El contrato
La chimenea crepitaba en el comedor de la Stufa, la antigua casa de baños convertida por Andrea Torresani, el gran impresor, en el prostíbulo que sostenía sus negocios y con el que, a su vez, los financiaba en proporción no pequeña.
—Queda constituida —concluyó Niccolò Ruffinoni, el añoso notario de Andrea— la Pierfrancesco & Andrea & Aldo Sociedad Impresora de Libros. Las participaciones se reparten, entonces, así. Una participación de cinco partes de las diez para mi sereno y nobilísimo Pierfrancesco Barbarigo Veneciano, que provee a la compañía del papel que hace en su molino y se compromete a buscar compradores. Y una participación de cinco partes de las diez para don Andrea Torresani Asolano, que aporta a la compañía la casa impresora con sus oficiales, los tornos y los tipos, y se compromete también a buscar compradores dentro y fuera de Venecia. De las cinco partes de Torresani, una se la cede en este mismo acto a maese Aldo Manuzio Romano, que trabajará en la compañía para la selección del catálogo y se responsabilizará de la fabricación de los libros.
Habían pasado cinco años desde la llegada de Aldo a Venecia, uno apenas desde que imprimió su primer libro, el Hero y Leandro del no tan grande Museo. Podía decirse que su misión iba a terminar de cumplirse en aquel momento porque el acuerdo prometía larga vida para su proyecto.
—Al tiempo —continuó leyendo el pliego Niccolò Ruffinoni— hacemos constar la entrega a Torresani de una bolsa de mil ducados de oro que el príncipe de Carpi Alberto II Pio otorga a la sociedad como participación de maese Aldo Pio Manuzio, y que deben gastarse en proveer la imprenta de los materiales necesarios para la edición de los textos, incluidos cuantos tipos en letra griega y romana antigua sean necesarios. Y constatamos también la entrega de Torresani a Aldo de una bolsa de cincuenta ducados por los trabajos por él realizados para la sociedad, hasta el momento, en la búsqueda y fijación de textos.
Sin embargo, el sabio nacido en la romana Bassiano, que asistía en la Stufa a la comida de formación de la sociedad impresora, no sonreía. Callaba, sin contar el dinero que recibía. Se había dejado barba y había perdido veinte libras por la peste, a la que acababa de sobrevivir. Si se ponía de costado, resultaba casi invisible.
—Bendita sea esta compañía —dijo el padre Giacomo della Santa Croce, levantándose y salpicando con un hisopo a los comensales, la mesa y, ya que estaba, por aquí y allá en la sala grande del prostíbulo.
—¿Alguna duda? —concluyó el notario—, ¿objeciones?
—Ninguna, ¿no? —sonrió Torresani—. Es el procedimiento habitual, y hay beneficio para cada una de las partes.
—Por eso mismo —dijo aburrido Pierfrancesco, quitándose al fin el ropón con forro de lince que atemperaba su piel de sapo frío—, nos podíamos haber ahorrado el protocolo. Al fin y al cabo llevamos ya mucho tiempo imprimiendo libros y repartiéndonos los beneficios. Nuestra casa impresora no necesita papeles ni firmas para existir.
Torresani no se estuvo a discutir. La peste les acababa de demostrar de nuevo que nadie se hallaba fuera de peligro. Y sin constituir la sociedad, si moría Pierfrancesco, o Aldo, que a punto había estado, el negocio se cerraba a lo tonto. En su propia muerte Torresani no pensaba, por principio.
—Pues si no hay objeciones, solo queda la firma —dijo Niccolò pasando a Pierfrancesco el pliego de contrato—, y pagar la notaría, claro.
—¡Tarquinia! —gritó Torresani. Enseguida asomó la matrona—. Tráeme la cuenta de pendientes de la Stufa de maese el notario, que vamos a echarle un vistazo.
—No hace falta, Tarquinia —se apresuró Niccolò—. Lo dejamos como está. Trabajar con maese Torresani es placer que no necesita recompensa.
—La única objeción —firmaba Pierfrancesco— es que se trata de mucho ruido para tan poca nuez. ¡Si dependiéramos de esto! Gano más en una venta de armas de un día que en tres años vendiendo libros.
Torresani lo dejó gruñir. Él también hubiera escogido la venta de armas, pero sin ser veneciano de cuna en Venecia solo estaba capacitado para vender armas al Senado, y eso era una ruina porque después podían decidir no pagarte y poner tu efigie, por ejemplo, en un medallón conmemorativo. Pierfrancesco lograba evitar los impagos gracias al peso de su familia en el gobierno. Y arriesgarse a vender armas fuera de Venecia tenía un peligro aún mayor: que los compradores se volvieran un día contra la República. Entonces el vendedor podía ser acusado de traidor. Vale, se dijo: yo también gano más con los sueltos de noticias y santos impresos. O vendiéndote a ti camisas rotas. ¿Y qué me estás contando?
—Y os recuerdo —continuó Pierfrancesco— que, aunque no figure en el contrato, mi nombre se queda fuera de los libros. Si no, luego se me forman colas de impresores pedigüeños de papel a la puerta del palacio.
—Maese Aldo —dijo la matrona de meretrices acercándose a él—. No has probado ni los raviolis ni el cabrito. ¿Traigo otra cosa?
—No —contestó el maestro, el poeta, el impresor.
—Así no vamos a recuperarnos nunca —continuó Tarquinia retirándole el plato—. Y la tristeza tiene que quedar siempre a las puertas de esta casa. Alegra esa cara, maese.
—Hablando de caras —le soltó a ella Andrea—. Muy afeitada te veo. ¿No andarás envejeciendo?
Tarquinia se marchó con los platos en la mano, la cabeza alta y los labios apretados, sin mirar siquiera a su patrón.
—Es antigua la pintura —comentó Pierfrancesco—, ¡y qué jueguecillo! ¿Quién la ha hecho? Parece del propio Bellini.
Había en una pared de la estancia, entre dos ventanales, una representación enorme de las tres Gracias en su baile circular.
—¿Bellini? Ese solo venía por la Stufa a cobrar en especie. El cuadro lo pintaron aquí entre dos aprendices de su taller, uno que se hacía llamar el Palma y otro con más ínfulas que Bellini, llamado Tiziano. Casi no lo dejo pasar el primer día, con ese nombre de leño chamuscado. ¡Y para que trabajaran…! En cuanto te descuidabas eran cinco y no tres los modelos que posaban en pelota pasándose la manzana.
—Pues muy mal no quedó. Se ve por qué llaman «gracia» a la complacencia de la mujer al varón. A la de espaldas la conozco —cayó Pierfrancesco.
