La diosa en su antro

Ligeros dorados quebraban apenas el frío que anunciaba la pronta llegada de enero. Rezaban las viejas el Ángelus vespertino mientras cruzaba Aldo a buen paso el Ponte dei Pugni hojeando los pliegos sueltos de un libro en cuarto. Venía de vuelta a casa del paseo con que cada día exploraba los rincones de Venecia al concluir la jornada.

Aquella misma mañana, cuatro años después de su llegada a Venecia, había acabado de imprimir en el taller de Torresani el último pliego de su primer libro, el Hero y Leandro, del gran Museo, padre absoluto de las letras europeas, se decía. ¿Qué modo mejor para empezar su proyecto de dar a conocer por fin todos los textos griegos en su idioma original?

Y cuando Torresani había intentado imponer la edición de algún texto latino, contra su opinión, había tenido una idea que lo libraba de manchar su anhelado catálogo de griegos. Después de comprobar que Andrea tenía como consejero a su confesor, el padre Giacomo della Santa Croce, que cuidaba de que no se publicara ningún libro que ofendiera a la Iglesia, le había propuesto imprimir el libro más odiado por los cristianos, el poema La naturaleza de las cosas, del romano Lucrecio, que proclama con descaro la mortalidad del alma, simultánea a la del cuerpo. El confesor de Andrea los había amenazado a ambos con dedicar los sermones de un año entero a condenar a los que comprasen o abrieran un libro de su imprenta.

No es que Torresani se plegara a lo que le dijera la Iglesia. Como cualquier comerciante, tenía su forma de ver los negocios, y no permitía que nadie husmeara en ellos. Pero sabía que las ventas dependen de la armonía, más o menos simulada, de las mercancías con los poderes del mundo. El mercado tiene que llevarse bien con el templo y con cualquier otra institución, le decía a menudo a Aldo.

—¡Maese Manuzio!

¿Lo llamaban a él? Se detuvo dejando de leer y alzó la vista. La voz provenía sin duda de un hombre de porte elegante que alzaba los brazos, junto a su cochero, al pie de la escalerilla de una pequeña carroza.

—¡Aquí, maese!

Aldo se acercó despacio a la carroza. No conocía de nada al hombre elegante, aunque el otro, el grueso con capote de cochero… ¿De qué le sonaba aquel rostro hinchado de mirada aviesa?

Cuando llegó ante ellos, el desconocido, sin descuidar la suavidad de su sonrisa, se inclinó con esa ligereza no aprendida que corre solo por las venas de los gentileshombres.

—La paz sea con nosotros. Girolamo Benivieni Florentino, y poeta —se presentó.

Aldo se quedó dudando. ¿Sería ese el conocido discípulo del poeta Poliziano? Al fin lo imitó haciendo acopio de sus mejores aires reverenciales, que no ocultaban lo que era: un criado más en un mundo repleto de criados.

—Aldo Manuzio Romano —proclamó, entreviendo en el interior del carro el resplandor de un vestido.

—Mi dama, la condesa, quiere saludaros.

¿Qué puede esperar un buen cristiano del requerimiento de una dama desde lo profundo de su cueva? Tenía que rechazar aquella invitación. Bajo ciertas faldas se ocultaba a menudo la cola de una serpiente: guárdate, Manuzio, de la mujer dragón. Miró a un lado y a otro. Venecia era todavía una ciudad ajena, ¿a quién importaba lo que hiciera él, otro forastero? Pero, de cualquier modo, no tenía ni edad ni hechuras para subir al carro de una dama así, al asalto, con la noche echándosele encima.

Cuando el cochero abría la portezuela, Aldo pudo ver que en el brazo llevaba un grabado en tinta azul que recordaba bien: el pez enroscado al fuste de un ancla. Entonces lo reconoció. Era el gondolero griego que lo había transportado por el Gran Canal el día en que llegó a Venecia. ¿Qué hacía aquel hombre allí?

—Vamos, querido, pasa, ¿a qué esperas? No temas apestarte, no soy ninguna harpía —oyó que le decían desde dentro del carro.

Aquella voz tan familiar… No era la voz de una joven, ni mucho menos. Era la voz cascada de una mujer de edad. Aldo pensó en el entorno del príncipe Alberto Pio. En Carpi, sin duda, habría conocido a alguna prima de su madre Caterina Pico.

—¿Tienes miedo de tu vieja amiga, la condesa de la Concordia?

Esa voz, ese título inconfundible… Aldo asomó el cuerpo al carro, intentando ver el rostro de la mujer. Estaba recostada lánguidamente sobre el asiento. En aquel vestido con recamados en hilo de oro y las mangas acuchilladas que mostraban el blanco perlado del forro, brillaba un rostro frío, muerto, le pareció a Aldo antes de acostumbrarse a la penumbra del interior y darse cuenta de que la dama llevaba en realidad una máscara de plata sobre la cara, sujeta a la cabeza con la cofia. Entonces la tos de la dama la delató. No era tos de mujer joven, sino una tos bien conocida.

—¡Príncipe Giovanni Pico della Mirandola! ¿Cómo…?

—No, no, ¡no! —respondió la falsa dama—. Príncipe no, por favor: lo que quieras, pero olvida al príncipe. He renunciado al principado. Mis dos hermanos andan matándose por él. Llámame condesa de la Concordia. ¡Pasa, venga, pasa! Llévanos a Girolamo y a mí a algún sitio en el que podamos beber con tranquilidad, seguro que ya conoces mejor que yo los secretos de esta ciudad.

—Pero ¿qué haces así vestido? ¿Cuándo has venido a Venecia?

Ángeles y demonios

Hemos llegado esta mañana de Padua, aunque es el final de un viaje agotador desde Florencia, querido.

No, esta vez no venimos a buscar libros para la biblioteca insaciable de Lorenzo de’ Medici. Desde su muerte, Florencia está cambiando sin remedio. Se termina un tiempo bello, Aldo. Pero es el pasado. Aparta de mí semejante melancolía. Nuestra excusa es otra. Veníamos a traerte un regalo. Venía buscándote a ti.

Está bien, te digo toda la verdad: venimos también a la Fiesta de los Locos. ¡Por supuesto! Solo en Venecia hay una celebración comparable a la de Notre Dame de París: la que hacen en Santa Maria dei Frari, en San Polo. ¡Ah, no pongas esa cara, por favor!, ¿no lo sabías? A mí no me engañas, es la fiesta para que echen de pronto a volar los maestros de la contención. ¡Tu fiesta, Aldo! Si no la conoces, ha llegado el momento. ¿Adónde podemos ir hasta que sea hora…?

Tienes toda la razón, Girolamo. Vamos a la taberna del Hipocampo, la única de Italia que tiene vino del monte Athos. ¡A Carampane, cochero!, ¡deprisa! Que no te preocupe arrollar a esos mercaderes insaciables. Me muero de sed. No sé qué sería de mí sin mi querido Girolamo.

¿No los has leído aún? ¡Te envidio, por Hécate! Me gustaría tener también pendiente ese placer para volver a descubrirlo.

Ay, Aldo, yo también me siento envejecido ahora. Tiendo a vivir de los recuerdos. Conocí a Girolamo en el primer viaje a Florencia que hice. Amor a primera vista, Aldo. Los astros hicieron que nos encontráramos en una de las salas de la planta noble de Belcanto, la villa de Lorenzo de’ Medici en Fiesole. Yo estaba algo bebido, buscando un lugar tranquilo en el que pudiera intercambiar emociones con Margherita Aretina, una deliciosa muchacha a la que acababa de conocer.

Sí. Esa. La cicatriz que me hizo su marido aquí en el hombro cuando intenté raptarla me impide olvidarla.

El caso es que al abrir la puerta de aquella estancia en Belcanto nos quedamos los dos de piedra, Margherita y yo: ahí estaba Girolamo, solo, imponente, de pie sobre una silla, enfrascado en uno de esos pocos actos humanos para los que es aconsejable la más estricta soledad. Ni que decir tiene que Margherita salió huyendo espantada.

—Baja de esa silla, querido amigo —le dije conmocionado—, y desiste de tu plan.

Él me miró asombrado, con esos ojos luminosos.

—¿Hay acaso alguna razón que yo desconozca para hacerlo? —exclamó.

—Por supuesto: el amor de un ángel por un hombre. ¿Te parece poco?

—¿Pretendes hacerme creer que eres un ángel? —preguntó ofendido.

—No, querido —respondí—. El ángel eres tú, de eso no hay ninguna duda. Yo solo soy un triste hombre que necesita amor.

Tenías que haberlo visto, Aldo, sobre la silla, vestido majestuosamente, iluminado con aquella lámpara de más de cien bujías, de la que colgaba la cuerda con la que se disponía a ahorcarse… Ah, el destino, que a unos abate, lo atrapan otros y lo forjan para sí, ¿no es verdad?

