La señal de la torre
Casi dos años después de llegar a Venecia, Aldo no había conseguido hacer avanzar lo más mínimo su proyecto. Los alemanes que le habían vendido la imprenta al fallecido Nicéforo habían desaparecido sin dejar rastro, y no había manera de encontrar a alguien que le montara la máquina despiezada: quienes sabían hacerlo tenían su propia imprenta y guardaban celosamente el secreto de su funcionamiento.
Mientras daba con la solución del problema, quiso avanzar preparando las versiones de los textos que se proponía imprimir. Aconsejado por Trismegisto contrató a cuatro eruditos griegos y les encargó que localizaran los manuscritos fundamentales para ir armando una edición de las obras completas de Aristóteles. Los cuatro se instalaron en su casa, hubo que acondicionar para ellos una sala donde trabajaran y durmieran, y comenzó el gasto. Dormían, comían y bebían en abundancia. Salían cada tarde de casa a buscar obras e información, volvían antes de la hora de la cena y discutían con vehemencia. Su excusa era siempre idéntica: la idea de que las obras pudieran imprimirse y llegar a muchos repugnaba a los poseedores de manuscritos griegos. Ninguno quería dejarlos ni en préstamo ni en alquiler. Así que de momento los únicos manuscritos de la obra de Aristóteles que había en la casa eran los que había llevado consigo, copias de su mano hechas en la biblioteca del príncipe Alberto Pio, que con tanto cariño había montado Aldo a lo largo de los años.
Por eso una mañana se presentó con dos libros bajo el brazo en casa del impresor más rico de Venecia: Andrea Torresani, en Campo San Paternian.
Un prejuicio acorde con la inocencia que mantenía en temas mundanos lo llevó a plantarse allí poco después de la salida del sol: pensó que Andrea, hombre rico hecho a sí mismo, se levantaría con el alba.
En la trasera del enorme caserón estaba la entrada a la librería y la imprenta, como anunciaba una enseña con la torre flanqueada por sus iniciales que imprimía Torresani en el colofón de sus libros. La puerta estaba cercada por las mesas y los armarios de un puesto callejero de venta, vacío de libros a aquella hora. Entró a la librería, pero no a la imprenta, que ocupaba gran parte de la planta baja, y a la que se accedía por otra puerta situada detrás del mostrador de la librería. Allí permanecía apostado un peón, para el que siempre había relevo, con la misión de impedir el paso a los curiosos, además de intentar venderles algún legajo.
Le dijeron que Andrea no tardaría en llegar. Se sentó a esperar. Había libros por doquier, productos mecánicos recién salidos de las prensas. Eso hacía que Aldo se sintiera a gusto, pese al tintineo de forja que llegaba desde el taller, unido a un olor acre y espeso.
Pasaron algunas horas y Torresani seguía sin aparecer. «Aléjate del jardín donde la serpiente aguarda agazapada en la hierba…», le gritó el arcángel san Gabriel despertándolo cuando se quedó traspuesto. En su pesadilla se paseaba por la imprenta. Quimeras atadas a ruedas giratorias impulsaban el sinfín de engranajes que formaban la máquina monstruosa, más adecuada por su aspecto para triturar libros que para fabricarlos.
Todo el día anduvo yendo y viniendo Aldo a la imprenta. «En breve llegará», «Tiene que estar al caer», «Ya viene de camino», le decían. Antes del atardecer decidió quedarse allí sentado de nuevo durante un buen rato. Y al fin, justo cuando los trabajadores comenzaban a salir del taller, se abrió la puerta de la calle y desde fuera entró un hombre grueso vestido con una cuera negra de cuello alto, un birrete rojo en la coronilla y unas calzas listadas a rayas verticales blancas y negras. Tenía la cara redonda quebrada por una nariz como pico de aguilucho, y por raro que resultara parecía somnoliento. Andrea Torresani de Asola bajó los escalones que daban acceso al negocio restregándose los ojos. Traía un paquete envuelto en papel impreso y atado con una cuerda en un lazo.
—Un momento, un momento, no os vayáis todavía —dijo a los menestrales, que lo miraban desalentados—. Quiero comunicaros una cosa importante. ¿Dónde anda Griffo? ¡Ah, Francesco, no te veía!, ¿cómo vamos con el libro? Cuéntame.
Aldo intentó acercarse a él, pero se le adelantó uno espigado y de cara de pocos amigos, que debía de ser el llamado Francesco Griffo, algo así como el regente del taller, calculó Aldo.
—Todo en orden, Andrea. Como la seda. Mañana acabamos.
—¿Mañana? ¿Qué me estás diciendo? Mañana tiene que salir a primera hora, lo habíamos acordado.
—Pero, Andrea, eso es imposible. Ya lo hemos adelantado tres días. No hay manera… Entre este libro y los anteriores llevamos dos meses sin tomarnos la jornada de reposo obligatoria de cada tres semanas, y en vez de las quince horas diarias reglamentarias estamos trabajando diecisiete y hasta dieciocho. La gente no duerme, no puede más.
—Claro que sí puede. Nos quedamos trabajando esta noche. Yo el primero. Estoy agotado, pero la cosa merece la pena y es necesario sacar fuerzas de donde no las hay.
—Maese —le dijo Aldo a Torresani, viendo que Francesco se había quedado sin respuesta y miraba a su patrón alelado, con la boca semiabierta—. Maese, yo…
—¿Sí? —Andrea se volvió a él—. Disculpa. ¿Quién eres tú? No puedo atender a nadie ahora. ¡No llegamos con los libros!
—Te habrá hablado de mí Pierfrancesco Barbarigo…
Habría preferido no decirlo así, pero el nombre de su enlace le salió solo. Era una urgencia, y Aldo había tenido varias ocasiones de comprobar que el padre de su alumno no pasaba desapercibido en la ciudad.
—Ah, claro —dijo—. Recuérdame tu nombre, disculpa.
Andrea Torresani echó a andar hacia el mostrador para disimular que estaba perdido.
—Aldo Pio Manuzio. Pio como servidor de Alberto Pio, el príncipe de Carpi.
—Ah, el príncipe… Sí, sí, Aldo. Pasa con nosotros, pasa. Esta es tu casa, la casa de Pierfrancesco Barbarigo y del príncipe…, ¡del príncipe! Y perdóname, andamos todo el día así, trabajando. La paciencia ya no existe, todos quieren los libros de Torresani al momento.
—Pero, maese —Francesco Griffo había reunido fuerzas para contestar—, dos jornadas sin interrupción no es posible, y menos ahora…
—No digas eso nunca, Francesco. Somos los primeros, ¡la casa de la Torre! El mundo entero nos está mirando. Se puede dos jornadas, y tres jornadas también. ¡A ver! —gritó al traspasar el umbral de su negocio—. ¡Volved a vuestros puestos! ¡Continuamos un poquito más!
