Capítulo 7

 

Estoy nerviosa por un millón de razones. La primera de ellas es la certeza de que no he acertado con ese look informal pero formal que los Hamptons exige. Llevo un vestido púrpura con encaje por los hombros, escote en v, ajustado y por la rodilla. Lo acompaño con unos tacones negros de diez centímetros y bolso de mano del mismo color. Llevo el pelo recogido en un moño alto y muy estirado, que me un aspecto más maduro.

No le voy a hacer sombra a una veterana de la zona, pero tampoco me veo mal. La cuestión principal es si me habré pasado o si me he quedado corta con la formalidad exigida.

A las siete en punto llega Saul, que me espera en la calle con el chófer. Hasta los Hamptons hay dos horas y media en coche desde mi casa, supongo que los Coleman son de cenar tarde.

Saul está muy guapo, como siempre. Aunque ahí parado, en mi calle, esperando junto a la puerta abierta del coche, parece un príncipe azul que llega a recoger a su princesa. Qué pena que yo de princesa no tenga mucho, y menos hoy.

Me he pasado toda la tarde desde la despedida de Marie pensando en él. Irremediablemente. En sus palabras, su beso, su calor al acercarnos… pero también en su compromiso y en las razones para querer pasar esas horas conmigo, su insistencia en tomarnos ese café.

Según ha ido avanzando mi preparación para la cena, mi humor se ha vuelto más negro, sin llegar a comprender del todo el por qué. Si le sumamos los nervios que han ido creciendo en mi tripa por el viaje a los Hamptons de esta noche… no llevo buen cóctel ahora mismo en mis emociones. Espero no estropear nada y no hacer el ridículo, con eso me conformo.

―Creo que has sabido descifrar el código de la informalidad formal de los Hamptons ―me saluda Saul cuando llego a su lado―. Estás estupenda.

Me ha repasado de arriba a abajo en mi camino hacia el coche y parece que le ha gustado lo que ha visto. Yo he hecho lo propio, porque mi jefe está para echarle el ojo y no quitárselo en toda la noche. Lleva unos pantalones blancos de estilo marinero, muy adecuados para la noche veraniega que hace y para la región a la que vamos a cenar. Acompaña el conjunto con una camisa ajustada azul claro con estampados imposibles pero discretos, y unas americana azul marino que le queda impecable. No hay pegas que ponerle a su atuendo, informal y formal al mismo tiempo. Él sí que ha dado en el clavo, pero claro, se ha criado entre los Hamptons y Nueva York.

Lleva el pelo con un moderno peinado que le hace parecer salvaje y muy sexy, y juraría que al despertarse no se ha pasado la maquinilla de afeitar. Está rabiosamente guapo y más moreno que ayer, definitivamente, ha aprovechado la mañana para coger algo de color.

―Tú sí que estás estupendo, pero claro, juegas con ventaja, conoces el código ―le respondo devolviéndole el cumplido.

Saludo a Joseph, el chófer que ya nos llevó del aeropuerto a casa el domingo pasado, y nos acomodamos para un viaje largo. Esta vez no tengo miedo de que los silencios incómodos nos envuelvan, al menos en eso, he ganado confianza.

―¿Crees que el lunes volveré a ser la comidilla de la oficina? ―le pregunto bromeando― Espero que de esto no se enteren, si no, creo que te pediré que me dejes trabajar desde casa.

―Hasta donde yo sé, Virginia no aparecerá por los Hamptons esta noche ―me tranquiliza siguiéndome el rollo, y riendo a gusto por poder bromear por fin sobre el asunto que me ha traído de cabeza durante toda la semana.

Sé que le ha costado mantener las distancias en la oficina después del fin de semana en Chicago. Y justamente ha sido peor porque no había habido nada realmente entre nosotros, nada más que habladurías malintencionadas que buscaban perjudicarme y separarnos, y ambas cosas han pasado. Me alegro de que nuestra relación, vaya a donde vaya, no se haya visto truncada por la distancia abierta esta semana en la oficina.

―No te habrá vuelto a molestar, ¿verdad? ―pregunta preocupado cuando se da cuenta de que no voy a añadir nada a su comentario.

―No, tranquilo ―me apresuro a responder―, no la he visto desde que la mandaste llamar a tu despacho el martes.

―De verdad que siento que te hayas visto implicada. Virginia puede ser una mujer muy retorcida.

