleza también terrible, la Muerte ha tensado a mis espaldas su arco y ha disparado una de sus temibles flechas. He sentido que me acertaba en la espalda y me atravesaba. Tal ha sido el dolor de la herida rompiéndome la carne que hasta que la he visto asomar por el pecho, pequeña y ensangrentada, creía que era una lanza.

Y, claro, ahora os estáis preguntando cómo es posible que, si la Muerte me ha cazado antes con una de sus flechas definitivas, esté yo en pie ante vosotros, brindando por la salud de todos.

La respuesta a este enigma es muy sencilla. En cierta noche de verano, hace ya mucho tiempo, el Amor y la Muerte cruzaron sus caminos y pararon a dormir en una misma posada. Como viejos conocidos se saludaron, cenaron juntos y se despidieron antes de acostarse. Por la mañana, cuando dejaban al tiempo sus habitaciones, más madrugadores que ningún otro viajero, estos dos ciegos que nunca se quitan la venda de los ojos, tropezaron sin quererlo, y a ambos se les cayeron las aljabas. Tan fieros como educados, los arqueros se pidieron disculpas y recogieron sus flechas a tientas del suelo, sin saber que entre las propias de cada uno se habían mezclado algunas del otro.

Desde entonces suceden cosas horribles. De vez en cuando, el Amor extrae de su aljaba de flechas de oro una flecha de hueso de la Muerte, y muere un joven en el momento en que debería haberse enamorado, y un luto inexplicable se cierne sobre quienes se disponían a celebrar bodas.

Y de igual modo, de vez en cuando la Muerte toma una de las flechas de oro del Amor de entre sus flechas de hueso, como ha hecho hoy, y provoca que un viejo como yo celebre sus bodas cuando está mejor preparado para otras más negras celebraciones.

Por esta burla de la Muerte, y por esa flecha dolorosa de Amor que al ver a Maria me ha atravesado con su punta de oro…, por ella y por nuestra felicidad, brindo con vosotros.

¡Salud!

La fiebre del gineceo

¡No es posible, por todas las malditas Furias que pueblan el cochambroso Infierno! No había vivido nunca, en todos los años de mi vida, una situación tan embarazosa. Y eso cuando apenas se ha cumplido un mes de nuestro matrimonio.

¿Apenas, digo? ¿Acaso quiero más?

Y lo peor es que ahora tengo la horrible sensación de que me ha estado espiando día y noche. Seguro que anda ahí mientras escribo, apostada tras la puerta, esperando a que acabe y salga, para hacerse la encontradiza y agobiarme con su supuesta indefensión y soledad.

Sin embargo, hasta hoy mismo todo parecía ir por el buen camino. En la mañana de después de la boda hablé con ella. Estaba apesadumbrada, pero le hablé de mis fuertes convicciones religiosas y de mi intención de no dar la boda por cerrada hasta que la Iglesia le otorgara su aprobado. ¡Si supiera la verdad de mi íntima apostasía!

Pareció aceptarlo con sometimiento y buenas palabras. Todo quedó entonces aplazado hasta el día de la boda eclesiástica, y yo sabía que Andrea iba a ocuparse de que ese día no llegara.

Pero para desconfiar bastaba con ver el modo en que se daba la alarma si por cortesía entraba yo en las habitaciones, aunque fuera siempre a plena luz del día. Había un instante de confusión en el que todas esas malditas muchachas que la acompañan tomaban consciencia de que debían actuar, y entonces comenzaba la función. Los movimientos coordinados de la escena me envolvían para situarme frente a ella. Y yo les seguía el juego adoptando por pura educación el papel de hombre cortés, pero tieso como una vara. Igual que un espectador alzado a la escena por broma de los comediantes en medio de una representación, balbuceaba a duras penas las palabras que las circunstancias me asignaban, olvidando la inflexión de las emociones en la voz, pisando las entradas de los demás, lívido como aprendiz, hasta que abandonaba con precipitación el lugar, tropezando en el último momento y haciendo como que no escuchaba sus carcajadas.

