El primer escritor de la cristiandad

¿Aldo? ¿Aldo Manuzio? ¿Qué quieres saber de ese pobre hombre? Acabáramos: tienes celos. Claro, yo te conocía como el «Manuzio de Basilea» antes de saber que te llamabas Johann Froben. Sé bien cómo funcionan esas cosas, seguro que el alias te lo pusiste tú mismo. Y no son solo celos profesionales, ¿verdad?

Pero esta vez te equivocas. Es cierto que conviví con Aldo Manuzio una buena temporada, antes de que tú te convirtieras en mi impresor exclusivo. A ver: hace de eso veinte años. Yo andaría por los cuarenta, y Aldo me sacaba diez o por ahí. La diferencia de edad ideal para que surja el amor entre dos varones adultos. Ya lo sé.

Pues no hubo nada entre nosotros, siento defraudarte. Y no sería porque yo no lo intentara… A Aldo todavía le quedaban años de vida, aunque no había sabido envejecer. Tenía demasiadas arrugas y la piel reseca, echada a perder. Pero su celebridad era un estímulo insufrible para alguien en mi situación. Al principio tracé a su alrededor una de mis más elaboradas y relucientes telarañas, que él evitaba con una habilidad insólita…

Pensaba que a su lado se cumpliría mi estúpido sueño de convertirme en el gran escritor de la cristiandad: no sabía aún la poca importancia del cargo. De hecho, antes de instalarme como autor y corrector en casa de Aldo, yo estaba casi en la indigencia, pese a haber alcanzado ya el éxito literario. Había viajado por los confines de Europa intentando en vano establecerme como secretario de distintos mecenas, maestro de hijos de potentados, consejero de los padres… Cada derrota me parecía más humillante que la anterior. En ese tiempo malvivía en Bolonia, a punto de derrumbarme y volver al convento. Me había visto obligado poco menos que a regalarle los Adagios, la obra de mi vida, a un impresor parisino muerto de hambre, Jean Philipp. Él la estaba vendiendo por toneles, pero no me hacía llegar ni un solo dinero, el muy canalla. Y sí, los Adagios se leían, todo el mundo conocía la obra, aunque le daban más importancia al contenido que a su autor, ¿puedes creerlo? Como si aquellos refranes, la esencia del murmullo de la especie humana, se hubieran reunido solos y mis comentarios fueran papel mojado y no textos de un género nuevo, capaz de organizar la exposición de lo que conocemos del mundo. No te imaginas cómo me duele tener que decirlo yo.

Ahora soy más que un escritor, soy una entidad para la que trabaja un puñado de jóvenes escribas y aprendices, cualquier lector conoce mi rostro de verlo en los frontispicios de las obras que imprimes. Pero en aquel tiempo Erasmo no era nadie. Y, sin embargo, hasta por los últimos rincones de Europa se hablaba del gran Aldo Manuzio. Y los escritores se mataban por colocar una obra en su catálogo, algo que no era, desde luego, en absoluto asequible.

Por eso le escribí, desesperado, ofreciéndole la traducción de dos tragedias de Eurípides al latín para su colección de libros portátiles. «Oh, Aldo, sabio primero entre los hombres sabios, si quieres, yo mismo pagaré la impresión, cueste lo que cueste», le dije como si no anduviera en la ruina.

La respuesta llegó cuando ya había guardado mis libros en los baúles, listo para regresar al convento de Stein, a retomar mi deplorable vida de sacerdote. Al parecer había escrito a Aldo durante una época en la que se interrumpió su labor impresora. Se había casado con Maria, la hija del impresor Torresani, y, por algunas desavenencias, ambos se habían retirado a vivir lejos de Venecia, en una villa que él había recibido por sus servicios al príncipe Alberto Pio. Pero al final su suegro, que era un verdadero diablo esclavista, logró que regresara.

En fin: Aldo aceptaba publicar mis Eurípides y rechazaba el supuesto dinero. Incluso había depositado una pequeña cantidad para mí en manos de un banquero de Bolonia. Solo tenía que pasarme por casa del banquero, dejar mis traducciones y firmar un documento comprometiéndome a aceptar su hospitalidad en Venecia para trabajar en una nueva edición de los Adagios, con gastos a su cargo.

Esa fue la propuesta de mi nuevo impresor: ampliar un libro de éxito para devolverlo al mercado, de tal forma que hasta los que ya lo tenían se vieran obligados a comprarlo. ¿Te suena?

Sí, exactamente lo mismo que me propusiste tú tiempo después. Os creeréis muy originales, pero todos hacéis igual. Cuando aparece un escritor con un libro que vende, a todos los impresores del mundo se os ocurre la brillante idea: ¿por qué no hacemos una ampliación, o una continuación, o una segunda parte del libro?, ¿eh? ¡Qué haría el mundo de las letras cristianas sin las grandes ideas de los impresores! Os gusta la repetición tanto como a los niños. Quizá por eso habéis dejado de pensar, como primer paso para cumplir vuestra anhelada unión con el escriba mecánico que os da vida.

