La huida
—¿Cuál era tu nombre?
—Hecaterino, maese.
El nuevo librero de la casa de la Torre, un hombre de una corpulencia exagerada, de casi seis pies de altura, grueso como un oso y completamente calvo, se habría parecido al ladrón de libros Constantino Paleólogo si no fuera por su enorme tamaño. Estaba despierto y en su puesto a aquella hora tan temprana, lo cual resultaba extraño, pero a Aldo le venía bastante bien.
—Eso es. Hecaterino, necesito que me llenes un baúl con un ejemplar de cada uno de los libros en octavo, y luego añades los de esta bolsa.
¿Para qué quería todo eso, en realidad? El único libro que le hubiera gustado llevar ya no existía.
—¿Sabes conducir un carruaje? ¿Sabes planificar un viaje? —le preguntó.
Un asalariado culto no era lo que necesitaba, alguien tendría que encargarse de que llegaran vivos a su destino.
Hecaterino entrecerró los ojos, como si mirándolo así pudiera averiguar lo que quería de él. A Aldo aquel gesto le resultaba familiar, pese a que casi no conocía a ese hombre que había entrado de mano de Francesco Griffo como oficial de la librería hacía apenas unos meses. Pero no se detuvo a pensar más en él. ¿Qué aspecto tendría Aldo mismo? Seguro que su rostro no alcanzaba a reflejar la desolación que sentía.
—Sé —dijo el oficial.
—Salgo de viaje ahora. No tengo fecha de vuelta. Si estás dispuesto a llevarme tú, te pago un ducado a la semana.
El otro lo miró con curiosidad, más que con desconfianza.
—¿Solo? —preguntó.
¿Qué hace que un hombre huya de su esposa al día siguiente de las bodas?, estaría pensando.
—Solos tú y yo.
Había algo cercano en las maneras de comportarse de Hecaterino, un doble fondo por el que asomaba el cinismo y una educación insólita en un librero. Todo ello a Aldo le daba cierta confianza.
—¿Adónde vamos? ¿No hay más equipaje que los libros? —preguntó señalando un paño de tela dorada que Aldo llevaba en las manos.
—Compraremos lo que nos haga falta al llegar a nuestro destino. Y te diré adónde vamos cuando hayamos salido de Venecia. El carro solo nos va a servir al principio. Habrá que hacer buena parte a caballo. No lleves nada superfluo. Ya trazaremos las etapas luego.
Aldo tuvo que esperar paseando por la imprenta a que Hecaterino dispusiera cuanto era necesario para el viaje. Estaba dispuesto a no volver nunca. Odio y amo. Así es la naturaleza humana: odio lo que amo. Barajó aquellas dos palabras, que apenas le resultaban capaces de nombrar los sentimientos que lo invadían, y reconstruyó mentalmente los versos de Anacreonte de donde las tomaba. Garabateó una serie de instrucciones para Santo sobre un folio con la única intención de que nadie lo buscara durante el mayor tiempo posible.
Todos los gallos permanecían mudos mientras la góndola recorría el Gran Canal. El Fontego dei Tedeschi estaba en llamas contra la noche cuando pasaron ante él. Algunos hombres se afanaban en vano por lanzar baldes de agua contra el incendio, demasiado avanzado para controlarlo, mientras otros lo contemplaban en silencio, como ellos desde el agua.
Dejaron la góndola amarrada en el embarcadero y tomaron la barcaza para Terraferma en medio del silencio y la oscuridad, más intensa cuanto más se acercaba el amanecer y se alejaban de las teas que iluminaban en la noche la ciudad.
—Hasta Novi no sé —le dijo Hecaterino cuando, tras revelarle el objetivo de su viaje, le preguntó si conocía la distancia—, pero a Mirandola hay cuatro jornadas si vas con prisa y tenemos suerte. O lo podemos hacer en siete etapas, si prefieres viajar cómodo y tenemos suerte. Y si no hay suerte depende, ya sabes: puede que no lleguemos nunca.
Solo con el alba, recostado en el asiento de la carroza pequeña de su suegro de camino a Padua, consiguió relajarse. No estaba mareado, sino borracho. Ese pensamiento fue el que lo convenció de que debía cerrar los ojos. Antes de terminar de hacerlo se desplomó en el sueño.
En cierto momento despertó. El coche estaba parado. Cuando abrió la puerta, Aldo vio a Hecaterino detenido en jarras ante una casa humeante. Otro incendio.
—Lo han arrasado todo —dijo volviéndose hacia él—. Estuve aquí hace menos de un mes y las cosas iban bastante bien.