Por cierto, tienes que contarme qué tal van tus intrigas por aquí…

¡Eh! Observa, Girolamo, esa extrañeza repentina en el rostro. ¿Apenas unos años en Venecia han bastado para que mi amigo y maestro Manuzio, todo él vocación de inocencia y sinceridad, haya adoptado los gestos taimados del comerciante…? Aquí la gente lleva un ritmo de vida distinto. Son casi germanos, bárbaros entregados al dios del dinero, o quizá son griegos. ¿Qué son, Aldo? ¿O debería preguntar qué sois?

No finjas, te han contagiado ya sus modos, no hay otro requisito para ser de aquí que practicar el comercio. Siempre que el paludismo te lo permita: yo acabo de llegar y creo que ya lo tengo, y juro que no he probado el agua, por Hécate.

Sí. Mírame. Eso es. Veo un brillo en tus ojos, ¿eh? ¿Una nueva luz? ¿Es posible…? Por no hablar de esas calzas naranjas que te has echado al cuerpo. Estás rejuvenecido, querido. No sé, no sé, algo me ocultas.

¿Qué traes ahí? Déjame. Veamos. ¿El Museo en griego? ¿Pero quién…? A ver por aquí: Aldos o Romanos, ¿una obra en griego? ¡Es cosa tuya! ¡Bravo! ¿Lo ves, Girolamo? Te lo dije: si no se ha convertido en impresor, estará a punto. Es su sueño, y lo que quiere Aldo lo consigue. ¿Ves como era la persona adecuada para mis pequeños regalos?

Pues siento contradecirte, este Museo con el que comienzas, el autor de Hero y Leandro, no es el poeta ateniense anterior a Homero, el mítico heredero de Orfeo. Tienen el mismo nombre, nada más. No lo cuentes por ahí, porque como descubran los sabios que se trata de un poeta de hace apenas diez siglos decidirán que no es tan bueno como se creía, y la historia de Hero y Leandro naufragará en su búsqueda amorosa de lectores…

Pero deja eso ahora, por favor. A ver, cuéntame despacio cómo ha sido tu ascenso a comerciante. Sé por mi sobrino Alberto Pio que rechazaste poner la imprenta en Novi, junto a Carpi, como te pidió al regalarte su villa de allí. Ya se lo dije yo también: una imprenta no crea alrededor una ciudad. Y entonces, dime, ¿quién paga todo esto?

¡Torresani! Acabáramos. Si Torresani ha puesto el dinero solo puede haber una razón: te está sacando las tripas. Digamos que el sueño de Aldo continúa, pero ahora tiene sobre él a Torresani volando en círculos…

Uy, ¿tan pronto hemos llegado? ¿Habrá seguido este salvaje mis instrucciones por una vez? Bajad vosotros primero.

Mírame ahora, Aldo. Estoy más alta aún, ¿verdad? Son estos maravillosos chapines venecianos, ¿ves? Si me caigo de aquí me rompo la crisma, miden casi un palmo. He decidido no acomplejarme más por mi altura. Al contrario. Con esto calzado sobrepaso los seis pies, son casi zancos, así que nadie puede evitar mirarme. ¿Y qué hay mejor para una rubia de gran melena que ver las cabezas volviéndose a su paso?

Pero dime, Aldo: ¿te gusta mi vestido? Obsérvalo con detenimiento. ¿Has visto que hace pareja con el de Girolamo? Ven, cariño, ponte a mi lado para que Aldo nos vea. No es tan tímido, es que le da vergüenza que ahora le saque pie y medio… ¿Estamos dormidos?, me muero de sed. ¡Tabernera! ¡Ábrenos una habitación de las de dentro! Ve tú también y cuida que no dé al canal, Girolamo, anda: no quiero morir apestada.

¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí… Mira, Aldo… Antes de nada, te confieso que es la última vez que me visto así. La última. Aunque mi intención era muy distinta. Iba a convertirme en mujer de manera definitiva. Si hasta me estaba construyendo una pequeña villa en Corbola. Quería irme allí, a vivir como una viuda enriquecida, con tiempo por delante para disfrutar, a mis treinta años.

Pues para escapar de mí misma, por supuesto. Hay una cosa que tenía clara: se acabó Pico della Mirandola el filósofo, se acabó la Fénix de los Ingenios. Y también: adiós al poeta amoroso. Sí, sí. He llegado a uno de esos momentos en los que una persona tiene que despojarse de todo.

Mira: ya está la mesa. Pasa tú primero.

Gracias, gracias, querida mesonera. Sin agua, ¿verdad?, ¿estás segura? A ver…

Alabado sea el Señor. Voy a llorar. Probad esto, hermanos míos. ¿Has comido hoy, Aldo? Pues lo lamento. Lo mejor es beber el vino del monasterio del monte Athos en ayunas, Girolamo y yo no hemos probado bocado en todo el día para poder disfrutar plenamente de este momento.

¿Cómo? ¿Y qué tendrá que ver que ya te hayas emborrachado este mes para que bebas o no bebas?

¡Disculpa! ¡Lo olvidaba! Aprende, Girolamo. Es un hombre de vida ordenada, y solo bebe por razones higiénicas: su medida de vino diaria y una borrachera al mes, lo imprescindible para limpiar el cuerpo y enfangar un poco el alma con algunos pecados que revelar al confesor. Te admiro, querido. Pero la posibilidad de conseguir alegrar a tu pequeño Giovanni te va a permitir saltarte la norma esta vez, ¿verdad? Necesito que mi viejo amigo esté a mi lado hoy. Es mi último día de holganza, el coletazo final de mi vida disoluta antes de ordenarme.

¡Qué!, he vuelto a sorprenderte, ¿eh? Sí, me voy a hacer dominico. ¡Vamos!, no irás a dejarme solo en la última batalla… ¡Bravo! Sabía que no nos abandonarías. Brindo por ti. ¿Dónde está mi copa?

Pues lo que me ha llevado a ordenarme ha sido… Agárrate: Savonarola.

Sí. Como lo oyes. Girolamo Savonarola, el de siempre. Sigue tan convincente como en los viejos tiempos.

¿Sabes que Aldo es la única persona a la que he visto pararle los pies a tu tocayo Savonarola, Girolamo? ¿Nunca te he contado cómo los conocí a los dos? Los conocí al tiempo.

Fue en Ferrara. Yo acababa de llegar a la universidad, con no poco escándalo. Tenía quince años, el benjamín del lugar, y ya recibía el título de hombre trilingüe. Así que me había convertido en uno de los seres más detestados de la ciudad, algo a lo que todavía no estaba acostumbrado. Quería demostrar mi verdadera talla y no encontraba modo.

Un día, en la hora de estudio, con la biblioteca llena a rebosar, le pedí al bibliotecario un libro que pocos conocían. Y lo hice en voz muy alta, para que todos me oyeran.

—Tráeme a Lucrecio, si está libre. Quiero releer La naturaleza de las cosas.

Por primera vez en aquella universidad sentí el inmenso placer de todas las miradas posándose sobre mí, con su inevitable carga de envidia, desprecio, admiración… Lo de releer era un farol, claro. Yo sabía que había una copia ahí, donada por Battista Guarini, que había sido mi luz para llegar a Ferrara y —eso aún no lo sabía— también la luz de Aldo. En el intercambio de cartas para mi solicitud de estudiante, Battista me había convencido de que ese era el único libro latino digno de leerse, como vía ideal para acercarse a la filosofía hedonista de Epicuro.

El manuscrito estaba precedido por otra obra que nunca había visto pero de cuyo peligro para las almas cristianas había oído hablar a menudo: la Vida de Epicuro, de Diógenes Laercio. Mi ansiedad creció ante el libro.

Pues bien, tan entretenido estaba en los preliminares de la lectura que ni me enteré cuando Savonarola se levantó y se vino sobre mí. Me arrebató el libro y mirándome a los ojos con él ya en las manos me dijo:

—Siento ser yo quien tenga que enseñarte el lugar de esta obra, muchacho.

Recorrió decidido los pasos que lo separaban de la chimenea y arrojó el libro al fuego, volviéndose para sostener con furia la mirada de su público.

Entonces fue Aldo el que se levantó, pasó junto a Savonarola sin ni siquiera mirarlo, se quitó el manto de piel de perro que llevaba, lo arrojó sobre el libro cercado por las llamas, rescató el tomo arriesgándose a que las llamas lo envolvieran a él y lo apagó como pudo.