—¿Son de aquí? —preguntó el padre Giacomo della Santa Croce.
—¡Las tres! —presumió Andrea.
—Entonces es como un catálogo, ¿no? —se rio Pierfrancesco, córvido—. Pues tráeme a la de espaldas, que es lo que yo llamo una mujer plena. Se llama Marietta, ¡a que sí!
—Pobrecita mía, se nos ha quedado en la peste —se lamentó Andrea—, ¿verdad, Aldo? —El sabio reconvertido a impresor no movió un músculo de la cara—. La echamos tanto de menos. Todavía recuerdo el día en que la… adopté. En fin. El cuadro estaba en mis habitaciones, pero a Lambertina el culo de Marietta le atacaba los nervios. ¡Ahora! Las otras dos las tenéis a vuestra disposición para alegraros la siesta. ¡Tarquinia! ¡Di a Honoranda y a Ginevra que bajen!
—¡Niñas…! —gritó fuera como un resorte Tarquinia.
—No te conocía ese interés por la pintura —dijo Pierfrancesco.
—No solo con las armas se defiende la República —soltó Andrea, tan tranquilo—. Las artes necesitan sus mecenas.
Le habían dicho que un comerciante de peso debía tener un cuadro en casa, por lo menos. Luego le hablaron de Bellini… El cuadro le había costado un riñón y todavía no acababa de entender por qué lo había pagado. Es cierto que parecían vivas Honoranda y Ginevra y Marietta, pero para eso tenía él los naturales en casa.
—Yo encargué una alegoría del mercado —dijo—, y el pintor se empeñó en las tres mujeres desnudas, no me digas por qué diablos… Seguro que Aldo… ¿Aldo, qué te pasa? Tienes cara de resucitado. Deberías estar bailando encima de la mesa con el negocio que acabas de firmar. Eres el único que no arriesga ni un cuartillo, y cincuenta ducados de oro que te acabas de embolsar. ¡Bebe un poco, haz el favor! A ver: dinos la relación que hay entre el mercado y tres mujeres jugando con una manzana.
—Es ironía —dijo, lacónico, Aldo. Y se tomó su tiempo para beberse entero el tazón de vino.
Andrea entrecerró los ojos mirando el cuadro, extrañado. Justo entraron en ese momento Honoranda y Ginevra. Pierfrancesco y el notario las estuvieron comparando con sus desnudos, calibrándolas antes de elegir.
—El nudo de las Gracias representa lo contrario del mercado, lo que el mercado viene a eliminar —se soltó al fin Aldo—. El abrazo en corro entre las tres recuerda un tiempo en el que el dinero no existía. El ritmo de la generosidad une a las tres Gracias: la que da la manzana, la que la recibe y agradece, la que la devuelve. Es una exaltación del flujo sin interés de bienes entre los hombres, por el propio placer de regalar. Están desnudas porque no necesitan mentir: no venden. Este cuadro habla de todo lo que el mercado desprecia.
—Como los agarre se van a enterar, los muy ladrones —comentó Andrea—. Pero bueno, Honoranda, ¿qué pasa aquí?
Honoranda se había echado a llorar.
—Es por el cuadro —respondió Tarquinia—. Se acuerda de la Marietta.
—Pobre niña —dijo Andrea contagiándose un poco—. Déjalo ya, mujer. No se puede llorar ahora, mira que estoy hoy muy sensible.
—Y este tridente pequeñajo ¿para qué sirve? —preguntó Pierfrancesco.
—Es un tenedor —aclaró Andrea—, un invento romano que se ha encontrado hace poco. Para pinchar de la bandeja, ¿ves? Y puedes trinchar aquí ayudándote con el cuchillo sin llevarte el capón entero al plato, y luego comes de él, si quieres.
—Dicen que en un templo de Cnido se encuentra todavía una estatua de Venus —comentó Niccolò Ruffinoni, el viejo notario de Andrea, que era leído y se había encaprichado con el cuadro—. Por delante impresiona, desnuda y viva. Pero todos los que acceden a verla por la puerta trasera del templo, la puerta prohibida, se conmueven y enamoran irremisiblemente de ella. El culo perfecto. Debía de ser como el de esta.
—¡Tenedor! Vaya cosas —protestó el padre Giacomo della Santa Croce—. ¿Y cómo se hace para no pincharse uno en la boca?
—La Venus de Cnido la hizo el mismísimo Praxíteles tomando como modelo a su amante, la hetera Friné, la de la piel de oliva. Ya no está en Cnido —dijo Aldo, sin bajar todavía de la nube en la que se había encaramado—. La llevó Teodosio a Constantinopla.
—Seguro que ahora es arena —dijo Pierfrancesco—. A los turcos no les gustan las estatuas, y menos de desnudos. ¡Salvajes!
—Envidio al Tiziano ese —continuó el notario—. Y pensar que se estuvo ahí contemplando despacio a esa Marietta durante todo el tiempo del posado. Las caderas le danzan como serpientes a punto de atacar.
—Yo la tuve entre mis manos más de una vez —apuntó Pierfrancesco—, pero siempre estaba borracho y su cuerpo se me olvidaba luego.
La posición de Marietta en el cuadro le hacía encarnar a Voluptas, la Gracia del placer. En ella concluye el amor, se dijo Aldo.
—Te lo compro, Andrea. Doy seis ducados —exclamó el viejo Niccolò.
Andrea lo miró y soltó una carcajada.
—Te lo vendo si lo quieres de verdad, pese al cariño que le tengo. Pero con tres ducados apenas tendrías para pagarme una de las Gracias.
—Mucho cariño es ese.
—Pues aquí van diez —soltó Pierfrancesco alineando con dos dedos diez ducados delante de su plato mientras desplegaba su sonrisa de cuervo.
Aunque tenía la casa llena de cuadros, al patricio Pierfrancesco Barbarigo no le interesaban. Ni siquiera de desnudos, prefería las mujeres de carne y hueso. Pero le encantaba pujar, aunque solo fuera para subirle a los demás el precio de las cosas.
—Acabáramos —dijo el notario—. Si entran en puja los patricios estoy perdido. Doy doce ducados.
No era tan fácil ver ducados de oro danzando en una mesa, porque apenas se utilizaban en el día a día para otra cosa que para fanfarronear, así que los ojos se regodeaban en las monedas.
—Basta —siguió el combate el otro—. Catorce ducados y ni uno más. Dame el cuadro ahora mismo, Andrea.
—Dieciséis. Y con eso me tiro también a la triste, que me ha hecho Gracia.
—Por ella no va a haber pelea, yo prefiero a Ginevra. Veinte.
—Me quieres arruinar. Veinticinco ducados.