No podía quejarme, puesto que se me ofrecía dinero fresco. Dinero, dinero… Por Hércules: ¿quién idearía esa ficción tan poderosa? Tanto da: en esta Europa de alacranes somos sus rendidos adoradores. Otra cosa es entender su funcionamiento. ¿Qué vale más, dime, Johann? ¿Una barrica de vino o un cordero asado? ¿Una página de Erasmo o una de Lutero? ¿La jornada de un escritor o la de una ramera? ¡Bah! Hay dos tipos de personas. Los que entendéis el dinero y sabéis el valor de cada cosa, y los que no lo entenderemos nunca. Los que acumuláis y los que derrochamos. Y solo los que entendéis el dinero descreéis de él, por eso no os importa apropiaros del salario que merecen los obreros, como diría Cristo. Los que no lo entendemos, sin embargo, le profesamos una fe invencible que nos somete a él. Se nace en un grupo o se nace en el otro. Y yo, que soy bastardo de un cura y su barragana, ¿en cuál de los dos grupos había de caer?

Opulencia sórdida

«Maese Manuzio me espera», le dije al doméstico que me abrió la puerta en casa de Andrea Torresani.

¿Me esperaba? Bah. La frase funcionaba allí como contraseña para la indiferencia. Me hicieron esperar a mí en una sala vacía una hora en la que paseé sin parar. Poco después comprobaría que ese cuarto nunca estaba vacío, porque escritores venidos de los más insólitos lugares del mundo solicitaban audiencia y paseaban encerrados allí, relevándose constantemente. De hecho, sobre la puerta del gabinete de Aldo lucía un letrero enorme que no he conseguido borrar de mi memoria:

Quienquiera que seas, Aldo te suplica que, en cada estancia, le expliques con toda brevedad lo que deseas de él y después te marches sin retardo. A no ser que hayas venido, como Hércules, dispuesto a sostener a tus espaldas el peso del inmóvil Atlante. En tal caso, siempre encontrará para ti varias cosas que hacer.

Cuánta presunción, sí. Pero aquel día ni vi el letrero ni podía imaginar lo solicitado que estaba mi anfitrión: salí harto de mi pequeña prisión, recompuse como pude el camino de regreso hacia la puerta por la que había entrado en aquel caserón veneciano, y pasé junto al doméstico que me había abierto sin siquiera mirarlo, dispuesto a salir de allí para no volver nunca. Él estaba hablando con un hombre mayor.

—Maese —le dijo, recordándome entonces—, este es el maese…, el maese…, Desiderio, creo. Otro de esos escritores. Está esperando para verte.

—¿Desiderio? —le contestó el hombre—. ¿No te había dicho que si un día de estos…? —Y luego alzó la voz, dirigiéndose a mí—: Bienvenido al fin a la Philhelénica Neacademia Aldina, admirado Desiderio Erasmo, Sol de Europa.

Aldo. Menuda pieza de caza mayor. Me saludó con un griego tan engolado que llegué a pensar que todo era parte de una gran burla que se hubiera urdido en aquella casa para mi recepción.

No te equivoques: Aldo no era más que un aprendiz de mercader, la vocación le llegó tarde, tras una larga vida de triste erudito y maestro de mozalbetes, como tantos de nosotros. De hecho, él se moría por las letras, lo cual, hay que reconocerlo, es un problema cuando se trata de vender libros. Era como yo, en el fondo: otro esclavo que se cree liberto e intenta vivir su vida.

¡Y qué vida! Yo pensaba que las casas de los mercaderes opulentos serían como las de los patricios o los eclesiásticos: lujo visible, exuberante. Pero nada de eso. Para estos nuevos ricos la fortuna no es un don que les llega con la sangre, sino una combinación exitosa y constante del aumento de los ingresos y la reducción del gasto. Solo se entretienen en la exhibición de riqueza si va a generarles algún beneficio.

Pese al privilegio de no tener que hacinarme con los sirvientes y operarios en la planta de la imprenta de Campo San Paternian, en la que montaban cada noche sus camas, me veía obligado a compartir con otro erudito una de las habitaciones de la buhardilla, en donde los lechos eran pasto de las liendres. Pero no supe adónde había ido a parar hasta que encontré por tercera vez consecutiva el mismo hueso enorme de vaca en el fondo de la perola de la que comíamos. Llegué a cogerle cariño al molusco de letrina, créeme. Y en cuanto al vino, que en aquella alcantarilla navegable de Venecia es un bien de importancia vital, era asolano, como el patriarca: ni la desmesurada cantidad de especias con que lo aliñaban conseguía ocultar su calidad de orín fermentado.

Cuando quise darme cuenta, llevaba dos meses extenuantes en casa de Torresani, sin comer y comido por las liendres, sin dormir y trabajando a un ritmo insufrible. No sé cuántas libras perdió mi ya famélico cuerpo.

