Capítulo 5

 

La semana pasa mientras se va reinstalando la calma, y yo dejo de ser la protagonista del momento en la oficina. Me siguen mirando como si fuera la mayor aprovechada de la historia de la empresa, y siento que ahora nada de lo que haga será visto como esfuerzo personal, sino como medio para ganarme al jefe.

Saul, conocedor de mi malestar, apenas me mira, y ni mucho menos se le ocurre acercarse a mi mesa de nuevo. Mantiene las distancias y a mí me va bien esa actitud, cuanto menos alimentemos a la hiena de la rumorología, mejor para mí.

El martes a primera hora vi pasar a Virginia a su despacho. Estaba imponente la tía. Llevaba un traje de chaqueta y falda de esas pegadas al cuerpo y por debajo de la rodilla que le quedan bien exclusivamente al 2 por ciento de la población. ¡Qué asquerosa! ¿Por qué tendrá que estar tan buena?

Antes de entrar se paró en el escritorio de Claire, la secretaria oficial, que era quien le iba a anunciar a Saul su llegada. Estuvieron hablando en plan cuchicheo unos minutos en los que bien sé que hablaban de mí. Yo me limité a esconder la cabeza en mi trabajo y a fingir que no me importaba, pero ¡es que sí me importaba! Que yo no le he hecho nada a esta mujer, que si Saul no está con ella, ¡por algo será!

Al salir de su despacho pasó por delante de mi mesa y, sin decir nada, clavó sus ojos rasgados y su sonrisa malévola en mí, estaba claro que no se había dejado amilanar por el jefe (o que la procesión iba por dentro, que todo puede ser).

Hoy ya es jueves, y al acabar mi jornada, decido volver a casa andando en lugar de coger el autobús. Desde la 42 hasta Bleecker Street (que se llamaba así pero también es la 2), tengo cuarenta calles para bajar, algo así como cinco kilómetros, pero tengo el ánimo andarín y la tarde de primavera invita a estar en la calle y abandonar la idea de coger el transporte urbano. Si sigo la sexta hacia la Downtonw, llegaré sin problemas a mi casa. Después de siete meses, aún me sorprendo el día que consigo orientarme por la ciudad sin mi mapa todo ajado en la mano.

Nueva York es una auténtica pasada. Es la ciudad centro del mundo y eso no admite discusión. Por más que he visto el mundo, la verdad es que no hay nada como la sensación de vivir esta ciudad (y digo vivir la ciudad, y no vivir en la ciudad, que para mí no es lo mismo). Supongo que la mayor parte de la culpa la tienen el cine y la televisión, porque paseando por aquí no puedes evitar pensar en que estás dentro de 'Descalzos por el Parque', 'CSI Nueva York', 'Friends' o 'Algo para recordar'. Es una sensación mágica.

El paseo me sirve para evadirme de la oficina, pero no puedo evitar colar entre mis pensamientos a Saul, porque desde el domingo por la noche, pienso mucho en él y eso no sé si me gusta.

Llego a mi casa una hora después, con los pies doloridos (hoy justo he decidido ponerme tacones, bajitos, pero tacones) y un agujero en el estómago. Al pie de mi edificio soluciono ambos inconvenientes: me descalzo (esto es Nueva York, todo el mundo hace cosas raras) y abordo a Onur, el vendedor turco que suele poner su puesto en la esquina de mi casa.

El olor que sale de su diminuta cocina ambulante hace que me ponga a salivar sin remedio y llego casi babeando a su lado.

―¡Onur! ―exclamo, y casi lo mato del susto― Creo que te amo. Estás justo donde necesitaba que estuvieras. ¡Necesito que me alimentes!

Cuando se recupera de la sorpresa, no duda es reírse a carcajada limpia. Onur es el ser más bueno e inteligente que he conocido desde que llegué a esta ciudad. Es, como yo, licenciado en Literatura, aunque él no tuvo suerte en la búsqueda de empleo (o no tuvo un buen enchufe como me pasó a mí) y al poco de llegar a la Gran Manzana su hermano Ihan le colocó con el puesto de comida. No lo volvió a intentar, y creo que el mundo se pierde un gran experto en letras.

Mientras me prepara mi plato favorito -cordero con especias y limón, con un toque picante y arroz basmati- saco de mi bolso el libro que acabo de leerme.