—Doy cincuenta ducados —saltó de pronto Aldo. Tomó la bolsa que le habían entregado en el acto y la echó sobre la mesa, junto a Andrea.
—Bueno, se ha emborrachado —dijo el notario ofendido—. Vamos, Aldo, recoge esa bolsa. No se lo tengas en cuenta, ¿eh, Andrea? Me lo quedo por veintisiete ducados para solucionar el embrollo, pero no se hable más, y acepta antes de que me dé cuenta de lo que estoy haciendo.
—A ver —dijo Andrea—. Estamos en cincuenta ducados. Si es la mayor apuesta, el cuadro está vendido… ¿No?… Bien, Aldo, es tuyo.
Aldo se levantó y rodeó la mesa caminando hacia el cuadro.
—No te preocupes, ya te lo llevan mañana a tu…
Descolgó el cuadro de la pared con más facilidad de la que pensaba. Estaba hecho sobre un lienzo, y no, como había imaginado, sobre madera. Después se fue a la chimenea y lo arrojó allí.
—¡Pero no, hombre! —dijo el notario—. Para eso, habérmelo regalado.
—Es suyo ahora, y hace con él lo que quiere —zanjó Pierfrancesco.
—Mas el Señor no aprueba semejante derroche —apuntó el padre Giacomo della Santa Croce—, por más que el fuego sea lo adecuado para tanta pecadora.
La primera que ardió fue la del centro, Marietta. El olor del óleo quemado se coló en la habitación. Fue entonces cuando Manuzio se dio cuenta de que era verdad. El alma es tan mortal como el cuerpo, se dijo.
Apostasía, apostasía, eso es, pensó. Renegaba de su fe. Ya lo había hecho en la pubertad, abandonando la fe de sus ancestros, pero ahora no se trataba de lo mismo. Ahora renegaba de toda fe. Descubrió también que no era un pensamiento traído por la desesperación. Estaba allí desde siempre, solo había tenido que desvelarlo. Nunca había creído una sola palabra del cristianismo. Ni una sola. De lo que estaba renegando era de la máscara que había llevado sobre su rostro, mucho mejor templada que cualquiera de las obras maestras de los artesanos mascareros que florecían entonces en Venecia. Veía ante sí la tarea durísima de suplir el vacío que encontraba al arrancársela.
Honoranda y Ginevra se acercaron a la chimenea a ver sus propios cuerpos consumiéndose hasta dejar paso a las llamas. Cuando las tres Gracias habían desaparecido para siempre, Aldo salió por la puerta que daba al jardín interior y se fue a un rincón.
Se quedó allí un buen rato, vomitando. Intentando no escuchar lo que se decía dentro. En vano.
—Pobrecillo —dijo Torresani—. No sé qué le dio con Marietta. ¡Estas chicas…! Se resabian y aprenden a liar al más pintado. El muy trastornado planeó en serio casarse con ella. Si no se llega a morir…
—¿Casarse? —se extrañó Pierfrancesco—. No sabía que se podía casar uno con una puta.
—No se debería, de cualquier modo. Fue la concupiscencia desbocada de Aldo. Lo sé bien, aunque no pueda deciros los detalles, por secreto de confesión —dijo el padre Giacomo della Santa Croce, al que Aldo no había confesado nunca ni una sola palabra referida a Marietta—. El Señor lo libró de un problema llevándosela al infierno, donde penará a estas horas.
—Anda que no tengo hechas yo bodas de esas —comentó el notario—. Ellas mismas se van ahorrando la dote poco a poco, si son amañadas. Lo raro es casarse con una que no sea puta.
—Pero es que esta era de las manirrotas. Y bien que ganaba, la que más en la Stufa. Y eso que ya era decana, había cumplido de largo los treinta, que es la edad en que otras tienen que retirarse, aunque ganaba como de niña o más. Ha sido una pérdida muy dolorosa. Durante la peste de Aldo, Marietta era la única… ¡Ay! ¡Mierda, me has puesto perdido!
Tarquinia se había tropezado con la jarra de vino en las manos y le había volcado parte del contenido sobre la pechera del jubón.
—¡Disculpa!
Andrea se levantó y le soltó un puñetazo en la cara. La venerable matrona cayó redonda al suelo.
—Un traje de quinientos sueldos echado a perder. Esto no se va ni con fuego —se lamentó Andrea intentando secarse con la falda del mantel, y muy fastidiado por el dolor en los nudillos—. ¡Venga, por favor!, levántate del suelo y no tengas cuento, que no te he dado tan fuerte.
Tarquinia se sacó un diente de la boca sangrante. Lanzó un gemido. Honoranda y Ginevra la ayudaron a levantarse.
—Pues estamos arreglados —continuó Andrea, y se recolocaba su camisa blanca, una de esas de poeta, que había dejado a la vista los blancos y delicados hombros—, con los pocos dientes que te van quedando… Ya veis, perdonadme queridos, el gobierno de esta casa es un sinfín de problemas, os hacéis una idea. ¿Qué iba a decir? —volvió a sentarse—. Ah, sí, que Marietta era la única que se atrevía a ir a cuidar a Aldo apestado, con la casa en cuarentena, pobrecita mía. Los griegos se largaron de Campo Sant’Agostin en cuanto se lo olieron y no han vuelto hasta ahora. Y, bueno…, la vida es así: al final él ha sobrevivido. El caso es que cuando hizo amago de recuperarse, Aldo me pidió que preparara todo para la boda. Yo se lo dije: Aldo, si te la llevas vas a tener que pagarme tú, porque a mí me haces un boquete. Pero él estaba emperrado, que pagaba lo que fuera. Lo único que se me ocurrió para evitar el desastre fue plantarme delante del patriarca Tommaso Donà y hacerle voto solemne como representante del papa, de parte de Aldo, para que se ordenara sacerdote y peregrinara a pie a Jerusalén si conseguía salir vivo de aquella. A ver cómo arreglamos ahora lo de ordenarse sacerdote, porque la peregrinación la puede hacer más adelante sin problema. No, no, padre, no ponga esa cara. Estas cosas las vas aplazando un poco y luego, cuando sea, te lanzas al camino, no digo que no haya que hacerlo. Pero bueno, esa es otra historia. El caso es que cuando aún él estaba cogiendo fuerzas para levantarse de la cama, a la que le salieron los bubones fue a ella. La peste es así. Y lo de la pobre Marietta, en cambio, fue fulminante. Se lo habíamos advertido: no te la juegues, que él es muy santo y tú muy puta, y eso Dios lo mira. ¡Pobre muchacha, es para morirse de pena!
—Mierda, Andrea —dijo Pierfrancesco—: tus vacas asolanas comen mejor que yo, esto es pura ambrosía.