Porque aquello sí que era trabajar, Johann. Bajo la divisa de Torresani, «¡No llegamos con los libros!», hacían el doble de impresiones de las que son posibles. El ritmo de fabricación que llevas tú, más o menos, pero con la mitad de gente. Nunca se ha escrito a la velocidad a que terminamos los Adagios complementarios para la edición de Manuzio. No tenía ni tiempo para rascarme la oreja, y siempre sufriendo esa peste del metal fundido, con los efluvios de las tintas envenenándome la saliva…

Trabajaba simultáneamente sobre dos adagios: uno que iba redactando a partir de mis apuntes y otro desde el material que me proporcionaban los colaboradores más capaces de Aldo, algunos tan sabios como Marco Musuro, un hombre con el que mejoré a marchas forzadas mis conocimientos del griego.

Pero de entre todos los terribles trabajos de la imprenta, el peor era corregir los textos que componían los cajistas, capaces de eliminar, con una laboriosidad sorprendente, la mayor parte de los acentos y signos de puntuación que con tanto cuidado había indicado yo en el original, de repetir párrafos, cuando no de saltarse frases y hasta páginas enteras. Y eso pese a que yo ya era consciente de cómo funcionaba la cosa y, aunque no podía excederme en las propinas, daba siempre bastante más de lo mínimo para que los operarios se esforzaran lo suficiente.

Pues poco importaba todo ello. Nunca había peleado con una Hidra tan furiosa como los cajistas de Aldo: por cada errata que les señalaba en una prueba de texto, me devolvían dos en la siguiente.

Y encima tenía que soportar la frase que Torresani me adjudicó desde el primer día:

—Este Erasmo —decía a unos y a otros— es un verdadero genio: trabaja como medio hombre y come como tres.

¡Que tuviera que oír eso de él, que no se levantaba antes del toque de sexta! ¡Él, cuya única preocupación era no repetir en su atuendo el sombrero ni las calzas del día anterior!

Así que imagínate el estado en que me encontraba. Me aferré al trabajo para que el ánimo no se me derrumbara, y eso alteró aún más mi precaria salud. Siempre he tenido que cargar con este cuerpo débil y enfermizo, pero entonces lo único que podía hacer era empaparme en vino día a día. Aún no tomaba el láudano de tu magnífico médico Paracelso, la panacea con la que han finalizado para mí las molestias de la gota y la artrosis. Antes de conocer a Paracelso todos los médicos me aseguraban que ni aunque me metiera en una barrica de vino de por vida iba a superar los cuarenta.

En aquellos meses, además de los Adagios, que aumenté en más de tres mil, y las dos obras de Eurípides, con su edición griega y su traducción latina, le dejé allí, listas para publicar, obras de Plutarco, de Plauto, de Terencio, de Séneca…, de las que luego la imprenta aldina ha ido tirando a lo largo de los años sin mencionar jamás mi trabajo.

Pero no solo guardo recuerdos espantables de la casa de la Torre. En cierto sentido fue una época feliz. Y tengo que reconocer que trabajando a aquel ritmo endiablado fue como descubrí mi vocación, maese amado. Comprendí que a veces las palabras me obedecen, y entonces se convierten en un arma inigualable para desenterrar lo que pienso y el ruido vano del mundo me esconde. Supe que redactar un texto puede convertirse en un proceso vital, como los que producen la fecundación, el envejecimiento o el asesinato.

Claro que puedo parar de hablar de mí. Está bien: ¡Aldo Manuzio! ¿Qué más te puedo decir de él? No era un hombre de letras normal. Tenía sus obsesiones. Por ejemplo, coleccionaba obras en siriaco. Podía pagar lo que fuese por una de esas obras. Mientras vivió, yo cada vez que me topaba con una le escribía indicándole cómo hacerse con ella, y me daba una comisión mayor cuanto menor era el precio. Nunca, óyeme, nunca, he visto a alguien pagar lo que pagó ese loco por un manuscrito de El mendigo, una obra de Teodoreto de Ciro, que además no había sido escrita originalmente en siriaco. El dueño, un librero londinense con el que contacté yo, no quería venderlo. ¿Te puedes creer que le ofreció doscientos ducados por el manuscrito? Días después de que le llegara la obra le pedí que me dejara leerla a mí. Se trata de un tratado infumable sobre monofisismo, escrito a modo de diálogo. Cosas de Aldo, me dije.

¡Ay! ¡Aldo! Tiempos duros, sí, pero ¡qué tiempos, por Hércules!

¿Ves, maese? Me puede la nostalgia, soy un sentimental, como tú, en el fondo. Y te confieso que algo tenía aquel hombre, aunque no sepa decirte con exactitud qué. Maria estaba con él, eso ya es suficiente: lo respetaba y casi parecía como si lo admirara, así que alguna razón tendría que haber.

Sí, Maria. Cuando conocí a Aldo no hacía mucho tiempo que se había casado con la hija de Torresani, su socio, como hacéis siempre los mercaderes.

