Caído del cielo
Ya tañían la prima las campanas aunque no acababa de amanecer tras la bruma, y allí estaba, solo, con ese malestar de náufrago de los que desembarcan por primera vez en Venecia. Se repitió que todo resultaría sencillo. Se veía desde fuera, y entonces la consciencia de su misión le otorgaba una apostura que enseguida se desvanecía a causa de su fisonomía enclenque y del modo en que vestía, inapropiado para mostrarse en una ciudad que se había convertido en el centro del mundo.
Se estaba quedando helado. Cerró un momento los ojos intentando reunir fuerzas. Las necesitaba, ahora que por fin le había dado un vuelco a su vida de maestro de muchachos. ¿Demasiado tarde?, se preguntó, dejando que asomara el miedo entre sus reflexiones. Sentía el agotamiento del viaje y los pies húmedos, como si hubiera llegado caminando sobre las aguas y no en barco… Abrió los ojos, se miró los zapatos y solo entonces se dio cuenta de que los tenía completamente encharcados. Levantó el faldón gris de su sayo. Su rostro comenzaba a reflejarse deforme en la leve turbulencia del agua. ¿Hasta dónde subía ahí la marea? De hecho, la plaza entera estaba anegada, en lo que alcanzaba a ver. Acqua alta: la laguna voraz.
¡Los libros! El agua lamía los tres baúles que componían, con un bolsón de mano, su equipaje. Llamó a gritos al mozo del embarcadero, que se había refugiado hacía rato en una garita. Mientras esperaba en vano la respuesta, puso dos de los baúles de libros encima del bolsón, en un equilibrio inestable que le impedía apartarse de ahí, y cargó con el otro en brazos.
Por fortuna, surgido de entre la niebla, un barquero maniobraba aminorando la marcha para acercar la góndola al embarcadero. Su salvación sin duda, aunque algo no encajaba. Aquel hombre lo miraba interrogante, con la cabeza ladeada y las cejas altivas, como a la espera de alguna indicación. Impaciente, el gondolero se encogió de hombros. ¿Qué querría? Recordó que al desembarcar los otros viajeros, más vivos que él, se habían apresurado a gritar sus destinos a los gondoleros que aguardaban la llegada del barco, y, mientras él revisaba sus pertenencias, tras un intercambio mundano de frases se habían distribuido deprisa en las distintas barcas dejándolo solo allí.
—¡A Campo Sant’Agostin! —gritó—. ¡En San Polo!
Entonces el barquero arqueó más aún las cejas, alzó con desprecio la barbilla y frunció los labios como para lanzarle un beso, al tiempo que con un golpe de su único remo cambiaba el rumbo alejándose de allí. Aldo se quedó pasmado, mirando cómo se internaba en la niebla la gallarda popa del marinero, embutida a duras penas en unas calzas carmesíes.
Pero ya venía otro gondolero, borroso, salido también de la nada.
—¡A casa del príncipe Alberto Pio! —Pensó que quizá la nobleza del destino lo ayudase. ¿No era el propio príncipe el que había rentado la casa para él?—. ¡A Campo Sant’Agostin!
Sin embargo, el barquero le retiró la mirada con un gesto de desdén calcado del de su predecesor, y se fue atravesando las tinieblas como una saeta. Pasó un rato y vino un gondolero más, y luego otro, y otro al cabo. Esbeltos, jóvenes y sobrados de apostura, dejaban ante él una estela de jirones de niebla al alejarse, con las nalgas constreñidas en sus calzas de vivos colores.
Había oído que aquellos barqueros, orgullosos trabajadores por cuenta propia, forasteros casi siempre como él mismo, eran difíciles de manejar, pero nunca imaginó que ni siquiera tendría la oportunidad de comprobarlo.
Ahora que las siluetas de los edificios comenzaban a dibujarse podía hacerse una idea del enorme tamaño de la plaza. ¿Qué había en el centro? Una construcción de madera, algo así como un pequeño escenario situado entre dos columnas… No. Aldo se estremeció. No era un escenario. O sí, en realidad. Era un cadalso, en el que habían instalado una horca, y parecía nuevecita, a estrenar.
Un gondolero más se acercaba hacia su posición, inquisitivo.
