Capítulo 16
Sin salir aún del asombro que me tiene paralizada, le dejo pasar al interior de mi casa. Agradezco inmensamente que estos dos días de fiesta algo he recogido, limpiado y ordenado. No mucho, pero sí lo suficiente como para que no me avergüence el recibimiento de una visita inesperada a estas horas.
Cuando me recupero algo del impacto inicial de verlo allí, le invito a que tome asiento y, como buena hija de mi padre con inmejorables dotes de anfitriona, le ofrezco algo de beber.
Me acerco al sofá con dos cervezas bien fresquitas y procuro que mi estado de nervios agudos no se me note mucho. Aunque estar a punto de derramar el contenido de las dos botellas al posarlas en la mesita de café que tenemos delante, no ayuda mucho a mi propósito.
Marie me mira y no dice nada. Lleva una ropa diferente -un pantalón vaquero y una camiseta negra de los Ramones-, y me asombra que haya podido cambiarse y presentarse en mi casa en tan poco tiempo.
―La casa de mi abuela está al lado de donde he dejado a Chris ―explica como si me leyera el pensamiento―. No me ha parecido bien venir de visita con mi ropa de correr y sin darme una ducha.
―¿Y dónde has dejado a Chris, exactamente?
―En una casa de acogida. Es un buen lugar, la lleva una ex policía, Mandy Petersen. Es dura pero cariñosa, y los chicos acaban adorándola. Tenemos una especie de convenio de colaboración con ella, y muchos agentes participamos en el programa social de Hermano Mayor con los chicos de Mandy.
Me quedo callada, asimilando su respuesta. Y pienso en que hice muy bien al llamarle, que si ese chico puede llegar a tener una oportunidad, es gracias a que Marie ahora lo va a vigilar. Él o algún compañero, alguien que le dé una esperanza y algo por lo que luchar, que le saque de esa desesperación que se podía ver en sus ojos tristes y apagados.
―Va a estar bien ―dice poniendo su mano en mi rodilla, intentando darme esa confianza que yo ya tengo, porque confío en él pese a todo.
―Lo sé.
Volvemos a quedarnos en silencio una vez más. Damos un trago de nuestras cervezas y miramos al suelo. La situación es bastante incómoda, yo no sé qué decir, al fin y al cabo, no tengo ni idea de por qué se ha presentado en mi casa ahora… me gusta que esté aquí, sí, pero me encuentro absolutamente descolocada. ¿Querrá hacer las paces? ¿Habrá venido sólo a informarme sobre Chris? ¿Tendrá intención de echarme en cara mi beso con Saul justo cuando había quedado con él? Sea lo que sea, ruego a los dioses que lo suelte ya, porque voy a acabar atacada del corazón si esta situación se dilata más en el tiempo.
―Quería disculparme por cómo me fui el otro día ―comienza―, no tenía ningún derecho a enfadarme. Lo siento.
―En realidad un poco de derecho sí tenías, porque precisamente habíamos quedado para hablar de lo que había pasado entre nosotros…
―Sí, pero no es justo que te culpe por estar con otro chico. Teniendo yo lo que tengo encima.
―Bueno, lo cierto es que has estado muy borde hoy al llegar a Roosevelt Island. Y no contestar a mi mensaje, con lo bonito que me quedó… ―intento quitarle hierro al asunto, porque la situación no es fácil. Vale que él no está en una situación en la que pueda exigirme nada, pero al menos nunca me ha ocultado que hubiera otra.
Esboza una sonrisa triste, como si se diera cuenta de que tengo razón y se resistiera a dármela. Es bonito verle sonreír, es como sentir en la piel una oleada de lluvia fresca en un día muy caluroso.
―No estoy con otro. No mientras mi cabeza esté hecha un lío. Pero no negaré que mi corazón piensa en otro chico… tanto como en ti.
