Capítulo 18
“...Inside my heart is
breaking
My make-up may be flaking
But my smile still stays
on.
Whatever happens, I'll leave it all to
chance
Another heartache, another failed
romance
On and on, does anybody know what we are
living for?
I guess I'm learning, I must be warmer
now
I'll soon be turning, round the corner
now
Outside the dawn is
breaking
But inside in the dark I'm aching to be
free
The show must go on
The show must go on...”[2]
Las notas de la archiconocida canción de Queen retumban en mis oídos a todo volumen, mientras intento acomodar su filosofía de continuar pese a todo en mi lamentable estado de ánimo actual.
Me siento un poco como Mónica Naranjo cuando cantaba eso de “Voy llorando en un taxi, no importa la dirección”. Aunque en mi caso, voy llorando en un avión y la dirección sí que me importa, voy a mi casa, al Urdaibai.
Apenas tuve que pensarlo cuando salí del ascensor y dejé tras de mí a un Marie callado y hermético. Sabía que mi siguiente destino era volver a casa, abrazar a mi padre y, luego, intentar localizar a mi madre en ese retiro suyo tan misterioso, e ir a abrazarla también a ella.
Han pasado apenas quince horas desde que salí del edificio de la editorial, quince horas en las que he intentado sin éxito empaquetar mi vida en Nueva York y despedirme de estos casi nueve meses de alegrías, sorpresas, grandes amigos y una buena dosis de destino. Sé que voy a volver, que tengo que volver. Pero, de momento, necesito alejarme de todo.
Esta mañana, antes de coger el vuelo, he llamado a Saul para decirle que me voy unos días, que siento la forma tan precipitada de irme, pero que necesito tomar aire y respirar antes de poner patas arriba todo lo que conozco. Y le he prometido que volveré para firmar mi contrato con él y a resolver lo que quede por resolver en nuestra relación. En nuestra relación laboral, se entiende, que en lo sentimental nos ha quedado claro a ambos que vamos a tomar caminos separados.
―¿Estarás bien? ―me ha preguntado, con cierta preocupación, cuando le he dicho que no sé cuánto tardaré en recomponerme.
―Quizá no mañana mismo, pero te prometo que me sobrepondré ―le he dicho con la determinada convicción de que yo misma acabaría por creer en mis palabras.
Porque es cierto. Pase lo que pase, voy a estar bien. Sé lo que quiero y voy a ir a por ello, como hice ayer con Marie. Y, a veces, no lo conseguiré, pero no me arrepentiré jamás de no haberlo intentado.
La canción de Queen acaba y vuelve a empezar en mis auriculares. La tengo puesta en bucle, me parece la única banda sonora que mi vida puede tener ahora mismo. Es el estribillo de mi vida, todo debe continuar, no importan los baches, te pones la máscara y hala, al escenario otra vez.
La canto en silencio, sentada en mi asiento del avión, gesticulando al máximo mientras lloro como una magdalena, y doy gracias al cielo por no compartir asiento con nadie que ponga en duda mi capacidad mental y mi cordura.
El viaje dura seis horas hasta Madrid y una más hasta el aeropuerto de Bilbao. Muchas horas para una sola canción, así que mi cabeza está a punto de estallar. No me quedan lágrimas y lo agradezco, no quiero que mi padre tenga que soportar a la Martina llorona y deprimente que he sido durante las últimas horas.
Hago caso a Freddie Mercury y me coloco esa sonrisa en la cara que la vida me pide para demostrar que el show continúa. Me atuso el pelo, recojo mi equipaje y me dirijo a la puerta de salida.
―¡Martina! ¡Mi amor! ―mi padre grita como un loco en la puerta de llegadas del aeropuerto. Se viene como una bala hacia mí y me da un abrazo de oso que me roba hasta mi último aliento.
Mi padre es corpulento, es un vasco tipo. Con su nariz de vasco, su pelo de vasco y sus ¡Ahí va pues! Tiene su diente partido, su buen comer y beber, y la brutalidad de quien se ha criado en estas tierras que, tanto él como yo, adoramos. Pero luego es el chef más exquisito del mundo, tiene un don para la sensibilidad culinaria y la creación de deliciosos y delicados platos que son aclamados por comensales de todo el mundo. Me encanta la contradicción que supone ser mi padre.
Yo he salido más a mi madre, pequeña y menuda (mucho más que ella, eso sí), de pelo cobrizo y ojos color miel. Pero tengo el carácter bonachón de mi padre y mi puntito de mala leche cuando me tocan las narices.