Aldo, que lo seguía, abrió los ojos avizores al entrar en aquel lugar al que daban un aire submarino los reflejos de la luz del atardecer, tamizados de color en las vidrieras de las ventanas, hasta donde llegaban reflejados en el agua del canal, al otro lado de la plaza. Aquello no respondía en absoluto a sus expectativas. ¿Estaba en una bodega? Había barriles de madera por todas partes, y había quince prensas de vino —eso creyó al ver las imprentas— alineadas a un costado de la planta, bajo los ventanales. De Torresani había oído muchas cosas, entre otras que gran parte de su fortuna venía de la venta de vino (o de las especias, del ganado, del vidrio…). Pero en vez del olor de la fermentación, una deplorable peste a ajo podrido y recalentado inundaba el ambiente.
Sin escuchar la discusión excitada de Andrea y Francesco, Aldo avanzó observando la mezcla de indignación y desgana con que los trabajadores ojerosos se reincorporaban a sus puestos. Varios habían sacado y montado ya los catres, a punto de acostarse, así que se pusieron a recogerlos. En uno de los extremos de la gran estancia vio lo que parecía un horno de fundición, una pileta sobre una chimenea encendida, de donde venía aquel olor denso.
—¡Hay que dejar los barriles de libros en el Fontego dei Tedeschi antes del mediodía de mañana. Si no, no llegan a la feria de Fráncfort! —Torresani se detuvo ante una puerta que daba a un gabinete independiente—. ¡Los que tengan algún problema para quedarse —gritó con más fuerza aún— que vengan a hablar conmigo! En un momento los atiendo. Ahora estoy recibiendo una visita de importancia vital para esta casa.
Se volvió señalando hacia Aldo, que a su vez miró detrás de sí para ver si conocía a la persona tan importante que había venido, por desgracia, al tiempo que él. No había nadie detrás. Torresani abrió la puerta y le cedió el paso con una sonrisa.
—Luego seguimos, Francesco —concluyó Andrea antes de cerrarle al regente la puerta en las narices.
Había en el gabinete, iluminado por una lámpara que acababa de prender uno de los menestrales, libros amontonados en completo desorden sobre las mesas, las estanterías o el propio suelo. Nada más cerrar, Torresani se quitó la cuera, la puso sobre una mesa junto al paquete que llevaba, se fue hacia un ventanuco que había en la pared de separación con la imprenta, y corrió el pergamino aceitado que lo cubría para mirar a hurtadillas. Aldo echó un vistazo en derredor, distinguiendo poco a poco los componentes del desorden que lo rodeaba. Para hacerse un hueco donde dejar los dos libros que había traído, tomó por el mango un fundidor de tipos que estaba sobre la mesa. Antes de dejarlo a un lado, se puso a mirar la cavidad de la cuchara intentando imaginar su utilidad. La mesa estaba cubierta por una alfombra en la que ninfas bordadas huían de sátiros bajo el revoloteo de amorcillos ebrios, tapados aquí y allá por pequeñas tenazas, un par de fuelles, escuadras, punzones, un compás de cuatro puntas… En el centro había una piedra de aceite, aunque entonces le pareció un resto de ruina romana.
—Lo sabía, ahí está otra vez —exclamó Torresani desde el ventanuco—. ¡Qué caradura! Marcello, uno de los batidores de tinta: viene como siempre a pedir que le deje marcharse. —Cerró la ventana—. Discúlpame, querido amigo… ¡No sabes cómo es ese tipo! Dice que su madre está enferma y tiene que cuidarla. ¿Y a mí quién me cuida? Le doy de comer, le doy una cama para dormir… Pero él prefiere pasar la noche en casa de su madre. La ingratitud a la que nos exponemos los hombres de letras es constante. Vivimos en un mundo de analfabetos, ¿te lo puedes creer? —Se sentó ante su mesa dando un suspiro y lo miró con gesto grave—. Lo siento, estos líos… Dime, ¿cómo te va?
Aldo estaba demasiado impresionado por la familiaridad con que lo trataba el Asolano como para responder. No se conocían, ¿o acaso sí y Aldo no se acordaba? Imposible olvidar al gran Andrea Torresani…
—Pero, perdóname, no sé si quieres tomar algo —siguió él—. Yo es que me acabo de levant… —Se interrumpió de pronto, se puso en pie y fue hacia un pequeño aparador del que extrajo una garrafa de cristal labrado y dos vasos pequeños a juego—. Venga, qué más da, yo me animo también.
Sirvió un poco de líquido transparente en cada vaso. Aldo bebió un pequeño trago mientras Andrea se vaciaba con soltura la copa en el gaznate. En el paladar parecía agua, pero al llegar a la garganta aquel líquido desencadenaba una pequeña tormenta. Aldo tosió dos o tres veces.
—Esto es puro plomo fundido —exclamó Torresani mirando el vaso con arrobamiento—. Deberíamos añadirlo a la aleación de los tipos.
Aldo dejó el vaso sobre la mesa junto a otro semejante que tenía un tiralíneas incrustado en lo que parecía un fondo de tinta seca y sólida.
—Y bueno, cuéntame, tú a qué te dedicas, Aldo —dijo Torresani.
—Soy maestro gramático, y soy escritor y… Estoy preparando unas obras completas de Aristóteles para la imprenta —dijo.
—Pues entonces me alegra tener ya esa edición hecha —se hinchó Torresani—. Todo Aristóteles reunido por primera vez. Lo publiqué hace diez años. Traducido al latín por ese cantamañanas de… ¿Cómo se llamaba? Es igual, ahora no me voy a acordar.
—La traducción es la del Moerbeke, y la edición de Nicoletto Vernia.
—Vaya, qué buena memoria. Me alegra que sigas nuestro trabajo. Ya ves, hasta a mí me sobrepasa a veces.
—Bueno, es una obra excelente, de cabecera para mí, aunque no es que Averroes me parezca tan importante…
—Yo creo que fue ese Averroes, ave de mal agüero, el que pretendía sacarme las tripas por colorear a mano las ilustraciones en los ejemplares en vitela… Pues, fíjate, a punto estuve de decirle que se metiera sus colorines por entre las cachas. Lo que pasa es que…
—No, no, Averroes el otro, el filósofo árabe que hace los comentarios en la… —estaba diciendo Aldo, aunque de pronto se dio cuenta de que tenía que tratarse de una broma y se calló.
—Ah, sí, es cierto —dijo Torresani sin asomo de reírse.
—Las ilustraciones son de Girolamo da Cremona…
—A ver, Aldo, conoces muy bien la edición, ¿no me la estarás contrahaciendo, verdad?
—¡No! —exclamó él asustado—, no se me ocurriría… Yo estoy preparando una edición del texto original griego, sin comentarios.
—Vaya, ¡en griego! ¿Y quién es el chiflado que va a imprimir eso? Los únicos que leen en griego son esos extranjeros venidos de las colonias o escapados de Bizancio, que por lo general no tienen donde caerse muertos.
—Bueno —tragó saliva Aldo—, muchos que no somos griegos estamos a la espera de impresiones del texto original. Cada vez hay más maestros de griego en los estudios.