Y seguro que Saul lo dice con conocimiento de causa, que se habrá hecho la retorcida más de una vez en sus brazos. Evito pensar en Virginia y Saul justo esta noche. No me va a fastidiar también la noche del sábado sin estar siquiera presente.

Cuando llevamos poco más de diez minutos, noto que el coche se para y que Joseph se baja para abrirnos la puerta. Al salir, veo que estamos en el centro de la ciudad. Parece ser que por aquí se va a los Hamptons y que debemos hacerlo a pie. Pues vamos allá, con taconazos de diez centímetros incluidos.

Estamos en la Quinta, a la altura de la 54, y veo cómo Saul se encamina hacia el edificio en el que hemos aparcado justo enfrente. Le sigo sin rechistar y cogemos el ascensor hasta la azotea.

Estar en el ascensor a solas con él me hace pensar, automáticamente, en Marie. En nuestro encierro y en su beso tierno y suave en mi mejilla de esta tarde. Pero también me doy cuenta de que, desde que Saul subió hasta la puerta de mi casa el domingo por la noche y se despidió con un beso, no habíamos vuelto a estar a solas.

Destierro a Marie de mis pensamientos y me centro en el hombre que está a mi lado ahora. La cercanía que nuestros cuerpos tienen ahora mismo es peligrosa y no me importaría nada que volviera a besarme… aunque espero que la chispa no surja justo ahora o llegaré a la cena hecha unos zorros.

¿Se puede ser más racional e idiota? Rechazar un arranque pasional en mi mente por llegar mona a la cena… ¿qué me está pasando? De todos modos, no rechazo el ramalazo pasional después de la cena. Nunca se sabe cómo irá la noche que sólo acaba de empezar.

Llegamos a la azotea y veo que hay un helicóptero en marcha esperando por nosotros. Vale, estoy un poco lenta esta noche, era obvio y no he sabido verlo. ¿Por qué mi jefe, con la cantidad de dinero que tiene, iba a comerse dos horas y media en coche pudiendo cogerse el helicóptero y llegar a la cena con mucho más estilo? Pues eso, que ni entrando en el edificio he sabido verlo, me falta entrenamiento.

Nos subimos al helicóptero y yo procuro taparme bien la cabeza para que la fuerza de las hélices no me mueva de su sitio ni un solo pelo. Sólo faltaba que hubiera rechazado mentalmente a mi jefe en el ascensor para llegar digna y perfecta a la cena, y que ahora me hiciera la faena el helicóptero.

Nos sentamos ambos atrás, mientras el copiloto nos entrega cascos y auriculares a los dos, y el piloto nos da la bienvenida una vez está todo conectado y en su sitio.

He recorrido muchas partes del mundo, pero nunca he volado en helicóptero. ¡Y me encanta! No siento la opresión que me da en los sitios cerrados de los que no puedo salir porque aquí sé, con toda seguridad, que a una palabra de Saul, el helicóptero volvería a tierra de inmediato. La sensación es una vorágine en mi estómago y, por primera vez en años, vuelvo a experimentar un vuelo sin la sensación de dolor en mi pecho que me impide disfrutar plenamente de mis viajes.

―Gracias ―le digo a Saul a través del intercomunicador, casi con lágrimas de la emoción en los ojos.

Él asiente y me estrecha la mano con ternura. Creo que entiende exactamente lo que me está pasando y le agradezco que me dé espacio para experimentarlo.

―Allí es ―señala una casa enorme y preciosa que vemos desde el aire, pasados unos cuarenta minutos de viaje―, esa es la casa de mi padre. Ya hemos llegado.

El helicóptero nos deja en un jardín inmenso, junto al que se ve una piscina, una edificación más pequeña junto a ella, y la entrada trasera de la casa. Es toda blanca, con toques neoclásicos y ventanales gigantes que deben de aportar mucha luz. Hacia el otro lado, desde donde nos encontramos, se ve un embarcadero y el acceso a la playa. Está anocheciendo y las vistas desde aquí son, simplemente, espectaculares.

Nos encaminados hacia la casa tras despedirnos de la tripulación de vuelo. Yo me voy clavando los tacones en el césped y debo parecer un poco torpe, andando como un pato. Saul se para cada poco a esperarme y creo vislumbrar en su cara una sonrisa de autosuficiencia.