Aldo salió a caminar por aquel lugar de pesadilla, una villa en ruinas. No se atrevieron a perder de vista la carroza. Un gemido les descubrió en una esquina a una anciana intentando dar de mamar a un bebé.
—Espera —dijo Hecaterino.
Se metió en aquella casa. Aldo se asomó tras él. Había varios barriles. Hecaterino levantó la tapa de uno, buscó un cazo y removió el líquido que contenía.
—¡Ja! —dijo—. Han defecado en la leche. Saben lo que hacen.
Aldo no podía creer lo que oía.
—¿Quién? —preguntó.
—¿Qué más da? Los soldados tienen que defender su honor —dijo Hecaterino—. Serán hombres del emperador Maximiliano; la semana pasada el Senado denegó el paso de su séquito hacia Roma por territorio véneto. Vámonos, no hay nada que hacer aquí.
Cuando caminaban hacia el coche, Hecaterino le hizo un extraño comentario.
—Maese: te tengo por una persona honrada. Pero me gustaría hacerte una pregunta y que me la respondieras con sinceridad. ¿Has hecho algo en los últimos tiempos que pueda provocar deseos de venganza sobre ti?
—¿Qué ocurre? —preguntó Aldo, que intentaba dejar el infierno de guerra sin volver al infierno de amor del que huía.
—Nada que no esté en mi imaginación —contestó el otro.
¿Dónde lo había conocido? Su cuerpo hinchado escondía la edad, aunque parecía bastante más joven que él. Quizá fuera uno de aquellos muchachos a los que dio clase en la escuela de Ferrara.
—No tengo deudas, ni soy consciente de haber hecho mal a nadie excepto a mí, por eso huyo. ¿Es lo que quieres saber?
—Está bien. Si no hay peligro cambiamos de rumbo, vamos por Mantua. Es más largo, pero hay más posibilidades de evitar la guerra por ahí. Habrá que dejar el carruaje en la próxima parada. Tampoco lo íbamos a poder aprovechar mucho más.
En Casalromano, según supieron, la población había sufrido también los efectos de la guerra, de otra. Aunque la existencia de una posada de frontera había propiciado la inversión de dinero de señores y prometía la recuperación rápida del lugar.
—Cuanto antes nos vayamos, mejor —había dicho Hecaterino—. No es un buen momento para pasearse. Se ve el deseo de venganza en los ojos de la gente.
Aldo se arrepintió de abrir la puerta de aquella taberna nada más hacerlo, al tiempo que las caras de todos los presentes se volvían hacia él, buscando sus ojos con extrañeza o desprecio. Pero una vez dentro se olvidó de todo, concentrado en beberse una jarra de vino en un rincón. Notó que un hombre corpulento se había detenido ante su mesa y pensó que sería Hecaterino, que se había quedado negociando el precio de las monturas.
—Eres basura y el culpable de la muerte de mi familia —gritó el hombre mientras tomaba de la mesa la jarra de vino de Aldo y con un gesto admirablemente cargado de desprecio le lanzaba el contenido a la cara.
Hubo un revuelo de sillas, banquetas caídas y pasos en fuga en el lugar. Aldo se levantó empapado, extendiendo los brazos. Su agresor llevaba un vendaje en la nariz que le tapaba gran parte de la cara, pero lo reconoció cuando sacó del cinto un pequeño jifero de matarife y lo alzó mostrando en el brazo el grabado del ancla y el delfín enroscado como una serpiente a ella. A duras penas comprendió Aldo que lo que había gritado Constantino Paleólogo estaba destinado a confundir a los testigos y que no tenía ninguna posibilidad de salir vivo de ahí.
—¿Por qué? —se oyó preguntar.
Sabía por qué lo iba a matar. En realidad se refería al tatuaje. Nunca había averiguado la razón por la que Constantino llevaba grabado el Festina lente en el brazo. Le sorprendía que el hombre que iba a ejecutarlo llevara la marca de su propia imprenta.
Y entonces del rostro de Constantino surgió un gesto incoherente: alzó las cejas con aire de asombro. Y a continuación cayó de sus manos el jifero, que se hincó en la superficie de la mesa que mediaba entre ambos. Después, su cuerpo se derrumbó coronando el hechizo de muerte en que Aldo se había sumergido. Se oyeron todavía los últimos pasos de los que huían. Además del muerto y Aldo mismo solo quedaba en la taberna Hecaterino, que, para su asombro, estaba limpiando su daga en la ropa del cadáver.
—¡Eso me pregunto yo! —exclamó Hecaterino—. ¿Por qué? Nos seguían para matarte. ¿No decías que no habías hecho ningún mal a nadie?