Sin soltarme del todo, se hace con mis maletas y nos encaminamos al coche. Es un viaje de algo más de media hora y me encanta hacerlo, porque saliendo de Loiu se pasa por Laukariz, Mungia, Bermeo y Mundaka, y se va descubriendo, poco a poco, el mar Cantábrico y la fabulosa vista inicial del Urdaibai. La desembocadura con sus playas, sus acantilados, San Juan de Gaztelugatxe, el castillo de Arteaga… ¡Cómo me gusta mi Urdaibai!
―¿Estás bien, Martina? ―me pregunta mi padre según recorremos kilómetros y nos acercamos a casa.
¿Qué debo contestarle? ¿La verdad? ¿O lo que desea oír? A un padre es difícil mentirle, se las saben todas para sacarte la verdad, así que de nada sirve mentir. Es curioso, Saul no hace mucho que me ha hecho una pregunta similar. Sonrío porque eso me indica que hay gente que se preocupa por mí.
―He estado mejor, aita[3]. Pero no te preocupes, nada como unos días aquí, contigo, y ya verás que todo vuelve a la normalidad.
Me mira con muy poca confianza en sus palabras. No le culpo, me ha quedado bastante chapucera la contestación.
―Pensé que te acompañaría el chaval ese que querías que entrara de aprendiz.
―No sé, aita, igual acaba viniendo con el tiempo. Cuando se dé verdadera cuenta de que aquí es donde se inicia su verdadera vida.
―Hija, qué enigmática.
―No me hagas caso, estoy divagando. No creo que venga de momento.
―Él se lo pierde.
Y yo, yo también me lo pierdo. Y me duele pensar que ese viaje podría haberlo hecho con él a mi lado, enseñándole todo lo que amo de esta tierra, presentándole a mi padre y aprovechando lo que ese destino en el que él tanto creía, tenía para nosotros.
En una semana, Marie será un hombre casado. Enjaulado en un matrimonio en el que sí habrá amor, pero ninguna esperanza de una vida acorde a sus sueños. Pobre Marie… y pobre Martina que, por una vez, quería al compañero de viaje tanto como al viaje en sí.
―Y tú, aita, ¿no tienes ninguna novedad que contarme?
Se queda mudo de repente y hasta se pone rojo. ¡Tiene algo que contarme! ¡No me lo puedo creer! Por su reacción diría que se trata de una mujer… con las pocas novias que se ha echado siempre ha reaccionado así. ¡Qué pillín! Y no me ha contado nada en sus correos electrónicos o cuando hablamos por teléfono.
―Cuenta, cuenta… nada de quedarse callado ―le exijo entre risas.
Pero él no suelta prenda. Se queda callado con una sonrisa burlona entre los labios, como dándoselas de interesante. Por más que le intento sonsacar, no suelta prenda y mi intriga aumenta según aguanta él su silencio.
Cuando aparcamos en la entrada de su casa, sigo con la mosca detrás de la oreja. Me ayuda a bajar el equipaje, y entre los dos lo metemos en la que siempre ha sido mi habitación. Noto que en la casa hay un aire distinto, un toque femenino que es muy sutil, pero perceptible si se sabe mirar en los lugares adecuados. El secreto amoroso de mi padre, ya está instalado en la casa.
―¿En serio vas a dejarme así? ―casi le grito cuando se va y me deja para que me instale.
―La curiosidad mató al gato, pequeña. Ya te enterarás a su debido tiempo. Descansa un rato, que vendrás muerta.
Y se va, así sin más. Sin soltar ni una sola palabra y dejándome ansiosa por saber el secreto que oculta su silencio.
Cuando me deja sola hago lo que estoy deseando hacer desde que me he montado en el avión. Pese a jet lag, pese a mi tristeza interior, pese al dolor causado por el rechazo de Marie, sé que salir al balcón de mi habitación y ver las playas y el mar, me va a hacer sentir un poquito más feliz.
Laida, Mundaka, casi Bermeo, Gauteguiz de Arteaga, Busturia… todo se contempla desde el balcón de la casa, privilegiadamente construida sobre ese paraíso vizcaíno. Respiro el aire cargado de salitre y me empapo de la luz de ese prodigioso día de verano. Las playas seguro que han estado llenas todo el día y el cielo es de un azul oscuro perfecto, sin una sola nube, sin nada que lo enturbie. El atardecer se está comiendo a ese sol precioso, que hoy ha pegado con fuerza.