Maria era una criatura adorable. Es, porque sigue viva. La más lista de la casa con diferencia: pura llama de ingenio y belleza que no se apagaba ni rodeada de aquellos bárbaros apáticos. A mi llegada a la casa de Campo San Paternian, me abordó para felicitarme por la traducción de las obras de Eurípides. Como creía que se trataba de otro halago vacuo, me sorprendió que me ofreciera de lectura, para juzgar su calidad, unos fragmentos que llevaba traducidos del libro décimo del Diógenes Laercio, el que trata del filósofo Epicuro. La traducción, la misma que ibas a publicar tú y acabará publicando tu hijo con mi nombre, era excelente. No, ¿para qué iba yo a robarle textos a nadie? Fue ella la que me pidió que lo publicara con mi firma, no quería que se perdiera.

Sí, Maria se convirtió en mi confidente y consejera. Nuestra amistad surgió por el empeño que tenía en enseñarme a aplicar las reglas de Epicuro, que ella seguía con determinación: pocos placeres, sencillos y escogidos. Ya sé que no lo consiguió, no hace falta que pongas esa cara de befa.

Fue ahí cuando descubrí lo más asombroso de ella. Tenía un… Tiene un defecto que no se puede contar, Johann. Pero bueno, estás como estás, así que te lo voy a decir. Es una verdadera seguidora de Epicuro. Nunca había conocido a alguien así. Para ella el alma muere con el cuerpo. Más aún: no creía en la existencia de Dios.

Claro que sé lo que digo. Es completamente posible. ¿Por qué no iba a ser posible? Y te aseguro que no tenía cuernos ni se convertía en serpiente por las noches. No me imagino qué haría yo si me hundiera en una visión del mundo así. ¿Cómo lo ves tú ahora Johann, desde tu singular posición?

¡No! Aldo no. Aldo era una persona religiosa, como demuestran esos prólogos beatos que hacía. Aunque, bueno, sus vueltas llevaría, cualquiera sabe. Algo habría para que esa mujer lo adorara. Tenían entonces un hijo, Manuzio Marco, que, aunque lo llamaron así, no era de Aldo, lo sabía todo el mundo. Torresani, que conocía bien a su hija, se pasaba el día vendiendo la mercancía: «¡Cómo se parece este muchacho a su padre!», decía a cada oportunidad. Y cuando me fui de allí Maria estaba embarazada del segundo. Ella me juraba que esta vez sí era de Aldo. Sé, por la correspondencia muy espaciada que mantenemos, que tuvo unas gemelas… Desde la muerte de Aldo, Maria se fue a vivir a Asola, en donde criaba a sus hijos hasta que Torresani los reclamaba desde Venecia y los separaba de ella, a la que consideraba una pésima influencia. Cuando le arrebataron a Paolo, el menor, se fue a vivir a una villa de campo propiedad de su esposo, cerca de Carpi, donde no sé qué círculo de amigos paganos ha montado.

Además de eso, se dedicaba a arrebatarle a su padre las niñas esclavas que de vez en cuando compraba para el prostíbulo en que cerraba sus negocios. Maria las arrancaba de las garras de Andrea, les procuraba una formación y las ponía a su servicio o a trabajar en la imprenta.

Ella fue la que me indujo a abandonar de una vez por todas el amor…, el amor de los niños.

Oh, vamos, no te escandalices ahora, querido. No pongas esa cara de asombro ultraterreno. A mí, como a tantos, me enseñó el amor un monje en un convento, de niño. Eso no pasa solo en el sur. La exclusión de la idea de mujer en las comunidades religiosas tiene una base nada caprichosa. Contención, castidad, mortificación y violencia, he ahí los fundamentos del amor de los religiosos. Y pederastia, claro. El placer es, tal y como lo aprendí, un suplicio refinado, una pasión intrincada de la que se escapa solo con la poesía, la dulzura de un buen compañero y mucho tiempo… ¿Por qué te crees que he sufrido sin demasiado disgusto tu falta de delicadeza en nuestros juegos? Pura nostalgia.

De cualquier modo, no me corresponde a mí arreglar el mundo por ahí también. Tengo otras tareas no menos importantes, si me permites que te diga. Llegará un día en que la educación deje de ser asunto de sacerdotes ávidos de carne tierna, aunque desde luego no parece un día cercano. Lo cierto es que cuando le conté a Maria mis escarceos con alumnos o con muchachos de la calle, me habló con una claridad que desarboló todas las excusas que yo había desplegado.

—Me agrada que los trates con cariño y no con la violencia que recibiste en tu monasterio —me comentó—. Dime, ¿te has preguntado si escogen libremente tu amor? Tú eres maestro, les enseñarás también a elegir su placer con libertad, como tú haces.

En fin. ¡Enseñar a los niños a escoger el amor con libertad! ¿Hay un disparate mayor? Tantas veces he visto a aquellos muchachos abalanzarse con avidez sobre mis monedas como apartar con asco mal disimulado su rostro de mi aliento… Vergüenza, vergüenza, maese Johann. El amor de los esclavos es indigno, sí. Ella me ayudó a curarme de esa lacra. Se lo debo.