—¡A casa de Pierfrancesco Barbarigo, sobrino del dux, en Rialto! —improvisó. El único destino alternativo que conocía.
Para su consuelo el barquero arrimó la góndola. No era tan joven ni mucho menos tan flaco como sus antecesores. Se llevó dos dedos a la boca y chifló con fuerza. La puerta de la garita se abrió y el mozo del embarcadero vino a buen paso. Aldo resopló al embarcar por fin.
—¿Qué vendes? ¿Libros? ¿Llevas libros ahí?
Bogando ya por el ancho canal, el gondolero se había quitado el gorro y mostraba una calva perlada con pequeñas gotas de sudor.
—Son libros, sí, pero no los vendo —contestó.
—¿Todos esos libros te has leído?
No conocía esa sofisticada burla con la que los venecianos se ríen de los hombres de letras por su incapacidad para disfrutar de la vida, así que respondió, como si el guía esperara respuesta, que era mucho mejor tener siempre libros sin leer…
Un murmullo más soñado que sentido llenaba el ambiente, como si espectros en pena poblaran los puentes y las aceras del canal, vagando a hurtadillas tras el escudo de la niebla mientras repasaban entre dientes sus vidas desdichadas. El barquero escupió con soltura sobre las aguas antes de continuar con su interrogatorio.
—¿Y son para Pierfrancesco los libros?
—Voy a hacerme cargo de la educación de su hijo. —No era cosa de andar contándole su misión a cualquiera por ahí—. Por cierto —se animó Aldo—, estaba pensando que, antes de presentarme en casa de los Barbarigo, sería mucho mejor dejar el equipaje en la mía. Me alojo en una casa que ha comprado recientemente Alberto Pio, el príncipe de Carpi, en Sant’Agostin. ¿Podrías llevarme allí?
Un lamento melancólico rasgó entonces el amanecer, algo así como el aullido de un perro moribundo que espeluznó a Aldo. Tenso, el barquero escudriñaba entre la niebla, cuando de la nada surgió una góndola que los enfilaba. Aldo se vio en el agua, pero un golpe brusco de remo los salvó del abordaje.
—¡Maldito hijo de una perra cretense! —gritó su barquero al asaltante, que, impertérrito, se contentó con responder alzando el brazo y dedicándole una higa mientras pasaba de largo, inclinado sobre su góndola.
Lo había dicho en un griego bronco que Aldo apenas consiguió entender, acostumbrado a utilizar ese idioma solo en el aula. Había oído que Venecia estaba llena de forasteros del Imperio Griego, huidos del avance del turco tras la caída de Constantinopla o llegados a la metrópoli desde las colonias venecianas. Pero se los imaginaba a todos eruditos.
—¿Eres griego? —le preguntó también en griego al gondolero.
Ahora fue él el que se extrañó:
—¿Y tú no serás poeta?
—Poeta, sí.
Sin embargo, la respuesta de Aldo, que apenas había publicado algunos versos didácticos, no produjo la admiración buscada.
—Un poeta —dijo el gondolero—, ¡vaya forma de empezar la mañana!
Y sin que Aldo acabara de entender por qué, viró apoyando el largo remo en el fondo del canal para dirigirse al embarcadero más cercano. Aldo se fijó entonces en sus brazos tensos y depilados. En el izquierdo tenía grabada con tinta azul un ancla a cuyo fuste se enroscaba un ser marino, híbrido entre pez y serpiente. Ese tipo de grabados en la piel eran cosa, pensó Aldo, de brujas y hechiceros.
—¿Hemos llegado? —preguntó bastante perdido.
—En mi barca los viajes se pagan. No llevo a poetas de balde —dijo el barquero.
—¡Tengo dinero! —protestó Aldo.
Como el otro no hacía caso, desanudó la bolsa atada al cinturón que le ceñía la camisa bajo el sayo, y la hizo sonar, agitándola. Extrañado, el gondolero iba a corregir el rumbo para alejarse del embarcadero cuando le llamó la atención el grito de una mujer:
—¡A la Stufa de Torresani, en Carampane!
Agitaba las manos alzándolas sobre la cabeza para hacerse notar.
—Muy de mañana empiezan algunas —dijo con enigmático desprecio el gondolero, pero sin dejar de acercarse al embarcadero.