Tras empaparme de esas vistas y sonidos, decido que, lo mejor, es echarme una siesta porque no he dormido nada durante el viaje y estoy realmente rendida. Por la diferencia horaria es casi la hora de cenar, pero creo que una pequeña cabezada no me vendría nada mal.
Cierro los ojos y sueño con Marie, plantado en el medio del ascensor, esperando a que alguien vaya a buscarlo porque es incapaz de moverse. Y como no puede salir de allí, al final decide casarse allí dentro. Y toda la ceremonia se traslada al ascensor y la gente se vuelve loca porque apenas caben unos pocos… una locura. En medio de la misma, él acaba chillando como un loco y, ahora sí, sale a todo correr, vestido de novio, en dirección a ninguna parte.
Cuando me despierto, es casi noche cerrada y la habitación está completamente a oscuras. Noto que no estoy sola en mi cuarto y, aunque al principio me pongo en alerta, una mano suave me acaricia el pelo en un gesto de tranquilidad. Ese tacto, ese olor… ¡Cómo lo echaba de menos!
―¡Anyuka![4] ¿Qué estás haciendo tú aquí? ―exclamo loca de alegría y lanzándome a los brazos de mi largamente añorada madre.
―¡Hija! ¡Qué ganas de abrazarte! Tu padre es terriblemente cruel y no me ha dejado verte cuando has llegado porque decía que estarías cansadísima y que conmigo cerca no serías capaz de echar una cabezadita...
Me abraza con fuerza y yo me doy cuenta de lo mucho que la he necesitado todos estos meses. Porque es verdad que no nos vemos mucho últimamente, pero sé que siempre he sabido dónde estaba y que, en caso de necesidad, nunca me hubiera faltado su consuelo y su cariño. No se me ocurre nada mejor que el volver a casa buscando esas cosas y encontrarme con ella.
―¿Eres el secreto de aita?
Se ríe y su risa es pura y tan cristalina como la recordaba. Mi madre es de naturaleza alegre y siempre ve el lado positivo de las cosas. Nunca te la podrías imaginar triste y con ojeras. Supongo que lo habrá sido a lo largo de su vida, pero yo nunca la he visto así.
―Puede decirse que soy su secreto, sí. Yo se lo pedí y lo ha hecho muy bien.
―¿Cuánto tiempo llevas aquí?
―Llegué poco después de mi cumpleaños. Como te dije en mi carta, necesitaba encontrarme a mí misma y reconsiderar mi vida. Tu padre me ofreció amablemente que viniera aquí a pasar unos días a descansar y, bueno… la terapia aquí ha dado sus frutos.
―¿Qué quieres decir?
Se queda callada un instante y hasta se ruboriza. ¿Significa eso que…?
―Tu madre quiere decir que parece que esta casa va a ser su próximo destino por un tiempo prolongado ―oigo la voz de mi padre desde la puerta.
Y veo que sus ojos emiten unas chispas brillantes y bonitas, de esas que saltan cuando lo que anida en tu corazón es hermoso. Los miro a ambos, actuando como un padre y una madre a la vez, y mi corazón quiere gritar con una alegría loca.
―¿Por qué no me lo dijisteis?
―Al principio no había nada que contar. Pero luego reconectamos y descubrimos que las mismas cosas que nos hicieron enamorarnos la primera vez hace más de treinta años, siguen viviendo en nosotros ―explica mi madre sin quitarle ojo a mi padre.
―Y además, Dorottya parece que ha dejado de moverse por el mundo, la causa que nos hizo separarnos entonces. Ninguno de los dos está con nadie más… no se nos ocurría por qué no intentarlo ahora que parece solucionada la única cosa por la que no funcionó entonces.
No se me hubiera ocurrido este final para mis padres ni en un millón de años. Y debo confesar, que nada me hace más feliz en este momento que ver la manera en la que se miran y se anhelan. Deben recuperar casi treinta años de su vida, y no creo que estén desaprovechando mucho el tiempo.
Les sonrío y les abrazo, y me reconcilio un poquito con el mundo. Al menos alguien a mi alrededor ha tenido su final feliz.
Mi madre quiere que hablemos de mí y de la causa de mi regreso tan inmediato, pero pongo la excusa del cansancio y los dos me dejan a solas. Prefiero posponer esa conversación todo lo que me sea posible. Aún no sé qué contar.
Los días siguientes pesan lentos y el dolor va anidando en mi pecho de una manera que me entorpece y me impide avanzar. Supongo que el periodo de duelo por haber perdido una oportunidad de estar con quien realmente quieres es bastante largo. No tengo mucha experiencia en este terreno, la verdad.
