Retiro en Novi
De Aldo Manuzio a su querido Andrea Asolano, salud.
Preguntas cómo dispongo las jornadas de estío en esta villa de Novi. Despierto cuando quiero: normalmente al amanecer, a menudo antes, después es raro. Las ventanas permanecen cerradas y entonces, de maravilla, en el silencio y la oscuridad, aislado de cuanto me distrae, libre y abandonado de mí, dejo que los ojos sigan a la mente, y no la mente a los ojos, para que no puedan ver sino lo que el pensamiento ve.
Así medito sobre lo que traiga entre manos, medito cada palabra, como si lo estuviera escribiendo y corrigiendo, en breve o por extenso según lo difícil o fácil que me resulte de componer y retener. Llamo al secretario y, dejando paso a la luz, le dicto el texto. Se va, vuelvo a llamarlo y a despacharlo.
Después de tres o cuatro horas —me molesta andar pendiente del tiempo—, según se presente el día, sigo meditando y dictando por la alameda o el porche. Monto en el carro, y ahí continúo igual que caminando o en la cama. La concentración se mantiene y hasta se intensifica por los cambios. Echo una cabezada, luego paseo y después leo algún discurso griego o latino con claridad e intensidad, más por el estómago que por la voz, aunque a la par también esta se fortalezca.
De nuevo paseo. Me ungen, masajean, bañan. En mis cenas, esté quien esté, se lee un libro. Tras la comida, o comedia o lirista. Después deambulo con los míos, entre los que no falta algún erudito. Así se extiende la tarde en discusiones varias, hasta que incluso el más largo día declina.
A veces este orden se trastoca, pues si se alarga el descanso o el paseo, tras la siesta y la lectura, dejo el carro y monto a caballo, más brevemente y veloz. No faltan amigos que me visitan desde ciudades cercanas para robarme parte del día y, en ocasiones, socorrerme interrumpiendo a tiempo mis fatigas.
Cazo de vez en cuando, no sin mis tablillas, por lo que, aunque nada cobre, siempre me traigo algo. También dedico tiempo a mis labriegos —nunca el suficiente, según ellos—, cuyas quejas campesinas me hacen añorar nuestras cartas y los asuntos de la ciudad.
Vale.
En vez de aplicarle los polvos para secar la tinta, Aldo Manuzio rompió en pedazos la carta que acababa de escribir. La sensación de que todas y cada una de las palabras que dirigía a Andrea eran suyas, y no de la singular epístola de Plinio a Fusco, se había desvanecido al releer aquel texto que llevaba grabado desde joven en la memoria. La complacencia con que la Fortuna dedicaba su sonrisa al opulento Cayo Plinio se convertía para Aldo en burla.
Se daba a la nostalgia sin poder evitarlo, pues recordaba el regalo de aquella villa como la sorpresa que coronó un tiempo de paz y felicidad que ya no volvería. Le fue entregada por Alberto Pio tras un viaje a caballo a conocer los terrenos, cuando ambos decidieron que Aldo marcharía a Venecia con la misión de aprender a imprimir, para volver luego allí e instalar, junto al principado de Carpi, una corte de sabios que supervisara la impresión de los grandes textos de la literatura griega. Una donación a la humanidad sin precedentes, que preparara la llegada de un tiempo de sabiduría y de paz y convirtiera a Carpi en la nueva Atenas, centro de un mundo distinto, verdadero.
Y ahora, transmutado al fin en impresor de prestigio, ¿qué posibilidades le quedaban de alcanzar aquel sueño? Él mismo había cerrado el proyecto de la imprenta en Novi, por mucho que durante un tiempo hubiera mantenido las posibilidades de retomarlo. De hecho, envió a su discípulo Benedetto Dolcibelli a montarla en Carpi, y el muchacho logró poner en marcha un torno e imprimió alguna obra latina (el griego le quedaba todavía muy lejos). Aldo, incluso, cuando vio que Torresani lo obligaba a firmar el contrato de boda con su hija, envió también al cretense Marco Musuro, el más capaz entre sus colaboradores, a continuar con la instrucción de Dolcibelli y a contentar con su sabiduría a Alberto Pio, manteniendo la ilusión del proyecto. Pero Musuro, que se había hecho a la vida sin freno de Venecia, no aguantaba la paz de Carpi y peleó con denuedo por su regreso.