—¿Maestros de griego? Ah, claro, no tenía ni… Te doy la razón, ¿qué más da en griego o en arameo, si al final de todos los que lo compran lo van a leer solo cuatro tarados? No sé si te lo vas a creer, pero yo he hecho hasta un breviario en gargarítico. No me mires con esa cara. Tiene que haber un ejemplar por aquí, lo imprimimos hace tres años. ¿Donde lo habré puesto?
—¿En glagolítico? —preguntó Aldo incrédulo mientras Torresani se levantaba para echar mejor un vistazo alrededor, sobre las mesas y estanterías, en busca del libro.
—Eso, eso. Se puede publicar en cualquier idioma, siempre que haya un idiota que ponga el dinero… —Entonces decidió dejar de lado el asunto y volvió a sentarse—. Bah, ni idea de dónde estará. Pero te voy a explicar una cosa: no hay nadie en Venecia que haya conseguido acabar una tipografía griega en condiciones. Porque si no recuerda a la letra de los eruditos griegos, a los listos no les gusta y empiezan las quejas. ¿Y tú sabes cuántos tipos hay que diseñar para conseguir una tipografía griega que recuerde mínimamente a la letra de los eruditos griegos?, ¿eh?
No tenía ni idea de eso, claro, ni de su importancia.
—Pues entre ligaduras, abreviaturas, signos, combinaciones de letras con vírgulas y demás, salen unos mil trescientos tipos —concluyó Torresani—. ¡Mil trescientos!
—De eso venía a hablar —aprovechó Aldo—. Tengo el encargo firme de mi señor el príncipe de Carpi, Alberto Pio, de imprimir las obras completas de Aristóteles en griego, y para ello necesito una imprenta y una tipografía de esas. —La cara se le cambió en ese momento a Torresani—. He intentado montar una en mi casa, pero no domino el arte de la impresión. Por eso querría pedir cuenta de los costes que…
—¿Y está en ese negocio Pierfrancesco Barbarigo? —preguntó.
Aldo no se esperaba esa pregunta.
—No. Solo soy maestro de su hijo Santo. Pierfrancesco es amigo de Alberto Pio y, como yo iba a instalarme en Venecia, le pidió como favor personal que…
—¡Vaya! ¿Y qué le enseñas?
—Griego, sobre todo. Es un trabajo sencillo. Se trata de un joven bastante curioso.
—¿Griego? Ya. Pues sí que… Se me ocurre una cosa. A lo mejor podrías enseñarle griego también a mi hijo Gian Francesco. No sé qué hacer con él. Me tiene desesperado. Ya le ha salido el bozo y ni siquiera ha hecho su primer ducado. Yo creo que si sigue así se me hace sodomita, no te digo más. A su edad yo había juntado ya una pequeña fortuna personal de casi cien ducados. Pero él se pasa el día vagueando por las esquinas y leyendo memeces. No entiende el valor de las cosas y no se le puede encargar ni ir a comprar huevos a una vecina: no sabe regatear. A lo mejor, si los hijos de los patricios aprenden griego es porque en el futuro va a servir para algo, no me preguntes para qué, a esos no se les escapa una.
—Bueno, yo encantado de ayudar… —comentó Aldo sin saber muy bien qué responder.
—Mira, Aldo —dijo Andrea midiendo sus palabras con un cuidado que hasta ahora no había mostrado—. Si quieres, dile al príncipe que Francesco Griffo, mi punzonista, al que acabas de conocer, puede abriros una tipografía griega. Yo te la dejaría al precio que él le ponga, sin ganar nada, por pura vocación. Me encanta tratar con nobles que quieren divulgar a los grandes filósofos y literatos. Y luego, también solo si quieres, podemos imprimir aquí, a precio de coste.
—¡Eso es muy generoso! —exclamó Aldo empezando a sentir que por fin el tortuoso horizonte que traía se despejaba ante él.
—Claro que sí. Al fin y al cabo, todos estamos en lo mismo: ¡mecenazgo! Yo aquí pierdo dinero, Aldo. Y Francesco tendrá todos los defectos que tú quieras, pero como tipógrafo es una eminencia, aprendió con Jenson, que desde luego tuvo siempre las mejores tipografías antiguas. Aunque a mí las suyas que me gustan son las góticas, que quede entre nosotros. ¡Anda que no habré hecho yo dinero con la gótica de Jenson!
—Pero ¿Jenson, Jenson? ¿Nicolas Jenson? ¿El que fue impresor de Cicerón, de Cornelio Nepote, de Macrobio…?
—Sí, sí. El lamecalzas ese.
Aldo se quedó de nuevo sin saber por dónde seguir.
—Pues hablaré con el príncipe —soltó al fin, intentando dar la talla de hombre mundano—, seguro que le interesa. De momento, con su ayuda he montado en casa un pequeño grupo de doctos griegos para llevar a cabo una edición del texto completo de Aristóteles.
—Acabáramos. Has reunido una colonia de griegos fugitivos. Pintores de letras griegas, ¡ja, ja! —rio, pero no se estaba divirtiendo—. Conste que yo les tengo mucho respeto a los amanuenses. A ver, ¿dónde está?
Buscó por la mesa removiendo aquí y allá, y luego se levantó y miró en un bargueño, de donde extrajo una vitrina de cristal que le colocó delante, para que pudiera mirarla despacio. Aldo se dispuso a examinar aquello concienzudamente. Pero lo que vio le hizo dar un respingo.
—¡Madre mía! —casi gritó.
Era una mano de verdad, embalsamada y sin brazo, que asomaba con una pluma entre los dedos de una manga recortada de hábito dominico.
—Es de un monje copista del Apocalipsis. Santo varón, por eso está casi incorrupta, aunque ni siquiera lo canonizaron. Me la dio un abad en la feria de Fráncfort a cambio de varios libros impresos para que copiaran de ellos sus monjes: si no tienen las manos ocupadas escribiendo es que el pecado los arrastra. La mano venía con el libro, ahora que me acuerdo. Tiene que estar también por alguna parte.
Varios trozos de carne acartonada habían caído sobre la base de la urna. Aldo sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente.
—¿Y esos libros que traías? —le preguntó entonces Torresani.
Aldo reparó en que no le había dado los libros.
—Oh, nada importante, un pequeño regalo que quería entregarte. Este manuscrito es una gramática latina que he hecho yo. El trabajo de toda una vida.
—Una gramática, nada menos… —Andrea leyó silabeando—. «Aldus Manutius, Institutiones grammaticae». Muy bien, Aldus.
—Puedes llamarme Aldo. —El licor se le estaba subiendo a la cabeza a una velocidad inesperada.
—Pues en este momento está complicado, pero yo creo que el mes próximo nos ponemos con ella y la publicamos.
—¿Cómo?
Aldo no sabía de qué estaba hablando ahora Torresani. Tomó de la mesa, con gesto distraído, una almohadilla de cuero, pero enseguida se dio cuenta de que estaba poniéndose las manos hechas un asco de tinta. Volvió a dejarla donde estaba para agarrarla por el asa de madera. La alfombra que cubría la mesa parecía de las buenas. Sobre sus dibujos de carne sonrosada se extendía una mancha considerable de tinta negra que había tomado al secarse un tono azulado.