―Gracias por la recomendación para leer a Mircea Cărtărescu, no conocía la poesía rumana hasta ahora. ¡Me ha encantado! Creo que ahora me animaré con su prosa, que he leído que tampoco es mala.

―¿No es mala? ―exclama Onur desde el interior de su puesto― Te gustará si has disfrutado de su poesía. Tiene un cuento corto, llamado 'El Ruletista' que te va a maravillar.

―Lo buscaré.

Al poco, me da mi comida y, antes de subir a mi casa, ávida por zampármela de tres bocados, le hago un par de recomendaciones de mis últimos descubrimientos literarios.

Onur tiene 49 años y ha leído más libros que nadie que conozca. Sus ojos son pequeñitos, yo creo que de tanto como los ha esforzado en sus lecturas, no importa las condiciones. Es alto, de mirada limpia, labios anchos y nariz enorme.

―Este es el último libro que he cogido de la editorial― digo recordando de pronto que lo había sacado del bolso y aún no se lo había dado. Siempre le doy los libros cuando los cojo de allí, algunos los leo yo antes, otros directamente se van con él.

―Mi hermano Ihan me va a matar. O a echar de su casa, y no sé qué es peor.

―Tienes que buscarte una casa para ti, y una novia, que te hace falta la compañía ―le aconsejo con confianza.

―Novia no.… ―se ríe― después de mi Dora ya no quiero más novias. Ella era mi ángel, no sabría cómo querer a otra persona a estas alturas. Además, Ihan sin mí, se moriría...

Una vez me contó que su hermano siempre le ha ayudado mucho, pero que también se ha aprovechado de él a lo largo de todos los años de su vida. A veces pasa eso con los gemelos, que uno es más espabilado que el otro y se acaba aprovechando del débil. Sus nombres ya lo profetizaban Onur (honor) e Ihan (deshonesto).

Cuando estoy a punto de despedirme de él, ya con daño físico en el estómago por culpa de un hambre desquiciante, noto que los ojos de Onur se abren como platos al mirar hacia algo que está a mis espaldas.

―Dame todo lo que tengas en la caja ―dice una voz detrás de mí―. Y tú, dame el bolso. ¡Ahora!

No lo dice muy alto para no llamar la atención, aunque a esas horas la calle está soprendentemente poco transitada. Pese al poco volumen que emplea, a mí se me ponen los pelos de punta. No creo que haya ninguna fibra de mi ser que ose resistirse a sus demandas, así que, poco a poco, me quito el bolso y se lo doy. No sé si entregarle también la bolsa con mi comida recién cocinada y mis zapatos, que aún siguen en mis manos. Al final gana la cordura y me los quedo, no quiero enfadarle con preguntas impertinentes como “¿Quiere llevarse también mis zapatos, señor atracador, aunque veo que difícilmente sean su número?”.

Al girarme para entregarle el bolso veo que lleva una pistola semi escondida y nos mira con algo parecido a rabia en los ojos. Es joven, es apenas un niño, no tendrá más de diecisiete años, pero en sus ojos y en su voz hay más experiencia en esta clase de vida que en cualquiera de su edad. Está flaco, sucio y apesta a desesperación.

Me engancho en su mirada y siento una pena que me invade entera. Tan joven y con un camino tan marcado ya. Siento la necesidad de ayudarle de algún modo, y soy incapaz de apartar los ojos de él. El chico está inmóvil, atento a los movimientos de Onur, que está dentro de su pequeño puesto cogiendo su recaudación del día.

Con el dinero, saca un recipiente con comida para llevar que le tiende con una sonrisa triste pintada en los labios. Mi corazón quiere besarlo, ha pensado lo mismo que yo.

El chaval se queda paralizado ante el gesto de Onur y es incapaz de coger ni el dinero ni la comida. Da la sensación de que pasa una eternidad sin que nadie haga nada.

―¡Tiene una pistola! ¡Policía! ¡Policía! ¡Que alguien llame a la Policía! ―se oye justo al lado de mi edificio. Esa voz inconfundible, mitad de hombre, mitad de niño.

El grito de Paul hace reaccionar al chico, que se lanza a por el dinero de Onur, pero también le arranca la comida antes de echar a correr como alma que llega el diablo.