No, eso es muy distinto. Ahora me conformo con secretarios jóvenes que me entregan su fogosidad a cambio de enseñanzas que nadie más puede darles. Es lo que tiene ser el primero en un oficio. Y les enseño también a contenerse un poco, al modo platónico, algo que no resulta posible enseñarte a ti, perdóname que te diga.

Todo esto molestaba mucho a Maria.

En Venecia, pensándolo bien, yo cambié mi modo de asimilar esa doble naturaleza del hombre. Cambié la forma de abordar el amor y la forma de abordar el conocimiento, y de ambos cambios fue responsable Maria.

Ya. Bueno. Hay muchas razones para quejarse de la vida en Venecia, pero desde luego la falta de diversiones no será una, siempre y cuando se tenga dinero. De cualquier forma, para manejarse bien allí había que aprender a moverse. El engaño estaba a la vuelta de cada esquina. La primera noche que salí de caza, antes de que Maria me cegara el acceso a los deleites más innobles, creyendo que me llevaba a un muchacho me llevé a una prostituta disfrazada. Mi decepción tuvo que ceder ante su irritada protesta, casi cómica. Estaban indignadas con la falta de clientela, que, según decían, se había volcado al lado sodomita del asunto, así que se veían obligadas a contentarse con los pocos ancianos capaces todavía de presentarles batalla, o a comportarse como varones púberes para conseguir sacar adelante su negocio con despistados como yo.

En eso ha quedado el Imperio Romano, créeme. Hemos alcanzado una sociedad de mujeres que se fingen idiotas y varones que lo son a pies juntillas.

Mi introductor en los bajos fondos de Venecia fue el librero que había en la imprenta. Un tipo único que se llamaba Hecaterino y cuya relación con Aldo y con Maria solo puedo entender si acepto que era lujuriosa. Hasta ese punto me desconcertaba tu querido Aldo. Hecaterino era un capón. No. No un eunuco de harén oriental, ni uno de esos cantantes castrados de basílica griega. Un capón italiano. Como te lo estoy contando.

Decía que se había castrado voluntariamente en Constantinopla durante la madurez. Aunque yo zanjé el asunto asimilando que se trataba de un hermafrodita. La suma de razón y deseo: la doble naturaleza del escritor. Sus relatos eran tan sorprendentes como su amor, aunque nunca los escribía. Un Dionisio con artes de Apolo, o un Apolo desenfrenado en una orgía dionisíaca. Un escritor es algo así. Para indagar sobre el conocimiento del ser humano hay que ser capaz de encarnarse en hombre y mujer.

Tenía, además de esa condición corporal tan especial, una cultura vasta que le permitía mantener largas disquisiciones con griegos y hebreos que pasaban por casa de Torresani a comprar libros. Le aconsejé que probara con la escritura. «La escritura», le dije, «nos salva de la locura».

—Ya la he practicado, y conmigo es todo lo contrario —me dijo Hecaterino—. La escritura me enloquece sin remedio.

Una pequeña y confortable hoguera de libros

Sí, maese, sí. Me pides que te hable de Aldo y te hablo de los que estaban a su alrededor. Él era…, ¿cómo decirte?, difícil de ubicar. Uno de los peores momentos de mi vida lo pasé un día en que trabajaba con él en la imprenta. Recuerdo que estábamos preparando el texto de ampliación del adagio «Dulce es la guerra al inexperto», con la ayuda de varios de los colaboradores de Aldo: Carteromaco, Girolamo Aleandro, Andrea Navagero…, cada uno dictando a su secretario un apartado siguiendo las fichas que traía de mis trabajos en Bolonia. Mientras, Aldo y yo íbamos de uno a otro resolviendo dudas, ajustando frases y recabando los textos para las correcciones finales antes de cerrar las páginas para el cajista.

En ese momento irrumpió en la sala Hecaterino seguido de un matrimonio de aire humilde con su hija. Era muy difícil ver entrar a gente de fuera de la casa en la imprenta, así que el trabajo se detuvo y las cabezas se volvieron al paso del grupo.

—Si preguntan por ellos —exclamó Hecaterino—, no están.

Y se dirigió al extremo opuesto de la entrada que daba a la librería, abrió un gabinete en el que a menudo se retiraba a dar una cabezada Torresani, hizo pasar a la pequeña familia y se quedó fuera, ante la puerta, con los brazos cruzados, todo lo alto que era.

A continuación entró un grupo de jóvenes vestidos con calzas de colores, chaquetas cortas y camisas de poetas, hijos de patricios en ronda de diversión, varios de ellos armados. Formaban una de las temibles «abadías» del lugar, pandillas que se dedican a la caza de doncellas de familias bajas para convertirlas en prostitutas tras una violación en masa, o al acoso de sodomitas, para escarmentarlos con su propia medicina, decían.

Nunca he sido valiente, sino más bien todo lo contrario: desde el escondite que me busqué, debajo de la misma mesa alfombrada sobre la que estaba trabajando, pude ver que era Aldo el que los recibía.

—Sois bienvenidos a esta casa —les dijo—. ¿Qué os trae a ella?