—Digo que hasta el mes que viene no vamos a poder ponernos a imprimir tu gramática, lo siento mucho. No te imaginas cómo estamos.
Para disimular su pasmo Aldo bebió un poco más y le dio otro ataque de tos. ¿Le iba a publicar la gramática? ¿No tenía que convencerlo de que se la leyese? ¿Ya estaba? Le empezaron a temblar las rodillas de felicidad.
—Tengo otro libro publicado —alcanzó a decir, y le extendió el segundo que traía, su querida Asamblea de las Musas, una carta en verso sobre su método didáctico dirigida a Caterina Pico, madre del príncipe Alberto Pio.
Andrea tomó el libro y se fue directo a leer el colofón. No tenía nombre de impresor.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó.
—Battista de Tortis —exclamó Aldo con orgullo.
—Battista de Tortis, menudo mercachifle —dijo Torresani. Lo cerró y lo arrojó a un lado, con desprecio.
Aldo carraspeó, meditando cómo cambiar de tema, y se fijó en algo que ya le había llamado la atención al entrar, un extrañísimo artefacto que había a un costado de la estancia, junto a uno de los ventanales. Era una especie de noria de molino de agua, sujeta por el eje a un bastidor y enfrentada verticalmente a un sillón frailero, que situaba al maquinista o lector ante los cangilones, cada uno de los cuales constituía en realidad un atril en el que reposaba abierto un libro.
—Es mi Máquina de Consultar Libros —dijo Torresani—. ¿Te gusta?
El impresor fue hacia ella y se sentó en el sillón. Ante él quedaban las palas o atriles con los libros abiertos.
—¿Ves? —le dijo a Aldo—. Si pisas estos pedales, la noria va hacia arriba o hacia abajo —y al momento la noria se puso en marcha girando con un chirrido lento—, así que puedes cambiar de lectura con hasta diez libros abiertos al tiempo, sin cargar con ninguno ni tener que cerrarlos. —Los atriles pasaban con sus libros en sucesión vertical—. Es un invento estupendo. Aquí encuentro una referencia a la Biblia, ¿has visto? Y en vez de levantarme a buscar la Biblia, le doy al pedal y va bajando la Biblia… ¿Te das cuenta? Aquí llega. Y entonces solo tengo que encontrar el capítulo concreto, y luego el versículo.
Al girar, la rueda chirriaba cada vez con más fuerza.
—Se atasca un poco, y ahora de aquí no pasa —continuó Andrea disgustado—. Ya le he pedido a Giovanni de’ Olmo que venga a ajustarla, pero nada, está poniendo molinos de viento en las montañas de Terraferma. Y eso que me cobró una fortuna. Voy a comercializarlo, para hacer llegar la cultura a todo el mundo. Hay que contar al menos con diez libros en casa para que esto tenga brillo, y mejor veinte o treinta, para ir cambiando. ¿Te imaginas lo que es eso? Con cada máquina, un puñado de libros de compra obligada.
Torresani volvió a pulsar los pedales logrando que los libros rotaran otra vez ante él. Disfrutaba como un niño moviéndolos, sin leer ni una palabra.
—Estas máquinas transformarán el mundo, Aldo. —Andrea movió los pedales con entusiasmo cambiando la dirección del giro una y otra vez. La rueda se movía un poco sin control—. A veces pienso que cuando nos vamos a dormir, la Máquina de Consultar Libros se pone sola en funcionamiento para comparar distintas obras. ¿No es magnífico?
Andrea, pensó Aldo, era un adelantado. Imaginó a príncipes, nobles y patricios pedaleando en aquel sillón con una rueda de libros griegos, como guías autorizados del rumbo del planeta.
—Si consigo que me compren este cacharro tres patricios —añadió Andrea—, la cosa está hecha. Puedes decirme todo lo bueno que quieras sobre los patricios, que voy a estar de acuerdo en cada uno de los puntos. Pero hay una cosa indudable: además de unos delincuentes son unos verdaderos cretinos. Y si tres lo compran y empiezan a presumir, al poco tiempo no habrá un solo patricio que no tenga su Máquina de Consultar Libros. Y tras los patricios vienen los ciudadanos adinerados. ¿Tú sabes de cuánto dinero estamos hablando, Aldo?
Andrea dejó de pisar los pedales y el movimiento giratorio de la máquina fue reduciéndose hasta que quedó quieta. Frente a ellos se detuvo una pala-atril en la que reposaban abiertas las Epístolas a familiares de Cicerón. Aldo leyó. Era el principio, la carta a Léntulo.
—Hala, qué errata —dijo—. Mira, mira —señaló en la página—. Aquí.
—¿Qué? —preguntó Andrea—. ¿Qué pasa?
—Creo que mi vida es cérvida —leyó—, como si fuera vida de ciervo. Debería ser: Creo que mi vida es acerba, es decir, amarga o penosa.
—¡Cuerpo Vivo y Expuesto de Cristo!
—Y aquí hay otra: Amonio, embajador del rey, abierto al dinero nos combate. «Abierto al dinero» es errata por «abiertamente con dinero», está mal el caso.
—¡Las tetas de santa Gadea en bandeja! ¿Seguro?
—¡Claro! Llevo siglos enseñando a escribir prosa latina con esta obra. Me la sé de memoria.
Torresani se levantó indignado. De dos zancadas se plantó frente a la puerta y la abrió.
—¡Francesco! ¡Ven un momento, por favor! ¡No, no: ya!, ¡es importante! —Esperó en la puerta mientras el otro acudía—. ¿Sí? Dime, Marcello. —El peón que aguardaba allí había aprovechado para decirle algo que Aldo no oyó—. Sí, lo sé, pero espera un poco: tenemos un jaleo imponente… —Se hizo a un lado para que pasara Francesco—. Mira, mira lo que hay ahí, Francesco. Díselo, Aldo. —Cerró la puerta—. Enséñaselo tú, que yo es que me pongo enfermo.
Francesco tenía los dientes apretados y un punzón metálico empuñado con fuerza. Daba un poco de miedo. Aldo le señaló con voz algo aguda las dos erratas, intentando disimular el temblor de manos.
—Muy bien. Visto —dijo Francesco volviéndose a Torresani—. ¿Y?
—A ver, Francesco. ¿Qué hacen ahí esas erratas? —De pronto Andrea había adquirido un tono muy razonable, como si estuviera corrigiendo a su hijo—. Te lo estoy diciendo a ti porque tú eres el responsable.
—Y yo te he dicho mil veces que no puedo ser responsable de eso —contestó Francesco conteniéndose a duras penas—. Soy un abridor de punzones, no un gramático. Si quieres a alguien responsable de eso, contratas a un corrector y le pagas.
—Tú todo lo solucionas igual. ¿Has visto, Aldo? Que contrate y que pague. Pero si con vosotros voy a la ruina…, ¡si vais a acabar conmigo! Un libro de Cicerón, ¡nada menos! Vamos a ser el hazmerreír de Venecia.