Me mira directamente a los ojos y veo que dentro de ellos anida una esperanza… algo. Pero, ¿qué? ¿Qué es exactamente lo que tiene dentro? ¿Qué es lo que quiere de mí? Me pregunto con rabia por qué no me deja en paz si aún sigue con su novia. Y luego, muerta de miedo, me consuelo pensando en que está aquí, cerca, conmigo, a mi lado, y no hay sensación más bonita en el mundo entero.
―¿Has cenado? ―pregunta de pronto.
―Eh… no ―Y es cierto, ni se me ha ocurrido hacerme la cena y eso que no pruebo bocado desde mi ya lejana comida ―¿Y tú? ¿Tienes hambre? ¿Quieres que pida una pizza o algo?
―¿Lo dices en serio? ¿Una pizza? ¿Teniéndome aquí, en tu casa, y no se te ocurre aprovecharme? ―me dice con una sonrisa pícara en sus labios, esos labios que me muero por volver a besar y a los que no quito ojo.
―¿Quieres cocinar? ¿Ahora?
―¿Por qué no? Nos ayudará a destensar la situación y conseguir que se nos borre de la cara esta sensación tan incómoda por superar una situación complicada… ¿no te parece una gran idea? ―y sin esperar mi respuesta, le da un trago a la cerveza hasta acabarla, se levanta del sofá y empieza a revolver entre mis cajones en busca de dios sabe qué.
Me pregunta por algunos ingredientes y se pone manos a la obra en cuanto se los pongo delante. Va a hacer pasta con salsa arrabiata, y sólo de pensarlo, ya me estoy chupando los dedos. La verdad es que, de repente, tengo un hambre voraz que hasta ese momento había ignorado.
―Esta es la primera receta que aprendí. Me la enseñó mi abuela con ocho años. Y desde entonces, la uso para impresionar a todo el mundo, porque me queda de rechupete ―dice con un brillo precioso y cálido emanando de su mirada.
―Cuando hablas de cocina… te transformas.
Se queda parado por un momento, sonriendo para sí mientras prepara la salsa. De pronto, me mira a los ojos y su sonrisa se hace más amplia, le llega a los ojos, que es como más guapo se pone.
―La cocina es como una droga para mí. Es mi motivación. Es algo en lo que soy muy bueno y en lo que pocas veces fallo. Algo que me da muchas alegrías y que me ayuda a desconectar… es mi propia esencia ―dice de carrerilla―. Sin la cocina estaría bastante perdido y no me gusta esa sensación, ya me acompañó demasiado tiempo en mi vida.
―Y si tantas cosas te hace sentir… ¿por qué no le dedicas tu vida? ¿Por qué no te lanzas y vives el sueño? Es estúpido que te pongas limitaciones con algo que te encanta y, además, se te da tan bien… hay tantas oportunidades por ahí para alguien con tu pasión…
Sigue cocinando en silencio y no sé si se ha molestado o está pensando en mis palabras. Con Marie, a veces, ocurre eso. Supongo que es su parte policía, esa parte que debe vestir con la máscara de jugador de póker, la que no deja ver a los demás lo que le cruza la mente. Es desesperante porque la cotilla que tengo dentro desea saberlo todo, ¿qué piensa? ¿Qué siente? ¿Qué le están provocando mis palabras?
―En un mundo perfecto, yo me liaría la manta a la cabeza y a mis ya talluditos treinta y cinco años, me iría a recorrer el mundo en busca de alguien que quisiera enseñarme. Visitaría todos esos lugares que gastronómicamente son un paraíso para mí, y hasta mendigaría por comidas y clases magistrales a los más grandes de los fogones. Pero… tengo los pies en la tierra. Sé que tengo responsabilidades y que no puedo irme sin más e incumplirlas.
―¿Te refieres a la boda?
―Me refiero a la boda, sí. ¿Qué clase de persona sería si no cumpliera ahora mi promesa con Priscilla?