Ah, ja, ja. ¡Fue un gesto temerario, por Hécate! Todo el mundo sabía que la enemistad de Savonarola traía malas consecuencias: él no era un extraño en Ferrara, como la mayoría de los estudiantes. Pertenecía a una familia de importancia creciente en el lugar, y ejercía su poder con descaro. Además, se había convertido en un brillante disputador, prácticamente imbatible por su energía y su voz tempestuosa, aunque quizá más fuerte que hábil. Por entonces Savonarola ya se había ordenado dominico, pero había vuelto a Ferrara para acabar los estudios de teología. Como el mismo Aldo y otros destacados hombres trilingües, bajo la dirección de Battista Guarini combinaba el estudio con la impartición de enseñanzas a alumnos más jóvenes. Y su fama crecía desde la publicación de un gran poema en el que brillaba su espíritu combativo, convertido en su seña de identidad: Sobre la ruina del mundo. Un brillante alegato contra el vicio.

—Al defender un libro que niega la inmortalidad del alma —tronó Savonarola ante Aldo—, te haces tan blasfemo como su autor.

Aldo, sin embargo, tenía un prestigio tan elevado como el suyo. Era el único estudiante casto del lugar. De tan ausente y ensalzada, la castidad cobra a veces un valor especial. Esas cosas se saben, y más en Ferrara, una ciudad en la que los pecados del vientre son tradición milenaria, aunque no tanto como aquí.

—Siento ser yo el que tenga que enseñarte el lugar de este libro, Girolamo —contestó Aldo con voz calmada y tan suave que el silencio tuvo que hacerse absoluto para que se oyeran sus palabras—, porque soy el primer admirador de tus versos, que guardo en mi corazón para siempre. Sin embargo, igual que hablamos de un Aristóteles cristiano y de un Platón cristiano, yo quiero creer que la armonía de los versos de Lucrecio está inspirada por Cristo, aunque no lo estén sus muchos errores. Sabes que no tengo otro manto ni manera de comprarlo, pero pasaría frío a gusto por salvar siquiera un puñado de versos de una obra tan amada.

¿No fue un discurso simplemente maravilloso?

Viendo la elegancia de quien se enfrentaba a él elogiando con esmero su propia obra, Savonarola contuvo su indignación y, para que no se lo señalara como mal perdedor, se quitó su manto de piel de ardilla y se lo entregó a Aldo con la única sonrisa que, quizá, jamás nadie haya visto asomar a su rostro. Aldo respondió con una de esas reverencias torpes de los que no practican frente al espejo.

Entonces se puso en pie el maestro Battista Guarini, que había asistido a la reyerta desde un banco, confundido entre los estudiantes.

—Me gustaría premiar, aunque solo sea con estas palabras, a quien busca con curiosidad a Cristo hasta en los libros que lo esquivan —dijo señalándome—, a quien defiende con el fuego a Cristo —señaló a Savonarola— y, más que a nadie —dijo volviéndose a Aldo—, a quien lo encuentra en todas las obras de los hombres, sin excluir ninguna.

¡Ah, Battista Guarini! ¡Brillante!, ¡qué tiempos! Él me inició en el griego, en el sexo y en el verdadero amor a Cristo, al que sin duda buscaba hasta en las obras más escabrosas y los rincones más sucios del hombre. Gracias a él acabé sintiendo en mí la fe que hasta conocerlo solo había fingido de manera pueril.

¿Y Aldo? ¿Qué me dices de mi amigo, Girolamo? ¿Puedes creerte que cambió por libros, papel y tinta el manto que le regaló Savonarola? Su figura caminando por las calles ferraresas con su manto de piel de perro chamuscado se convirtió en proverbial.

Battista Guarini tiene mucho que ver con el regalo que te traigo, Aldo. Ya sé que sigues escribiéndote con él. Me visitó en Florencia no hace mucho. Estaba intentando devolverme un dinero que me había pedido para sobrevivir a una de esas deudas a las que lo llevan sus excesos, pero como yo no se lo permitía decidió regalarme un ejemplar único de su maravillosa biblioteca. Un hermoso códice que, me dijo, él no podía leer porque estaba escrito en un idioma oriental que no había sabido identificar.

Acepté aquella joya. Se trataba de una colección facticia de manuscritos siriacos escritos en el consabido alfabeto arameo: las Demostraciones de Araates, La luz y las tinieblas de Bardesán…, y una obra de la que había oído hablar bien, El mendigo o el Polimorfo, escrita originalmente en griego por Teodoreto de Ciro. En fin: nada de verdadero interés para otros, aunque yo esa misma noche me dispuse a leer El mendigo, un diálogo que ensalza la supuesta inmutabilidad divina, ¿has oído algo más ridículo? Pero en la segunda hoja de la obra el parlamento de uno de los personajes, el mendigo del título, me sorprendió con un quiebro repentino. No encajaba ahí aquella descripción del atardecer veraniego en la ribera de un riachuelo, a la sombra de árboles fantasmagóricos.

En busca de una explicación me di cuenta de que en esa segunda hoja los nombres de los dialogantes y el asunto del que discutían cambiaban. Ahora quienes hablaban eran el filósofo Metrodoro de Lámpsaco, la hetera Leontion y el tercer dialogante… Lo adivinas, ¿no, querido?

Sí. El tercer dialogante era Epicuro. En su primera intervención Epicuro valora el cuerpo desnudo de Leontion, la mujer de su discípulo Metrodoro, que está bañándose desnuda en el río. Imagínate mi emoción.

En fin. Leí a borbotones. De entre las muchas obras que nombra Diógenes Laercio, no podía tratarse más que de Peri Érotos: Sobre el amor. Y la visión del amor que transmite es arrasadora. Deja por los suelos la pequeña e insatisfactoria manera en que amamos en nuestra cultura grecorromana o judeocristiana, como quieras llamarla. Es una revelación básica, capaz de cambiar el mundo.

Por supuesto que tiene que ver con el Fedro de Platón. Y trata, aunque con una visión distinta, de lo mismo: la transmisión del conocimiento y el amor. Dos temas tan alejados para nosotros que no nos resulta comprensible verlos unidos en un libro. Hasta que se lee este, claro. Para los griegos el amor y la transmisión del conocimiento eran una sola cosa.

Toma mi pañuelo, anda. Tranquilo, estás disculpado. Yo también lloré cuando supe lo que tenía entre manos.

Pero te confieso que lloré más aún, ¡por Hécate!, cuando el libro fue definitivamente destruido: reducido a cenizas para siempre.

Terrible es poco.

Pues culpa mía, si es que vamos a verlo en términos de culpabilidad.

Ya sabes que siempre he sido un poco indiscreta. No podía mantenerlo en secreto, me moría de ganas de contárselo a alguien, y un día en el que había bebido más de la cuenta le pedí confesión a Savonarola. Ya puedes imaginar que desplegó enseguida esa habilidad que tiene para provocar confesiones integrales. El relato de los pecados de un hombre le provoca una suerte de arrebato místico al que arrastra también al confesante. El caso es que un pecado me fue llevando a otro, Aldo, hasta que, cuando estaba contándole uno de los más llamativos que he cometido, después de hacerme referirle con todo detalle la postura amatoria llamada «Pan y la cabra», ideal para acoplarse con todo tipo de cuadrúpedos de tamaño no excesivo, Savonarola me preguntó dónde la había aprendido. Y entonces, no sé por qué, le revelé que tenía Sobre el amor, de Epicuro.

Sí, bueno. Hay un apéndice final con esa postura y muchas más. Una especie de catálogo. La descripción de las posiciones es un ejemplo de la maestría didáctica de Epicuro. Deja pequeños a los dos Filóstratos. La prosa representa los coitos en la imaginación mejor que cualquier ilustración. Resulta de lo más excitante.

En fin, Savonarola… Bueno, deberías haberlo visto. Se puso como una Hidra, para variar. Y la penitencia incluía entregarle el libro sin remedio.

¡No! ¿Cómo iba a hacer algo así, voluntariamente? Fingí. Le transmití mi propósito firme de dárselo, pero dejé pasar un tiempo prudente y solo luego, asegurándome de que nadie me seguía, fui a Querceto, una villa que Lorenzo de’ Medici me cedía en vida para mi retiro cuando me hartaba de Florencia. Tras su muerte, la adjudicación de la herencia estaba aún pendiente, y mi confianza con el servicio de la villa me permitía entrar sin problema. Tenía la intención de esconder la obra en su biblioteca. Pero me estaban vigilando. Unos encapuchados asaltaron la casa cuando acababa de llegar. Nos redujeron con facilidad, localizaron el libro entre mis pertenencias y se fueron con él sin dar más explicaciones. Dos días después Savonarola me entregó un saco de cenizas en el que estaba, dijo, mi pecado consumido y mi penitencia en marcha.

Sí, es una pérdida brutal, una obra de un valor incalculable, pergamino de primera calidad, elaborado a partir de vitela uterina, de terneras nonatas… Ya nadie se preocupa por reunir pieles así.

Entonces, ese es mi regalo. Dáselo ya, Girolamo.