—Aquí hay otra, en la misma página. Y esta sí que es gorda —dijo de pronto Aldo. No para fastidiar, se lo estaba tomando muy en serio y quería ayudar como fuera.
—Me cago en la Vía Láctea, tres erratas en la primera página del libro, Francesco, a mí me va a dar algo —exclamó Torresani mirando en la portada—. Y ¿cuánto le hemos pagado al mamón de Ubertino?, ¿eh?
—¿A quién?
—A este Ubertino da Crescentino que viene aquí.
—Ah. Nada. —En la cara de Francesco había una sonrisa retadora.
—¡Claro que no le hemos pagado nada! Como que voy a mover sus libros por toda la cristiandad, lo estoy haciendo famoso en cincuenta ciudades. Y a cambio él me da sus ediciones llenas de erratas, ¡qué vergüenza! Quiero hablar con el Ubertino ese. Menuda jeta que hay que tener. Dile que venga inmediatamente.
—Pero él no ha hecho la edición. Además no vive en Venecia.
—Es cierto —interrumpió Aldo—. El año pasado me escribió desde Crescentino, ha vuelto ahí. Está muy mayor.
—Te recuerdo —siguió Francesco— que tomamos el texto de la edición de Battista de Tortis, que a su vez lo tomó de una florentina.
—¡Pues qué bien con el Tortis! —gritó Torresani—: ¡Ya ni del Tortis te puedes fiar! Me gasto una fortuna en trabajar los libros con el máximo cuidado para que no haya ni una errata, pero si luego va el Tortis y llena los suyos de basura… ¡nos confunde! Pues me da igual. Deja todo lo que estés haciendo ahora mismo, búscame a ese hijo de la Gran Prostituta de Babilonia, Ubertino-como-se-llame, aunque esté en las arenas de Libia, y dile que venga aquí a la carrera. Le voy a explicar yo por dónde se tiene que meter su libro.
Lleno de ira apenas contenida, Francesco se dio la vuelta y se fue dando un portazo. Andrea volvió a llenar los vasos del destilado y se bebió el suyo con un gesto fugaz obligando a seguirlo a Aldo, al que esta vez le entró más suave. Llamaron a la puerta justo en ese momento.
—¡Y ahora qué más quieres, Francesco! —exclamó Andrea. Pero el que entró fue el hombre que esperaba fuera desde el principio—. Oye, Marcello, ya te he explicado que… Bueno, venga, dime lo que quieres. ¡Si lo sé muy bien! Has trabajado sin parar y tu madre está enferma…
—No. Es que ha venido esta tarde mi vecina, la Iulia, a decirme que mi madre ha muerto —exclamó el hombre—, que si puedo ir.
Andrea se quedó inmóvil, mirándolo. Después se llevó las manos a la cara, se la aplastó y se echó hacia atrás la cabellera con los dedos crispados.
—Pero ¡qué dices, desdichado! —gritó, asustando a Aldo—. ¡Dame un abrazo, triste amigo!, lo siento mucho.
Dio cuatro pasos adelante y abarcó con toda su voluminosa rotundidad a Marcello, que recibió el abrazo tieso. Cuando se separaron, Andrea lloraba de verdad. Aldo no sabía qué hacer.
—Vete a casa, Marcello. No te preocupes de nada, tómate el tiempo que sea necesario. Y luego el entierro lo pago yo, cueste lo que cueste.
—¿Qué entierro? —preguntó Marcello.
A Aldo también le había extrañado la oferta de Torresani, la idea de que se enterrara con boato a la madre de un menestral. En todas partes en donde había estado, los cadáveres de la gente común se entregaban en la iglesia más cercana y punto.
—Es verdad, tienes razón —aceptó Torresani—. Pues te voy a dar, para tu familia, el dinero equivalente. Yo… Yo… No puedo ir ahora porque estamos con un jaleo descomunal, ya lo ves: ¡no llegamos con los libros!, y los libros no esperan, pero voy en cuanto pueda, muchacho. Márchate y no vuelvas hasta que no hayas descansado, anda. Dame otro abrazo, ven aquí. —Sollozó mudamente abrazado a aquel pobre hombre, que a su vez parecía bastante incapaz de llorar por simple falta de habilidad mundana—. Ve con Dios, Marcello. Y ten fuerzas.
En cuanto salió el entintador del gabinete, Andrea se puso a buscar algo removiendo aquí y allá. No lo encontraba, así que tomó una de las esquinas de la alfombra alejandrina y con ella contra la cara se sonó la nariz con estruendo.
—¿Te parece normal que le tenga que dar yo dinero cuando se le muere la madre? —le preguntó entonces, casi enfadado—. Los comerciantes somos así. Es muy difícil gobernar una imprenta, Aldo. Lo importante son las personas, fíjate. Se acaban convirtiendo en tu familia. Te juro que yo a este Marcello lo quiero como a un hijo. Pero suficiente hago ya por Venecia con mi esfuerzo constante.
Por más atención que ponía Aldo, para el que la posibilidad de ver trabajando a Torresani era un privilegio, no conseguía hacerse cargo del problema que le estaba contando.
—En fin —continuó Andrea—. El mundo está pendiente de la casa Torresani, Aldo. Y a mí me encanta este trabajo. A ver, quiero saber si a ti también. Toma este libro y dime lo que te parece.
Aldo recibió el misal que Torresani le tendía. Lo abrió. Tenía música impresa en algunas páginas. ¿Qué se esperaba que le dijera, «Es un misal estupendo»? Entonces recordó un gesto que vio hacer a su padre en cierta ocasión y lo sorprendió muy agradablemente, pues le hizo entender que, aunque su padre no leyera, amaba los libros.
Aldo hundió la cara en el libro y aspiró.
—Huele a ambrosía pura —comentó.
—Escucha, Aldo —dijo Torresani con cara de satisfacción—: a mí me parece que estás hecho de buena madera. Acabamos de conocernos, pero yo sé valorar la mercancía antes de que nadie abra la caja. Vamos a encontrar muchos modos de colaborar, ya verás. Aunque ahora lo mejor es que nos vayamos de aquí. Te invito a cenar a mi casa.
Abrió la puerta. Entonces se dio cuenta de que olvidaba algo, y fue a la mesa donde había dejado el paquete que llevaba al llegar. Mientras Andrea se ponía la cuera, Aldo se fijó en que tenía la marca de la torre de su casa bordada en una manga.
—¡Francesco! —gritó el impresor saliendo afuera—. ¡Oídme todos! —Se hizo el silencio y continuó, patético—. Acaba de morirse la madre de Marcello y estamos de luto. No puedo trabajar así, yo al menos. Se me ha puesto la tristeza en la boca del estómago, y no me deja ni pensar. Descansad para estar fuertes mañana por la mañana. Me tendréis aquí a primera hora. Ya sabéis que me encontraba mal estos días y no he podido trabajar a fondo, pero mañana empiezo de nuevo.
La mezcla de caras de alivio, sorna y desesperación que podía verse en los rostros de aquellos hombres dejó bastante confundido a Aldo.