―¿Y qué hay de ti? Si ella te quiere debería comprender que no estás satisfecho con tu vida tal y como es ahora. La Policía puede gustarte en parte, pero la cocina es lo que te hace sentir vivo. ¿Se lo has contado? Si no lo has hecho ya, no dejes de hacerlo. Porque si ella no sabe a estas alturas nada de todo esto, es que no te conoce en absoluto.
Calla como asimilando mis palabras, y sé que él sabe que tengo razón.
―¿Por qué no te sientas con Priscilla, le cuentas todo esto y la convences para que te acompañe a cumplir tu sueño?
―Tú no lo entiendes…
―¿Qué hay que entender? ¿Que no eres sincero con lo que sientes? ¿Qué eres capaz de dejar pasar la oportunidad de tu vida?
―¡¿Qué oportunidad?! ―grita de repente, dejando de lado el cuchillo con el que está acabando de partir el tomate en dados― ¿Qué oportunidad tengo yo por ahí? ¿Y si lo dejo todo y luego sólo obtengo negativas? ¿Y si fracaso?
―Si fracasas, vuelves a intentarlo. Y si te duele pero logras levantarte después de caer, pues vuelves a lo que eres y tienes ahora. Pero lo sabrás, sabrás que lo intentaste y, créeme, eso te proporcionará una paz increíble y volverás a sentirte a gusto contigo mismo.
Se ha quedado sorprendido tanto por sus palabras como por las mías. Creo que nunca había verbalizado sus miedos, su terror al fracaso. Sus verdaderas limitaciones. No es faltar a su promesa con Priscilla lo que le mantiene atado a ella. Es que Priscilla es la seguridad de una vida sin sobresaltos, fácil, rutinaria… gris. Gris y pequeñita, pero sin caídas, sin fallos, sin decepciones.
Qué ganas me entran de abrazarlo y de decirle que en este mundo, los saltos al vacío sin red son los más impactantes y bonitos. Que intentarlo da tal vértigo y te genera tal adrenalina, que el viaje mismo ya merecerá la pena, incluso en el caso de no alcanzar la meta. Quiero abrazarlo y no soltarlo nunca, susurrarle al oído que yo le cogeré de la mano cuando dude, cuando flaquee, cuando caiga…
No hago nada, por supuesto. Sólo le observo desde el otro lado de la cocina y le doy el espacio que necesita ahora mismo para ordenar sus pensamientos. Creo que necesitaba a alguien que pusiera en palabras cosas que él tiene dentro desde hace mucho tiempo y ahora, justo ahora, sé que precisa estar a solas consigo mismo.
Me retiro a mi diminuto saloncito a poner mi modesta y minúscula mesa de comedor decente para la cena. Retiro los libros que tengo esparcidos por delante, le coloco un pequeño mantelito de cuadros rojos -muy italiano, muy a juego con la cena que me está preparando- y abro una botella de un vino tinto que me encanta y del que ya sólo me queda esta botella.
Le acerco una copa de vino a la cocina y veo que la salsa ya está en pleno proceso de cocción. Huele de maravilla y mis sentidos se abren y expanden de una manera única, sobre todo cuando él roza mis dedos al tomar la copa de mis manos.
Siento que debo darle ejemplo y ser valiente yo también. Tirarme a la piscina, aunque fracase, aunque lo asuste con mi curiosidad y mi necesidad de saber las cosas, y salga huyendo de mi casa.
―¿Por qué has venido? ―casi susurro.
Me mira un instante que parece eterno y sus ojos me dicen mil cosas, pero no sé interpretar ninguna. Veo anhelo, pero no sé si es por mí. Veo tristeza, y no comprendo si la he causado yo. Veo decisión, y no sé si se ha vuelto valiente.
―No lo sé. Supongo que necesitaba que alguien me dijera cosas como las que tú acabas de decirme.
―Esa no es una respuesta. Y lo sabes.