Vale, no pretendo parecer ordinaria y falta de clase, pero así no se puede seguir. Me detengo y me quito los zapatos. Los cojo en la mano y me acomodo a su paso. ¡Esto es otra cosa! Su sonrisa ha cambiado a una iluminada por la sorpresa que se puede apreciar en sus ojos. Lo malo es que ahora soy diez centímetros más baja otra vez y Saul vuelve a sacarme cuarenta, por lo menos.

Llegamos a la altura de la entrada de la parte de atrás, donde nos reciben unas elegantes puertas francesas blancas y preciosas. No se puede tener más gusto. Entramos sin llamar, después de recolocarme los zapatos y cogerme del brazo de Saul. Las entradas se hacen como dios manda o no se hacen.

Nos recibe una doncella (sí, tienen doncella, apuesto a que más de una. Me siento un poco como en un episodio de 'Donwton Abbey') y yo le entrego mi única pertenencia prescindible: mi minúsculo bolso. Acto seguido, nos conduce al espléndido salón principal donde nos está esperando el clan Coleman al completo (ahora es cuando discrepo de mi anterior sentimiento: esto no es un episodio de 'Donwton Abbey', es uno de 'Falcon Crest').

Parece que todos están sacados de un posado para la revista Hola o algo así. En un sillón orejero muy chick y de aspecto carísimo, está sentada una mujer preciosa de no más de 30 años. Está visiblemente embarazada, lo que no quita para que esté radiante, guapísima, delgadísima y con una sonrisa de oreja a oreja. Lleva el pelo, moreno y lleno de unas ondas largas y brillantes, suelto sobre su hombro izquierdo, y luce un vestido color plata ajustado, que no hace otra cosa que realzar la belleza de su estado.

De pie junto a ella, apoyado en el sillón donde la mujer descansa su embarazo, un hombre de unos 65 años, me mira con una copa de licor en la mano. Está vestido de forma muy parecida a Saul, pero aún más desenfadado, se nota que está en su casa. Me mira con una sonrisa muy parecida a las primeras que Saul me dedicó en su despacho antes de ir a Chicago. Esa clase de sonrisas que no sabes qué significan y hacen que te tiemblen las piernas por el miedo que provocan.

En el sofá de su izquierda, descansan muy tiesos dos adolescentes de unos catorce años. Idénticos. Llevan el pelo color arena peinado a lo Justin Beaver, y sus atuendos marineros son un calco del resto de los hombres a mi alrededor. Triunfa el look marinero en los Hamptons esta temporada, está claro. Ambos me miran con curiosidad, como si me estuvieran escaneando, y me parecen tan inquietantes, que tengo que dejar vagar mi mirada lejos de ellos si no quiero que Saul note que me están dando escalofríos (pasamos de 'Falcon Crest' a 'El Resplandor', no creo que me aburra esta noche).

―Papá, Fanny ―dice Saul mirando hacia el sillón donde la embarazada descansa ―esta es Martina. Martina, este es mi padre, Saul J. Coleman Senior; su esposa, Fanny; y mis hermanos, Phillip y Duncan.

No sé si acercarme a saludarles uno a uno o esperar a que alguno de ellos se mueva. Finalmente es Fanny la que rompe el extraño estado de posado de revista en el que están posicionados. Se levanta de su trono y se acerca saludándome como si me conociera de toda la vida. Es agradable y parece que su sonrisa no era por el posado de bienvenida, es sincera.

Luego se le une el padre de Saul, otro Saul, me haré un lío, seguro. Me saluda con un gesto de cabeza y abre su sonrisa a una mucho más simpática. Se le ve que igual ya lleva un par de whiskys, pero tampoco he venido yo a juzgar a la gente en su propia casa.

Los gemelos ni se mueven. Hacen una leve inclinación de cabeza y siguen en su posición. Espeluznante.

Fanny me indica el sofá de su derecha -blanco, mullido, enorme- y yo tomo asiento junto a Saul (hijo). Desde esa posición no puedo dejar de admirar la maravilla que es ese salón, el gusto con el que está decorado y la cantidad de dinero que costará todo. Mi madre se sentiría súper a gusto entre esas cuatro paredes. A mí, sin embargo, me intimida.

Llevamos a cabo una charla banal sobre el viaje desde Nueva York mientras nos tomamos una copa de vino, hasta que la doncella que nos ha recibido nos indica que la cena está lista.