De lejos, el vestido de terciopelo bermejo de la mujer arrancaba resplandores insólitos de aquel entorno neblinoso. Parecía muy esbelta, aunque cuando se arremangó la falda para bajar la escalinata de piedra del embarcadero, asomaron, bajo los escarpines a juego con el vestido, unos chapines de madera de más de un palmo de altura.
—¿Qué tal el tajo? —saludó el barquero.
—Horrible. Estoy hecha un asco —rezongó ella con un mohín de contrariedad, sin que Aldo entendiera de qué podían estar hablando.
El barquero tendió una mano marinera para ayudarla a subir a bordo, pero ella la tomó con dos dedos convirtiéndola con habilidad en mano gentil, la alzó con delicadeza y sonrió a Aldo mientras abordaba la embarcación con un paso de baile y se sentaba en el banco, a su lado. Se quitó un pañuelo amarillo que llevaba prendido en el cinto que ceñía el vestido bajo el busto.
Aldo también sonreía, navegante, sin atreverse a mirarla. Nunca había estado tan cerca de una mujer que no fuera su madre o una de sus hermanas, en sus cuarenta y pico años de vida dedicada al estudio y a la enseñanza de las letras. Por más que se esforzaba no lograba evitar el contacto con el hombro de ella, tan desnudo, y aunque no había dejado que las miradas se cruzaran ni un instante, intuía la blancura fantasmal de su cara impregnada de albayalde, la vivacidad de sus ojos asiáticos en el entorno sombreado de azul, el abultamiento de sus labios brillantes, untados de miel. Para colmo de males, de los hombros y del nacimiento del pecho, en el amplísimo escote cuadrado del vestido, surgía un vapor endiablado de flores hirviendo, o quizá venía de su pelo, de las trenzas que se enroscaban como una serpiente tranquila y dorada en torno al tocado escarlata.
Entonces volvió a escucharse el aullido de un barquero, y el que los llevaba, de pronto, clavó el remo en el fondo del canal, deteniendo la marcha con brusquedad. Para sorpresa de Aldo, que apenas había tenido tiempo de aferrarse al banco de la góndola, la mujer chilló aterrada y, volcada sobre él, se abrazó a su cintura. Esta vez la embarcación enemiga, una galera de seis mil quintales, pasó increíblemente veloz por estribor.
—¡Mira por dónde vas, asqueroso carnero amante de un asno! —gritó a pleno pulmón su barquero.
—¡Eunuco de cloaca, ve tú por tu vía! —le respondió alguien desde la borda, en un griego no menos brutal.
—¡Disculpa! —le dijo la mujer a Aldo, apoyándose con ambas manos en uno de sus muslos para recuperar su posición en el banco, mientras la góndola se bamboleaba sobre la estela de la galera intentando estabilizarse.
—No…, yo…, yo…, ¡lo siento! —consiguió farfullar el viajero.
Entonces sus miradas se cruzaron al fin. Y la confusión inundó el alma del pobre Aldo. De cerca ella no parecía tan joven como de lejos. Tenía el rostro de las estatuas de Afrodita, con la frente amplia y las cejas y el nacimiento del cabello depilados.
Su asombro hizo que la mujer le dedicara una sonrisa a medio camino entre la picardía y la modestia. Aldo tuvo que sobreponerse y presentarse. Ella se llamaba Marietta. El rostro de aquella mujer parecía el de una salvaje más que el de una ciudadana de la urbe más bulliciosa del mundo.
—Eres náufrago, ¿verdad? —dijo ella—. Todos los que llegáis a Venecia por primera vez traéis la misma cara.
Si se le notaba tanto que era forastero, no tenía por qué esconder que venía de la pequeña corte de Carpi. No era aún consciente de que la sobriedad de su atuendo, que ya llamaba la atención en Carpi, constituía en Venecia una auténtica excentricidad. En cuanto a ella, la catalogó como de buena familia por su aspecto. Era incapaz de darse cuenta de que el mucho uso de aquel traje lo había ajado hacía tiempo.
—He oído —le dijo a la mujer— que vas… a casa de Torresani. ¿De Andrea Torresani, el maestro impresor?