Le dio la vuelta al cadáver para ver quién era.
—Es Constantino Paleólogo, ¡por Hécate! —exclamó sorprendido.
Aldo consiguió asimilar a duras penas lo que acababa de vivir. Hecaterino se había colado en la taberna durante la huida de los paisanos, había abordado al asesino por la espalda y, con un abrazo rapidísimo, le había clavado la daga de abajo arriba, con una cuchillada que evitó las costillas en busca del corazón.
El insólito librero escogió una jarra de vino llena entre las que los clientes habían abandonado en la huida y buscó la mirada de Aldo antes de levantarla al aire brindando con él. Solo entonces, mientras Hecaterino bebía, fue consciente Aldo de que aquel hombre de casi seis pies de altura acababa de jurar por la diosa Hécate como solo a una persona había oído jurar. ¡Hecaterino, de ahí el nombre!
—Y tú eres Pico —dijo Aldo más asombrado de ver vivo a su amigo que de seguir vivo él mismo—, eres Giovanni Pico della Mirandola. Pero ¿cómo has podido cambiar tanto? ¿Dónde está tu magnífica melena rubia?
—Ya aclararemos eso —contestó el otro mientras se limpiaba el morro con la bocamanga—. Te ruego que me llames Hecaterino, de cualquier modo, necesito seguir oficialmente muerto. ¿Conoces a alguien en Casalromano? Vamos a necesitar ayuda.
Aldo volvió en sí.
—Espera —respondió intentando recordar—, hay un mercader de libros que vive aquí, al que hice un favor justo cuando se retiró hace un año.
—¿Dinero? No te deberá dinero…
Lo miraba y no podía creerlo. Fofo, barrigudo y calvo, aunque todavía con aquella piel blanca y cuidada de damisela.
—No. No es eso.
—Entonces puede que sirva. Vamos.
La muerte del libro
La historia de mi pequeña resurrección es sencilla, Aldo. Como te anuncié al entregarte Sobre el amor y la Hypnerotomachia, ingresé en la orden de los dominicos de la mano de Girolamo Savonarola. Antes de hacerlo, recibí la visita del filósofo Marsilio Ficino, que pretendía disuadirme.
—Savonarola está loco —me dijo.
—Lo sé —le contesté—. Todos estamos así en Florencia, mírate a ti.
—Escucha, Giovanni, no estoy hablando en broma. He visto morir a dos amigos nuestros en los últimos días con Savonarola rezando a su cabecera: Lorenzo y Poliziano. Los dos compartían varias otras cosas contigo, además del ascendiente de Savonarola y ese amor tan parecido al odio con que los acosaba: los dos eran poetas como tú, los dos sodomitas como tú, los dos ansiosos de encontrar a Dios como tú… Y los síntomas de la enfermedad que se los llevó fueron los mismos: debilidad, náuseas y esas manchas en la piel… Arsénico, Giovanni, no me queda ninguna duda: Savonarola los ha envenenado a ambos, y tú eres el siguiente.
—Vamos, Marsilio, no me hagas reír. Siempre has envidiado el predominio moral de Savonarola. Déjalo.
—Te ruego que, si no crees al médico —me contestó—, creas al astrólogo. Recuerda que pronostiqué la peste en Florencia un año antes de que llegara. Tú fuiste de los pocos que me creyeron y te retiraste con Lorenzo a Careggi.
—Es cierto que me fui de Florencia con Lorenzo huyendo de la peste, Marsilio —le dije—. Pero no porque la profetizaras, sino con la convicción de que con tu mal agüero la estabas convocando.
Se marchó ofendido como solía, pero pese a las burlas sus advertencias dejaron en mí un poso de prevención. Y luego, cuando enfermé en compañía de Savonarola, y sentí con claridad los síntomas de envenenamiento, decidí seguir viviendo, no me digas con qué extraño fin.
Te ahorro el teatro que tuve que montar para fingir mi muerte antes de que sucediera, y el modo en que conseguí que los que me enterraron en San Marco me sacaran de la tumba. Para ello, tuve que pasar unas horas tumbado en un féretro asediado por la duda. ¿Quizá les había dado antes demasiado dinero, o les había prometido demasiado poco para que después se arriesgaran a sacarme? Qué desesperación, emparedado en vida…
Pero fue dinero suficiente, y posibilitó una ruptura absoluta con mi pasado. Ni siquiera mi querido Girolamo Benivieni sabe que estoy vivo. Apenas esos dos enterradores, a los que recompensé como merecían para que dejaran en mi tumba otro cadáver y olvidaran todo, y tú mismo, ahora.