¡Ah, pero no! La obra de Epicuro no se ha perdido, querido, solo el manuscrito siriaco. La memoricé entera, en ese mismo idioma. Para destruirla hay que matarme primero a mí.

No tiene ningún mérito, créeme: es leer un libro y se me queda grabado. A veces me basta con pensar en algunos que leí de niño para recordarlos palabra por palabra, letra por letra. No podría borrarlos de la mente ni aunque quisiera. Es una virtud que tengo. O un vicio, quién sabe.

Sí, soy mi propia biblioteca. Es más, en una época en la que ya nadie se preocupa por el contenido de los libros, sino solo por la máquina que los hace, yo soy el espíritu de la literatura. Soy lo que los libros dicen, ¿no te parece maravilloso?

A veces he llegado a preguntarme si esos libros no estarían ya dentro de mi memoria antes de leerlos… Si no habré heredado también los libros que mi padre leyó igual que he heredado sus andares o el color de sus ojos… Si no estarán escritos ya todos los libros.

A veces, fíjate, Aldo, he pensado que es la propia especie humana la que me dicta las obras que escribo, la que me transmite antes de leerlos todos los libros sin excluir los que aún no se han escrito. A veces siento que mi escritura plasma conocimientos más o menos acertados que ya estaban en nuestro interior, que pertenecen a la especie, exteriorizando un saber que permanecía escondido en lo más hondo de mi interior.

Te aconsejo que cuando leas el apéndice final tengas una buena pareja a mano durante la lectura, para aclarar cualquier duda sobre la marcha, ¿verdad, Girolamo? Aunque a menudo el tipo de pareja que se propone puede ser difícil de domesticar. Eso si la encuentras. Y de los tríos ni te hablo. ¿Por qué me miras con esa cara?

Ah, no seas impaciente, querido, hoy te debes a mí. Y antes de que leas Sobre el amor debo hacerte algunas advertencias. La más importante: ten en cuenta que no puedes imprimirla hasta que yo muera. Si Savonarola ve en danza esta obra estoy perdido.

No, tú me sobrevivirás, pese a la diferencia de edad. Soy tan enfermizo como tú y he llevado una vida de excesos. Escucha, por favor: cuando yo muera, una vez impresa la obra, asegúrate de distribuirla primero en Francia, en Alemania… Disemínala por el mundo. Si no, Savonarola encontrará el modo de destruirla completamente, no importa los ejemplares que hagas.

Sí. Es él quien nos está regenerando. Cuando se cumplió la muerte de Lorenzo de’ Medici, que él mismo había profetizado con furia solo unos días antes, como toda Florencia nos rendimos ante su fuerza moral. Siguiendo su consejo, Girolamo y yo hemos hecho un pacto: vamos a renunciar al amor terreno, igual que hemos abandonado ya la poesía amorosa en favor de la mística. Esta última visita a Venecia la hacemos para consumir los rescoldos de nuestra pasión antes de enfrentar nuestra nueva vida. A cambio Savonarola ha movido sus influencias: hay ya un mausoleo en San Marco donde nos enterrarán abrazados a Girolamo y a mí.

Es un trueque, en realidad. Estamos cambiando las efímeras uniones amorosas de nuestros cuerpos por la unión eterna de nuestras almas, simbolizada en el abrazo de nuestros cadáveres. Júrame que no te arrepentirás, Girolamo, porque sé que vas a morir también después que yo.

Es igual, quiero oírlo otra vez de tu boca, ¡júralo!

Y bésame, te lo ruego, cariño, porque la castidad nos va a impedir besarnos muy pronto. ¡Ah!

Nuestra renuncia al sexo será solo el principio. Yo quiero peregrinar para predicar el mensaje de Cristo por todo el mundo en cuanto haya vestido el hábito dominico. Ya me he desprendido de mis tierras y mi fortuna: la pobreza y el ayuno son indispensables. Y me estoy fabricando para mis viajes un cilicio de crin de caballo, contrahecho a partir del que llevaba Caterina da Siena.

Entiendo tu escepticismo, pero eso no es cierto, Aldo. Nunca me he disfrazado. Lo que ocurre es que vivo en constante metamorfosis, querido. Escúchame: el hombre es la única bestia que puede serlo todo a voluntad. Podemos convertirnos en ángeles o diablos, podemos ser el agua en el torrente o el fuego en la hoguera, el árbol con sus ramas o el viento que las agita… Vivir solo una vida es perderse demasiadas. Hay que vivir cada una de las posibles intensamente, sin dejar ninguna de lado.

¿Eh? ¡Suenan maitines! Vamos, ¡apurad! Hay que llegar a Santa Maria dei Frari antes de que comience la fiesta frente al altar. Cuidado, Aldo. ¿Ya estás borracho? ¡Bravo! Yo también. Girolamo…, ¿serás capaz de pagarle a la tabernera como merece? Y pídele tres frascas más para llevarnos.

¿Me he puesto bien la máscara? ¿A la derecha? ¿Así? Quiero estar perfecta esta noche. A ver si seduzco en el baile a uno de esos novicios franciscanos que, espantados ante el pecado, disfrutan de él como asnos, con esa felicidad tan contagiosa. Ayúdame, querido. Gracias. Como me caiga por aquí voy a dejar el vestido hecho unos zorros.

Bueno, si nos perdemos el principio no hay problema ninguno. Lo que no quisiera es llegar tarde a la Cólera de Herodes, o a la Degollina de los niños, y menos aún al Lamento de Raquel.

Montad. ¡A Santa Maria dei Frari, cochero, más rápido que nunca!

Pues claro que mi cochero es de fiar, era mi introductor en la vida nocturna de Venecia. Es un hombre muy culto, Aldo. Fue educado en las letras por el propio cardenal Besarión. Pero no me extraña que te diera mala espina al montar en su góndola: uno de sus múltiples oficios ha sido el de cazador de manuscritos.

No: un vulgar ladrón de libros, no. Ten en cuenta que los que sí nos roban los libros son quienes no quieren dejarlos ver: enterradores de libros, que a veces están al frente de esas bibliotecas en los monasterios. Pero de cualquier modo mi cochero dejó ese trabajo, ahora se niega a escribir o a leer. Su desprecio por la imprenta es infinito.

Es un hombre de otros tiempos, que se está adaptando a estos como buenamente puede. No te lo vas a creer: se hace llamar Constantino Paleólogo, como el último emperador griego, cuyo cadáver arrastraron por las calles de Constantinopla los temibles ángeles de la caballería ligera otomana. Presume de ser su único heredero, el hijo bastardo del sobrino de Constantino, Andrés Paleólogo, con una prostituta romana.

Sí, sí. Ya sé que tiene más aspecto de sultán que de emperador. Es un capón. Sostiene que lo castró el turco cuando lo hicieron prisionero en el saco cristiano de Esmirna… De lo único que no hay duda es de que está capado, ¿verdad, Girolamo? Y como todo eunuco es un experto en artes amatorias. Su versatilidad sorprendería a la propia hetera Leontion.

Pero despreocúpate, Aldo. Una vez estipulado el precio de su trabajo, y solo entonces, mi cochero tiene palabra inquebrantable.

Venga, vamos con el otro regalo. Este es de mucha menor importancia, me temo. Al final de mi vida seglar estoy haciendo recapitulación, y he llegado a la conclusión de que en toda mi obra solo hay un libro de interés, nunca publicado. El resto se lo he entregado ya a mi sobrino Giovanni Francesco, pero este lo he traído para ti. Espera. ¿Dónde has dejado el bolso, Girolamo? Gracias.

Se llama Hypnerotomachia Poliphili. Ya sé que no se acaba de entender. Es griego latinizado: La batalla amorosa en sueños del amante de Polia. Puedes llamarla El sueño de Polífilo, si lo prefieres.

No sé si quiero que vaya a la imprenta, Aldo. Necesito que tomes tú la decisión. Al fin y al cabo, además de mi maestro y mi amigo, eres la única persona en cuyo juicio confío. Si decides no publicarlo, destrúyelo. Y si crees que puede ser interesante para alguien, solo te pido que cuides tú de la edición: busca quien reproduzca los dibujos en buenos grabados. Son simples esbozos, para que el que los haga tenga la libertad necesaria. Yo dibujo solo con la imaginación, en el papel no es igual.

Todavía una cosa más, mi nombre no debe figurar. Se acabó Pico della Mirandola. Los libros los escribe o Dios o el hombre, y este lo ha escrito el hombre. Con saber eso basta. Hay, para los que necesiten autor, un pequeño juego, un acróstico con las letras capitulares que los llevará a un nombre algo vulgar alejado del mío: Francesco Colonna.