Ella le confesó que trabajaba para Torresani, pero no en la imprenta. A Aldo lo sorprendió el simple hecho de que aquella mujer trabajara. Aunque ocultó cuanto pudo su desconcierto: le dijo que era un admirador de Torresani, y que tenía varios libros de su casa. Podía enseñárselos…
—Siempre tengo un libro abierto en una mesita que hay en mi dormitorio —lo interrumpió ella.
Lo dijo así, sin indicar el título.
—Ah —exclamó Aldo—. ¿Y cuál estás leyendo ahora?
—No son para leer, son para venderlos. Cuando vendo uno, Torresani me regala otro.
—Entiendo —mintió Aldo, intentando en vano hacerse una idea de la manera en que aquella mujer de ensueño se ganaba la vida.
Pero de cualquier modo aprovechó que parecía valorar los libros para hablarle de su misión. En realidad, dijo, él mismo había venido a Venecia a montar una imprenta para enseñar al mundo los libros importantes, que eran, se lo confesaba a ella, justo los más desconocidos. Y con ellos uniría espiritualmente a las gentes cultas de toda la cristiandad en la búsqueda de su brillante origen.
A Marietta se le quedaba la sonrisa un poco fría, oyendo hablar de libros. No era su tema preferido, pero Aldo seguía, sin darse cuenta.
Mientras tanto, se estaba levantando una brisa repentina que despejaba la mañana. Los gondoleros cantaban su melancolía aullando entre los bancos de niebla, quejosos del mundo como canes madrugadores, y sus naves se cruzaban amenazadoras pero sin llegar a tocarse jamás, llevándose a su paso la bruma, o eso le pareció a Aldo, porque poco a poco la vida se fue adueñando del canal por entre los soportales y los puentes.
Primero pudo distinguir aquí una vendedora ambulante de pescado, allí un pastelero con su tenderete, más allá un niño con un cestón de manzanas… El sol se abrió paso al fin sobre la ciudad dejando a la vista las innumerables columnas de humo que se alzaban desde las chimeneas rayando el cielo, y Aldo avistó la multitud crepitante. Ese era el murmullo que lo inquietaba desde que se había adentrado en el Gran Canal: chillaban los mozos sus mercancías de camino al puesto, chillaban los esclavos opulentos escoltando al amo miserable, las madres histéricas reclamando hijos perdidos, los matarifes a punto de sacrificar la bestia del día y, a todos ellos, los santones bajo sus harapos.
En verdad que los hombres se afanaban desde temprano en aquella ciudad, pensó Aldo: libios tiznados temblando de frío bajo mantas de esparto, turcos orgullosos como gansos, judíos de pechos marcados por el Senado con círculos de tela rojos, persas de barbas aguzadas en la perilla, constantinopolitanos sin patria y sin rumbo, veroneses y brescianos y cremoneses perdidos como palurdos en la gran urbe.
Y en consonancia con la ambición de tanto vendedor de aire, a ambos lados del canal brillaban en los palacios los mármoles amarillentos de Istria, con incrustaciones de pórfido y serpentina, o se imponían, sobre las fachadas de piedra de las casas nuevas, las de las viejas, pintadas de vivos colores o decoradas con frescos de escenas mitológicas arruinadas por la humedad. Poco a poco se supo minúsculo Aldo en el Gran Canal, la espina dorsal de una ciudad que era más bien un mundo entero.
Pero el espectáculo que se le mostraba no consiguió distraer su atención de la mujer de hombros frescos como peces voladores que lo había emborrachado con su perfume. Solo se olvidó casi de que la tenía al lado cuando vio un monstruo huyendo entre la multitud.
—¡Qué diablos…! —exclamó, sobrecogido.
Seguido de varios mozos que gritaban y sembrando el pánico por donde iba, galopaba una suerte de caballo del infierno, zancudo y de cuello descomunal, con piel manchada de tigre y pequeños cuernos en la testa minúscula.
Aldo había leído de las jirafas en Plinio y en Aristóteles. Llegada en barco esa misma mañana de Alejandría, tomaba a todo galope por el puente al que se dirigía la góndola, añorante de sus selvas. Varios ciudadanos saltaron huyendo sobre las aguas del canal antes de que la jirafa resbalara sobre los herrajes del puente y cayera aparatosamente al suelo, momento en que sus cuidadores se abalanzaron sobre ella.
—Y si se puede comprar entera —comentó el gondolero—, se podrá también en filetes.