—Pues entonces prueba el faisán: se deshace en la boca —presumió Torresani.
—Mirad una cosa: yo hoy no me quedo contento si no me follo a esa, la triste —concluyó el notario Niccolò, refiriéndose a Honoranda, que ya había vuelto a poder sonreír—. Tarquinia, manda que me calienten bañera.
Tarquinia seguía allí, palpándose la boca y mirando el diente con pucheros.
—Y la otra para mí —se sumó Pierfrancesco.
—Cuatro bañeras —cerró Torresani, consciente de que el padre Giacomo della Santa Croce no debía solicitarla por su propia voz para no dar mal ejemplo—. Espera que se lo digo a la Pippa, porque lo que es esta ahora, con el cuento que le echa…
—¡Perro! —lo llamó Tarquinia con la mano en la boca.
—Por favor, contente un poco, querida —le dijo Andrea, abriendo los brazos con resignación—. ¿Veis, amigos, cómo se paga una vida de favores? Otra que ha sido para mí una hija: la adopté cuando no debía de tener ni doce años. Y le compraba vestidos tan caros desde el primer día como los que les he comprado a mis hijas.
—¡Para violarme más a gusto!
—¿Qué lleva la liebre? —preguntó el padre Giacomo della Santa Croce—. No es comino…
—Si quieres te mandamos de vuelta a Constantinopla —le soltó Torresani a la matrona—. Para disfrutar más, el sultán las decapita cuando va a verterse.
—Alcaravea, me parece que lleva —respondió Pierfrancesco al padre.
—¡Al menos morirán con algo duro dentro! —gritó Tarquinia.
—Bueno, basta ya, Tarquinia, ¿ves cómo te pones? A mí no me vas a ofender, porque te tengo un cariño enorme. No hay por qué ser la protagonista de todo, querida. Deberías aprender a envejecer. ¡Venga, Pippa, por favor, que estás dormida!, sacad de una vez los postres. ¡Eh! No te laves las manos en mi agua, ¡cerdo!
—Disculpa, Andrea —dijo el notario Niccolò—, pero el lavamanos es también a la izquierda. Lo que pasa es que te has comido el pan de Pierfrancesco.
Ganado mayor
Tiempo después, iban los socios Aldo y Andrea caminando por Merceria cuando sonaron por primera vez allí diez campanadas metálicas, muy agudas, a intervalos seguidos. Las diez, pensó Aldo. Ni tercia ni sexta: una hora nueva para encajar en el cada vez más veloz viaje del día hacia la noche.
—¡La hora se ha cumplido al fin! —dijo Andrea deteniéndose—. No llegamos al discurso del dux: tanto da. Lo importante es que les hemos arrebatado a los curas la campana, les hemos quitado el tiempo y no se lo vamos a devolver. Verás como a partir de hoy, con días de veinticuatro horas, sí llegamos con los libros —añadió dándose la vuelta, porque ya no tenía sentido ir a la plaza de San Marco a la inauguración del reloj comunal del campanil de San Marco—. Acompáñame. Tengo que hacer unas compras. Te voy a enseñar el edificio más importante de Venecia. Es hora de que empieces a aprender los verdaderos engranajes del negocio.
Mientras Venecia se apuntaba a la moda del reloj de veinticuatro horas, los dos impresores remontaron Merceria, y al final, antes de llegar a Rialto, se adentraron en la zona de los cambistas, que se sentaban a la puerta de sus pequeñas oficinas ante aquellos bancos de tapete de paño verde sobre los que pesaban monedas en pequeñas balanzas. Allí estaban, atareadísimos, raspando falsas piedras preciosas con sus uñas adiestradas. Torresani pasó de largo ante los puestos y subió la escalinata de un palacio que tenía en la puerta la enseña del ancla, la marca del banco de los hermanos Agostini, la misma que utilizaban para las filigranas de las resmas de papel que desde hacía dos siglos fabricaban en su castillo de Fabriano.
Aldo esperaba encontrar dentro de aquel edificio una actividad febril, pero para su sorpresa la quietud y el silencio reinaban en el lugar. Hombres con aspecto de patricios o grandes comerciantes conversaban plácidamente, sentados a las mesas, cada uno frente a un empleado que los atendía con rostro relajado, susurrando sus consejos en una actitud muy lejana a la crispación ávida que mostraban los banqueros itinerantes de la calle. Y sin embargo lo que más le extrañó a Aldo es que, ni sobre las mesas ni en las manos de ninguno de los clientes o empleados, había moneda alguna a la vista, o bolsa que pudiera contenerlas.
—¡Bienvenido al Banco Agostini, maese Torresani! —saludó un hombrecillo inclinándose ante Andrea—. Vuelvo volando —añadió dándose la vuelta y cruzando una puerta lateral a pasos cortos y apresurados.
Al rato regresó seguido de los hermanos Agostini. Poseedores de la fábrica de papel más importante de las Italias, en su Fabriano natal, Pietro y Alvise habían fundado con sus ganancias aquel banco con el que las triplicaban. Pese a que el cuerpo de Pietro se desbordaba en el grosor de la cintura, y el de Alvise se desmadejaba en miembros delgados como cuerdas, sonreían gemelos con una sonrisa de ojos lánguidos y labios apretados que constituía su armamento fundamental, forjado en tantos años de batallas compartidas: en su sobria opulencia, aquel gesto servía para acoger a los ricos como Torresani igual que para expulsar sin contemplaciones a los pobres como Manuzio. Podía usarse con eficiencia semejante para otorgar un préstamo, arrebatar una herencia, orar a Cristo o violar a una criada.
Tras las presentaciones, entrambas sonrisas llevaron a Andrea y Aldo en volandas hasta el gabinete desde el que dirigían su nave.
—¿Cómo está la maesa Torresani? —sonrió Pietro sentándose orondo.
—Viva —bromeó Andrea con un lamento, sentándose también.
—Para alegría de los que somos sus siervos —sonrió Alvise, que al sentarse redujo su volumen hasta casi desaparecer, como hacía ante los buenos clientes—. Y de los libros ni hablamos: viento en popa. Supongo que llegaría como siempre el papel a tiempo, en calidad y cantidad…
—A tiempo en calidad y cantidad, pero en precio muy a destiempo —bromeó Andrea.
—¿Y hoy nos trae…? ¿Seguro?, ¿transacción?, ¿comandita…? —sonrió Pietro.
—Me voy a llenar el saco al mercado —bromeó Andrea.
—¿Contante o letra? —sonrió Alvise.
—Letras ya me sobran, esta vez prefiero la música —bromeó Andrea.
—¿Caza mayor o menor? —sonrió Pietro.