Le temblaba la voz.

—Una fulana que me parece que tienes escondida por aquí, cerdo —dijo el que parecía el «abad», el muchacho de mejor familia entre los que estaban. Llevaba una de esas máscaras de sonrisa sardónica cubriéndole el rostro—. La barragana de un cura, que vive en esta plaza.

Al parecer la familia era vecina de Campo San Paternian, y el padre Giacomo della Santa Croce se había encaprichado de la hija. Las mancebas de los curas eran siempre un bocado apetecible para las abadías, porque los sacerdotes mismos se encargaban luego de disuadir a la familia de la posibilidad de ningún tipo de denuncia. Por más que esas denuncias, cuando finalmente se daban, apenas tenían trascendencia. ¿Cómo repartir entre treinta muchachos de alta cuna la condena de un pecado tan leve?

Entonces Aldo, temblando de pies a cabeza, se enzarzó en un discurso patético que incluía fragmentos del adagio en el que estábamos trabajando.

—¿Y no nos basta con los males que la naturaleza nos envía, como sabe cualquier glorioso Contarini, entre terremotos, riadas, enfermedades y la vejez misma, para añadirles nuestra propia violencia…?

Al principio no entendí el sentido de una reacción que solo serviría, en el mejor de los casos, para aumentar la saña de quienes iban a asaltarnos. ¡Exaltación de la paz ante aquella manada de salvajes! Muy al contrario, al oírle fui consciente de que nuestros textos no tenían ninguna posibilidad de convencer a aquellos a los que en el fondo se dirigían: hombres con dinero para comprarlos. Y aunque había en la imprenta gente suficiente y con suficientes agallas como para enfrentarse a aquellos muchachos, lo cierto es que la pena que podía recibir un artesano por golpear a un patricio no bajaba de los cincuenta latigazos en la plaza de San Marco, así que la lucha era la peor de las soluciones.

—… Creedme si os digo que a Cristo le resultaría escenario más propio un prostíbulo que una batalla o una pelea, le decía yo ayer a mi admirado Zorzi, porque Él es todo paz y detesta la violencia…

Y sin embargo, en vez de tirar a Aldo al suelo de un empujón y dirigirse al gabinete custodiado por Hecaterino, los muchachos se quedaron paralizados.

Entonces me di cuenta de que en su discurso Aldo estaba colocando apellidos sonoros entre mis argumentos contra la violencia:

—¿Y no sería mejor que un vástago de los Tron rechazara poner en duda el honor de su familia golpeando a una mujer, o que el más brillante heredero de la casa de Dolfin, adorado por su padre, resolviera caminar con la cabeza alta como buen cristiano? ¿Qué diría mi amado señor Malpiero si viera entre vosotros a su hijo volcándose como alimaña sobre unos parias?

Sin decir nada, los chicos se dieron la vuelta y se fueron en silencio, para asombro de los eruditos y menestrales que allí estábamos. Entonces Aldo nos rogó que lo disculpáramos y se marchó también, tambaleándose.

Era hábil con las palabras. Luego supe que no había reconocido a ninguno. Son tan pocas las familias patricias que los apellidos difícilmente podían no coincidir con los de varios de ellos. Y cualquier maestro de jóvenes nobles sabe bien que a nadie temen estos más que a su padre.

Los vecinos se fueron llorando de agradecimiento. Ni se imaginaban que a los dos días la misma pandilla los sorprendería por fin en su casa y, no contentos con violar a la hija uno a uno, con los padres como testigos, la desfiguraron después con profundos tajos en la cara, tan hermosa hasta entonces, imposibilitando así que se ganara bien la vida con la única alternativa que le quedaba ya para hacerlo.

Sí, sí, lo sé. A nadie le importa si Aldo era un buen orador o no. Sé bien que pasará a la historia por otras razones: como el gran impresor de esta época, el único. Pero no me negarás que con el tiempo tampoco han aparecido tantos que sigan su modelo. Y sin embargo los impresores al modo de Torresani continúan en crecimiento: mírate a ti mismo, Johann. Para revisar los textos me tienes a mí y a mi pequeño grupo de aprendices. Tus hazañas no son literarias, que digamos, sino más bien del tipo de la que hiciste ayer: el regreso de un viaje de negocios en un par de jornadas, reventando el corazón de seis caballos, por no hablar del tuyo ni de la excitación que traías al llegar. ¿Te parece eso característico de un hombre docto?

Recuerdo bien lo que me dijo Torresani al intentar explicarme mi labor de revisor de textos en su casa, poco después de mi llegada:

—Se trata de poner acentos, signos de puntuación y todo eso en los lugares adecuados. Que a la Stufa, a comer con los escritores, los mercaderes y los libreros, ya voy yo…

¡Por Hércules! Daban ganas de estrangularlo.

La edición siempre estará en manos de comerciantes y de artesanos, maese. De técnicos. Aldo no era nada de eso, y de ahí su íntimo fracaso. Perseguía un sueño de otra época, de la época de las Gracias, en la que el comercio se consideraba un oficio denigrante.