Esa pasión por estar en el centro del mercado había alcanzado también a los eruditos, que ya no se contentaban con servir a un señor, adoptar vergonzosamente sus ideas y sus intereses como si fueran propios y medrar en pequeñas cortes. No les importaba ser servidores, pero querían pasear con su máscara de poetas ante el mundo, escribir libros de fama que las imprentas reprodujeran y repartieran por Europa, colocar su nombre junto a los de Dante, Petrarca y Boccaccio en el panteón de los grandes hombres de letras de todos los tiempos. Hasta él lo había intentado, pese a carecer, como sabía, de la menor gracia para escribir. Cuánta inocencia, y también cuánta vanidad.
No había ninguna posibilidad de avanzar en aquel proyecto. Y aunque la hubiera, ¿qué le importaba eso a Aldo? Ahora solo pensaba en lo arrebatado de su caída gradual, para la que no encontraba remisión. La cercanía de la muerte en aquella taberna de Casalromano lo había enfrentado a su pasado inútil, y de todo ello un único hecho bullía aún en su memoria: la imagen de su esposa arrebatada y poseída por el fauno. Se habría conformado con una única merced: que alguien le arrancara del pecho aquel dolor aunque tuviera que llevarse también el corazón.
En cuanto a su futuro, la única posibilidad alternativa a retirarse definitivamente en Novi que le quedaba era retomar la vieja pelea por el favor del emperador romano germánico, Maximiliano, para montar una imprenta en Innsbruck, en Viena…, donde quisiera el emperador, y hacer para él la Biblia políglota soñada por tantos cristianos. ¿Quién, sino Aldo, iba a ser capaz de lograr una edición así del libro de libros?
Y Maximiliano, al que Aldo había enviado cada uno de los títulos que había impreso hasta el momento, siempre mandaba respuestas alegres en las que aceptaba sus propuestas en todos los términos y aseguraba que iba a proveerlo de una partida de dinero para que pudiera llevar a cabo su proyecto. Pero la partida nunca llegaba. Así que todo ello no era más que otra vía abierta para alimentar su desesperación.
Por lo demás, la carta de Plinio reflejaba su vida en Novi, anticipándose desde la antigüedad como solo son capaces de hacerlo los textos inmortales. Aunque para que el reflejo fuera fiel había que añadir pequeños matices. Despertaba temprano, pero sobresaltado por la angustia. En el silencio y la oscuridad lo asaltaba el demonio de los celos. Y cuando harto de mascar su desdicha abría paso a la luz, quien venía a acompañarlo era Giovanni Pico, en su nueva encarnación de Hecaterino, cuya visión despectiva del mundo lo sumía en aquel pozo del que no acababa de ver el fondo. Nadie lo ungía ni masajeaba ni bañaba. Torpes y perezosos, tres criados que trabajaban en sus tierras a costa de Alberto Pio desde el tiempo en que el príncipe se las regaló permanecían durmiendo hasta bien entrada la mañana, ya que dedicaban gran parte de la madrugada a beber importunando su descanso con gritos y carcajadas. Nunca se alejaba demasiado de la villa, incapaz de manejar el carro y hasta de cargar con su propio peso. Y si llegaba algún visitante, se escondía en la casa amenazando con el despido a cualquiera que descubriera su presencia allí.
Esa y no otra era la vida declinante de Aldo en su retiro en Novi.
La aparecida
La pereza se acentuó en el rostro de Aldo, aquella tarde en que reposaba indolente, recostado en la pequeña logia de la villa, al contemplar alzándose a lo lejos la polvareda de un carro. Tenía que bajar a encerrarse en su gabinete si no quería verse importunado. ¿Dónde estaban los criados? Cuando consiguió levantarse, el carro andaba ya muy cerca del caserón y entonces lo vio: llevaba la enseña de Torresani, la torre flanqueada por sus iniciales. Una súbita angustia le robó la pereza.
Al final había escrito a Andrea una carta convencional excusándose por su repentina partida y comentándole que se hallaba retirado en Novi, sumido en necesarias meditaciones que el ajetreo de su vida en los últimos años había obligado a posponer durante demasiado tiempo. La respuesta de Andrea no se había hecho esperar, y la lectura le había dejado un peso sobre el corazón del que no conseguía librarse.