—Con treinta ducados voy sobrado —bromeó Andrea.
—A mayor gasto, mayor será la ganancia, por el bien de nuestros ciudadanos —sonrió Alvise dando tres palmadas.
La sombra de un criado se recortó en la puerta.
—¡Treinta de la cuenta de maese Torresani! —sonrió Pietro.
Se fue la sombra y no hubo nada.
—Entonces, lo habitual: como llevamos testigo, ponemos dos para protección y un notario con el contrato para cerrar cantidad y firma, muy discretos los tres… —sonrió Alvise.
—Si me salieran baratos, lo mismo daría que fueran gritando y bailando vestidos de turcos, pero con lo que me cuestan, que al menos sean los tres discretos —bromeó Andrea.
Al cabo volvió el criado ya sin sombra, portando al final del brazo extendido, con la cuerda tomada con dos dedos como si manchara, una bolsa de fieltro negro que entregó a Torresani con inclinación ceremoniosa.
—Buen día, y soleado, para acabarlo en coyunda —sonrió Pietro.
—La primera es siempre la mejor —bromeó Andrea levantándose.
A la puerta del gabinete los esperaba Matteo, el criado contable de Torresani, que atrapó en el aire la bolsa que le lanzaba su amo y la hizo desaparecer entre sus ropajes antes de ponerse en marcha tras ellos.
Aldo salía de allí como entró, sin saber lo que había ocurrido exactamente. ¿Cuánto dinero había sacado Torresani del banco, si es eso lo que había hecho? ¿Treinta ducados, acaso? La única seguridad que tenía era la de que jamás conseguiría realizar una operación bancaria en condiciones: no había entendido palabra ni gesto alguno de los ejecutados ante él.
—Panda de usureros —exclamó Torresani al bajar la escalinata, limpiándose el polvo de sus refulgentes zapatos de pico de pato—. No me extraña que les nieguen la sepultura en sagrado.
Por calles, callejas y callejones caminaron entre vendedores, vendidos, compradores y comprados. Torresani imponía su paso lento, las manos a la espalda y el aire sigiloso de ave zancuda avanzando sobre una charca helada, la barriga en pompa y la barbilla alzada, como si patinara por la laguna helada al compás de cien trompas, con su gorra negra de ala estrecha inclinada sobre el rostro, que balanceaba de lado a lado para avistar con ojo rapaz los puestos de comida, o que inclinaba de vez en cuando para saludar a un que otro conocido. La gente se retiraba a su paso, y él ni veía a los mendigos que de trecho en trecho probaban a abordarlo.
A su lado, Aldo intentaba en vano mantener el tipo, con el paso cambiado y la espalda corva. La probabilidad de que Matteo llevara en aquella bolsa de fieltro treinta ducados tenía a Aldo amedrentado. Entonces, Torresani se paró, lo enfrentó poniéndole las manos en los hombros y le dijo:
—¿Y por qué me enseña Andrea los resortes de su negocio?, te estarás diciendo. ¿Eh, Aldo? ¿A que te he leído el pensamiento?
Aldo iba pensando en el modo de librarse de asistir a las compras de Torresani. En esa época andaba imprimiendo el quinto tomo de las obras completas de Aristóteles. Había que acabar en un mes y faltaba la mitad.
—Es verdad —mintió—. ¿Por qué?
—Me alegra especialmente —divagó Torresani— que te hayas afeitado la barba. No es bueno que dure tanto el luto por alguien que en realidad no era un familiar, ya han pasado casi dos años desde…
Aldo no lo pudo evitar. Le vino a la cabeza la imagen de Marietta montando en la góndola con su vestido bermejo el día en que arribó a Venecia con aire de náufrago. Fue solo un pellizco en el corazón.
—Te lo voy a decir sin rodeos, Aldo. Lo he pensado muy despacio. Te vas a casar con mi hija. ¿Qué te parece?
—¿Perdona? —dijo Aldo.
No fingía: se había quedado en blanco.
—No me mires así. He dicho que te vas a casar con mi hija.
—Tengo que irme a casa, Andrea —respondió, aturdido—. Estamos a mitad del quinto tomo… ¡A mitad del último de Aristóteles!
—Te estoy nombrando mi yerno y me vienes con Aristóteles. Deberías dar saltos de alegría, ¿eh? ¿Tú sabes la dote que lleva una hija mía?
—Ya me lo imagino, Andrea, pero…, pero…
—¡Eh! ¡Calma! ¿Querías pagar para casarte con una de mis prostitutas y no aceptas a una de mis hijas?
A Aldo no le quedaba otro remedio que enfrentar la propuesta. Se dispuso a pelear largo y tendido. Si desmayaba, sucumbía, se metió eso en la cabeza para no cejar. La primera prueba era fácil, podía utilizar los mismos argumentos que le había oído a él.
—Perdona, Andrea. Tú sabes que aquello fue un acceso de locura. Estaba enfermo. Yo…
—Ya, claro. Escucha: una dote Torresani quiere decir ¡el cinco por ciento de todo lo que tengo! El caso es que no paro de llenarte la bolsa.
—No te enfades, querido amigo —dijo Aldo muy concentrado—. ¿Cuántos años tendrás?
—¿Y yo qué sé? —contestó Andrea a la defensiva.
—Hombre, más o menos.
—Pues unos cuarenta y cinco, alguno más. ¿Y tú?
—Por ahí también. Según la cuenta de mi padre, cuarenta y siete. Pero yo creo que estaré a punto de los cincuenta. Me hacía más niño para que me marchase de casa lo más tarde posible: tuvo cinco hijas, y de varones solo a mí. Estaba desesperado.
—Ya es desdicha. La verdad, comparado conmigo sí pareces bastante más mayor.
—Es que estoy muy cascado, Andrea. Me he pasado la vida enfermo, es mi cruz. Voy a morirme pronto.
—¡Y a qué viene ahora la muerte! No me pongas nervioso. —Andrea se detuvo ante el puesto de un cocinero—. ¿Te gusta el pastel de becafigo con piñones? —le dijo.
—Jamás lo he probado —respondió Aldo.
—Pues eso hay que solucionarlo. ¡Matteo! Mira —dijo sacando de su bolsa unos dineros—, compra dos de becafigo. Lo que te sobre, para ti.
—¿Y tú crees —continuó Aldo— que es buena cosa darle tu hija por esposa a un viejo sin pelo?
—Mi dinero me cuesta mi hija. Es mía y hago con ella lo que se me pasa por la punta de la calabaza. Y ya te lo he dicho más de una vez, por cierto: deberías ponerte peluca. Es que vas hecho un zafio.