Lo primero, y no lo menos dañino, es el calor. No hay quien soporte la temperatura a la que viven, con las chimeneas rebosantes de brasas y el humo jugueteando en los ojos. Se le ofuscan a uno los pensamientos.

Pero si solo fuera eso…

No puedo entenderlo. ¿En qué están pensando sus madres cuando las educan? Estas jóvenes que enseñan en la calle mucho más de lo permitido por las buenas y malas costumbres, en casa se comportan ya como fieras, y si uno no ve lo que no hay que ver será porque vuelve la cabeza a tiempo. ¡Qué asombrosa facilidad para mostrar partes inauditas del cuerpo sin que venga a cuento con movimientos de birlibirloque en apariencia inocentes! Aquí lo tienes, aquí lo tenías, no he hecho nada, ¿qué me miras?

Me entran sudores solo de pensarlo.

Soy un hombre razonable y sé lo que es la juventud. Tuve su edad y su fogosidad, por más que yo decidiera cultivar mi espíritu y someterle el cuerpo, renunciando al juego del amor. Pero sé lo que es el amor. Puedo presumir de ser el único hombre vivo que ha leído el tratado más afinado que nunca se ha hecho sobre esa materia, desde la voz y la opinión de Leontion, la mujer más sabia. Y hace apenas unos años, ya en mi madurez, viví un amor, si es que se le puede llamar vivir a ser arrollado por él. Ya nada ni nadie puede encontrarme desprevenido. Entonces, ¿por qué será que me siento siempre a punto de enredarme en telarañas invisibles que intuyo a mi alrededor?

Pero con todo eso podría llegar a convivir. Sin embargo, con lo que se me viene encima no hay quien viva. ¿Qué error he cometido para un castigo así?

La culpa la tiene esa manía de hablar en griego en casa. Se trata de una consecuencia natural de la disciplina del oficio. El griego es nuestra herramienta habitual de trabajo, nos sirve como práctica viva del lenguaje con el que imprimimos. Y además obligarnos a someternos al idioma de la razón mantiene nuestras mentes despiertas elevando su pensamiento, dignificando la labor que nos ocupa y dando solidez a las decisiones que tomamos.

Acepto que no deberíamos haber adquirido una costumbre que atenta contra la cortesanía cuando hay visita, aunque se haga sin mala intención, pero no podía ni imaginar un castigo así, ¡por la Sibila! Se me ha quedado grabada la cara de Trismegisto. Era todo un poema. Era la Ilíada misma al completo, sin que le faltara un solo verso. Ignoro cómo lo hizo para sostener en las manos la bandeja con el asado. Yo no sabía si meterme debajo de la mesa o abandonar corriendo la casa, coger una barca y perderme por los canales.

Maria y yo estábamos sentados a la mesa. Trismegisto acababa de servirnos el asado.

He recibido una serie de instrucciones de tu adorable niñita, Aldus —me comentó en griego.

¡Magnífico! —le contesté—. Espero que podamos complacerla y que se sienta como en su casa.

Bueno —siguió él—, no hay nada imposible de llevar a cabo, incluidas las órdenes que afectan a tus habitaciones.

¿Mis habitaciones? ¿De qué tipo de órdenes estamos hablando?

¡Es una esposa de valor incalculable! Quiere que las caldeemos.

Entonces la miré. Tenía la cabeza inclinada sobre el plato, en un gesto de recogimiento que empezaba a resultarme habitual en ella, y estaba trinchando la porción de pechuga de ganso que Trismegisto le había servido. Levantó el rostro en ese instante, quizá, pensé, porque intuía que yo la estaba observando, y al cruzarse su mirada con la mía me dedicó una de sus deliciosas sonrisas. Se la devolví.

¿Será posible? —le comenté a Trismegisto sin perder el gesto, con un cinismo que me parecía épico—. ¡Y te habrá dado alguna razón para que lo hagas aumentando el gasto de la casa!