Y lo último: es importante que en el caso de que se imprima solo se haga también cuando yo esté muerto, no antes. De hecho hay dos buenas razones para que decidas no imprimirlo: la primera es que se trata de un libro pagano y algo obsceno. No sé por qué pienso que a alguien como a ti le dejarán publicar siempre lo que sea, aunque lo haya escrito el diablo mismo, pero es posible que me equivoque. La segunda es que es una obra que todavía no se entiende, aunque si te la doy es porque creo que en el futuro tal vez se entienda.

Bueno, transcurre en el año en que nací. Es la historia de mi engendramiento metafórico. En realidad reconstruye el sueño en que estoy atrapado desde la infancia. Nuestros sueños son el verdadero Libro de la Vida, Aldo, ese libro terrible del que hablan las Escrituras. Yo lo he leído, está aquí, en el centro del pecho, o quizá al fondo de la mente. No es cierto que solo tengamos acceso a ese libro en el momento de morirnos. Los sueños son el camino.

¡Brindemos! Ah. Qué delicia. Recuerdo bien que mi maestro de infancia, Andrónico, me dejaba beber un pequeño cuenco de vino del monte Athos cada vez que concluía la recitación de trescientos versos memorizados de La divina comedia, el ejercicio con que comenzaba nuestra clase diaria. Y luego podía repetir: otro cuenco si encontraba la respuesta a alguna de las preguntas que me hacía.

Pues preguntas sobre lo que estuviéramos estudiando, que yo respondía con acierto siempre, para recibir la recompensa. Aunque hubo una pregunta que nunca pude responder. La que me hizo a los siete años, el día en que lo conocí.

«Escucha bien lo que voy a preguntarte, Giovanni: ¿qué es lo que hace invencible a un hombre? No intentes responder ahora. Cuando des con la respuesta, el círculo de mi enseñanza se habrá completado».

Fue una pregunta estimulante para mí. ¿Qué es lo que hace invencible a un hombre? Cuando me la formuló, todavía estaba fresco el cadáver de mi padre, herido en batalla por una lanza que al acabar con su vida me atravesó también a mí el vientre y me dejó este ardor que no cesa. Si hubiera tenido entonces la respuesta, podría habérsela entregado a mi padre cuando me dio su último beso. Eso me decía yo.

Pero lamentablemente Andrónico murió sin acabar conmigo lo que él llamaba el ciclo de sus enseñanzas. ¿Lo sabes tú, Aldo? ¿Qué es lo que hace invencible a un hombre? Un día le di una respuesta pueril: «Sabiduría y libros», le dije. Andrónico rio a gusto. «Yo tengo sabiduría y libros, Giovanni. ¿Me ves invencible acaso?».

Así que sigo buscando la respuesta a esa pregunta.

¿Y por qué se para este torpe? ¿Ya estamos?

Bajad. Bajad deprisa, llegamos tardísimo, siempre igual. Voy a echar los bofes, por Hécate.

¡Adiós, señora máscara!

¿Has visto, Girolamo? Qué hombre tan galán. Pero esa máscara le borra todo interés, en realidad… No hay máscara mejor que el propio rostro, al fin y al cabo. Vamos, entrad. Qué luminosidad tenebrosa. Un momento, voy a quitarme la cofia. Fuera. Y la máscara también.

¡Mira! ¿No es ese que salta ahí vestido de obispo Raffaele Regio, el comentarista de Ovidio? Por fin, un erudito que sabe bailar en condiciones. Ojo, viene hacia nosotros cargando con su garrafa. Te ha reconocido, Aldo, querido. No lo olvides: preséntame como la condesa de la Concordia.

¡Pero qué amable! Nunca me había sentido mejor tratada. ¿Has visto? Me alegra haber tenido a tiempo la feliz idea de quitarme la máscara, así no hay duda posible: ¿lo ves, Girolamo? Somos lo que queramos ser, hombres o mujeres, agua o fuego, serpiente o pantera…

¡Qué dices!, yo no lo he visto tan borracho, ni mucho menos. ¡Estás celoso, Girolamo!

Bueno, vale. Ahora déjame que quiero bailar con Aldo.

Eh, cuidado, querido, que te caes. Has bebido demasiado. ¿Con qué diablos destilará esa aqua vitae Regio? Te lo iba a decir, pero como te has hecho con la garrafa con tanta ansiedad… Me encanta verte así, en plena metamorfosis. Abrázame fuerte, ¿me oyes, Aldo?, y no me sueltes jamás.

Espera, cuando demos la vuelta mira de frente y dime quién diablos es esa mujer que no nos quita ojo. Tiene que ser conocida tuya, porque yo no la he visto en mi vida. No la habría olvidado.

¿Marietta? Oh, vamos, Aldo. No me engañes, no tiene ninguna pinta de estar buscando dinero. ¿Así que el viejo Aldo ha encontrado por fin la horma de su zapato? ¿Una prostituta? Sin saberlo estabas siguiendo los pasos de Epicuro, querido. Dime la verdad: ¿has acabado con tu admirable e inútil castidad? ¿Es esa la razón del brillo vital de tus ojos, hermano?

Espera. Esto hay que celebrarlo. No me importa que estés arrepentido. Al contrario, forma parte del asunto, querido amigo, sin arrepentimiento el pecado no adquiere su plena condición. No te preocupes, enseguida te dejo con ella. Voy a quitarme también los chapines. Quiero sentir el cuerpo derrotado esta noche, vencido por mi espíritu. Ya está. Necesito olvidar todo, Aldo: salta conmigo. ¿No ves a los demás? El templo encuentra en la Fiesta de los Locos su verdadero sentido. Mira cómo bailan, celebrando la degollina de los Santos Inocentes, el final del año. Necesito volver a ser un niño, uno de esos impúberes cuyo cuerpo descabezado patalea todavía unos últimos instantes. ¿No notas que la vida empieza a correrte por las venas?

Canta conmigo, Aldo:

¡Aymé, pequeños tiernos de miembros lacerados!

¡Aymé, dulces nacidos con rabia degollados!

¡Aymé, que no hay perdón ni ante su corta edad!

¡Aymé, madres malditas! ¿Sufrís tanta crueldad?

¡Baila! Y deja que por una noche la nave de los locos nos lleve abrazados a cualquier ribera que no sea la nuestra, por Hécate. ¡Salta, salta!

En taberna cuando estamos

Aldo despertó muy tarde, ya estaba amaneciendo, aunque sintió un enorme cansancio. ¿Estaba enfermo? Le dolían todas las articulaciones. Se estiró para comprobar hasta qué punto era capaz de dominar el cuerpo, y al hacerlo su brazo chocó… ¡con otro cuerpo! Dio un respingo de pánico que lo dejó sentado al borde de la cama, con el corazón saltando desbocado en el pecho. Había alguien durmiendo a su lado.

Pero entonces se dio cuenta de quién tenía que ser, y comenzó a recordar. Se vio a sí mismo llegando a la Stufa la tar de anterior, preguntando por Marietta, pidiéndole su jubón, que ella guardaba desde la Fiesta de los Locos, y, luego, cuando se lo hubo entregado, invitándola a dar un paseo, lo cual no estaba en absoluto previsto en el plan que tanto le había costado trazar. Se recordó después pidiendo cena, sentado frente a Marietta en una mesa a la puerta de la posada del Esturión, junto al puente de Rialto, en el centro del centro del mundo, mientras ella sonreía para disimular la extrañeza y la preocupación ante los vanos intentos de entablar una conversación convencional. Aunque el más extrañado y preocupado era él. Nunca había cenado con una mujer en una taberna. Nunca había cenado, en realidad, a solas con una mujer.

Tuvieron que beberse cuatro jarras de vino. Después todo resultó mucho más sencillo. Al acabar de cenar fueron a casa de Aldo, en Campo Sant’Agostin, y, sin hacer caso a Trismegisto, que entre las risas de Marietta intentaba detener a Aldo con improvisadas razones, se encerraron en sus habitaciones. Después fue otra vez el temblor, temblor de manos bajo temblor de velas, y fue el brillo de la piel y su suavidad inaudita, y fue la avidez recompensada con un placer insoportable hasta la ceguera, y tras la ceguera fue el otro placer, el placer de los sedientos que han conseguido beber despacio después de atravesar el desierto.

Descorrió la cortina y dejó que la luz pasara. Ahí estaba ella. Desnuda, dormida, con la basta manta de lino que él utilizaba para arroparse enrollada en una pierna. Nunca había visto nada igual.

La habitación se había enfriado. Avivó los rescoldos de la hoguera y luego desenredó la manta con cuidado y cubrió el cuerpo de Marietta.

Así, tapada, parecía inofensiva.

Tomó su manto y se lo puso. Tuvo que esforzarse para pasar del cuarto al gabinete, aunque deseaba seguir copiando de su mano Sobre el amor, la obra de Epicuro que Pico le había entregado hacía ya más de tres meses, y cuya lectura había concluido envuelto en el asombro.