Dejé de ser Giovanni Pico para comenzar una nueva vida. Nunca había sentido así la fuerza de mi propia doctrina: como Proteo, somos lo que queramos ser, una hoguera, un árbol, un manantial, una fiera… Basta que nos lo propongamos, esa es nuestra grandeza: ángeles o diablos. El hombre es un espectáculo, Aldo, un milagro multiforme, un camaleón dichoso. Y para esta segunda vida, elegí ser ángel, de una vez.
Primero cumplí el anhelo siempre demorado de viajar a pie descalzo, armado solo con el crucifijo, por el camino de Jerusalén. Pero no llegué al final. Me demoré en Constantinopla: la nueva ciudad turca me sedujo y me detuve a saquearla, como siempre desean hacer los cruzados. Entonces se me presentó la oportunidad de un cambio más trascendente: la castración, un arte ancestral que los turcos dominan y que quería probar desde que oí hablar de él.
Me practiqué una de esas emasculaciones completas. No como las que se hacen los eunucos destinados al servicio de las esposas del sultán, que les permiten ofrecer placer sin descendencia, ni como la que hacían los griegos en Constantinopla a los cantores para conservar su voz infantil, sino la castración absoluta, Aldo, que deja la entrepierna sin sombra de mal.
Constantino, al que ahora he dado muerte por esa indudable mezcla de necesidad y azar a la que llamamos destino, fue en realidad mi inspiración, el ejemplo envidiable que me perdió. Él me enseñó que el placer es estático y reside en el fondo de nuestra mente, conectado con cualquier parte del cuerpo, sin necesidad de someterse a ninguna. Castrarse es, en el fondo, convertir todo el cuerpo en un vasto y sutil órgano sexual.
No intentaba ni mucho menos arrancarme la concupiscencia, pero tampoco me imaginaba que fuera a acrecentarla. Lo que me extirpé al castrarme fueron mis anhelos religiosos, ¿puedes creerlo? Es curioso. Había llegado a pensar, como los grandes místicos, que el amor humano y el divino son lo mismo y se expresan a través de los mismos órganos, y sin embargo mi destino me ha permitido comprobar que me equivocaba.
Otra cosa que desapareció al castrarme fue la mayor parte de las monstruosas facultades de mi intelecto, casi todas más bien inútiles. Mi inteligencia se ha reducido, lo que de forma paradójica me ha llevado a comprender al fin el mundo al que me había enfrentado. ¿Puedes creértelo, Aldo? He conseguido responder a la pregunta que me hizo Andrónico, mi maestro de infancia. ¿La recuerdas? Sí: ¿qué es lo que hace invencible a un hombre? ¿Sabes qué?
Lo único que no entiendo es por qué no encontré antes la respuesta. De hecho la había entrevisto al abandonar la pubertad y toparme de frente con la derrota. Cuantas más veces era derrotado más me obsesionaba la cuestión. ¿Qué caracterizaba a los hombres que me vencían, que pasaban por encima de mí sin oposición alguna? Un papa ignorante que impidió que se divulgara mi obra más meditada… Un marido ignorante y celoso que mató a varios de mis mejores amigos… Un poeta ignorante que me arrebató un poema para diluirlo añadiendo versos infames…
Sí, la respuesta es tan dolorosa como sencilla. Lo que hace invencible al hombre es la ignorancia.
¿No los ves, Aldo? Ignorantes y poderosísimos, se van quedando con el mundo. Piénsalo, escucha a tu pequeño y viejo discípulo Giovanni. El camino de la sabiduría que quieres recorrer, el que yo tomaba cada mañana en mi otra vida, no llega a donde dicen los mapas que llega. Cuando supe eso quise volver a leer el texto de Epicuro. Por eso vine a Venecia, aunque vi que aún no lo habías publicado. Espero que lo conserves. ¿No?
Claro, Constantino… Temía algo así. En manos de Savonarola, Constantino era un arma peligrosísima. Y, fíjate, ¿cuándo quemaron en la hoguera a Savonarola? Cuatro años después de mi muerte, vamos a decirlo de ese modo: hace ocho años ya, en los que Constantino ha sido fiel a su orden de matarte, a la espera del momento oportuno. Siempre cumplía los encargos bien pagados.
No, Aldo. Lo siento. El final de mi ingenio vino acompañado de la pérdida de todo lo excepcional de mi memoria. No esperes que pueda reconstruir ni una sola palabra de Sobre el amor. Soy otro.
Mi mutación, por lo demás, fue completa, como has visto: el cuerpo se acomodó pronto a la molicie que el alma anhelaba y engordó hasta adquirir este aspecto boyuno que ves. Sí. Soy otro, Aldo.