No he considerado oportuno preguntarle. Nunca he sabido disputar con mujeres, prefiero huir de ellas.

Trismegisto me conmueve profundamente. Es como yo: un adorador del trabajo, pero más natural, más instintivo y, al cabo, más hondo. En las labores para la imprenta que hacemos aquí, la selección de manuscritos y la edición de los textos, no ayuda mucho, la literatura no le interesa. Su sabiduría es de otro orden: sabe vivir, y no tanto porque conozca el futuro en sus cartas astrales, cuyo lenguaje metafórico se conforta en la vaguedad para no concretar nada. No por eso sino por pura intuición. Posee una sabiduría popular, cargada de desfachatez y misantropía, con la que es fácil congeniar. Al hablar con él, me veo arrastrado a su visión pesimista del mundo.

Te entiendo, hermano mío —mascullé un tanto envarado, escondiéndome a gusto tras el idioma griego.

¡Debemos disponernos a partir de ahora —continuó Trismegisto— a escuchar disparates como nunca hemos oído, qué remedio! De momento puede que su timidez sea mayor que su determinación, pero… ¡ya verás! La más espabilada de las mujeres adultas tiene la mentalidad de un muchacho de diez años.

¿Por qué no me callé? Podía haber callado, pero no lo hice.

Creo que la única manera de hacer que entren en razón, cuando se les mete en la cabeza una ocurrencia como la que te ha pedido —dije—, es darles una buena azotaina.

Zeus les otorga ese cuerpo para que no tengan que usar el entendimiento —remató Trismegisto—. No saben lo que dicen. Y lo que es peor: no saben lo que quieren. Se guían por los caprichos y su mayor deleite es el chismorreo. No sé si me entiendes

Iba a continuar, lo confieso. Me causaba un alivio tremendo arremeter contra ella así, en su presencia. Pero no fui yo el que habló a continuación.

A veces hasta los más altivos dioses chismorrean. Por no hablar de los varones humanos.

Eso fue lo que dijo Maria, literalmente, en griego, y lo dijo de un modo tan natural que estuve a punto de darle la razón. Hasta que caí en la cuenta de que había escuchado y comprendido toda nuestra invectiva cuartelaria contra las mujeres. El silencio me embargó, entonces.

¿Ninguno de los dos ha pensado que si he pedido que caldeen las habitaciones —me estaba mirando a los ojos, furiosa— es para intentar evitar que el frío te asalte cuando te encuentra dormido en tu sillón en vez de en tu cama, como sin duda hace cada madrugada? —Iba tomando carrerilla poco a poco—. Esos achaques de los que andas quejándote desde la mañana a la noche, como tu incapacidad para dormir, no pueden deberse a otra cosa que a la falta de un descanso en condiciones.

La sangre se me agolpó en la cara. ¿El cretino de Andrea había decidido en algún momento de delirio ponerle profesor de griego a su hija?, fue cuanto pude pensar en mi aturdimiento. Pero poco importaba ya la razón. Maria habla con todo el humor coloquial, la gravedad y la poesía de Homero. Al lado del suyo, mi griego es el de un niño balbuciente.

Trismegisto, como cobarde, abandonó abochornado la habitación sosteniendo a duras penas la bandeja con los restos del asado. Para mí no había escapatoria posible. Intenté excusarme de alguna manera, pero las frases que me venían a la cabeza eran en torpe romance.

En cuanto a la azotaina que quieres darme —de nuevo sus ojos atraparon los míos, hiriéndolos con una luz cruel—, me avergüenza que eso sea lo más cercano que has llegado a concebir la idea de cumplir conmigo tus obligaciones de esposo.

Eso dijo. ¡Ay! Ni la bruja Circe habría reconvenido a Ulises con tan hirientes palabras. Por mi parte, habría preferido mil veces convertirme en cerdo mudo allí mismo. Al terminar, se limpió elegantemente la boca con el faldón del mantel, arrastró la silla hacia atrás, se levantó, arrojó el faldón de un manotazo sobre la mesa y salió a zancadas del comedor.