—Le prometí a mi padre que no me comprometería mientras estuviera a su suerte una sola de mis hermanas. Y aún no he casado a ninguna.
—¿Qué me estás contando? Pues les buscas acomodo una a una.
Matteo tardó un buen rato en negociar la compra de los pasteles, y eso que el puesto estaba vacío de clientela. Torresani le había dado poco dinero y el pastelero era duro de pelar.
—No es tan fácil. Mi padre carece de fortuna —dijo Aldo.
—A los padres hay que prometerles lo que quieran, Aldo. Les debemos un respeto. Pero en nuestra vida mandamos nosotros. Mira: yo… ¡Si quieres por las mismas casamos a mi hijo Federico, que lo tengo soltero todavía, con una de tus hermanas, la que más rabia te dé! Así me quito el problema de en medio y con eso zanjamos las dotes, ni para ti ni para mí.
—Perdona, Andrea, no estoy en condiciones de hablar de algo tan serio ahora. De verdad, sé que me propones un enorme regalo. Pero yo ya no tengo dudas de lo que quiero hacer con mi vida. Soy un hombre acostumbrado al estudio. Las mujeres me molestan. Necesito silencio en casa, no berridos de niños ni nanas de nodriza.
Cada uno tomó el pastel de becafigo que les tendía Matteo.
—Bah. A todo se hace uno —Andrea se lo metió entero en la boca y estuvo un rato masticando, con cara de placer—. Mira, Aldo —dijo salpicándole la cara con trocitos de pastel al hablar—. Estas historias que me estás contando me importan una higa. ¿Te gusta?
Cuando llegó a su paladar el paté cubierto por una dorada y crujiente capa de miel tostada, con su inconfundible sabor a sardina, Aldo tuvo que reconocer que nunca había tomado un bocado tan suculento.
—El caso —siguió Torresani— es que el contrato que firmamos con Barbarigo nos une de una forma extraña a los dos.
—Pero ya sabes que yo soy una parte muy pequeña de ese contrato.
—¡No tan pequeña! Si Pierfrancesco tiene la mitad y tú tienes una pizca, juntos me podéis comer las orejas. ¿O te crees que he nacido ayer?
—Yo nunca utilizaría mi parte contra ti —protestó Aldo.
Alcanzaron la Riva degli Schiavoni. Aldo no había visto aún la feria de ganado montada en el descampado.
—No he dejado de fiarme de ti —iba diciendo Andrea—. Al contrario. La boda sirve precisamente para asumir por ambas partes esa fidelidad como un compromiso formal. Como un juramento pero civilizado, firmado en un papel. Es la costumbre entre mercaderes.
—No necesitas ceremonias conmigo —insistió Aldo—. Te debo demasiado…
Había, de vez en cuando, un corral o un establo sin techado, con pesebres para las reses. Rodeados por un círculo de curiosos, tres matarifes estaban acabando un ternero. Más allá de los bancos de arena sucia, diez, doce, quince grandes galeras mercantes reposaban fondeadas sobre sus panzas henchidas. Pequeñas barcas transportaban las mercancías yendo y viniendo a la playa.
—Esa es otra. Me debes dinero, Aldo.
—¿Cómo es posible? —dijo el erudito, desanimado.
—¿Todavía no te has enterado de lo que cuesta hacer un libro? El cinco por ciento de la inversión que te corresponde te lo vengo adelantando yo. Por no hablar del préstamo que le hice a tu príncipe de Carpi.
Las disputas con su principado habían llevado a Alberto a endeudarse con Torresani en un momento en que en Módena no había nadie dispuesto a hacerlo por razones políticas.
—Andrea, yo soy un Pio por un honor que él me hizo, pero no puedo ni disponer de su dinero ni asumir sus deudas. Y en cuanto a nuestra colaboración: mi parte del trabajo está hecha puntualmente.
—Claro. Tú has terminado unos libros para nuestra compañía. Pero yo la he provisto de infraestructura para hacer esos y los que le pongas delante. Si ahora te retiraras o te quedaras pajarito, que has estado a punto, se hundiría mi inversión.
Torresani deambulaba por el mercado con paso parsimonioso, asomándose a ver las vacas, los caballos, las ovejas, preguntando precios y protestando con sorna.
—Pues buscamos otra ceremonia. Un juramento ante la cruz, lo que quieras.
—No se hace así ni en este gremio ni en ninguno. Con la boda entras a formar parte de mi casa de manera oficial. ¿Rechazas un compromiso carnal, de sangre, tradicional?
—Por favor, Andrea… Sabes que mi compromiso contigo es total, pero quiero vivir solo.
—Pues entonces no hay acuerdo. Me obligas a pensar en otra vía, maldita sea. Sin boda no hay más libros.
Agobiado por la conversación que traían, Aldo miraba por todas partes, como si de entre aquellos animales fuera a surgir alguno de los monstruos de los libros, un caballo elefante o un caballo volador, o uno de esos imponentes caballos de río.
—¡Uf! —dijo al fin—. Andrea, voy a revelarte un secreto.
—No me marees, por favor, Aldo.
Siguiendo a Torresani se adentró en un corro en el que se estaba subastando un caballo de los normales y corrientes.
—Soy… —le dijo Aldo a Andrea muy bajito, acercándose a su oído.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—Soy… —repitió Aldo, pero más bajo aún.
—No te oigo. Si no hablas más alto…
—Judío. Un judío.
—¿Dónde?
—Yo. ¡Digo que soy judío!
Un subastero anciano y canijo que estaba delante se volvió a mirarlos con cara de disgusto.
—¡Qué dices!
—Lo que has oído.
—¡Bobadas! No te veo cosido por ninguna parte el rodete rojo de tela.
Después de ponderar a voz en cuello, pero apáticamente, las virtudes del animal, el hombre que sostenía al caballo por el bocado avisó:
—Da comienzo la subasta en treinta sueldos.
Treinta sueldos por un caballo eran muchos sueldos, pensó Aldo. Debía de ser un buen caballo. Entonces el subastador comenzó una cuenta descendente con monótona presteza:
—Treinta sueldos, veintinueve sueldos, veintiocho…
—¡Bah! A mí no me engañas —dijo Andrea bajando la voz—. A ver, ¿tú no crees en Cristo?
—Lo que te estoy diciendo es que desciendo de judíos —cuchicheó Aldo—. Mi bisabuela era judía practicante. Mi bi sa bue lo, que era obispo, la tomó para su casa y la hizo madre. ¡Dios lo perdone! Y como fue ella la que educó a los hijos, mi padre también acabó haciéndose… Siempre han simulado ser cristianos. Yo rompí con la tradición y en vez de fingirlo me convertí de veras… Fue un disgusto. Por eso me marché de casa.