Por las mañanas suelo pasear por los alrededores, y por la tarde voy con mi madre a la playa. Nos ponemos al día de los últimos meses, aunque evito hablarle de los momentos dolorosos de los últimos días.
En cambio, sí le hablo del señor Coleman y del agradable recuerdo que mantiene de ella. Le cuento lo de su nueva hija, le hablo de Fanny, y también de Saul, de la gran persona que ha resultado ser y de lo mucho que hemos aprendido el uno del otro.
Y tras una semana a su lado, le cuento el descubrimiento personal sobre mí misma que he hecho, y el miedo que me producía ser como ella. No se lo toma muy bien hasta que se lo explico.
―Verás, anyuka, siempre te he visto disfrutar de esa vida nómada, pero también veía cómo te faltaba algo. Te faltaba aita, o alguien como él con el que compartir todo lo que vivías. Te he visto feliz, pero incompleta toda la vida, y nunca he sabido cómo podían darse las dos cosas a la vez en una persona.
―Pensabas que fingía, entonces.
―Bueno, me daba la impresión de que a veces actuabas como si tu modo de vida fuera la fuente misma de la felicidad sin discusión. Como que lo forzabas demasiado para que resultara creíble y yo no sufriera si te veía triste.
Me mira con una dulzura infinita y me acaricia la mejilla. Gestos de madre que lleva realizando toda su vida. Porque aunque no haya estado presente durante tanto tiempo como me gustaría, mi madre siempre ha sido una madre estupenda, cargada de amor y dueña de unos principios muy sólidos que me han ayudado a regirme toda la vida.
―Cariño, no se puede ser feliz siempre. Hay momentos duros, pero eso no significa que la gente a tu alrededor deba vivir también tu tristeza. Por eso siempre quise darte mis sonrisas, incluso en los días en los que me mataba esbozar algunas de ellas.
La abrazo con fuerza, sabiendo que puedo convertirme en ella sin que me produzca rechazo porque ella es la poseedora de la vida más fascinante del mundo. Y su capacidad para darse cuenta de las cosas que perdió por el camino y volver para recuperarlas, la hace aún más grande a mis ojos.
Cuando estamos volviendo desde la playa, vemos que mi padre nos ha enviado un whatsapp hace un par de horas para que pasemos por el restaurante a por algo para cenar en casa esa noche. Normalmente la lleva él, pero como hoy en sábado, las mesas se suelen levantar más tarde y, a veces, él se queda hasta el final del servicio para supervisar que todo esté bien.
El restaurante está cerca de nuestra casa y tiene unas vistas desde los ventanales de su impresionante comedor, tan bonitas o más que las que yo disfruto desde mi habitación. La verdad es que su enclave es una de las mejores razones para visitar el Napoleón Etxea, además de la cocina sabrosísima de mi padre.
Cuando entramos en la sala principal, vemos que está desierta. A esas horas es normal, cuando ya se han levantado las mesas de la comida y aún no han comenzado a llegar los comensales de la noche.
En la cocina se oye ajetreo porque mi padre ya habrá puesto a algunos pinches a preparar material para las cenas. Así se trabaja en una cocina tan altamente cualificada como la de mi padre, nunca se deja nada al azar, todo se prepara con premura y previsión para que nunca falte ni un solo ingrediente de los extraordinarios platos que componen su carta.
Me acerco a la cocina en busca de mi padre y noto que mi madre se queda rezagada. Entre los fogones hay un único pinche, atareado en cortar cebolla y llenar un bol grande con ella.
―Perdona, busco a Andoni, ¿lo has visto?
Cuando el pinche levanta la cabeza y deja de picar cebolla, mi corazón deja de latir por un instante. Sus ojos verdes me miran lanzando pícaros destellos y sus labios dibujan la sonrisa más bonita del mundo.
―Ya era hora de que aparecieras ―y no se puede ser más guapo y estar más atractivo vestido de pies a cabeza de blanco, incluido un gorro que lleva ladeado, con mucha gracia.
―Marie… ¿Qué haces aquí?
―¿Tú qué crees que hago?
Me quedo muda, paralizada, sin capacidad de reacción. Está aquí, en la cocina de mi padre, vestido como uno de sus ayudantes. Está aquí cuando debería estar preparado para recorrer el camino al altar y contraer un matrimonio al que pensé que no iba a renunciar ni por la cocina ni por mí.