Nunca, en todos los días de mi vida, había sentido con tanta intensidad el deseo de desaparecer. ¿Qué absurda fuerza hereditaria me había llevado a adoptar la filosofía barata y tabernaria de mi pobre padre, con el que nunca he estado de acuerdo en nada? ¡Yo hablando de mujeres, el tema que con mayor escrúpulo había evitado siempre, y delante de una!

Permanecí solo en la habitación un buen rato. El muslo de ganso se reía de mí, frío, desde el plato. Tuve que desechar la posibilidad de abandonar la casa como me pedía el cuerpo. Sabía que si salía en aquel momento nunca haría acopio de las fuerzas necesarias para regresar. No me quedaba otra solución que ir a pedir disculpas a mi mujer. Me levanté a duras penas y fui en su busca con la cabeza saturada de frases ceremoniosas e inútiles. La puerta que daba acceso a sus habitaciones estaba entornada. La abrí. De dentro me llegaron entrecortados sus sollozos.

—¡Soy Aldo! —llamé con la mayor humildad que supe imprimirle a mi voz—. Vengo a pedirte perdón.

Se hizo el silencio. Pasé despacio. Su vestido púrpura estaba arrojado al pie de las cortinas que cubrían el vano de la puerta del dormitorio. Entré y me senté en el borde de la cama. Las colgaduras del dosel se agitaban ante mis narices haciéndome cosquillas. Me sentía ridículo. Ella estaba tumbada de bruces, semitapada por la ropa de cama. Una pantorrilla alzada, blanca y deliciosa, brillaba ante mí con los restos de luz plateada de la tarde que se asomaba al dormitorio por las rendijas de las cortinas. «Tus obligaciones de esposo», recordé que había dicho, poseída por la cólera.

Así resultaba todo aún más difícil. Tuve que apartar las inconcretas pero muy obscenas representaciones que se hizo mi imaginación de nuestros cuerpos luchando sobre aquella misma cama en un garabato de dos cabezas que se miraban asombradas, como si se acabaran de encontrar desde los extremos de una serpiente anfisbena.

—Hija mía… —dije en romance, para no confundirme—, querida hija… Yo…, yo… lamento tanto mis palabras… No sé cómo pedirte disculpas, ni cómo demostrarte que no pienso ninguna de las estupideces que has escuchado. Lo único cierto de nuestra deplorable conversación es lo que ha comentado Trismegisto: ni él ni yo sabemos tratar con una mujer. Y lo peor es que a mi edad va a ser muy difícil aprender. No puedo asegurarte que vaya a conseguirlo, aunque sí te prometo que lo intentaré sin ahorrar ningún esfuerzo. Sé que ahora no te resultará creíble. No quiero que me perdones ya, entiendo que es imposible. Pero me conmueve en lo más hondo que hayas buscado un remedio para mejorarme la salud. Así que te ruego que pienses también en algún modo de hacer más agradable tu vida aquí, y que me lo hagas saber cuanto antes. Sin duda… —continué estimulado por su silencio: había levantado la cabeza de la almohada con atención seria, aunque sin acabar de volverse hacia mí—, sin duda todo esto te resultará muy incómodo, cambia cuanto quieras en la casa para convertirla en una casa tuya, sin reparar en gastos. Y pídeme, por favor, cualquier cosa que me ayude a compensar mi estúpida falta de tacto.

Mientras hablaba me había quedado embobado, absorto en el tamborileo al aire de los exquisitos dedos de su pie desnudo. En un gesto brusco el pie huyó entre las mantas, deshaciendo mis fantasías. El cuerpo de Maria giró sobre sí, se incorporó y se recostó contra la cabecera de la cama. Por fortuna tuvo el pudor de aferrar una sábana de seda con la que se tapó el pecho, y aun así la silueta de sus hombros al aire me mareaba y me trajo a la mente, sin remedio, la de los hombros añorados de Marietta.