No. No entré a trabajar en tu casa nada más llegar a Venecia. Antes estuve algunos años disfrutando de la ciudad, la Jerusalén de los que veneramos los placeres, entregado al amor de los gondoleros, las monjas, los patricios, los mercaderes… No sabes el deseo que puede llegar a despertar el cuerpo de un ángel como yo en los demás. Todos quieren poseerme y lloran de frustración por el hecho de que yo nunca vaya a poseerlos, por lo que consideran una limitación de mi cuerpo. No saben que mi nueva naturaleza es insaciable, capaz de un amor sin término ni límites, tan cercano al amor divino que no necesita de los torpes gestos que utilizan los demás para adueñarse del cuerpo ajeno. Desde que me convertí en eunuco soy un ave. No voy a volver a reptar.
Y puesto que mi ingenio, mi memoria y mis anhelos de escribir me habían sido extirpados junto a los órganos sexuales, no hallé otro oficio para ganarme la vida que el de ladrón de manuscritos. ¿Te das cuenta de que he ido siguiendo los pasos de Constantino hasta matarlo?
Sí, la acusación es cierta: me persiguen en varios estados por robo de libros en bibliotecas de distintos monasterios. El alguacil nos retiene con razón en esta cárcel. ¿Ves qué pronto se han dejado de preocupar por la muerte de Constantino? No te preocupes, con tus contactos y el dinero de Torresani olvidarán también mis robos.
Era un oficio que carecía de futuro, de cualquier modo, ahora que las imprentas han creado ese insólito mercado. Un día cayó en mis manos una hoja volandera de tu casa. El gran Manuzio ofrecía un grueso de plata a cualquiera que encontrara una sola errata en la edición del quinto y último tomo de la obra completa de Aristóteles, que acababa de salir. No necesitaba el dinero en aquel momento, nunca lo he necesitado: no tener nada se parece en eso a ser el hombre más rico de Italia. Pero me acerqué a vuestra imprenta e hice la prueba. Había tantas erratas en el texto griego, que el librero llamó al regente. Cuando salió Griffo, le puse la edición en el mostrador y le señalé las tres primeras que había encontrado. Francesco conoce su oficio. Me ofreció quedarme de corrector, pero yo ya había visto que iba a tener demasiado trabajo con ese oficio en tu casa. Negocié con él y me quedé a cargo de la librería.
Sí, claro que he comprobado que imprimiste la Hypnerotomachia. Una noche tomé el libro y comencé a releerlo con mis nuevos ojos: fueron muchas horas de tedio. La diferencia entre el libro que quería escribir y el que escribí es insalvable. Yo quería cambiar el curso de la literatura, y me perdí en un sendero muerto.
Pero todo esto ya no importa, la vida estos meses en tu imprenta ha sido fructífera, y me ha permitido observarte de cerca, Aldo. He podido ver tu frustración, que no es sino pura negación de la realidad. Para seducir a una mujer, me explicó mi madre de pequeño, hay que tener en cuenta que todas son también un dragón. Como en el cuento de Melusina, cuando se meten en la bañera, la mitad del cuerpo se les transforma en cola de serpiente. ¿Has visto cómo pintan a la Virgen, pisando una víbora? No se está peleando con ella, eso son engaños para cristianos: la víbora es parte de ella y la pisa para que no ataque. Si la suelta, estás perdido.
Por lo demás, ahora que sabes que tu matrimonio ha fracasado, siento decirte que también tu oficio es inútil, querido. Escúchame, Aldo, el maestro que se apresura con lentitud por la senda de las letras. Como una lanza, el ancla ha atravesado al delfín de nuestro jeroglífico, y lo tiene ensartado, clavado en el fondo del mar. La imprenta no para nunca, y el universal del libro se diluye poco a poco en los millones de ejemplares.
Quizá era eso lo que temía Sócrates en su tiempo, tan parecido a este, en que la escritura destruyó la inmensa obra oral del hombre, el legado que conectaba el entendimiento de cada hombre con el de sus ancestros de manera indisoluble. Ese legado es ahora material, y se está diluyendo en la nada. Hay tantos libros que son inabarcables. Ilegibles.
Por eso no debe preocuparnos la muerte de Epicuro. Lo que no pudieron hacer ni el fuego ni el agua lo está haciendo implacablemente la imprenta. No se trata solo de la muerte de Epicuro. Se trata también de la muerte de Plinio, la muerte de Aristóteles, la muerte de Sófocles, la muerte de Propercio… Toda una masacre, en verdad.
¡La muerte del libro!