La Stufa
Descendían oscuros los dos por las callejas de la ciudad sin rumbo conocido para Aldo, que caminaba conteniendo los bostezos tras su guía. Él creía que la casa de Torresani estaba en el edificio de la imprenta, pero al salir el impresor había echado a caminar alejándose de ahí.
Posadas como lechuzas de mirada espesa, acechaban mujeres solitarias en la penumbra de los quicios de las puertas o tras las columnas de los soportales, luciendo todas su pañuelo amarillo, que no era, como Aldo había llegado a pensar tras un tiempo en Venecia, moda característica de la zona, sino aviso de navegantes impuesto a las busconas por el Senado.
Avanzaban evitándolas a duras penas hasta que Andrea se detuvo ante un portón de madera y golpeó la aldaba con fuerza tres veces. A Aldo lo sorprendió que la casa de su anfitrión, grande pero destartalada, se hallara en aquel barrio apartado de las viviendas de los patricios. Enseguida abrieron.
—Buena noche, maese Andrea, ¡el placer te trae atendiendo mi anhelo!
Pensó Aldo que aquella debía de ser la mujer de Torresani.
—Este es mi buen amigo Aldo, Tarquinia. Trátalo siempre que lo veas aquí como si fuera yo mismo. ¿Hay cena?
—Algo habrá. Menos carne de la de comer, que es Cuaresma.
A Aldo le chocaron los gestos aniñados de Tarquinia, que no estaba en edad de hacerlos. Había sido bella, pero ahora asomaban las manchas de la piel bajo el plomo blanco que le tiznaba el rostro acentuando los pliegues inevitables en las comisuras de los ojos y los labios. Llevaba el pelo con postizos teñidos de distintos colores.
—Entonces estamos salvados —dijo Andrea, dejando que Tarquinia lo ayudara a quitarse la cuera.
Mientras Andrea tomaba por una puerta con Aldo y ambos se sentaban a una mesa, ella se adentró por otra, lanzando un grito que hizo temblar de pies a cabeza a Aldo:
—¡Niñas!, ¡niñas! ¡Es maese Andrea! ¡Venid todas!
Y efectivamente, fueron viniendo. A Aldo le preocupó bastante el poco avío que usaban las venecianas en la intimidad de la familia, más aún habiendo visita, puesto que venían en sotanilla y descalzas como ninfas. No era así ni en Roma ni en Ferrara ni en Carpi, pensó, cosmopolita. Y en vez de aceptar que no estaba en la casa familiar de Andrea como iba intuyendo, se dijo que su anfitrión no había tenido suerte con tantas hijas, o a lo mejor también sobrinas, ya que lo llamaban tito y papito y tiito y papuchi, y se acercaban a abrazarlo y besarlo sonrientes.
La primera se llamaba Ginevra, y la segunda Honoranda y la tercera Livia y la cuarta Lucrecia…, nombres de abolengo que le resultaron caprichosos. Y aunque se comportaban un poco como niñas, se dio cuenta enseguida de que no lo eran ya, ni mucho menos. Andrea se debía de haber casado muy joven.
Entonces, cuando creía que el desfile había terminado, apareció ella. Marietta. La mujer cuyos hombros desnudos lo deslumbraron a bordo de una góndola el día en que llegó a Venecia. No había olvidado sus ojos enormes y rasgados. Venía con el pelo suelto, como las demás, descalza y con una sotana blanca tan corta que dejaba asomar las pantorrillas depiladas, lisas y perfectas como de estatua griega. Esta vez, como no traía la cara cubierta de albayalde, se podían calcular mejor sus años: debía de andar cerca de la treintena ya. Puesto que ella le había dicho que trabajaba para Torresani, le extrañó que lo saludara tan efusiva como sus hijas y sobrinas. Ella lo reconoció, y le dijo:
—¿Tanto tiempo ya en Venecia y aún sigues vestido de náufrago?
Y le alborotó el pelo con sonrisa más de hermana que de desconocida, para su vergüenza.
Entonces, Torresani desenvolvió el paquete que traía y dejó al descubierto unas telas de colores que empezó a repartir entre las mujeres.
—¡Bragas! —gritó emocionada Marietta al recibir la suya, extendiéndola al aire. Era bermeja como el vestido con que la conoció.
—¡Y de tela de Cambrai!, mira qué suave —secundó Honoranda.
—¡Y el arte de los bordados! —terció Livia.
Todas las recibían con alborozo, dándole a cambio a Andrea multitud de besos sonoros y abrazos. Aldo nunca habría podido imaginar que tan poca tela pudiera servir para confeccionar una prenda tan importante.
—¿Has visto? Las estamos vendiendo mejor que los misales —le dijo el otro por lo bajo, guiñándole un ojo.
—Id a probároslas, niñas, que maese Torresani tendrá que hablar de negocios, venga —ordenó Tarquinia dando palmadas.
Hubo un revoloteo de pájaros fugaces y en breve el árbol quedó vacío y triste. Aldo se dijo que viajar y conocer modos desconocidos de comportarse hacía a veces más sabio al hombre que ninguna lectura, porque ¿en qué libro habría podido aprender como ahí el comportamiento íntimo de las familias venecianas? Tuvo entonces otro amago de duda, pero de nuevo lo desechó.
—Y, bueno, Aldo —dijo Torresani mientras Tarquinia, sin que nadie se lo hubiera pedido, les servía en sendos vasos aqua vitae de una botella gemela a la que había en el taller—. Se me ocurre una idea para que los libros le salgan muy baratos al príncipe…, al príncipe…
—Alberto Pio —completó Aldo.
—Eso es. Es que está el mundo lleno de príncipes, carajo. A tu salud.
Brindó con él. Aldo bebió despacio, soportando la quemadura cada vez menor en la garganta.
—Se trata de liar al padre de tu alumno, Pierfrancesco Barbarigo, ya que es amigo del príncipe. ¿Sabías que tiene un molino de papel en Terraferma? No es un patricio cualquiera, hijo del anterior dux y sobrino del actual… Puede lograr que se vendan muchos libros.
—Es cierto —dijo Aldo—. Pero no sé cómo implicarlo, yo…
Tarquinia empezó a traer fuentes con comida, y Andrea la repartía en los dos platos.
—Lo único que tienes que hacer es concertarme con él una cita. Háblale del proyecto.
—En realidad ya lo he hecho —dijo Aldo—. Fue él quien me aconsejó venir aquí. No. Ancas de rana no me pongas.
—¿No son de tu gusto? —se detuvo Torresani con las patas recostadas en el cucharon de servicio.
—En Cuaresma… Se disputa si son carne o pescado…
—¡Claro! —concedió Andrea dejando las ancas de rana en su plato—. Pues si es él quien te ha hablado de mí, va a resultar muy fácil. Dile cuanto antes que si él pone el papel y vosotros los tipos, yo pongo la impresión, y así los libros os salen regalados. Y si hubiera beneficio, repartimos en proporción —se quedó pensando un instante—, aunque en estas cosas no hay que pensar en beneficio, sino en hacerlas bien. Sobre todo imagina lo que eso podría llegar a ser, con tu nombre al frente: «En casa de Aldo Romano», ¿eh?