Nos dirigimos al comedor, una estancia no menos impresionante que la anterior, y yo tomo asiento justo entre los dos Saul, el padre presidiendo la mesa con su esposa al lado, y el hijo a mi derecha. Los gemelos ocupan los otros dos sitios libres sin cambiar su expresión, como en trance. Apuesto lo que sea a que estos dos no abren la boca en toda la cena.

―Espero que disfrutes del menú de esta noche ―empieza diciendo el anfitrión.

Seguro que sí, no hay más que ver el postín de esta casa, no me imagino que sirvan nada que no esté a la altura.

―Y dime, querida, ¿cómo está tu madre? ―me pregunta Saul (padre) mientras nos sirven el entrante, una sofisticada ensalada llena de color y aromas.

―Pues hace tiempo que no hablo con ella, pero está como siempre. De un lugar a otro, buscando nuevas aventuras.

―¡Ah, la bella Dorottya! ―exclama evocador― ¡Qué recuerdos tan preciosos tengo de ella! Una mujer verdaderamente admirable. Muy guapa, preciosa, y con una cultura y un estilo exquisitos.

Miro de reojo a su esposa, que sigue mirándome con una sonrisa sincera en los labios. O no está prestando mucha atención a la conversación de la mesa o le trae sin cuidado que su marido piropee a otras mujeres de ese modo, aunque se trate de mujeres ausentes y de ya sesenta años.

―Dile, cuando hables con ella, que me acuerdo mucho de Tokio, de lo bien que lo pasamos y de lo felices que fuimos en aquella ciudad. Me gustaría mucho volver a verla… quizá algún día volvamos a coincidir en algún rincón. Al fin y al cabo, dicen que el mundo es muy pequeño, ¿no? ―me sonríe nostálgico y cada vez tengo menos dudas de que este señor fue novio o amante de mi madre.

―Se lo diré, señor Coleman.

Se queda satisfecho y su mirada se pierde por unos instantes en unos recuerdos que verdaderamente deben de serle muy gratos.

―¿Qué tal la vida en Nueva York? ―me pregunta Fanny― Junior nos ha dicho que no hace mucho que llegaste a la ciudad.

Junior debe ser Saul hijo, y así no se lían en casa con los nombres. Él no se ha inmutado al escuchar este nombre de labios de Fanny, así que supongo que es su nombre habitual cuando comparte estancia con su padre.

―Estoy muy contenta, gracias. Es una ciudad maravillosa en la que cada día encuentras algo nuevo.

―Aún recuerdo mis primeros días en la Gran Manzana ―se ríe como si algo verdaderamente gracioso se asomara a su mente al decir esto―. Estaba realmente perdida y eso que siempre estaba rodeada de gente.

Fanny me cuenta su historia a grandes rasgos. Es canadiense y llego a Nueva York hace siete años contratada por una agencia de modelos de muchísimo prestigio. Vivió de las pasarelas hasta que lo dejó todo tras su boda con Saul J. Coleman Senior, y ahora está feliz en su nueva etapa como esposa y, muy pronto, madre. Un cuento made in USA sobre cómo casarte con un millonario, sin importar que te doble la edad.

Pese a todo, no me cae mal ni me parece superficial. Su sonrisa me sigue pareciendo franca y ella es encantadora. No puedo juzgarla por casarse con un hombre treinta y cinco años mayor que ella, quizá esté enamorada de veras y es feliz con la vida que ha elegido.

Ya han servido el plato principal, medallones de ternera en salsa de oporto. Huele deliciosamente y su aspecto es el de un plato de restaurante de cinco estrellas.

―Junior me ha dado muy buenas referencias sobre tu trabajo con nosotros. Y me ha dicho que estás muy contenta en la editorial. Me alegra mucho oír eso ―toma la palabra el señor Coleman después de que todos hayamos probado la carne y estemos de acuerdo en que está exquisita.

―Me gusta mucho mi trabajo, estoy verdaderamente agradecida por la oportunidad que me ha dado, señor Coleman, muchas gracias ―le respondo cortés. Aunque evito decirle que la meta de mi vida no es quedarme de secretaria de la secretaria para siempre, aunque sea en una editorial tan prestigiosa como la suya.

―Papá, Martina es una trabajadora infatigable y muy eficiente. Pero es que, además, tiene unas ideas muy concretas que creo que van a ser decisivas en el devenir de los nuevos tiempos para Coleman and Asociated Publishing ―al decir esto, Saul me mira con algo parecido al orgullo pintado en sus ojos azules.