Torresani no había dictado la carta a su hija Maria, como solía cuando no conseguía encontrar a Aldo: la letra era la de trazo torpe de su suegro, y el texto se estancaba en frases deslavazadas. En una alusión a Maria se decía de ella que estaba «hundida en pensamientos negros». El adjetivo le punzaba ahora en el pecho. Sin pensarlo más, Aldo bajó a recibir las noticias que el carro traería sin duda, y en el tiempo en que recorría las escaleras de la casa presagios oscuros lo atormentaron. Veía a Andrea llorando, el rostro blanco y afilado del cadáver de Maria asomando apenas del sudario. Se imaginaba a sí mismo diciendo frases tan patéticas como convencionales mientras sostenía en las manos el velo dorado que Maria llevaba el día en que vio por primera vez su rostro, el velo que él había hurtado tiempo después y conservaba todavía, el único equipaje con el que había abandonado Venecia, además de los libros.
Cuando cruzó el portón de la casa, el carro accedía al patio despacio. Al rebufe y el piafado de los caballos se detuvo. El cochero saltó del pescante y abrió la portezuela.
Pero quien bajó de allí no fue el padre, como esperaba Aldo, sino la hija.
Maria venía envuelta en una manta de viaje, con el cabello suelto y el mismo rostro extenuado, pálido y afilado que Aldo había imaginado para su cadáver, así que los presagios torvos no abandonaron su pecho. Ante ella, Aldo no conseguía articular palabra ni moverse, como en una pesadilla.
—Estoy preñada —dijo ella abriendo la manta y mostrando el amplio bulto de su barriga bajo el vestido—. Llevo nueve días pasando de literas a carros y de carros a literas. No puedo más. Hasta mi criada me ha abandonado durante el viaje. Sé que no merezco tu perdón de marido, pero necesito la ayuda del amigo que fuiste. Solo hasta que nazca el niño.
El rostro de Maria se contrajo de pronto. Abrió la boca como para añadir algo, aunque antes de lograrlo se desvaneció desplomándose sobre el suelo empedrado del patio.
Aldo supo ahí que no era un mal sueño, porque, abalanzándose sobre ella, pudo gritar:
—¡Hecaterino, ayuda!
Entre los dos subieron a la habitación de Aldo a Maria, que hizo aguas por las escaleras. Entonces Aldo se arrepintió de veras de la primera decisión que había tomado al llegar a Novi, abiertamente misógina: despedir a las dos mujeres que había en el servicio.
Mientras Maria comenzaba el lamento con que las parturientas recuerdan a los hombres que el estado del mundo al que traen a sus hijos no es el que debiera, Aldo y Hecaterino se desesperaban. Alguien tenía que tomar algún tipo de decisión, y fue Aldo el que habló:
—Pide a uno de los criados que vaya sin perder un instante a Novi a buscar una comadrona. Los otros dos, que dispongan lo necesario: palanganas de agua hervida y…, y trapos limpios…, y…
No se le ocurría nada más.
—Los criados están durmiendo. Se emborracharon por la mañana, de nuevo —dijo Hecaterino. Era la primera vez que veía el terror en el rostro de Giovanni Pico desde que lo conociera en Ferrara.
—Pues entonces despiértalos, y diles que como no hagan todo eso ya, los mataré con mis propias manos.
Hecaterino se quedó mirando a Aldo, tan sorprendido como él mismo. Después, sin añadir palabra, bajó a despertar a los criados.
La casa se llenó de actividad enseguida. Asomado a la ventana de su cuarto, en el que velaba por Maria aplicándole paños calientes y tomándola de la mano cuando volvían los dolores, Aldo miraba a cada rato por las ventanas el horizonte, pero el carro no regresaba con la comadrona.
Vino de cabeza al mundo. Era varón. Lo recogió Aldo al salir de su madre, ante el asombro de Hecaterino, que tampoco había presenciado nunca un nacimiento. Y fue también Aldo el que le dio los primeros, torpes azotes, antes de que llorara. Después se lo entregó a Hecaterino con mucho cuidado, para atender a la madre.
A Hecaterino no le gustaban los niños, y menos ensangrentados, así que lo dejó de cualquier manera sobre una mesa en la que se habían dispuesto dos palanganas.