El cielo veneciano terminó de abrirse completamente para Aldo. Torresani tenía la virtud de ahuyentar la angustia de su cora zón.
—Pero, eso sí —siguió el impresor—: habría que probar antes con algo menos extenso que la obra completa de Aristóteles, y ver si todo funciona…
—Se puede imprimir el Hero y Leandro, por ejemplo, de Museo, el gran poeta anterior a Homero e hijo del mismísimo Orfeo —dijo Aldo con sonrisa radiante—. La primera obra griega. Un poema de amores.
—¿De amores? ¿Chifladuras para mujeres? Espera: ¿tiene caballeros y dragones, como el Orlando enamorado? Ese Boiardo vende, no te creas…
—Eh… Pues… Bueno, tiene un joven que cruza a nado el Helesponto para reunirse con su amada, en medio de una terrible tormenta que va a engullirlo… Ella, al ver su cadáver en la playa, se suicida lanzándose desde una torre. Todo esto en hexámetros dactílicos. De valor incalculable.
—Un poema… Yo estaba pensando en una gramática para los profesores de griego. Sin eso no se puede leer en griego, ¿no? Habrá alguna por ahí…
—La mejor es la de Constantino Láscaris…
—Me estás liando. Pues venga, apunta el poema y la gramática. Tú sí que eres un vendedor, Aldo.
¿Un vendedor? A Aldo se le avinagró la sonrisa.
—Y ya que te veo tan convincente —continuó Torresani—, ¿no tendrás entre tus libros raros uno por ahí que podamos vender de verdad?, ¿un manuscrito perdido o algo así? Los manuscritos perdidos venden. Me dijo una vez el mamahuevos de Jenson que desde que existe la imprenta merece la pena encontrar manuscritos perdidos. Sacas unos avisos en hojas volanderas… Por ejemplo: «En casa de Aldo Romano se publica con toda diligencia un manuscrito que estaba perdido y nadie hasta hoy ha podido leer…». Y parece que te lo quitan de las manos. Aunque también me dicen que los manuscritos perdidos escasean.
—Hombre, perdidos hay muchos, pero es que por eso mismo, como están perdidos… —razonó Aldo—. ¿En qué tipo de obras estás pensando?
—Del tipo que sea. Desde que llegó la imprenta lo que importa es el número de páginas, el formato, la tipografía, si se trata o no de un manuscrito perdido, si lleva grabados, etcétera. Importa que no pare el ritmo de la imprenta. Necesitamos listas, no contenidos. ¿Sabes lo que hago yo cuando calculo los beneficios? Hago varias columnas en las que pongo el valor de lo que tiene cada libro. Papel, tanto. Tiempo de impresión en una o varias máquinas, tanto. Tiempo de trabajo de maestros, oficiales y aprendices, tanto. Pues bien, en la columna del contenido, ¿sabes lo que pongo? Un cero. No sé si me entiendes. No pongo ni columna.
Justo en ese momento la mujer que se llamaba Ginevra entró y se sentó delante de un clavicordio que había en un rincón de la sala, cruzó los dedos de las manos, las agitó estirando los dedos con los brazos extendidos y comenzó a tocar con suavidad las teclas.
—Cada vez que lo pienso, me gusta más —siguió Torresani—. ¿En griego?, pues en griego. Eso es importante, porque el griego no hay quien lo lea. Así que seguro que los patricios se matan por comprarlo. Me juego una de estas chicas.
Tocaba bien Ginevra. Pero en vez de relajarse, el cuerpo de Aldo se había tensado como cuerda amartillada de clavicordio. Se estaba a gusto ahí, se dijo intentando mantener la ficción que se había trazado con esmero. Había que ver qué jóvenes tan bien instruidas, las familiares de Torresani.
La cena transcurrió sin sobresaltos. Tras los entrantes, de los que Aldo solo probó el puré de habas, vinieron los pescados. Había tenca y anguila fritas, había lucio asado y carpa hervida… Mientras Torresani se servía de todos los platos Aldo se puso un sobrio trozo de esturión a la brasa, y rechazó los mariscos, que llegaron después en varias fuentes, con la excusa de que los tratadistas más estrictos los excluyen de los pescados. A los postres, que también rehusó, cayó en la cuenta de que había pasado ante sus ojos en aquella cena de Cuaresma más comida de la que había llegado a ver en el tiempo que llevaba en Venecia. Aceptó el moscatel del Asti.
—Cada vez me gusta más tu idea —dijo Andrea con las bandejas ya vacías—. Libros griegos, sí, y caros. Tú eres un erudito, Aldo. Tendrás contactos en los estudios de toda Italia. En Padua, no sé, en Florencia, en Roma… En fin, tenemos que empezar ya a colaborar. Por lo pronto, podrías corregir las Epístolas a familiares. Es solo un favor que te pido, porque por desgracia se cerró hace tiempo la cuenta de este libro, que ha dado más gastos que beneficios…
—Lo hago encantado —interrumpió entonces Aldo—. Seguro que se acabará agotando. Todos los estudios lo utilizan como ejemplo de latín.
—¿Lo ves? Ya hemos encontrado un modo de empezar. No se hable más. ¡Tarquinia, ponnos baño a los dos, que ya hemos acabado!
¿Baño? A Aldo le dio la temblequera. ¿En qué nuevas y extrañas costumbres familiares tendría que participar en aquella casa? Él solía cenar un cuarto de vino con pan al atardecer, para meterse al lecho cuanto antes.
—Es tarde para mí… —comenzó a decir.
—Cierto —concedió Torresani levantándose—, deja todo como está y les pido que nos lleven el moscatel a las termas. Vamos.
El suplicio
No supo cómo librarse. Siguió al anfitrión descendiendo por una escalera hasta llegar a una amplia sala de baños rebosante de vapor, que tenía las bañeras de madera en fila a lo largo de la pared, como barcos amarrados a muelle. Nada más entrar, Andrea se desnudó y se metió en una de las bañeras. Aldo comenzó a desvestirse lentamente para imitarlo. No era hombre religioso, aunque lo simulaba como tantos, y hay que decir que llevaba con soltura la máscara, pero por lo general evitaba en lo posible desnudarse, siguiendo los consejos de los tratados, para no dejarse llevar por la concupiscencia. Como no veía, sin embargo, forma de escapar de ahí, decidió relajarse y disfrutar del agua. Al final tuvo que meterse a toda prisa en su bañera humeante, porque para su sorpresa la puerta se abrió y entró la anfitriona, Tarquinia.
En vez de enfadarse por el descaro con que irrumpía su esposa —se dijo Aldo en un nuevo intento de mantener su negación de la realidad—, Torresani gruñía de placer sumergido en el agua caliente. Tarquinia, que traía el servicio para el moscatel, les colocó a cada uno delante una bandeja que se acoplaba a los bordes de la bañera y sirvió ahí los dos tazones de vino. Cuando le estaba sirviendo a él, sus miradas se cruzaron, y entonces lo vio con sus propios ojos: lejos de mostrar el recato que la situación exigía, Tarquinia sacó la lengua y con el ápice se alzó el labio superior, mirándolo seria, en un gesto que le resultó a Aldo de una obscenidad inaudita.