La enormidad de conceptos nunca oídos sobre el amor le resultaba apabullante. ¿De dónde salía toda aquella sabiduría sin ligaduras? Era un libro que abordaba el amor sin dioses: sin Cristo, por supuesto, pero también sin Eros ni Afrodita. Solo hombres y mujeres ante sus cuerpos, los sentidos y el sentimiento mismo del amor, visto como una forma de salvación de la mente, desde la conjunción inaudita de sexo y amistad.

No acertaba a determinar si todo eso era una tremenda verdad o el peor de los errores.

Guardaba el libro fuera de su biblioteca, a resguardo de posibles ladrones, en el fondo del arcón en el que estaba el resto de sus pertenencias. Lo tomó de allí y lo puso sobre la mesa que utilizaba como escritorio. Después, bajó a las cocinas a prepararse el desayuno, y mientras cargaba el brasero con el rescoldo del hogar y llenaba la cacerola de vino pensó que el día anterior había tirado por la borda sus esfuerzos por mantenerse alejado de Marietta, sobre todo los que hizo en la Fiesta de los Locos, semanas atrás.

Como ayer, aquel día había superado su medida diaria de vino hasta casi la inconsciencia. En cierto momento se dio cuenta de que ya no bailaba con Giovanni Pico sino con Marietta, y luego, mientras la fiesta degeneraba en orgía por toda la iglesia, se supo abrazándola en la oscuridad de una capilla, mientras ella se levantaba la camisa, murmuraba palabras ebrias y llevaba las manos de Aldo a rodear su cintura, fresca o hirviente, ya no lo recuerda.

Por fortuna, Marietta también había bebido bastante por encima de su dosis habitual ese día, y poco menos que se desmoronó en sus brazos, momento en que intervinieron sus comadres, Honoranda y Ginevra, que andaban por ahí al quite.

Aldo recuerda que se quitó el jubón para echárselo por encima, y cuando las comadres se llevaban a Marietta fuera de la catedral aprovechó para huir sin mirar atrás. Tan borracho iba que confundió la salida con un acceso a la capilla de San Pedro, en donde la orgía había degenerado, a su vez, en bacanal. Le pareció que la mujer que chillaba a cuatro patas sobre el altar, medio desnuda y rodeada de frailes jóvenes, no era tal sino el propio Giovanni Pico della Mirandola.

Después huyó corriendo por las calles de San Polo. Aquella vez, borracho, había conseguido escapar. ¿Por qué entonces ayer, sobrio, se presentó en la Stufa y preguntó por Marietta?

«Amémonos felices y ya veremos luego si logramos salir indemnes». Esa frase de la hetera Leontion era la última que había copiado de Sobre el amor.

Alguien llamó a la puerta de la calle. Trismegisto fue a abrir y oyó que daba paso a una visita. Era la voz de Torresani, que vendría de la Stufa. Entraba protestando. Aldo temió que se hubiera enterado de que Marietta se había marchado con él. Por eso al entrar en la sala le sorprendió ver que no estaba solo. Reconoció enseguida a su acompañante, el cochero de Giovanni Pico della Mirandola. ¿Qué hacía en su casa aquel hombre, el mismo que lo había adentrado en Venecia a bordo de una góndola?

—¿Y esa manía que hay en esta casa de echarle resina al vino?, ¿eh? —renegaba Andrea—. Lo peor es que se lo beben tan tranquilos. ¡Ah, mira, Aldo! He venido a presentarte a Constantino Paralelo… A ver si me sale: Paralelologo. Vaya nombrecito tiene el amigo, ¿eh? Lo contraté de gondolero, pero cuando estábamos en la Stufa celebrando su entrada en la oficina de la Torre, me he enterado de otras habilidades que tiene. Este hombre ha hecho de todo, créeme. Lee y escribe en casi todos los idiomas y colores. Y lo más importante: es cazador de manuscritos. ¿Qué te parece?

Puesto que aquel hombre cuya fidelidad al dinero era incuestionable no seguía con Pico, Aldo dedujo que se habría enterado de que Pico había renunciado a su fortuna. Se dispuso a armarse de paciencia. Si era cierto que Torresani lo había contratado ya, iba a tener que trabajar con él, así que decidió sonreír para acogerlo. Se veía que el alcohol no le había hecho mucho efecto a él, porque junto a un Andrea de aspecto agotado, él guardaba a la perfección la compostura.

Hablaron de las bibliotecas que conocían ambos. Aldo le preguntó cuál sería la zona a la que había que viajar para encontrar algún manuscrito de interés en los tiempos que corrían.

—Para buscar manuscritos —dijo Constantino con cierta desgana— yo no viajaría en absoluto.

Aldo se quedó mirándolo por si añadía algo.

—¿Eh? ¿Has visto? —resolvió Torresani—. Que no viajaría, dice. Es genial. ¡Genial!

—Yo buscaría por aquí —siguió Constantino—. En alguna parte tiene que estar la biblioteca personal de manuscritos griegos y romanos que donó a Venecia el cardenal Besarión: más de setecientos. Y no muy lejos de ella andará la otra que donó a su muerte mucho antes Petrarca. En algún sitio habrán almacenado los libros. En Padua como lejos. O aquí mismo, en algún edificio ducal, por ejemplo. Seguro que hasta se han olvidado de dónde los han puesto.

Aquello a Aldo le pareció puro delirio. No había oído ni una palabra de esos libros desde que llegó a Venecia, por más que fuera cierto que algo tendría que haber hecho Besarión con tanto libro como atesoró en vida.

—Pues si esa biblioteca está en manos del Consejo —terció Andrea—, date por perdido. Entre papeleos, acuerdos leoninos y pagos anticipados, la cosa se nos come el beneficio antes de poner en marcha las máquinas: sería más fácil pescar los libros con caña en la laguna. ¿Están ya los escribas trabajando, Trimesino?

—Sí, claro —dijo Trismegisto pasando como siempre por alto que Torresani lo llamara de cualquier manera.

—¿Y por qué no te subes a Constantino a que los conozca? Así le cuentan un poco el catálogo que se está preparando, ¿eh?

—¿Cuánto le pagas? —le preguntó Aldo en cuanto Constantino desapareció siguiendo a Trismegisto.

—Una fortuna, entre primas y beneficios, como la Stufa gratuita.

—Pues ya le estás poniendo un buen sueldo de verdad. Dinero. Si no este le pasa la información al mejor postor sin dudarlo, y nos van a sacar los contrahechos antes de que hayamos impreso el íncipit.

En ese momento volvieron a aporrear la puerta. Aldo miró extrañado a Torresani. ¿Había convocado a alguien más?

—¿Un buen sueldo? —contestó él—. ¿Me quieres decir en qué consiste eso? ¿Te parecería bien el triple, el cuádruple de lo que hemos acordado? ¿También si lo restamos de tu sueldo para dárselo a él, por ejemplo?

Trismegisto bajó al trote la escalera para abrir la puerta. El nuevo visitante llevaba cubierta la cabeza con la capucha de una lujosa hopalanda. Se dirigió a Aldo directamente y lo saludó al tiempo que se quitaba la capucha. Era el poeta Girolamo Benivieni, el amante de su amigo Pico.

—Traigo una terrible noticia —dijo—. Giovanni Pico della Mirandola, conde de la Concordia, ha entregado su alma a quien se la dio.

—¡Pero qué dices, desdichado! —gritó Andrea patético, asustándolos a los dos—. ¡No puede ser! ¡Si lo vi en Florencia el año pasado! ¡Y hablé con él como estoy ahora hablando contigo!

Entre la noticia y el susto, Aldo estuvo a punto de desmayarse. Trismegisto lo ayudó a recostarse sobre los cojines de un banco. Tenía algo de fiebre.

—Sigues bebiendo vino todos los días, ¿verdad? —le preguntó Trismegisto preocupado.

—Por supuesto —contestó el enfermo—. Algo más cada vez, año tras año. Y ayer más que nunca. A lo mejor es eso.

Trismegisto fue de cualquier modo a calentarle sobre la marcha un poco más de vino para que se recuperara. Benivieni explicó que Pico acababa de ordenarse cuando murió.

—Savonarola estuvo a su cabecera a la hora de su muerte —dijo—. Dios le ha informado de que Pico está en el Purgatorio. Si he venido, si no me he matado para intentar seguir sus pasos como siempre hacía, es porque me encomendó, antes de morir, la misión de…

Y entonces lo interrumpió un grito de mujer:

—¡Al ladrón!

Todos se miraron sorprendidos.

—¿Has contratado a una escriba sin decirme…? —empezó a preguntar Torresani.

Pero Aldo, olvidado de su malestar, se levantó, se lanzó hacia las escaleras y subió corriendo, seguido de Trismegisto.