—Hay una cosa que no me atrevía a pedirte —dijo.

Tenía la voz tomada por el llanto reciente.

—Nada me daría más felicidad que concluir mis disculpas con un regalo —insistí—. ¡Cualquier cosa!

Su rostro era apenas una sombra para mí en ese momento, aunque pude entrever la sonrisa que lo abría de oreja a oreja.

—Me gustaría trabajar en el taller —soltó.

—¿Cómo?

Había escuchado perfectamente sus palabras, pero al mismo tiempo había desechado lo que entendía como una insensatez.

—Mi padre se negaba a enseñarme el oficio. Aunque me había apañado para que me dejaran vivir en Venecia desde niña y espiaba a mis hermanos cuando aprendían. Después, en el monasterio de Rupertsberg, protegida por la comunidad de mujeres confinadas ahí por sus familias y resueltas como yo al crecimiento personal y el estudio del griego, puse en marcha la vieja imprenta del convento y he practicado. Sé hacer cualquier cosa que otro haga en la imprenta. Sé corregir en romance, germano, latín y griego. Sé componer, entintar y tirar. Sé hasta abrir tipos ¡y encuadernar!

Me habría encantado tener delante en ese momento al necio de Andrea para estrangularlo con mis manos. ¡Cuánta solicitud en esconder aquel demonio implacable que me golpeaba como a títere en figura de villano!

—Bueno… —intenté razonar—. No me pides nada sencillo. Qué dirían los muchachos… —¿Cuál sería el significado de esa sombra que se había asomado a su rostro?—. Pero me he comprometido contigo… Soy la mayor autoridad de la imprenta, al fin y al cabo. Y no se puede decir que nos sobren los cajistas. Tendrán que aceptarlo.

De cualquier modo, no se divisaba salida alguna al exterior del elaboradísimo laberinto en el que me había internado.

—¡Mil gracias! —gritó.

En su entusiasmo soltó la sábana y uno de sus pechos quedó al descubierto inesperado, grande, blanco, de adulta. Me puse en pie de un salto, como si se me hubiera saltado un resorte interno. Ella se dio cuenta de la causa de mi extraña reacción y volvió a taparse rápido con la sábana, aunque yo había conseguido retirar la mirada y dirigirla a mis propios zapatos. Tenía unas irresistibles ganas de llorar. En mi memoria estaba comparando su seno con los de Marietta, tan queridos y tan distintos. ¿Qué extraños embrujos esconden todavía todos esos cuerpos de mujeres que durante tanto tiempo he conseguido negar y borrar del mundo?

—Pues entonces me voy —dije, intentando demostrar que no me afectaba—. Te espero mañana mismo en el taller. Pero ten en cuenta que debes estar a la altura, más aún siendo mi mujer. No puedo dejarte trabajar ahí si no cumples…

Salí huyendo de su santuario con la máxima determinación que pude imprimir a mis temblorosas piernas. Y no paré hasta llegar a la Riva degli Schiavoni para contemplar los barcos varados, que me transmitieron su paz y calmaron el ardor que me consumía. Todo en vano, porque aquí estoy horas después, ante el escritorio de mi gabinete confortablemente caldeado por Trismegisto, con el cuerpo hirviendo como el de un joven.

Ignoro qué otros secretos guardará esta Esfinge que se ha posado en mi casa. Y mañana en el taller… Soy el que determina el modo de trabajo, aunque hasta ahora cada una de las decisiones se ha tomado siempre por fácil consenso. Imagino el enfado, las burlas, cuando vean que he metido a mi esposa en nuestro templo.

Pero basta. ¡Al fuego, al fuego! Ver estos papeles ardiendo me dará fuerzas. El fuego es la alternativa a la imprenta. Frente a los papeles para la réplica, la repetición y la reduplicación, están los papeles que no merecen el mundo, los papeles de la nada, los papeles para el fuego.