Me sonríe tenuemente mientras echa la pasta a cocer. Vuelvo a darle una tregua y me acerco a coger los platos, los vasos y los cubiertos con los que vestir la mesa del comedor para nuestro festín particular.
Decido ponerme algo más presentable que mi cómodo pijama de verano y me voy a cambiar. Me pongo un vestido fresco y desenfadado de color morado y me deshago la coleta que me había puesto después de haber estado leyendo en la cama. No quiero pasarme poniéndome maquillaje y que piense que quiero seducirlo. Así que me quedo como estoy, a cara lavada, y que sea lo que los dioses quieran.
Cuando termino de prepararme, Marie ya está ultimando los detalles de nuestra suculenta cena. El olor a la salsa de tomate especiada inunda toda la casa y mi escala de hambre ha subido hasta el límite. ¡Qué ganas de probar la pasta!
Nos sentamos a la mesa y me doy cuenta de que, quizá, me he pasado un poco. Sólo le faltan dos velas para encontrarnos en un escenario de película romanticona, de esas que son auténticos pasteles. Y soy consciente de que, ahora mismo, estamos viviendo una escena de auténtico pastel, se mire por donde se mire. Así que no tengo más remedio que reírme de mí misma, de los clichés que critico y de la expresión de 'no escupas para arriba…'
―Ahora te toca a ti ―dice Marie cuando estoy tratando de llevarme los espaguetis a la boca sin desmerecer el resto de mis atributos― ¿Cuándo vas a tomar una decisión sobre tu vida?
Me quedo a medio camino, con la boca abierta, y no llego a probar la pasta, que vuelve a su sitio en mi plato.
―¿A qué te refieres?
―No tenía que haber preguntado hasta después de cenar. Come y luego hablamos, que eres capaz de quedarte sin cenar…
¿A qué se refiere? ¿Va a hacerme mirar cara a cara a mis demonios interiores y hacer que me enfrente a ellos? ¿O va a darme un sermón sobre lo desencaminada que va mi vida hasta la fecha? Hace un gesto para que coma, condición sin la que no hablará más, y yo obedezco.
¡Qué maravilla! ¡Los espaguetis están de muerte! Son, con diferencia, el mejor plato de pasta que he probado en mi vida. La salsa es sutil y jugosa, y la pasta está justo en su punto de cocción. El maridaje entre ambas es, simplemente, perfecto.
―¡Dios mío! ―no puedo evitar exclamar― ¿Y dices que tienes miedo al fracaso?
Nos echamos a reír ambos y yo me relajo un poco. Por lo que él ha podido sentir antes con mis palabras y por el creciente miedo que se ha alojado en mi pecho por las suyas.
Cuando acabamos de comer, recogemos todo y, con nuestras copas de vino, nos volvemos a sentar en el sofá del salón.
―Ya me he comido tu comida… habla ―le exijo.
―Creo que sabes perfectamente a qué me refiero. No eres tonta. Llevas toda la vida dando tumbos y nunca has querido echar raíces, hasta llegar aquí y trabajar de secretaria en una editorial, no sé… no me cuadra.
―¿Qué es lo que no te cuadra?
―Nada. Que la chica que me habla de sus cosas con este entusiasmo, la que ha recorrido el mundo y es capaz de dibujarlo para los demás en su increíble blog… esa chica no puedes considerar esto que tiene ahora como el final del camino. No eres una chica de oficina.
¿Lo soy? La verdad es que, durante un tiempo, y por la novedad que supuso, mi trabajo en Coleman and Asociated Publishing me tenía encantada. Pero luego, tengo que reconocer que no es lo que deseo a largo plazo para mi vida. No creo que me vea encerrada en las cuatro paredes de un despacho y esa es, precisamente, la razón por la que no le dejé a Saul darme ese ascenso del que habló cuando quiso poner en marcha mis ideas.
―Supongo que tienes razón.