Por supuesto, Aldo no mencionó nada de su íntima y reciente apostasía. Eso sí que no era cosa de andar contándola, ni para librarse de una boda.
—Veintisiete dineros —seguía avisando la voz apática—, veinticinco…
Frente al desinterés del subastador, se mascaba tensión en el auditorio. Sería, dedujo Aldo, un buen caballo, y había pocos en Venecia, pero el precio todavía estaba demasiado alto. Aldo miró a Torresani, que parecía interesado en la subasta.
—Veintitrés dineros, veinti…
Entonces Torresani levantó la cabeza y abrió de forma ostensible la boca. Varias miradas se posaron sobre él. Pero desde otro lugar alguien se le anticipó, gritando cuando el subastador pronunciaba «veintidós»:
—¡Compro!
El gesto de Torresani concluyó en un largo bostezo mal fingido. Varios rieron cómplices entre el murmullo de decepción. Se trataba, entendió Aldo, de una broma para provocar que algún interesado se precipitase, como había ocurrido. El corro se disolvió mientras el postor pagaba el caballo intentando disimular la mezcla de vergüenza e indignación en el rostro.
Torresani retomó el paseo. ¿Qué tipo de animal buscaría? Con aire despreocupado, el impresor sobrevolaba puestos y corrillos.
—Escúchame, Aldo. Llega un mundo en el que eso de los judíos o los no judíos importa muy poquito. Lo nuevo, lo gótico, se acabó, ya no interesa. Date cuenta, hazme el favor. Ahora somos todos antiguos, eso es lo que importa. No sé si me entiendes. Compramos y vendemos.
—Te equivocas. Estas cosas no tienen que ver con el flujo del dinero. Son más importantes de lo que piensas. ¡Estoy marcado! ¿Sabes que hay plan de encerrar a los judíos en Cannaregio? Van a alargar un muro y a cerrar un puente para que no salgan de noche. Si me denunciara cualquiera, podría acabar ahí, y con tu hija deshonrada.
—Venga, la cosa está muy clara. No vives con ellos ni vas a sus ceremonias, luego no eres judío. Se sabe y eso me basta, siempre que te estés calladito y no vayas diciendo tonterías por ahí de si eres o no eres. ¡Ojo!, ¡ojo!, allí va a haber subasta —dijo súbitamente concentrado.
Se llegaron a una cerca de madera en la que se había sentado un hombre que convocaba con discreción a los posibles compradores.
—Subasta —decía, sin llegar a gritarlo—. Subasta…
A su lado, aferrada con los dos brazos a una de sus piernas estaba una niña de unos doce años. Quizá la hija del subastador, pensó Aldo. Tenía una larga y preciosa melena rojiza ondulada, que el hombre acariciaba abultándola por detrás de la nuca. La niña miraba con ojos grandes y rubios a los feriantes que los rodeaban.
—Comenzamos la subasta, con género de casa de Stavros Diamantidis —dijo el hombre—, en cuarenta ducados de oro.
El precio era disparatado. Nadie iba a pagar algo así por un animal.
—¿Pero dónde está la bestia? —le preguntó Aldo a Andrea, muerto de curiosidad, antes de que comenzara la cuenta atrás.
—Os recuerdo que la casa de Stavros no admite pago con letra, sino solo en moneda —añadió el subastador.
—Un momento —gritó con acento cerrado un subastero alemán que iba vestido como un verdadero príncipe—. Dinos antes si habla cristiano.
Aldo no entendió la pregunta, e iba a repetir la suya a Torresani cuando el subastador respondió:
—En casa de Stavros no se venden cristianas, ni lo permite el Senado, ciudadanos. Si lo que quieres es hablar con ella ya le enseñarás tú, pero estas aprenden rápido. Es abjasia, comprada en Cafa. Está sin bautizar, sana como una manzana, no hay más que mirarla, ¡y virgen! ¡Lo tiene todo…!
Una íntima repugnancia sacudió el corazón de Aldo al comprender. Estuvo intentando encontrar el modo de impedir la subasta, pero se le acababa de embotar el cerebro. Está prohibido, se dijo, pese a que sabía bien, porque lo había visto con sus propios ojos, que la producción de Venecia se organizaba en buena medida gracias a la esclavitud.
—¿Virgen…? —gritó en ese momento Torresani—. Entonces será la Virgen Maria, porque se nota a tres leguas que está preñada.
Hubo un estallido general de carcajadas. Con gesto de fastidio el subastador esperó a que la tormenta amainara.
—Os hago saber que en casa de Stavros…
—¡Tú no tienes casa en la que caerte muerto, Stavros! —gritó otro.
Stavros aguantó como pudo una nueva oleada de carcajadas que interrumpió Torresani soltándole a la niña una pregunta en un idioma incomprensible para Aldo que el impresor hablaba con soltura pasmosa:
—Se rupete rutiloski brosçia, soba corpilauri, suti nosquera sumaju?
La niña lo miró sin dar crédito con sus enormes ojos cerúleos.
—Calla, luego otorga —dedujo Torresani.
Hubo una nueva oleada de carcajadas.
—Os hago saber, ciudadanos de Venecia, que en casa de Stavros no vendemos mujeres embarazadas, y que en caso de error, que siempre puede haber error, hay dos meses para la devolución justificada de la mercancía. ¡Vamos! No os dejéis engañar. La mayoría me conocéis de aquí, vendo desde hace años para vosotros, y ninguna mercancía ha sido jamás devuelta a Stavros. ¡Entonces, subasta!, ¡subasta! No más preguntas. ¡Da comienzo la subasta en veintinueve ducados de oro!
Hasta Aldo se dio cuenta de que eso eran diez ducados menos de lo que había dicho antes.
—¡Compro! —gritó sorprendentemente Torresani.
Aldo se quedó boquiabierto. ¿Ya estaba?, se preguntó.
Ya estaba. Al tiempo que un murmullo de decepción recorría el corro de los asistentes, rematado por alguna que otra risa, el subastador se quitó la gorra negra de algodón que llevaba y la arrojó al suelo con furia.
Mientras se disolvía el corro, un elegante notario de la casa Agostini surgió de la nada y desplegó un rollo de papel sobre la espalda de Matteo, quien se había inclinado ante él sin que nadie se lo pidiera. Estuvieron allí un rato, firmando o leyendo acompasados, sin decir una palabra.
Después el pionero impresor enfiló a su casa con su eterno paso de pavo en celo. Matteo se acercó a la niña, la tomó de la muñeca sin contemplaciones y echó a caminar tras su señor tirando de ella. La abjasia lanzó una inútil mirada suplicante hacia el hombre que la había vendido.