Reclamado por los berridos con los que los recién nacidos rechazan haber venido al mundo y solicitan que vuelvan a ponerlos donde estaban, tan plácidamente, Aldo dejó a Hecaterino al cuidado de Maria, tomó al niño, lo lavó, lo acunó en sus brazos consiguiendo que dejara de llorar y, cuando acabó, se dispuso a entregárselo a su madre para que lo alimentara.
Pero Maria rechazó al hijo. Ni siquiera lo miró.
—He oído —dijo Hecaterino— que el mejor alimento para los niños cuando su madre no puede dárselo es la leche de cabra, más aún que la de vaca. Hay una cabra recién parida en el establo. Vamos allá.
Determinado a cuidar al niño mientras la madre no lo aceptara, Aldo lo puso a mamar de la cabra. Y mientras lo veía mamar, decidió llamarlo con el nombre de Manuzio, para protegerlo de su bastardía. Manuzio solo iba a resultar raro. Manuzio Marco, pensó. Manuzio Marco Novesi.
Cuando llegó en el carro la matrona, a la puesta del sol, gran parte de su trabajo estaba ya hecho. Encontró a Aldo sentado en un banco del jardín, conmovido, con el niño dormido en brazos.
El impresor de impresores no sabía que, como ocurre con el resto de los mamíferos, la naturaleza crea lazos idénticos a los que unen a un padre con su hijo entre el hombre que se hace cargo de un niño rechazado y el niño mismo.
En los primeros días tras el parto, Aldo entraba a media mañana en el cuarto en el que descansaba Maria en penumbra, abría la ventana, se sentaba en el borde de la cama, le ofrecía un cuenco con miga de pan empapada en vino, que ella rechazaba, y después le tomaba la mano y permanecía allí en silencio durante un tiempo. Cada día algo más.
Al tercer día Maria comió un poco, y desde entonces lo hizo a diario. Una semana después, Aldo empezó a hablar ante ella. Contaba los pequeños sucesos en la vida de la villa, pero sin mencionar a su hijo Manuzio Marco.
A la semana siguiente, Aldo comenzó a visitar a Maria también por las tardes. Llegaba con un libro debajo del brazo, el único que Maria había incluido en su equipaje al salir de Venecia: La naturaleza de las cosas, de Lucrecio. Se sentaba de nuevo a su lado, en el borde de la cama, y comenzaba la lectura de los versos, que reanudaba día a día.
Habló ante ella por primera vez del pequeño Manuzio Marco al final de aquella misma semana, una mañana, como por descuido. Solo dijo que el niño tenía la frente de su madre, la sonrisa de su abuelo.
Y después, día a día fue añadiendo información sobre el comportamiento cotidiano del niño en su monólogo. Hasta que una vez, a las seis semanas, se presentó en la habitación con el pequeño Manuzio Marco, además del libro de Lucrecio. Hizo todo como cualquier otro día, pero con el niño en brazos. Maria lo miraba de vez en cuando, con el rostro inexpresivo que había mantenido desde el parto. Entonces, cuando Aldo iba a salir, ella pronunció las primeras palabras desde su desvanecimiento al llegar a Novi:
—Déjame verlo —dijo—. ¿Cómo se llama?
—Manuzio, como yo —respondió Aldo—. Manuzio Marco Novesi. —Y se lo entregó.
Después ella ya no quiso separarse de él.
Transcurrió otra semana y Maria bajó al jardín con su hijo para escuchar ahí la lectura diaria que Aldo hacía de los versos de Lucrecio. Unos días más tarde Aldo la animó a montarse en el carro. Había practicado lo suficiente para aprender a guiar los caballos. Le enseñó los terrenos y le explicó cómo le fueron regalados.
La villa blanca en la ladera de una suave montaña, el riachuelo que desemboca en la pequeña laguna rodeada del bosque pequeño y frondoso… El lugar cautivó el corazón de Maria, que poco a poco se incorporó a la vida en Novi. Y cuando ya estaba asentada, Aldo le pidió permiso para tomar lo que tantas veces había rechazado. Ella lo invitó a su pequeña habitación, y allí fermentó el amor.