Y entonces pienso que igual no ha venido a por mí, y sólo está aprovechando la oportunidad de hacer realidad su sueño en unas cocinas de alto nivel como estas. No puedo culparlo, y me alegraría mucho por él, incluso aunque me dijera que había hablado con Priscilla y se la hubiera traído con él a vivir esa vida que siempre ha anhelado.
―Tú boda es hoy.
―Iba a ser hoy, sí ―responde acercándose a mí y haciendo que todos las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se activen a la vez―. Pero en vez de eso, decidí escuchar la voz de la razón dentro de mi cabeza y ella me recomendó no tener miedo de ir a buscar lo que realmente quiero. Y aquí estoy.
Ha venido por la oportunidad que le ha ofrecido mi padre. Creo que la desilusión se ha reflejado en mi cara de una manera notable porque él da un paso más hacia mí, cuando yo lo doy hacia atrás en dirección a la salida.
―Me alegra que estés aquí, ya verás lo mucho que aprendes con mi padre. Bueno… ya nos veremos.
Cuando me giro para irme, me sujeta de la mano y me atrae hacia él con seguridad. Sus labios se encuentran con los míos y me besa como si fuera lo que lleva deseando hacer durante siglos. Cuando nos separamos, veo que me mira divertido y sé que esta es la versión más feliz que existe de Marie.
―¿A dónde te crees que vas? ¿Pretendes irte sin repetirme esas palabras que me dijiste en el ascensor?
―¿A cuáles te refieres? Dije muchas. Y tú casi ninguna, por cierto.
―Me refiero a esas dos palabras que van juntas, por las que empezaste tu discurso.
“Te quiero”, re refiere a eso. Pues no sé si se merece que se las repita después de dejarme marchar pensando que él no me quería a mí. Mi gesto enfurruñado le debe de dar alguna pista.
―Lo siento. Sé que no debí quedarme callado, pero no me esperaba nada de eso. Aún estaba dándole vueltas a todo y tú entraste como un huracán y me descolocaste. Cuando reaccioné era tarde. Y primero debía hablar con Priscilla, no podía hacer las cosas aún peor de lo que ya lo había hecho. Cuando fui a buscarte, te habías ido.
―No podía quedarme allí sabiendo que no podría tenerte.
―Lo sé, y no sabes lo mucho que me detesto por haberte hecho sufrir estos días. Pero quería hacerlo todo bien, estar contigo como debe ser, sin más ataduras y sin otros compromisos. He pedido excedencia en la Policía y he arreglado las cosas con Priscilla.
―¿Cómo se lo ha tomado?
―Imagínate. A sólo unos días de la boda y le salgo con estas. Casi me mata… ―dice con una sonrisa llena de tristeza.
Sé que siente el dolor que le ha podido causar a la mujer que, hasta entonces, compartía su vida. Pero también sé que no se arrepiente de su decisión, porque va a empezar a vivir la vida que lleva años deseando.
―El destino te metió en un ascensor conmigo y creo que lo hizo por algo importante. Creo que eras el mensajero de algo grande que estaba por llegar. No sabes la luz y la alegría que has traído a mi vida. Y aunque sé que no me he portado bien enamorándote sin estar libre, creo que no cambiaría ni uno solo de los momentos que he pasado contigo.
Nos miramos por un instante y nos besamos con la alegría de sellar ese destino especial que quiso unirnos y regalarnos esta nueva oportunidad para ser felices. Y yo, que tengo unas ganas horribles de llorar de la alegría y de la emoción, me abrazo muy fuerte a él para que el vértigo del momento no me gane la batalla.
―¿Y cómo vamos a hacerlo ahora? No va a ser fácil tampoco… ni siquiera sé muy bien cómo va a ser mi vida a partir de ahora.
―No te preocupes, encontraremos el modo ―dice confiado sin soltarme de las manos―. Sé que se nos va a ocurrir la manera de llevar esto, porque no me imagino esta aventura sin ti a mi lado. El resto de nuestra vida está a nuestros pies. Y también el mundo, contigo.
Me guiña un ojo tras parafrasear el título de mi blog y se inclina para darme un beso dulce en los labios.
―Me encantaron las gominolas, por cierto ―dice―, dulces y preciosas, como tú.
Me ruborizo por sus palabras y me acaricia la mejilla.
―Te quiero.
―Te quiero ―le digo con la mirada vidriosa, intentando ya sin ningún éxito contener las lágrimas.
Me mira con ese amor que acaba de confesarme inundando la inmensidad de sus ojos verdes, y me dejo llevar por el futuro que ha dibujado para mí. El mundo, con él.