―Claro que la tengo ―asiente convencido― ¿Y sabes desde cuándo lo sé? Desde el día en que me hablaste de tu blog, de la pasión que te despertaba hacerlo, de tus ojos, que echaban unas chispas súper adorables… y del propio blog. 'El mundo, contigo' es fabuloso, deberías convertirlo en la prioridad de tu vida.
―No puedo hacer eso.
―¿Por qué?
―Porque yo no soy como mi madre.
Una impotencia enorme crece dentro de mí. Y me doy cuenta de que estamos pisando terreno inestable y que no sé lo que aguantaré sin ponerme a la defensiva, o a gritar o a llorar. Y no sé cuál de esas opciones es la menos mala en estos momentos, junto a él.
No quiero que me psicoanalice ni me diga si soy o no feliz. Al menos mi vida laboral no está afectando a mi vida personal hasta el punto de estar paralizado por el miedo ante la decisión de si casarse por amor o por una seguridad que será sólo ficticia. Yo no soy él y no quiero que se tome la revancha conmigo.
Mi rostro debe de decirlo todo por sí sólo porque él me sonríe y trata de cambiar de tema para que la sangre no llegue al río. Y se lo agradezco, vaya si lo hago.
―A ver, necesito saber más de ti, cuéntame algo que nadie sepa. Por ejemplo, después de ver medio mundo en tus viajes, ¿cuál es tu rincón favorito del planeta?
No tengo que pensar mucho. He estado en algunos sitios verdaderamente alucinantes en este mundo, pero si tengo que elegir, hay uno que tengo clavado a fuego en mi corazón.
―Emocionalmente el mejor lugar de este loco y maravilloso planeta es el Urdaibai. Es una zona preciosa de la costa vizcaína… un paraíso de acantilados, playas, la desembocadura de una ría, una reserva de aves, un castillo de cuento, una isla mágica, un equipo de remeros de leyenda, unas olas para el surf más que perfectas… la mejor puesta de sol que he visto en mi vida.
Me escucha embelesado y creo que entiendo por qué me ha hecho esa pregunta. Quería demostrarme que tiene razón, que cuando hablo de lo que conozco, de mis viajes y mis historias del mundo, me transformo en quien soy realmente. Me da una rabia terrible pero, a la vez, me siento tan a gusto y relajada aquí, con él, hablando de todo esto… no puedo fingir, con Marie no.
―Vale, me has convencido. Lo tengo que visitar… aunque yo me refería más a ese rincón perdido, pero perdido de verdad. Habrás descubierto sitios que casi nadie conocerá, ¿no?
Claro, de esos también tengo muchos, algunos casi tan especiales como mi Urbaibai. Los otros no me hacen soñar como mi casa, la única que he conocido como constante a lo largo de mi vida. Pero quiero complacerle y busco el rincón especial, el desconocido que se lleva la palma.
―Verás, hay una isla diminuta en el Mediterráneo. Se llama Comino y pertenece a Malta. Tiene un hotel y poco más, y en invierno sólo viven en ella los guardeses, un hombre de unos cuarenta años, su madre, su tía y su prima.
“Sus aguas son azules como si estuvieras en plena Barrera de Coral australiana, increíbles. Pasé allí una época intentando encontrarme a mí misma. Me hacían compañía cuatro ovejas, los guardeses y poco más. Es un rinconcito hermoso de este mundo y creo que es uno de esos sitios donde se puede pensar con claridad y hallar respuestas.
Sonrío al recordar mis días en aquel islote desierto y anhelo, de pronto, volver a estar allí. Dejar que mis líos mentales se diluyeran entre aguas cristalinas y paisajes paradisíacos.
―Preguntarme estas cosas es como preguntarte a ti por tu comida favorita. Como si nos adentráramos en la raíz de todo ―bromeo.
―Buena pregunta. Mi comida favorita. Es una pregunta fácil si realmente tu intención era hacerla.
―Lo era ―le digo riendo.