La barca viró por un canal menor adentrándose en las venas de aquel universo desbordado y, tras remontar un tramo la corriente, se detuvo en un embarcadero que daba a una plaza majestuosa.
—¿Es aquí? —dudó Aldo—. ¿Sant’Agostin?
—Hemos llegado —confirmó el barquero, y chifló con fuerza.
De entre la gente surgió un mozo que se coló ágil en la barquichuela para desembarcar los tres baúles.
—¿Cuánto? —preguntó tentándose la ropa en busca de la bolsa—. Cóbrame también el viaje de la dama hasta su destino.
¿Dónde habría puesto la bolsa al desanudarla?
—Muchas gracias —dijo ella sonriéndole de nuevo y sin hacer el menor amago de rechazar la invitación.
—¿Qué moneda tienes? —preguntó el barquero.
—Veneciana —dijo, contento de su carácter precavido.
—Dos sueldos, entonces —calculó el gondolero.
—¿Dos sueldos? —exclamó Aldo.
Le habían contado que era imprescindible regatear con aquellos barqueros si no se quería pagar hasta diez veces el precio del recorrido, y le daba tanto apuro el regateo como omitirlo y ser juzgado un ignorante.
—Te doy un sueldo y pago con eso tres viajes —concluyó.
Al tiempo que hablaba, seguía buscando su bolsa bajo la túnica. Si no fuera aquella inocente mujer la única compañera de viaje, habría pensado que le habían robado delante de sus narices.
—Son dos sueldos —dijo el gondolero sin mover el rostro.
—¿Dos sueldos? —preguntó Aldo, seguro ya de que no llevaba encima el dinero—. Te doy sueldo y medio y soy muy generoso.
Al ver su apuro, la mujer comenzó a buscar por el suelo, agachándose.
—Son dos sueldos —repitió el gondolero impasible.
—Por aquí no hay nada —dijo Marietta.
Aldo abrió su bolsón de mano, extrajo de él un pañuelo anudado con más monedas. Contó dos sueldos y se los entregó al barquero.
Y para colmo, se dijo trepando al embarcadero, se me ha caído la bolsa al canal. No vuelvo a montar en góndola así me vea sin piernas.
Agitó la mano para corresponder a la dama sonriente.
—Volveremos a vernos —gritó convencido—. Saluda a Torresani de parte de Aldo Manuzio.
Entonces miró a sus pies, con tristeza. El agua anegaba también aquella plaza.
—Para librarse de los libros —le dijo el gondolero mientras se alejaba— lo mejor es tirarlos al agua. El libro ha muerto.
Aldo tenía el pañuelo con las monedas todavía en la mano. A su lado, el mozo aguardaba con la suya extendida. Al verlo, Aldo seleccionó calderilla, dos cuartillos de vellón, y se los entregó. La mano siguió quieta, extendida y abierta, mientras la otra engullía las dos monedas y las transportaba al interior de algún lugar oculto entre los ropajes.
—¿Sabes dónde está la casa que ha rentado Alberto Pio, el príncipe de Carpi?
El mozo miró la palma de su mano. Aldo seleccionó dos monedas más, que desaparecieron en la otra mano.
—La casa de Alberto Pio está en Sant’Agostin —dijo entonces el mozo.
—Ya. Esto es Campo Sant’Agostin, ¿verdad?
El mozo miró la palma de su mano. Aldo lanzó un suspiro, seleccionó dos cuartillos de nuevo y los depositó en la palma abierta. Desaparecieron.
—Esto es Rialto —replicó el mozo.
Aldo contuvo un juramento. Miró hacia el final del canal. No había ni rastro del gondolero timador. Seleccionó dos monedas de calderilla.
—Te voy a preguntar —dijo remarcando cada sílaba con paciencia, como si hablara con alguien que no conociera su idioma— cómo se va a Sant’Agostin, y me lo tienes que explicar con claridad, hasta que lo haya entendido, y solo por estas dos monedas. ¿De acuerdo?
El mozo asintió. Aldo depositó en su mano las dos monedas.
—A Sant’Agostin se va en góndola —dijo el mozo, remarcando también cada sílaba.