Dejemos a los amantes en su soledad, porque el amor, cuando se bebe como un placer pequeño, no trae enseñanzas ni burlas ni emociones sino para quienes lo viven: no sirve para ser contado. Baste saber que, en ese día y los siguientes, tanto el inexperto viejo como la muy experta joven aprendieron a ser felices con lo que para ambos, como para tantos, había sido antes insatisfacción, pasión, saciedad, dolor, angustia y, sobre todo, fuente de sufrimiento. Y que a ello ayudó la puesta en práctica de algunas posturas que Aldo, pese a su impericia, conocía de haberlas leído en el capítulo final del tratado perdido de Epicuro.
La pequeña felicidad que alcanzaron les permitió también abrir sus corazones sin herirse. De este modo, Aldo conoció que, en realidad, Maria había recibido con alegría la noticia de la boda que le proponía su padre por la edad avanzada del novio, con la esperanza de una viudez temprana que le permitiera vivir sola y a su aire al alcanzar la madurez, pues para una mujer no había otro modo de hacerlo. El día de la boda, sin embargo, las palabras de Aldo, su brindis, le causaron una herida de amor inesperada. Y luego fue la propia resistencia de Aldo lo que venció la resistencia que ella tenía.
Incapaz de seducirlo, Maria aplicó la doctrina de Lucrecio para soportar los embates de la enfermedad del amor, huir de él repartiendo el deseo en vez de volcarlo en uno solo:
… y volver la mente a otro sitio,
y el zumo criado arrojarlo a un cuerpo u otro indistinto,
y no retenerlo, una vez que se ha vuelto al amor de uno y mismo,
y andar para sí guardando cuidado y cierto martirio,
pues se encrudece la llaga y se añeja, al darle pabilo,
y se hincha el furor día a día y se agrava el mal desvarío,
si no has de reciente la herida con nuevos tajos transido
y, vago, en el público amor vagabundo buscas alivio
o puedes los ímpetus del corazón a otro amor dirigirlos.
Su infidelidad, por tanto, no había sido producto de una noche con Trismegisto. Desde la firma del contrato entre Torresani y Manuzio, Maria había logrado calmar sus deseos con distintos hombres que buscaba por lo general, pero no siempre, fuera de la casa y el taller, para no perjudicarlos en caso de ser descubierta. Hasta la llegada de Santo, con el que Maria había vivido otro amor, esta vez tempestuoso, quizá por prohibido y culpable. Solo ahora comprendía, al escucharlo de boca de Aldo, que aquel amor había sido ideado por su propio marido, que luego no supo constatar el éxito de su plan a causa del cuidado con que ellos lo escondían.
Como cualquier mujer que hubiera estado un tiempo en un monasterio, Maria conocía los secretos para impedir el embarazo, incluido el más eficaz, las fundas realizadas con tripa de ternera o vejiga de cabra. Pero lo que no conocía era el modo de controlar la pasión, que impide algunas veces a los amantes usar de estas artimañas con corrección. De hecho, ya estaba embarazada la noche en que Aldo la sorprendió con Trismegisto, como podía comprobar con facilidad: habían transcurrido apenas siete meses entre el día de la boda y la llegada de Maria a Novi.
Trismegisto se había hecho pasar por Aldo, aquella noche en la que Maria lo esperaba, aprovechando la gran borrachera de ella y conducido por la que él mismo llevaba. Un día después de la marcha de Aldo, había desaparecido también el cocinero griego, lo que revelaba que no era sino una víctima más de la confusión del impresor, como todos, quizá.
Por su parte, el pequeño Manuzio Marco era hijo de Santo, Maria no tenía de eso ninguna duda.
El tiempo, entonces, se detiene en Novi para que los amantes saboreen engañosamente su felicidad. Pasan los días y entre los dos cuidan al niño y, con semejante cariño, el pequeño huerto que Aldo planta de su mano junto a la villa, cumpliendo el ancestral deseo de los ciudadanos, que anhelan siempre el campo con vanidad urbana. En los ratos libres se entretienen recordando el día primero del tratado Sobre el amor. Es el modo de conservarlo ligado a sus vidas, en recuerdo de los otros seis días perdidos.