Se cubrió bajo el agua con ambas manos y volvió la cabeza aterrorizado para comprobar la reacción de Torresani. Por fortuna, el impresor no se había percatado del comportamiento de su esposa, pensó tozudo, ya que el maese tenía cerrados los ojos, con la cabeza recostada en el reposacabezas de la bañera. Tarquinia se fue por donde había venido. Pero Aldo dejó de disfrutar del baño. Se sentía tan inquieto que se levantó chorreando, dispuesto a secarse, vestirse e irse de una vez por todas de allí con cualquier excusa, no sin agradecerle a Andrea su invitación. Mas tuvo que volver a sumergirse en el agua porque la puerta se abrió de nuevo.
Esta vez eran dos mujeres las que entraban. El vaho que inundaba la estancia impedía que alcanzara a ver sus rostros. Intentó concentrarse en los dedos de sus pies que asomaban tensos al fondo de la bañera. ¿Las dos venían desnudándose por el camino? Distinguió a la primera, que se acercaba a la bañera de Torresani: la que se hacía llamar Honoranda. Y la otra…, la otra… Sus blancos senos se proyectaban hacia él impulsados por el corpiño, que traía sin camisa debajo. Por desgracia, la otra era Marietta y se dirigía a su bañera, desanudándose el corpiño, entre las nubes de vapor. La pequeña comedia a la que se había aferrado se le derrumbó dando paso a la realidad, y Aldo abandonó toda esperanza. Quería que la tierra se abriera y lo tragase sin contemplaciones, pero nada de eso iba a ocurrir. Aunque lo que más le preocupaba era su alma. ¿Por qué su alma no se revolvía contra el pecado? ¿Qué le pasaba?
Delante de su bañera, Marietta se detuvo. Junto al deseo lo invadieron en tromba sentimientos que hasta entonces permanecían escondidos en el centro de su espíritu. ¿Era aquello parte de sí? Sintió una oleada de algo semejante a la tristeza, pese a que lo que quería su cuerpo era alegrarse. La mirada se le quedó presa en el ombligo de ella.
Otras veces había actuado ante los embates del deseo con tranquilidad y con solvencia, impidiendo que lo venciera. Pero ahora se daba cuenta de que su actuación no la había provocado nunca su alma revolviéndose. Solo decidía actuar en público fingiendo que su alma se revolvía, eso era todo: un pequeño teatro. Por eso en vez de dejarse llevar o enfurecerse, como hacían otros, hablaba siempre con calma. ¿Y por qué no hablaba con calma ahora a esa mujer, le pedía que se vistiera y se vestía él y se marchaba? ¿Quizá porque allí no había más público que Torresani, en cuya bañera ya se había sumergido la tal Honoranda, quien sabe en busca de qué aventuras?
Marietta se acercó a la cabecera de la bañera y se inclinó sobre él. Recibió el beso, su primer beso, con los ojos cerrados, sin poder esconder el temblor que le recorría el cuerpo, inundado por el olor a rosas y cardamomo de la cabellera suelta de la prostituta. ¿Había soñado alguna vez aquellos labios dulcemente pegajosos en los suyos, aquella lengua enredándosele a los pensamientos, recorriéndole despacio el paladar?
Torresani había volcado a Honoranda boca abajo, con la barriga apoyada en la bandeja que dividía en dos su bañera. La tenía enculada y trotaba sobre ella rebuznando como un asno panzudo. Marietta debió de comprender la vergüenza de Aldo, porque descorrió un cortinón entre ambas bañeras que ocultó a sus ojos aquella actuación excesiva.
Después Aldo vio el cuerpo de la mujer entrar en el otro extremo de su bañera y desaparecer, pulgada a pulgada, engullido por el agua. Aquellos pies, tan blancos y pequeños, asomaban a la superficie ante él y volvían a sumergirse, asediando a su presa en un recorrido suave de los dedos por sus muslos. La presa fue al fin atrapada por la jauría de dedos, que comenzó a desollarla alborozada, sin compasión, a puras dentelladas. Aldo pensó entonces en las pocas mujeres de su vida. Pensó que en realidad no había sido amor lo que sintiera por Caterina Pico, la madre viuda de su pupilo Alberto Pio, hermana de su joven compañero de estudios, Giovanni Pico della Mirandola. ¿Por qué, entonces, sufrió tanta decepción cuando ella, viuda, volvió a casarse?
No, el amor no era eso. Ahora lo sabía. Al tiempo que latía sin control, su corazón se estaba abriendo ante él, mostrándole cada uno de los granos rojos que escondía en las celdas de su interior de granada. Los dos senos adorables de Marietta flotaban semihundidos, mostrando a veces sus pezones oscuros. Aldo iba a desvanecerse ya, entregado a aquel baile sordo, cuando la jauría se retiró y los senos se alzaron ante él como membrillos chorreando agua. La mujer bebió despacio el resto de moscatel del tazón de Aldo y quitó a continuación la bandeja de madera que los separaba para dejarla a los pies de la bañera. Entonces se colocó a horcajadas sobre él y le entregó uno a uno sus senos para que los besara, para que hundiera después el rostro en ellos. A Aldo se le escapó un sollozo porque le vino a la mente la imagen de su pobre madre muerta. Marietta le puso la mano en el pecho y chistó para que se relajara. El corazón paró un poco aquel ritmo impuesto por el diablo del amor, pero la aparente clemencia de la joven no era más que una treta, porque luego atrapó de nuevo la presa con mano ávida y sin ningún cuidado se la clavó en el centro del cuerpo, acoplándose sobre él. Aldo pensó que los ojos iban a salírsele de los cuévanos y abrió la boca en busca del aire que necesitaba. Tuvo que relajar la espalda para que los músculos no se le saltaran destensados. Marietta comenzó a chapotear el baile de sus caderas poco a poco, y lo iba acelerando y deteniendo a su antojo, sin temor alguno de dejarlo muerto allí, y gemía cada vez más fuerte, con los brazos alzados, las manos jugando a hacerse una coleta en el cabello y los senos brincando de alegría. Hasta que en el culmen de la tensión Aldo notó que al fin el alma se le escapaba entera del cuerpo arrebatada por el vientre endemoniado de la mujer, y se diluía después entre el vapor que la rodeaba.
Ella lo miraba entonces, mientras iba deteniendo su danza, con una sonrisa cómplice que debería haberlo hecho feliz. Pero se sintió algo viejo, a su pesar. Era ya cuarentón, y hasta aquel momento había podido escapar del amor como aconsejaban, sin faltar ninguno, los tratados que había leído sobre el tema. Todo llega en esta vida, le sermoneó una voz que no parecía suya por más que brotara de su interior. Se tapó la cara con las manos mojadas para que aquella mujer no lo viera llorar.
¿Qué iba a ser de él, que había aprendido lo poco que sabía del amor en los versos trágicos de Eurípides, ahora que había conocido el placer?