Bueno, no me vengas ahora con la belleza de los tipos. El que abría los tipos en casa de Manuzio, es decir, de Torresani, era Francesco Griffo. Y Griffo era en realidad el sujeto más repugnante y violento con el que he tropezado en mi vida. Torresani, además, tenía la facultad de enervarlo. Yo, en cuanto lo veía hablando solo, con uno de sus punzones empuñado como si fuera una punta de matarife, buscaba con mis cinco sentidos un lugar donde esconderme.

Cierto día, Hecaterino me sorprendió con un regalo magnífico. Un grabado de mi efigie que había mandado hacer con la leyenda «Nunca cedo», la divisa del dios Término. En el grabado estaba yo acariciándole la cabeza a una estatua de Término, que en la composición se hallaba colocada muy indecentemente a la altura de mi cintura. Sí. Como el que luego hizo para ti Hans Holbein, más o menos.

Al ver el grabado le reí a Hecaterino la alusión a mi virilidad, que como podrás imaginar él tenía muy comprobada: «Nunca cedo». Aunque en un segundo sentido esa imagen reconoce y premia mi capacidad para no ceder a las presiones, como pensador independiente.

¿He visto una sonrisa cruzando tu rostro violáceo, Johann, o son imaginaciones mías provocadas por el gesto sardónico que te deja ese pañuelo que llevas enlazado a la barbilla?

Sea como sea, Hecaterino tuvo la mala suerte de que pasara por allí y se acercara a ver lo que nos hacía tanta gracia a los dos Francesco Griffo.

—¿Qué representa el dios Término? —preguntó, intentando comprender el sentido del emblema.

—Pues Término es el viejo mojón que señala los límites de los campos. Un símbolo del falo, con el que también se orina para marcar el territorio. Representa lo mismo que ese punzón que llevas siempre en ristre, Francesco —le dijo Hecaterino, al que le encantaba tentar al fuego—, y con el que juegas luego a darte alegrías en la intimidad de tu cuarto.

No hubo para más. Francesco se abalanzó sobre él y le hincó el punzón en el abdomen con una saña indecible.

Allí quedó tirado el cuerpo fofo y enorme de Hecaterino, con la letra omega grabada a fondo. A mí el terror me había paralizado, consciente de que si Griffo decidía continuar, era yo el siguiente. Pero soltó el punzón, se echó las manos a la cabeza y al cabo huyó de allí.

Entró Aldo, que había oído el rugido del tipógrafo, se arrojó sobre Hecaterino y, al comprobar que estaba malherido, se quedó a su lado, abrazándolo. Yo corrí a llamar a Trismegisto, lo más cercano a un médico que había en ese momento en la casa. Al salir oí unas extrañas palabras de Hecaterino, que no había desfallecido, pese a la violencia del ataque.

—Tengo otra vez los libros en la cabeza, Aldo. Tengo Sobre el amor entero en mi poder —dijo arrastrando la voz en el comienzo de un largo delirio agonizante—. Acabo de recuperarlo.

Ni Trismegisto ni otros médicos pudieron hacer mucho. Murió al cabo de tres días, durante los que Aldo se encerraba junto a él, con recado de escribir… Quizá le dictara ese libro, Sobre el amor, que Hecaterino decía poseer.

¿Y yo qué sé? Sería la epístola de Avicena, o una versión del Banquete de Platón, o alguno de esos mamotretos siriacos por los que Manuzio fatigaba la tierra.

¿Te puedes creer que ni siquiera denunció a Griffo? Aldo tenía un extraño sentido de la justicia. Me pidió que le diéramos una oportunidad y lo dejáramos escapar. Por alguna razón sabía que nadie iba a reclamar el cuerpo de Hecaterino, y suficiente pena llevaba ya Griffo, decía, con la de cargar con su crimen.

La compasión de Aldo, como suele ocurrir, dio pie a que algunos años después, en Bolonia, adonde había regresado para establecerse como impresor, Griffo repitiera su pequeña hazaña, esta vez perforando de un único y certero golpe de su punzón la cabeza de su yerno, que también era su asistente, para variar. El juez y la horca acabaron al fin con el problema.

Pero aparta a Aldo Manuzio de tus negros pensamientos, Johann, y atiende un poco. Tengo que contarte mi gran decisión. La tomé anoche, sobre tu lecho, poco después de que interrumpieras fatalmente lo que nos traíamos entre manos dejándome, todo sea dicho, a medias…

¡No temas, no puede escucharnos nadie!, tu mujercita se retiró al principio de la noche para descansar de una vez. La pobre… no ha podido resistir tantas emociones.

No le eches la culpa a los hados. ¿A quién se le ocurre, a nuestra edad, hacer el viaje desde Fráncfort hasta aquí en relevos sin descanso, para luego, nada más llegar, entregarse al placer con esa fogosidad que haría mal hasta a un muchacho de veinte años? Fuiste tú solo el que convocaste la apoplejía que te ha mandado al otro mundo, querido.