Aldo tomó aire indignado. Se volvió hacia el canal. Por fortuna se aproximaba una góndola. El barquero modificó ligeramente el rumbo para acercarse al embarcadero, con el cuello estirado, las cejas alzadas, fija la mirada en Aldo.
—¡A casa de Alberto Pio, en Sant’Agostin! —le gritó.
Por toda respuesta, el barquero alzó la barbilla y las cejas, dejando en blanco los ojos entornados mientras hacía asomar, arrugado y carnoso, el belfo, y con un golpe de remo enfiló despreciativo hacia el Gran Canal.
El horóscopo
—La paz sea contigo. ¿Eres tú Nicéforo?
Dos góndolas y más de tres horas después, Aldo había llegado al fin a su casa en Campo Sant’Agostin. Tenía la ropa empapada, como si hubiese venido a nado cargando con los baúles.
—Nicéforo está muerto —le dijo el que le había abierto la puerta.
—Pero…
—Soy Trismegisto, su hermano mayor.
Aunque lo intentó, Aldo se descubrió incapaz de decir nada. No sabía si expresar su asombro o sus condolencias. La mirada de aquel hombre, sin embargo, no dejaba lugar a dudas.
—Estaba escrito en el Libro de la vida —continuó—. Descansará en paz si sé honrarlo con el orgullo que nos transmitió nuestro padre.
Trismegisto pronunciaba con cuidado algo artificioso el romance, con esa sequedad desde la que los griegos dominan cualquier idioma al poco de conocerlo. Se estaba dejando barba por el luto, lo que le daba un aspecto desaseado. Iba vestido con una sobriedad semejante a la de Aldo, y en edad no podían llevarse mucho.
—Estoy agotado —consiguió decir Aldo—. Necesito sentarme. ¿Por qué no quieren venir hasta aquí los gondoleros?
Había vencido a duras penas la tentación de recostarse en el suelo, a la puerta de la casa, antes de llamar.
—Ah, claro —dijo Trismegisto—. No quieren remontar la corriente del San Polo, porque hay una zona con bancos de arena, y parece que luego es incómodo dar la vuelta… Pero tú no eres el príncipe Alberto Pio, ¿verdad?
—¡No! —se oyó decir escandalizado—. Soy Aldo Manuzio, su maestro y ahora su ministro aquí. Vengo a instalarme y a… El príncipe no viene.
—Bueno, bien —respondió el otro sin acabar de entenderlo—. ¡Adelante! Está todo listo como se pedía. ¡Bienvenido!
La casa, efectivamente, estaba en orden. Siguiendo las indicaciones de Trismegisto subió las escaleras y entró en sus habitaciones. Había un gabinete y luego un dormitorio. Desde la ventana que daba a la plaza vio al griego discutiendo primero con el hombre del embarcadero y después arrastrando sus baúles, a duras penas.
—Hay que decirle al gondolero —comentaba Trismegisto al entrar en la habitación—: «¡A San Polo, a la desembocadura!». Y luego, cuando llegas allí, le dices que remonte, y si no remonta, pues no le pagas, y ya verás como remonta. Aunque alguno no remonta ni por esas. Van a su aire. Lo mejor es comprar una góndola y contratar un criado que la maneje.
—Ya. ¿Y la imprenta? —le preguntó.
El otro se quedó mirándolo, sin comprender. Luego cayó en la cuenta.
—Ah, la máquina, la máquina. Está abajo. La trajeron ayer.
Bajaron y, en efecto, ahí estaba, esparcida por el suelo de la gran sala central de la planta baja. Había piezas de distintos tamaños a medio desembalar, algunas de madera y otras de metal, además de una plancha de mármol… Aldo tomó en sus manos un gran tornillo sin fin de madera para mirarlo con atención, sin conseguir imaginarse su utilidad.
—Querían cobrarnos una barbaridad por montarla —le explicó Trismegisto—. Así que los mandé a paseo. A mí no es tan fácil engañarme.
—Entiendo —dijo Aldo—. Tú mismo la podrás montar…
—¿Yo? No, no. Imposible. El maestro estampador era Nicéforo. A mí las máquinas no me van. Soy el mayordomo… Bueno, en realidad soy médico, pero la idea era que cocinara para vosotros y llevara la intendencia de la casa. No se me dan mal los números…
Aldo dejó la pieza con cuidado en el suelo. La angustia se estaba apoderando de él en lentas oleadas. El príncipe Alberto Pio le había encomendado montar una de esas nuevas casas de impresión. Y era él mismo quien le había inculcado esa idea al príncipe, al que había educado desde los cuatro años. Todo ello acentuaba la gravedad de la misión.