Le sonrío agradecida por sus palabras y agacho la cabeza para que nadie note que me he ruborizado.

―Eso es estupendo. Hace ya tiempo que estamos buscando renovarnos. Espero oír pronto esas ideas ―dice complacido el señor Coleman.

La conversación gira en torno a otros temas más frívolos, como si la próxima gala benéfica a la que han prometido asistir les coincidirá con el nacimiento del nuevo bebé o si los gemelos irían a estudiar a Europa el curso siguiente. Yo aporto mis conocimientos sobre colegios británicos y sé que con eso me gano un punto más a ojos del padre de Saul.

Cuando nos retiramos de nuevo al salón a tomar el café, ya son las once de la noche y pienso que la velada no ha sido tan mala como me había temido. Creo que he hecho buenas migas con Fanny y que el señor Coleman ha comprobado que no se ha equivocado con la chica que metió en su empresa a petición de una vieja amiga. De los gemelos no opino. No han abierto la boca desde que llegué, así que gano la apuesta que hice conmigo misma y me doy palmaditas mentales en la espalda.

Tras el café, Saul me invita a conocer los alrededores de la casa, y yo acepto encantada porque me muero de curiosidad.

Nos levantamos y salimos al exterior por la misma puerta trasera por la que accedimos a la vivienda al llegar. Se ha levantado un poco de viento que ha refrescado el ambiente, así que Saul se quita la chaqueta y me la coloca por los hombros con mucha delicadeza. Completo mi estilismo de paseo nocturno quitándome los zapatos otra vez, si hay que pisar césped de nuevo, no quiero volver a parecer ridícula. Los dejo junto a al puerta y empezamos nuestra caminata.

Nos dirigimos primero a la piscina, de diseño imposible y líneas modernas. Es un sueño hecho realidad, y me imagino despertándome cada mañana para nadar y empezar bien el día. Cualquiera podría acostumbrase a esa buena vida.

―Gracias por venir a esta cena ―dice Saul cuando dejamos atrás la piscina y me enseña una casita de invitados preciosa, decorada con un gusto exquisito y con un aspecto, por fuera, del mismo estilo que la casa principal.

―Gracias a ti y a tu padre por invitarme. Ha sido un placer conocer a tu familia.

―¿Incluidos los gemelos? ―bromea, porque se ha dado cuenta de lo mucho que han llamado mi atención con su mutismo.

―¿Alguna vez hablan?

―Pocas ―dice, y se pone serio.

Puede que estemos ante un tema delicado, así que lo dejo y no sigo con la broma sobre sus peculiares hermanos.

―Antes eran muy risueños y estaban dando la lata todo el tiempo. No sé si es la adolescencia o si es algo más. Pero desde el divorcio de mi padre y su madre, no han vuelto a ser los mismos.

Asiento. Lo comprendo totalmente y eso que yo la separación de mis padres no la viví porque era muy pequeña. Pero siempre pensé que me faltaba algo en mi vida, verlos juntos y saber lo que era tener una familia reunida, que se quisiera y estuviera a mi lado en momentos especiales.

―¿Y tú? ¿Qué tal llevaste el divorcio? ―me imagino que él tampoco lo pasaría muy bien.

―Yo era mayor que ellos cuando se separó de mi madre y, de algún modo, fue liberador. Cuando se separaron volvió la calma a mi vida, discutían a todas horas y estaba claro que no se soportaban. Con los gemelos fue diferente. Su madre era más sumisa que la mía, Cora se dejaba manejar mejor que mi madre y, aunque aguantó menos, se fue sin hacer ruido. Ellos tenían sólo diez años cuando les pasó, a mí me quedaba uno para irme a la universidad. No son historias comparables.

Hay tristeza en su voz y en lo poco que alcanzo a ver de su mirada velada por la oscuridad de la noche. Me coge de la mano entonces, y echamos a andar rumbo al embarcadero.

Sentir su mano dentro de la mía hace que me recorra un escalofrío por dentro. Es placentero, me hace sentir atada a algo, y un sentimiento confuso pero imparable, comienza a invadirme entera.

―¿Y Fanny? ―pregunto para desviar el tema de los fantasmas que le están reclamando― ¿Crees que es la definitiva?