El mundo, se dijo Aldo, no está en los libros. Ni en las escenas de la Odisea, ni en las taxonomías de Aristóteles, ni en la mirada altiva de Ptolomeo sobre el cielo, ni siquiera en la prosa clarividente de Plutarco. El mundo, en realidad, pululaba desde temprano por aquel mercado veneciano, enorme y asqueroso en su variedad, aunque iluminado por la luz clara que aquella mañana hacía refulgir varios montones de basura flotando sobre la laguna azul.
—Verás, Aldo —interrumpió sus pensamientos Andrea volviéndose a él—. Casi te agradezco que lo consideres con tanto escrúpulo. Pero eso me determina a decírtelo con más convicción: por problemas religiosos no será. Lo que es yo a la Iglesia no la quiero metida en mis negocios. La boda se va a hacer al viejo estilo: un notario y ningún cura.
—Pero eso no puede ser. Con más razón, Andrea: yo si me caso tengo que hacerlo en una iglesia. No puedo vivir en pecado esperando a que me investiguen.
—De eso nada. Paparruchas. Los secuaces de Roma quieren mandar mucho, pero con decirles que sí a todo y no hacerles caso basta. En la boda de Gian Francesco todavía no hemos hecho el juramento a la puerta de la iglesia, y ya han pasado casi tres años desde la firma. El mamantón del padre Giacomo della Santa Croce solo me lo recuerda cuando en la Stufa quiere lo suyo gratis, ahora mismo lo vas a ver, se lo puedes preguntar.
—Pues ahí chocamos otra vez. Sin juramento eclesiástico no me voy a casar. Es mi fe —mintió Aldo—. No quiero condenarme.
—A ver, ¿pero no acabas de decirme que eres judío?
Hay un momento en la caza en el que tanto la presa como el cazador comprenden que el final ha llegado. Lejos de lo que pueda parecer, se produce en el alma de ambas partes la relajación: se unen, pasan a formar parte de un todo armónico, natural y necesario.
—Me has entendido lo que te decía, Andrea —protestó Aldo.
—Entiendo, es verdad —aceptó Torresani—. Y ahora sí que parece que hemos llegado a un punto sin solución. A veces sucede que no se encuentra forma de alcanzar un acuerdo y hay que dejar el negocio por intereses enfrentados de raíz. Es así: tú no puedes negar tu religión casándote sin un cura por tu fe. Y yo no puedo aceptar que la Iglesia se meta en mis acuerdos porque atenta contra mi orgullo de mercader.
A partir de ese momento, el cazador juega con la presa y su seguridad lo lleva a simular debilidades, mostrando falsos caminos de escapada.
—No parece que ninguno pueda llegar a ceder. —Andrea caminaba a su lado cada vez más despacio—. Pero bueno, no vamos a romper nuestra amistad por eso.
La presa boquea y acepta, en el juego, el papel de sentirse libre.
—Lo has visto con total lucidez, Andrea. El acuerdo sería ventajoso para los dos, pero nos ataca en lo más íntimo de nuestras convicciones.
Entonces el cazador abre las fauces y la presa se encoje en la escapada.
—Pues ¿sabes lo que te digo?
—…
—Que cedo: me has convencido —dijo Torresani—. Me voy a comer mi orgullo y acepto que ese maldito cura os tome juramento. Que sea por tu bien. ¡Ven a mis brazos, hijo mío!
Aldo se detuvo para recibir agotado el abrazo de la serpiente que iba a engullirlo. Tras él se detuvieron también Matteo y la esclava, cuyos ojos grandes se posaron sobre los de Aldo sin comprender.
Cuando llegaron a Campo San Paternian, Torresani entró en la iglesia que se alzaba junto a la imprenta seguido de Aldo, Matteo y la niña. El padre Giacomo della Santa Croce estaba en la sacristía contando la recaudación del oficio cuando llegaron.
—Traigo una urgencia —le dijo Andrea—. Me he encontrado esta mañana con un espectáculo deplorable en el mercado. Estaban subastando a esta pagana. —El padre Giacomo cabeceó mostrando su disgusto—. He decidido comprarla antes de que lo hiciera cualquier desalmado. Y como no es cristiana la traigo para que la bautices y me des cuanto antes la partida, para ir con ella a pagar las tasas y dejar el asunto zanjado. Yo me hago cargo de su educación tomándola como una hija más.
—Adónde se dirigiría nuestra República si no fuera por los ciudadanos como tú, maese —dijo el padre tomando un crucifijo que había en su mesa, entre las monedas, la balanza y la lima—. Vamos primero a enseñarle a besar la cruz, no vaya a ser que tenga algún diablo en el cuerpo.
Lejos de endemoniarse como loca, la niña juntó las palmas de las manos y se arrodilló toda ñoña frente al padre Giacomo della Santa Croce, que avanzaba hacia ella blandiendo la cruz.
—¡Anda! —exclamó el prelado estupefacto—. ¡Si es cristiana!
—¡El Señor sea por siempre alabado! —soltó la niña apretando los morros para besar el pie de la cruz.
—¡Qué va a ser! Eso lo ha aprendido en el viaje. ¿No ves que dice herejías en su lengua abjasiana o lo que hable?
—Es griego —intervino Aldo, tan sorprendido como los demás—. Queridita pequeña mía… Dime tu nombre y de dónde eres.
La niña se volvió hacia Aldo con los ojos desbordando esperanza.
—Soy de Eleusis, y me llamo Fotinula, hija de Yanis, el herrero.
—Es griega, eleusina, y se llama Fotiní —tradujo Aldo.
—¿Griega? No es posible. ¡Ese gomorrita de Stavros me la ha clavado a traición!
—Maese Torresani, cuida tus palabras en la casa de Cristo —lo reprendió el padre Giacomo—. No es para tanto. Es cristiana por la Iglesia griega. La bautizamos bajo el papa y salvamos su alma de tantos errores.
—Ya, ¿y cuánto más me va a costar ahora la broma?
—Los sacramentos no cuestan nada ni tienen precio, maese. Sobra con que des cinco ducados para la Magdalena, que cuida las almas de estas pecadoras, y —añadió— no habrá por qué decir nada a los recaudadores.
—Sí, claro, ni que hiciera falta, como que la Cámara Fiscal es tonta. Me van a sacar las tripas en cuanto la vean. Si ya me daba a mí que el tipo ese no era agua fresca. ¡Vender cristianas en plaza pública! Hay que ser infiel.
—Las venden sus padres a los capitanes mercantes para salvarlas del turco y del hambre —se lamentó el sacerdote.
—¡Y una griega, encima! Esta me arruina la casa con sus quejas y sus órdenes en cuanto tome confianza.