Y ahora empezaba a preguntarse quién le había mandado a él proponerse para un trabajo así. Qué le iba a reportar montar en una ciudad de locos un negocio del que desconocía todo. A él, que se había pasado la vida leyendo y se había hecho un nombre como maestro y gramático.
—Y entonces… ¿cómo empezamos? —alcanzó a decirle a su cocinero.
—Lo mejor es que te haga cuanto antes el horóscopo —respondió él, mirando a un lado y a otro para decidir dónde se ponían.
—¿El horóscopo? —preguntó Aldo.
Trismegisto fue hacia una mesa que había en el centro de la estancia.
—¡No pensarás embarcarte en este viaje sin conocer la suerte que te aguarda! He estado haciendo averiguaciones. Hay más de cien casas impresoras en Venecia, es un negocio infernal. A ver, me falta… —exclamó moviendo unos papeles en la mesa— la fecha de nacimiento, la hora. Todo.
—¿Mi fecha de nacimiento? —preguntó Aldo—. No lo sé. Debo de tener unos cuarenta y… pocos años.
—Ya. Los italianos nunca sabéis cuándo habéis nacido. Así no hay manera. Dime por lo menos a qué hora has desembarcado en Venecia.
—A la prima. Estaban sonando las campanas de un reloj en la plaza.
—A la prima, lo imaginaba. He preparado una carta con la llegada a la prima de hoy. Veamos. Aquí está —exclamó tomando un folio de pergamino. Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¡Maldita sea! ¡No me lo puedo creer!
—¿Pasa algo malo? —dijo Aldo preocupado, acercándose.
—Se ha manchado de grasa de la impresora.
—¿Y es muy mala señal?
—¿Qué? No. No influye, pero se consulta fatal. A ver. El regente de la carta es Júpiter, y en parte también Saturno, aquí lo tenemos —trazó unas líneas elípticas en el papel, que unían puntos de un universo de pequeñas esferas—: Júpiter y Saturno se hallan en aspecto mutuo benéfico. Has llegado en hora crucial, créeme. No lo digo yo: sino quienes son más sabios que yo. Eres un servidor del trabajo, casi un esclavo. Espero que sea una metáfora. Si no, el trabajo te va a devorar.
En vez de asustarse, Aldo se alegró. Venía a Venecia a trabajar.
—Pero cuidado, porque si no me equivoco… Al calor de Júpiter… ¡Sangre! ¡Un crimen!
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Aldo.
—¿Sangre?
Trismegisto tomó un listón de madera y lo colocó sobre los círculos astrales moviéndolo con cuidado de posición de vez en cuando.
—No puede ser —intentó rectificar—, si Saturno rechaza la violencia. Espera, eso es, me lo imaginaba: Júpiter se halla en trígono con la Luna, con Venus, nada menos. Alguien que se cruza en tu vida y te hace confundirlo todo. Tú crees que vas en una dirección, y ese alguien, Júpiter, míralo, te lleva en la contraria.
—Vaya —dijo Aldo preocupado, aunque menos que con el crimen.
—¡Y mucho cuidado!, que el que aspecta a la Luna no es otro que Marte, ahí lo tienes. Marte con la Luna te va a dejar el cuerpo hecho un higo. Eres incontinente. ¿Es así o no es así?
Aldo lo miró sin entender la pregunta.
—Quiero decir incontinente en materia de mujeres.
—¿Mujeres? No, no, en absoluto.
—Oh, vamos, ¿a quién quieres engañar?, esto está escrito. A no ser que… Claro, siendo el horóscopo de tu nueva vida, es posible que se produzca una metamorfosis. O quizá… A lo mejor eres uno de esos ladrones de manuscritos, ¿eh?, que se dedican a recorrer monasterios. ¿Te dedicas a eso?
—He sido siempre maestro, desde que acabé de estudiar —alegó Aldo.