―Pues bien. Hay un sitio en Nolita, en una calle en la que ya casi sientes que estás en Chinatown, que tienen unas deliciosas gominolas artesanales que me vuelven loco. No te rías ―me mira con un falso enojo pintado en sus ojos verdes―, son realmente espectaculares. Déjame que te hable de ellas.
«Cuando era pequeño, mi abuela me las regalaba los domingos. Me gustaban todas, cada una sabía de manera increíble a la fruta de la que estaba hecha. Y todas tenían forma diferente: la de plátano tenía forma de cohete; la de limón; de estrella; la de uva, era un círculo y, mi favorita, la de frambuesa, era un corazón rosa precioso. Mis amigos se reían porque apartaba los corazones y los dejaba para el final… lo que tuve que aguantar.
«Pues confieso que, a día de hoy, nada me gusta más que las gominolas de frambuesa de Nolita, y eso que hace ya mucho tiempo que no tengo el placer de saborear ninguna.
Dice esto con los ojos entornados, volviendo, supongo, a algún punto muy feliz de su niñez. Y está tan atractivo así, tan cerca y tan dulce, que no puedo evitar que mi mano adquiera vida propia y pretenda alcanzar sus suaves labios.
Le rozo apenas y él clava su increíble mirada verde en mí, alzando su mano hasta sujetar y rodear la mía. No deseo nada más que sentir ese tacto que envuelve mi mano, por todos los rincones de mi cuerpo, y me estremezco sólo de pensar a dónde pueden ir las cosas si hoy no las frenamos.
―¿Por qué has venido? ―vuelvo a preguntar de nuevo en un susurro.
Se acerca despacio a mí y siento su aliento en mi mejilla. Mi corazón ya está bombeando adrenalina por todas mis terminaciones nerviosas y a punto está de estallar cuando sus labios se posan sobre los míos en un beso suave y perfecto.
Su cuerpo está pegado al mío y yo no puedo pensar en otra cosa que en sus labios en mis labios, su boca dentro de mi boca y sus manos, enlazadas con fuerza y deseo a mis manos. Estoy en el paraíso y no quiero que esto se acabe. Necesito que esto no se acabe porque si no, voy a volverme loca.
―He venido a por ti, porque ya no puedo evitar estar lejos de ti ―dice en mi oído, con la voz ronca de deseo, cuando se deshace nuestro beso.
Nos miramos a los ojos y asentimos. Esa es la respuesta correcta a la pregunta, porque yo tampoco puedo evitar dejar de pensar en el chico del ascensor a punto de casarse y, aunque me mata por dentro toda la situación, dejarlo pasar me duele mucho más.
Me vuelve a besar con más fuerza esta vez, alentado por su confesión y mi natural entendimiento. Me sienta encima de él y me arrastra por una sensación de bienestar que anhelo prologar entre sus brazos toda la noche.
Le acompaño en el beso, me uno a su fuerza y a su pasión, y nos entregamos a una vorágine de caricias y besos que nos lleva hasta mi dormitorio.
Allí no puedo evitar desvestirlo del todo y dejar que él me quite el vestido por encima de mi cabeza. Me recorre el cuerpo con sus dedos suaves, trazando círculos que me erizan todos y cada uno de los poros de mi piel.
Me abraza, me besa, me marca y yo me dejo, porque sé que esto es lo que se supone que debe ser. Sé que esto es correcto porque los corazones de dos personas no pueden cometer el mismo error. Cuando finalmente le siento dentro, todo lo demás deja ya de importar.
Nos dormimos enlazados, después de dedicarnos a acariciarnos durante una eternidad. Mi mente se pasea por todos los escenarios posibles y me pregunto si esto es una confirmación para él o es su última juerga de soltero antes de presentarse ante el altar y ante Priscilla en sólo dos semanas. Y aunque puedo hacerle las preguntas que me sacarían de dudas, la parte cobarde de mi corazón me insta a callarlas de nuevo, animándome a disfrutar, aunque esos momentos con Marie sean los últimos que podríamos tener juntos.