Al grano: lo que tengo que decirte es que me veo en la obligación de abandonar esta casa y esta Basilea moribunda, rechazando tu exquisita hospitalidad o, para ser precisos, la de tu hijo, puesto que tu hospitalidad se ha terminado contigo, como el resto de lo tuyo.

Ya está dicho. Y la razón es muy sencilla: la violencia se está apoderando poco a poco de esta ciudad, impulsada por la ira de Lutero, cómo no. ¿Sabes lo que me ocurrió ayer?

Atardecía cuando, al regreso de mi paseo diario, vi un grupo de hombres reunidos en torno a lo que parecía un vendedor de libros. Me acerqué, si he de ser sincero, por simple vanidad: siempre que veo libros expuestos espero encontrar alguno mío. Y tuve suerte, vamos a decirlo así: todos los libros eran míos. Había, amontonados en el suelo ante él nuevos testamentos, elogios, caballeros y príncipes cristianos, coloquios…

Pues bien, mi vanidad se vio golpeada al comprobar que el charlatán estaba arrojando sobre los libros un aceite espeso, de olor penetrante y acre.

—… Ese Desiderio el Indeseable —decía enarbolando su tea— se ha convertido en la deshonra de nuestra ciudad. Vamos a enseñarle que no los queremos entre nosotros.

En cuanto comprendí que hablaba de mí me di la vuelta para largarme. Pero él, ducho en el arte de pastorear curiosos, me llamó la atención:

—Nadie se inquiete, hermano, que ya acabo —dijo, y no me quedó otra que detenerme y volver a él la cara—: ayúdame a encender la llama.

Maldije entonces el momento en que te convencí de que incluyeras los frontispicios con grabados de mi busto. Seré el primer rostro de la literatura europea, vale, pero ahora cualquiera de estos dementes también puede reconocerme por la calle y lanzarse a aporrear mis queridos huesos.

Viéndome perdido, decidí hacer frente a aquella turba y tomar la antorcha que me ofrecían. La enarbolé para defenderme mientras les soltaba un discurso contra Lutero, pero al volverme ante los ciudadanos que se habían congregado allí comprobé que ninguno de ellos me había reconocido. Entonces miré mis obras arrojadas en aquel montón y lancé sin dudarlo la antorcha sobre ellas. Dejé que las llamas se alzaran, junto al alarido de satisfacción de los asistentes, con una humareda espesa. Luego salí del corro, me limpié el polvo de los zapatos y regresé a casa tranquilo, ensimismado, casi contento. Todavía tengo el olor a aceite quemado impregnado en la ropa, ¿no lo notas?

Quemar mis libros de mi propia mano me ha llevado a una terrible pregunta, mi querido y malogrado amigo. ¿Por qué me hice escritor? Y no hay respuesta que me ofrezca consuelo, ¿puedes creerlo? Nunca sabré a qué se debe ese anhelo ilusorio de atrapar en palabras el murmullo de nuestra especie, si al final ese discurso inmenso de la vida, que todo lo devora, se reproduce en el crepitar de una hoguera de libros mucho mejor que en ninguna historia narrada o por narrar.

En fin: no voy a adoctrinar a nadie, ya veo que aburro hasta a los muertos. Simplemente me marcho. Alguna vez tenía que ser. Llegué invitado para tres días y apenas he salido de aquí en trece años… Sí, eso es: amor a primera vista. Pero hay que reconocerlo, Johann: nos habíamos acomodado como uno de esos horribles matrimonios que llaman convivencia a la mezcla de afecto, compasión, hartazgo y desprecio que los mantiene unidos hasta que la muerte lo remedia.

Y eso que Basilea se había convertido en la ciudad de mis sueños, hasta ayer. ¿Me crees si te digo que incluso estaba empezando a plantearme comprarme una casa? Una casa propia aquí. ¡Mi deseo siempre frustrado! Erasmo, Erasmus: Errans mus, la «rata errante», ¡ja!, como me llaman, por una vez con gracia y sin faltar a la verdad, mis enemigos luteranos.

Como hoy con tu muerte, el día en que vi la muerte de Hecaterino fue el día en que decidí marcharme de Venecia de una vez por todas, harto ya de venecianos, esa gente que ni siembra ni cosecha: sapos del más insalubre pantano que la tierra haya dado, charlatanes capaces, como se dice por aquí de ellos, de robarle a cualquiera el mismísimo corazón para venderlo, dejándole en su lugar una piedra como la que esconde su pecho.

Y de allí me fui, igual que hoy me iré de aquí, con mal sabor de boca, pero también con grandes recuerdos atesorados, maese querido, mi media alma, mi compañero de tantas mañanas de trabajo y tantas noches de insomnio. Aunque antes de irme, y puesto que recordar el hambre que pasé aquellos días en casa de Torresani me ha abierto el apetito, me parece que voy a acercarme al restaurante del Francés, que, conociéndolo, ya estará volcado en su cocina. A ver si me da algo en condiciones para comer, mientras tú empiezas a acostumbrarte a tu largo y envidiable descanso.