—Mira, Aldo, no sirve de nada negar lo que está escrito. Aquí sale que algo tremendo va a ocurrir. Hay un crimen, sangre, ¡una muerte!, y tiene que ver con un manuscrito robado o con el amor. Puede ser un libro o una mujer… O un libro sobre mujeres, o una mujer que lee… Yo que tú a partir de ahora tendría cuidado con los libros y con las mujeres. Y si vienen combinados, entonces no lo dudes: pies, para qué os quiero. Pero…, mira, ¡mira!, ¡mira aquí! ¿Tú ves lo que yo estoy viendo? Nunca había oído hablar de una cosa igual. ¿Te das cuenta?
Aldo se acercó hasta meter la nariz en el pergamino. No era la primera vez que veía una carta astral, pero jamás se había fijado en ninguna con atención. Era una de las pocas ramas del saber que no le interesaban. Había dibujada una serie de círculos concéntricos con casillas en las que estaban inscritos los símbolos del zodiaco o de los planetas. Y en el amplio círculo central, un diagrama trazado con líneas de puntos que unían las casillas formando figuras geométricas superpuestas. Nada que pudiese interpretar. Siempre había pensado que todo eso no eran más que pamplinas.
—Los planetas compiten en influencia, y no puedo interpretar de otra manera semejante agrupación de astros como la que hay en tu carta. ¡La fama! Todos te amarán, hasta agotarte.
—¿Dónde?, ¿dónde? —se interesó bastante más ahora Aldo.
Trismegisto quedó entonces inmóvil. Levantó la cabeza y miró hacia el balcón, repentinamente abstraído.
—De lo que no me queda ninguna duda —dijo— es de que Nicéforo sabía lo que se hacía. Siempre ha sido así, tenía buena estrella. Por eso quería trabajar contigo. Estaba entusiasmado con tu proyecto. Me reveló que ibas a imprimir las obras maestras de la literatura griega. Decía que ibas a cambiar para siempre la cultura de los bárbaros romanos. Bueno, él hablaba así. ¡Pobre muchacho!
—Pero ¿cómo fue?, ¿cómo ha muerto? —preguntó Aldo. La muerte de Nicéforo, que iba a ayudarle a poner en marcha la imprenta con sus conocimientos de la máquina, era para él una contrariedad, aunque no quería expresarlo en esos términos para no ofender el luto del hermano.
—Se lo dije: ¡no bebas vino puro! Acabarás loco, los astros no mienten. Se lo dije una y otra vez.
—¿Vino? ¿Murió de una borrachera?
Trismegisto se llevó las manos a la cabeza sin decir nada. Y Aldo también se conmovió, en verdad.
—Estaba escrito —consiguió decir Trismegisto—. Se lo había explicado cien veces: mucho ojo, por favor, Nicéforo, que con relación a la muerte tienes el Anareta en la casa cuarta, al lado de Baco y rondando a Posidón. Y así fue: había bebido bastante, no sabía nadar y se cayó al canal. Los que poseen la ciencia mágica pueden caminar sobre el agua o convertirse en pez, por ejemplo. Pero él era solo un buen artesano. Fue al fondo directo, y por más que le gritaron unos vecinos que lo vieron y hasta saltaron a por él, no consiguieron sino sacarlo muerto.
—Qué tragedia —dijo Aldo.
—En cuanto a ti —continuó Trismegisto reponiéndose—, el Anareta lo tienes inmejorablemente aspectado con la Fortuna y la Luna. Vas a morir tranquilo, casi feliz. No es poca cosa.
¿Morir feliz? Aldo no sabía muy bien qué quería decir eso. Su felicidad personal era una cuestión en la que no se había detenido a pensar. La felicidad en general, sí. El tema lo conocía gracias a Platón y Aristóteles, y a Epicuro, por supuesto. Pero aplicado a su vida, nada de nada.
—Y no quiero pronunciarme sobre las causas —amenazó Trismegisto—: un romadizo o algo así, una angina de garganta, por ejemplo. No lo digo yo, sino los que son más sabios.
—¿Y no dicen cuándo?
—Amigo —sonrió Trismegisto—, no tientes al Diablo, hazme caso…
—En fin, ¿eso es todo? —dijo Aldo, sin llegar a asimilar tantas nuevas.
—Falta solo que me pagues. Veinte sueldos apenas, de los gruesos. El horóscopo es aparte de mi jornal.