―Con mi padre nunca se sabe. Siempre las quiere, a todas. Siempre se emociona cuando le anuncian que va a ser padre. Pero siempre se acaba yendo todo al garete ―dice esto último con una nota de amargura en la voz― Supongo que por eso yo no me lanzo a la aventura del matrimonio. No creo mucho en él dados los ejemplos que ha habido en mi casa.

―No puedes pensar así. No eres él, puedes tomar tus propias decisiones y que sean correctas.

―¿De verdad lo crees?

Asiento mirándolo. Nos hemos parado y me devuelve la mirada con intensidad, cargada de algo indescifrable que me hace estremecer por dentro. No ha soltado mi mano y se la lleva a los labios para besarla. Ninguno dice nada, envueltos en algún tipo de hechizo paralizador.

Entonces se inclina sobre mí y repite el gesto que ya hiciera junto a la puerta de mi casa el domingo, tras acompañarme desde el aeropuerto. Me besa con ternura, deja su fuego sobre mis labios y yo le respondo convencida de que ese momento era inevitable.

Se separa de mí y comenzamos de nuevo a caminar. La playa está muy cerca.

―¿Sabes que Fanny fue mi novia antes de ser la de mi padre? ―me suelta de repente.

―¿Cómo?

―Es gracioso, ¿verdad?― y rompe a reír como si nunca se hubiera dado cuenta antes del hecho de haber compartido novia con su padre.

Nos reímos los dos. Nos reímos como niños pequeños ante una travesura hilarante y corremos hacia la playa que nos recibe tranquila, con el rumor de las olas de fondo.

Nos sentamos en la arena al llegar, muy juntos, y volvemos a enlazar nuestras manos. No sé qué pasa por su mente ahora mismo, pero la mía es un hervidero de emociones encontradas y de pensamientos confusos.

No sé si quiero que me vuelva a besar o que me lleve a casa ahora mismo. No sé si debo sentirme culpable por estar tan a gusto con quien es, en realidad, mi jefe, o dejarme llevar y disfrutar del momento. Mi mente, confundida por el día y los acontecimientos vividos hoy, me devuelve imágenes de la tarde con Marie, y del beso dulce en mi mejilla.

―¿Quieres quedarte mañana a pasar el día? ―me pregunta, y creo que lo tenía planeado desde el día en que me anunció la invitación― Podemos salir a navegar y te puedo enseñar todo esto.

La verdad es que me encantaría, aunque es obvio que tengo un problema de logística. No tengo ropa ni para dormir ni para pasar el día en los Hamptons. Y sé que él lo tiene todo previsto y que no habrá problemas al respecto.

Le miro a los ojos, ocultos tras la oscuridad de la noche, sólo visibles por el leve brillo que aporta la media luna. Le miro y sonrío y él toma el gesto por una invitación. Vuelve a besarme, primero lentamente, con la misma ternura que la de sus besos anteriores, pero pronto se vuelve más voraz y ambos subimos el ritmo.

Me abraza y me sienta de costado sobre él. Nos sonreímos entre beso y beso y sus manos comienzan a recorrerme toda entera. Siento que lo deseo, que es irremediable que eso ocurra y que no hay mejor manera de acabar un día así que de ese modo, en la playa y entre sus brazos.

Pero ese día también ha sido, en parte, de Marie. Y algo dentro de mí hace que desconecte de lo que Saul me está haciendo y piense en otro beso, en otros brazos que a punto estuvieron de rodearme.

Y con esos pensamientos, llega una especie de cordura que se interpone entre los besos de Saul y los míos. Porque de repente me acuerdo de que es mi jefe, me acuerdo de que hemos sido objeto de rumores toda la semana, y que ahora mismo los estoy convirtiendo en una realidad que no le conviene a mi deseo de demostrar mi valía.

Mi mente es un batiburrillo ahora mismo y mi cuerpo se para. Saul lo nota y me separa de él. Me mira con un gesto de preocupación y me interroga con los ojos confusos y cargados aún de un deseo que ha quedado a medias.

―¿Seguirá en pie tu invitación para pasar el día aquí contigo si te pido que dejemos las cosas como están, de momento?

Sé que está decepcionado, pero también que no va a exigirme nada que no pueda darle. Me ayuda a levantarme y, con su mano protectora sobre mi hombro, nos dirigimos a la casa, mientras reprimo las ganas de llorar que me están anegando por dentro.