Entraron en el gabinete justo cuando Constantino se sacudía de encima con violencia a Marietta, que, apenas envuelta en la manta, había saltado sobre su espalda sin parar de chillar. La mujer cayó al suelo tras golpearse en la cabeza contra la pared. Aldo se abalanzó sobre ella y, viendo que seguía consciente, la abrazó. Trismegisto se detuvo en la puerta para intentar evitar que Constantino escapara, pero él se subió a la mesa, arrancó la cortina que cubría la ventana y puso un pie sobre el alféizar.

—¡Te vas a matar! —le gritó Aldo.

Sin hacerle caso, Constantino saltó al vacío. Solo en ese momento se dio cuenta Aldo de que llevaba en la mano el manuscrito de Epicuro.

Desde la ventana vio impotente el pequeño carro de heno en el que había caído el ladrón alejándose ya de la casa tirado por dos caballos. Constantino pasaba de la caja al pescante, en donde un compinche azuzaba los caballos.

Torresani entró entonces seguido de Girolamo Benivieni.

—Tu cazador de manuscritos me acaba de robar el más valioso que tenía —le dijo jadeando Aldo.

—Ahora entiendo yo el nulo gasto que me haces en la Stufa —replicó Andrea mirando a Marietta—. ¡Y yo que te creía bujarrón!

—Ya tienes lo que venías a buscar —le dijo Aldo a Benivieni.

—Lo siento de veras —contestó el poeta florentino—. Fue la última voluntad que le transmitió a Savonarola Pico, su legítimo dueño. Y no estaba seguro de que fueras a aceptar que se cumpliera.

—Pico jamás… robaría… un regalo que ya… me pertenece —añadió Aldo.

—Savonarola le hizo ver la luz.

—La luz final —logró afirmar Manuzio a duras penas.

Jadeaba cada vez más profundamente. Se apoyó en la mesa. Fue Marietta la que impidió que se desplomara. Lo ayudó a recostarse en el suelo. Su cuerpo ardía.

—Ya me contarás cuánto me debe Aldo, querida —comentó Andrea.

—¡Vamos a…! —consiguió exclamar Aldo—, ¡vamos a casarnos!

Marietta empezó a desenvolverle con cuidado los pliegos de la túnica para que respirara.

—¿Qué tienes aquí? —preguntó Marietta. Había un bulto en la axila.

—¡Es un bubón! —gritó aterrorizado Trismegisto.

—Por Dios. ¡La peste! —exclamó Torresani.

Siete noches de amor

METRODORO: No había visto nada tan asombroso como la muerte de este día, dorado aún gracias a la luz horizontal del sol, que apenas consigue atravesar la fronda también dorada de los olmos, dañando tan pronto los ojos como aliviándolos esquiva. Mira cómo se proyectan las sombras de las copas como fantasmas por la llanura.

EPICURO: Y sin embargo ahí tienes lo que es causa de mayor desconcierto aún: el cuerpo de Leontion surgiendo del agua, más dorado que las hojas en el olmedo y que la luz crepuscular.

METRODORO: Ella es el otoño.

EPICURO: Una muestra de cómo a veces hiere la belleza. Si miro el atardecer, disfruto de un placer pleno. Si miro a Leontion recogiéndose el cabello, y veo cómo caen sobre la superficie del río gotas rojizas de sol, y cómo las ondas diluyen su reflejo en la superficie del agua, entonces el deseo me quema y el placer queda en suspenso, solo asequible si la poseo, para lo que necesito su beneplácito. Algo que, convendrás conmigo, no siempre es fácil de obtener.

METRODORO: No siempre.

LEONTION: ¿A qué viene ese revuelo juvenil de miradas en los ojos de dos filósofos ancianos?

METRODORO: Si no fueras tan cruel para burlarte no podríamos deducir que te exhibes también con medida crueldad.

LEONTION: No me estaba exhibiendo, estaba refrescándome. Pero los atenienses, que preferís el cuerpo de los efebos, veis tan pocas veces desnuda a una mujer a lo largo de vuestra vida que cualquier cosa os parece exhibición.

EPICURO: Leontion se cubre con su túnica: es el ocaso, el reino de la noche.

LEONTION: Iba a pedirte que me ungieses la espalda, pero ya no me parece tan buena idea. No me gustaría verme ensartada a traición.

EPICURO: Lo hago encantado, y si quieres despejar temores te aconsejo que nos muestres tu ingenio, lo único que podría distraerme de tu cuerpo.

LEONTION: Sabes muy bien ser gentil, maestro. Pero me temo lo peor. ¿De qué quieres que hable?

EPICURO: Pues ya que te ofreces tan amablemente, me gustaría saber por qué razón las mujeres os mostráis siempre tan celosas con los efebos.

LEONTION: Ah, es una provocación muy clara. Por mi parte siento decirte que no envidio nada de los machos varones y menos aún de los imberbes. A no ser que no sepa muy bien a qué llamáis celos en vuestro idioma, lo cual no me parecería tan extraño.

EPICURO: No sé qué palabra utilizaréis los etruscos, pero, vamos, querida, llamamos celos al dolor de ver volcado sobre otro el deseo que uno quisiera ver volcado sobre sí. Es un sentimiento bastante común, creo.

LEONTION: No te imaginas lo poco comunes que son algunos modos de la cultura griega, empezando por esa manía de negar con un movimiento ascendente de la cabeza, en vez de con el vaivén a derecha e izquierda que usa el resto del mundo.

EPICURO: Ya, muy bien. Pero entonces ¿podemos llamar celos a esa aversión de las mujeres al amor de los hombres maduros por los efebos, parte esencial de nuestro modo de educación tradicional, que por otro lado no practicamos en el Jardín? Lo añado por si no te has dado cuenta…

LEONTION: Pues entonces: no. No podemos. Lo que ocurre es que tenéis una falta enorme de conversación con vuestras mujeres, por esa manía de encerrarlas en el gineceo, que ya sé que tú tampoco practicas. Pero los amigos del Jardín somos una porción muy pequeña entre los habitantes de Atenas, por no hablar de la Hélade. Y así, cuando hay una extranjera libre, que no se somete y expresa lo que piensa, tus conciudadanos la califican de prostituta, como hacen conmigo. Te sorprendería saber que a muchas de vuestras mujeres les da ya igual lo que hagáis o dejéis de hacer con los varones impúberes. Y a las que nos molesta de verdad, como a mí misma, no es por celos. A ver, Epicuro: ¿puedo hacerte una pregunta?

EPICURO: ¡Por supuesto!

LEONTION: ¿Por qué no dejas de manosearme el culo? Hay otras partes de mi cuerpo a las que les vendría muy bien el aceite que estás derrochando ahí.

EPICURO: Vaya, lo siento. Me he distraído.

LEONTION: Así es, gracias. Mucho mejor. Más arriba, por favor. Ahí. Y ya que estamos, antes de explicarte lo que me molesta a mí del modo en que los griegos, con pocas excepciones, separáis a los niños de las mujeres para abandonar la educación de estas y descubrirles a aquellos el sexo entre varones, junto al resto de enseñanzas que les impartís, antes de eso me gustaría explicarte también por qué estáis todos, incluidos los que os llamáis hedonistas, tan obsesionados con los culos de las mujeres.

METRODORO: Esa es una enseñanza muy aprovechable, puesto que no hay duda de que lo que dices es verdad, sea cual sea su causa.

EPICURO: Al menos en mi caso es cierto. No puedo negarlo. Mis manos van solas allí sin que mi voluntad consiga detenerlas.

LEONTION: Pues muy sencillo: porque los culos de los muchachos son flacos y acecinados, y nada generosos de volumen. Culos sin formar, como el resto de su constitución, a los que haríamos mejor en llamar «preculos». Y si os habéis impuesto adorar esos no culos de muchachos es por temor a los culos en sí, lo que inevitablemente os lleva a obsesionaros con los culos, también.

METRODORO: No sé si te estoy entendiendo.

LEONTION: Deberíais analizar por qué le tenéis tanto miedo a las mujeres: qué es lo que os lleva a rechazarlas.

EPICURO: ¿Lo que quieres decir es que desde tu punto de vista los atenienses tememos a las mujeres y por eso preferimos a los jóvenes?

LEONTION: Eso es. Lo cual os convierte en un pueblo bastante curioso, aunque no os deis cuenta. La mayoría de las prostitutas que pasean por entre las tumbas de las afueras a la espera de clientes se ven obligadas a simular que son estúpidas, vergonzosas, alocadas y caprichosas como varones impúberes, eso si quieren que alguien se fije en ellas. Y, lo que es peor, algunas para simular que poseen cuerpos varoniles no comen apenas y se oprimen los pechos ciñéndolos para que no abulten. Es eso, me dicen, o quedarse sin comer. Otras hasta fingen pataletas y rabietas infantiles que enloquecen de deseo a sus clientes. Y como lo que hacen las prostitutas lo acaban copiando tarde o temprano las damas, pues ya está el mal extendido: todo un completo dislate. No tenéis ni idea del suplicio que es depilarse, por ejemplo, y hasta yo he tenido que acostumbrarme si no quería que el asco y el asombro mataran el deseo. Piernas sin pelo y sin chicha: piernas infantiles, como os gustan.