Huerto deshecho
Una mañana Aldo y Maria despiertan y ven que no queda en la villa ninguno de los criados. Por la noche han huido tras robar comida y algunos animales de la casa. Hecaterino va a Carpi en busca de noticias de Alberto Pio. Son malas noticias: envuelto desde hace tiempo en guerras territoriales con el duque D’Este, Alberto ha perdido el castillo y su dominio, y ha tenido que huir a Francia. Los criados llevaban sin cobrar varias semanas. Para avisar a Aldo, el príncipe envió desde Carpi a la villa un correo que nunca llegó, probablemente por deserción.
Aldo escribe a los hermanos Agostini solicitándoles dinero de su cuenta. Pietro Agostini le dice a vuelta de correo que Torresani tiene prohibido cualquier movimiento en esa cuenta. Entonces Aldo escribe a Torresani solicitando que le envíe parte de los beneficios de su asociación, pero la negativa de Torresani no se hace esperar: la imprenta de la que son socios se halla en quiebra, dice. Torresani le pide a Aldo que regrese a Venecia para intentar remontar la nueva crisis, que él no puede manejar por encontrarse enredado en una disputa con los campesinos que explotan sus terrenos en Asola. De momento, asegura que se ha visto obligado a cerrar la casa de Campo Sant’Agostin despidiendo a los sirvientes y los colaboradores de Aldo. Se dispone ahora a vender la casa, que pertenece a Aldo como regalo de Alberto Pio en la boda eclesiástica con Maria.
Aldo y Maria reciben la información del nuevo estado de las cosas de manera muy distinta. Aldo cree que la solución mejor es volver por un tiempo a Venecia, de donde salió con demasiada precipitación, y reconstruir el proyecto inicial de la imprenta, para dejar luego a alguien al cargo de todo y volver a instalarse en Novi a costa de los beneficios.
Pero Maria no está de acuerdo en absoluto. Si hacen eso, dice, caerán en las garras de su padre, cuyos métodos para lograr que la gente dependa de su dinero son admirables, como sabe bien Aldo, y entonces nunca podrán regresar a Novi.
Aldo insiste: eso le permitiría redoblar sus esfuerzos en la búsqueda de Sobre el amor. Tiene pendiente hacerse con unas versiones de El mendigo que pueden depararles magníficas sorpresas. Por ejemplo, le han hablado de una adjunta a un Antiguo Testamento de la Peshitta, la traducción siriaca de la Biblia hebrea. Está en poder de una comunidad cristiana, secreta, de Antioquía. Pero para comprarla no ve otro modo que organizar un viaje, que solo podría partir de Venecia. Y hay varias versiones más de esa obra en las que puede volver a aparecer Sobre el amor, localizadas por colaboradores suyos en distintos puntos del mundo, cuyos dueños se resisten a venderlas. Habría que negociar directamente cada caso.
Los días transcurren sin que se pongan de acuerdo. En uno de ellos, tras una mañana de bochorno, se desata por la tarde una tormenta terrible. Aldo y Maria discuten en la villa.
Aldo le recuerda a Maria que el acceso de ambos a la felicidad viene dado en esencia por el modo en que sus lecturas los han llevado a plantearse la vida. Por eso la imprenta tiene interés en sí, como forma de extender esa felicidad. Y sobre todo buscando Sobre el amor para poder entregárselo al mundo.
Maria le recuerda a Aldo que solo han conseguido la felicidad al alejarse de la imprenta y de Venecia, y que no se puede dar a nadie felicidad si no se posee. En Novi tienen la casa, unos animales y el huerto. Con eso pueden vivir. La obra de Epicuro ya fue leída por muchos en su tiempo, y no cambió el mundo. No importa si Aldo vuelve a dar con ella, una posibilidad bastante utópica, porque la Iglesia la destruiría de nuevo, a él lo excomulgarían y nada habría cambiado.
Fuera el viento no deja de aullar y la tormenta se convierte en tornado con la llegada de la noche. A la mañana siguiente, el huerto está deshecho y el establo derruido. La mayoría de los animales han desaparecido.
Maria contempla los efectos de la tormenta desde la puerta de la casa, abrazada a Aldo. Le dice que lo acompañará a Venecia porque quiere estar unida a él. Pero afirma que no va a aceptar el juego de su padre y no volverá a trabajar en la imprenta. La imprenta era, sí, el sueño de Aldo, aunque al realizarse se había convertido en una pesadilla en la que estaba atrapado y de la que todavía no ha conseguido escapar. Maria sabe que no podrá descansar hasta que ambos regresen a Novi.