METRODORO: No sé si todo eso es como dices. Resulta un tanto extraño e inconexo. Sin embargo no podría negarte que tanto bajo la democracia como bajo la tiranía se busca siempre apartar a los hombres de las mujeres para convertirlos a todos en militares capaces. Eso es algo fácil de comprobar. Dicen que para que un soldado pelee con todo su brío es mucho mejor que su amor sea un varón al que defiende hombro con hombro a que sea una mujer que lo aguarda en su casa y por la que anhela sobrevivir.

LEONTION: Bueno, es una excusa añadida, más que una razón. Sin mencionar que en la paz os burláis de las parejas de varones cuando ambos tienen ya pelos en las piernas, acusándolos a gritos de falta de virilidad. De cualquier modo, si fuera verdad, eso no explicaría en absoluto que el objeto de deseo sea un muchacho inmaduro y por tanto tan inadecuado aún para la guerra como para el amor, no lo olvides. El amor entre varones es una opción natural para todos, como el amor entre mujeres, y para muchos es hasta la única que les pide el cuerpo, guerras aparte. Pero el amor con efebos tiene una razón exclusiva: el deseo de someter al amado, eso es lo que se fomenta. Porque el problema es que ese amor que somete al otro es el amor que imponéis a vuestros hijos, y que ha dado una sociedad de hombres inútiles para el amor. Y como os resulta sencillo someternos a las mujeres por la fuerza en cualquier cosa menos en el amor, se aleja a los chicos de nosotras en el momento en que su sexualidad brota. Y así se somete también a quien todavía no sabe defenderse ni ser libre, a quien no tiene fuerza ni agallas.

EPICURO: Bueno, hay que reconocer que hablas de una forma nueva de nuestros modos de vivir. Y dime, ¿cómo se explica entonces que de cualquier modo a todos los ciudadanos se les exija luego que se casen con una mujer, cosa que tú no criticarás y que a mí me parece igual de estúpida?

LEONTION: Claro: no podéis prescindir de las mujeres totalmente porque de otro modo no habría descendencia, son matrimonios de los que se ha borrado ya el amor y su capacidad sagrada de someter. Pero eso es en realidad lo que os aterroriza, si lo miramos sin detenernos a analizar los contratos de compraventa con que intercambiáis mujeres como mercancía barata. Habéis sometido a vuestras mujeres por la fuerza, sin embargo vuestro desprecio de ellas apenas consigue esconder el temor que tenéis hacia su capacidad de dar la vida. Y como no podéis robarles esa capacidad, las anuláis negándoles la instrucción y las convertís en simples objetos generadores de vida sobre los que depositáis el semen sin deseo. El deseo se lo entregáis a los niños. Y dime, ¿por qué crees que lo más importante que se les enseña a los muchachos es el control de sus deseos? Castidad: eso es lo que aprenden, la palabra que está siempre en boca del maestro, incluso, me han contado, cuando fornica con su alumno.

EPICURO: Nunca dejará de asombrarme, Leontion, la luz nueva que eres capaz de proyectar sobre comportamientos tan comunes que ni siquiera los cuestionamos. Pero no me negarás que la castidad, al menos, impide mucho sufrimiento. El control sobre nuestra tendencia a excedernos con los placeres es bueno. Mira todos esos locos que, enamorados de los efebos más bellos, se arrojan a su puerta y quedan allí lamentándose de su desdén días y días, sin preocuparse ni de comer, ni de beber, ni de su hacienda o su familia.

LEONTION: Castidad: escupo sobre la castidad. La castidad puede llegar a ser el peor de los excesos. La locura de amor se previene igual que se cura: con el coito, principalmente, y después con el ayuno, la ebriedad y el ejercicio. La castidad, sin embargo, es un modo no de controlar el cuerpo, sino de negar su existencia para luego, una vez casados, impedir que la mujer pueda llegar a tener algún dominio sobre él. ¿Cómo dominar algo que no existe? Así os va: castidad, de seos contenidos y mujeres mudas. Espero que todo ello encuentre su final en esta cultura decadente, y nadie tome ejemplo de un modo de vida tan absurdo. Si hay una plaga peor que la peste, esa es la castidad. Tú mismo nos has enseñado que el cuerpo, con sus sentidos, es la medida del mundo, ¿no?, que nos equivocamos al desconfiar de él.

EPICURO: Vale, pero eso no quiere decir que…

LEONTION: Eso quiere decir que quien niega su cuerpo no lo conoce y no puede pensar, porque, intentando evitar que su cuerpo lo domine, lo que logra es someterse a sus impulsos de una forma irracional que se parece a la locura. Ya sabéis lo que le pasó a Aristóteles cuando quiso separar a su discípulo Alejandro Magno de la cortesana Filis para enseñarle castidad. Se convirtió en ejemplo claro de los supuestos errores que pretendía corregir, y por el camino perdió la capacidad de razonar y se mostró estúpido y manejable como nadie.

METRODORO: Pobre hombre, no te rías de él. Esa historia, que sus discípulos niegan y el propio Alejandro contó a todos cuando reconquistó Atenas, le causó más daño aún que la acusación de traidor por haber educado al que trajo el fin del gobierno de la polis.

EPICURO: Pienso que deberíamos reconocer de algún modo la sabiduría de Leontion, ¿no, Metrodoro? Bajo esta luna maravillosa y llena que parece haberse detenido a escucharla también, ha dicho las palabras más sabias sobre el amor, los efebos y las mujeres que yo haya oído antes. Como mujer etrusca, venida de la lejana Velatri…

LEONTION: Te recuerdo que ahora se llama Volterra y es una ciudad sometida a Roma.

EPICURO: Pero Velatri es tu patria y tu memoria aún, aunque ahora ya solo quede en los recuerdos, en el terreno de lo que nunca volverá. ¿Por dónde iba…? Ah, sí: como mujer etrusca, además de tener una visión inaudita sobre nuestras costumbres, Leontion demuestra que la instrucción es el mayor adorno de las mujeres, y no el silencio, como decía el torpe Aristóteles citando al torpe Sófocles. Tanto es así, que mientras hablaba, obsesiones aparte, yo apenas he pensado en su cuerpo, ni siquiera en su maravilloso culo, pese a que lo tenía tan a mano, como suele decirse, y a que es el más bello que pueda imaginar. Cosa en la que confío que tú, que eres su marido, estarás de acuerdo.

METRODORO: Sin duda. Y propongo que en las próximas noches nos enseñe, aquí mismo o en el Jardín, todo cuanto un griego debe saber sobre el amor: sobre las distintas maneras de amor, pero de forma señalada sobre el amor y las mujeres, que es donde más ignorantes somos, por nuestra forma de educación que ella ha puesto en duda sabiamente.

EPICURO: Gran idea.

LEONTION: Sois dos abuelos zalameros. Acepto, pero tened en cuenta que no me apetece dar mis clases desnuda como hoy.

METRODORO: Por supuesto, tú eliges el atuendo y el modo.

EPICURO: Solo dinos cuántas noches vas a necesitar.

LEONTION: El amor no sabe de tiempos, y se podría decir que es múltiple e infinito. Pero puesto que no vamos a practicarlo, sino solo a hablar de él, con seis noches, además de esta, será suficiente. La segunda noche vamos a hablar del amor entre hombres no pederastas, y la tercera, del amor entre mujeres. La cuarta, para el amor entre hombres y mujeres, y la quinta, para los tríos y otros grupos, aunque a vosotros de eso ya os he enseñado bastante en la práctica, así que añadiremos los juguetes de amor, y los animales, que son entre los juguetes los mejores.

EPICURO: Me falta una noche.

LEONTION: En la última noche y para terminar, voy a haceros una descripción de las más interesantes posturas amatorias. Es una enseñanza importante. La praxis después de las palabras. Y así, con esta última, siete noches podrán darnos para todas las noches de vuestra vida.

METRODORO: Siete noches de amor con la mujer de nuestros sueños. ¿Qué más se puede pedir?

EPICURO: Perfecto, querida amiga. Pero antes de acabar la primera noche, me gustaría que nos dieras el primer consejo, o el consejo primigenio, para enfrentar el amor.

LEONTION: ¿Mi primer consejo? Es fácil, y aquí está: amémonos felices y ya veremos luego si logramos salir indemnes.