La calle, de repente vuelve a estar llena de gente, gente que exclama ante la huida del ladrón, gente que se nos acerca, que nos pregunta si estamos bien... ¿cómo estamos? ¿Conmocionados por el atraco o por ese niño perdido que, a la desesperada, se pasea por las calles de Nueva York con una pistola y ningún miedo?

Se oyen sirenas cada vez más cerca. Han debido de llamar a la Policía muy rápidamente y ellos estarían cerca, porque no han pasado ni cuatro minutos desde que el chico ha desaparecido por la esquina de la calle, cuando una patrulla se para y de ella salen dos agentes.

La que conduce es una mujer policía de color, alta y robusta. De la puerta del copiloto sale un hombre delgado, alto y con el pelo muy corto. Sus ojos se encuentran con los míos, y yo siento que el atracador, además de llevarse mi bolso, se ha llevado mi cordura, porque ese hombre es ¡mi compañero de encierro en el ascensor!

Si el destino es caprichoso, yo creo que más que nada es un cachondo mental. ¡Venga ya, hombre!

Marie se acerca a nosotros sin quitarme ojo. Sé que él está pensando justamente lo mismo que yo y ambos nos dedicamos una sonrisa sin dejar de dibujar en nuestros rostros la sorpresa más mayúscula.

―¿Qué ha pasado aquí? ―brama la compañera de Marie al llegar a nuestra altura.

―Nos han atracado, agente. A esta señorita, a la que estaba atendiendo en mi puesto, y a mí ―explica Onur nervioso. No le gusta la Policía, no sé por qué motivo, pero no le caen bien.

―¿Estás bien? ―dice Marie. La preocupación se deja ver en su voz y su compañera lo mira confundida. No es normal tutear a una víctima, y menos esa confianza al preguntar sobre su estado.

Yo asiento, muda como sigo por el impacto de verlo ahí. Desde el pasado viernes ha aparecido en mis sueños más de una vez, y su presencia a mi lado me impone tanto, que hasta me siento culpable por haber dejado que Saul me besara... ¡Pero qué digo! ¡Si este chico no me tiene por qué importar, que se casa en siete semanas!

La compañera de Marie, la agente Donaldson, nos toma declaración y nos hace detallar lo ocurrido, incluyendo una lista de cosas que iban en mi bolso robado y el montante económico que ha perdido Onur en el atraco.

Yo no tengo ni la más remota esperanza de recuperar nada de lo mío, pero le recito con paciencia todas las cosas que recuerdo que llevaba dentro de mi bolso (que me gustaba mucho, eso sí me fastidia), y quedan registradas en el informe.

En todo momento, Marie no me quita ojo, y yo, de vez en cuando, le echo alguna miradita también. Dios, es que es muy mono, y el uniforme le queda fenomenal.

Cuando su compañera acaba conmigo, él se acerca y vuelve a preguntarme si estoy bien.

―Salgo en una hora. Si necesitas compañía me puedo pasar al acabar el turno, no me cuesta nada ―se ofrece.

¿Quiero que venga a verme al salir del trabajo? ¿De verdad quiero verlo y conocerlo aún más, sabiendo que no está disponible?

―Te lo agradezco mucho, pero creo que no es buena idea. No lo haces por todas las víctimas que te encuentras por la calle, ¿no? Pues yo no soy nada especial ―le respondo tras hallar algo de cordura en mi interior.

No se lo espera. Se ha quedado descolocado, seguro como estaba de que no podría rechazar su oferta. Pero es que yo no estoy para complicarme la vida, bastante malo es ya que mi jefe me haya besado y me haya dejado así de confundida como estoy, como para añadirle a él a la ecuación.

―¿No quieres ni siquiera tomarte un café conmigo? ¿Crees que eres como las demás víctimas para mí? Nos conocemos, ¿recuerdas? Y sé muchísimas cosas de ti, como que tienes fobia a los lugares cerrados o eres mala en las preguntas de ciencias del Trivial. Y tú me conoces a mí, sabes que no tengo pudor en pasearme por ahí con una longaniza calabresa, ¿hay algo más íntimo que conocer ese detalle escabroso sobre mi vida?

No puedo evitar reírme ante su alegato. Nos quedamos mirando otra vez como alelados, igual que cuando se abrió el ascensor. Sus ojos verdes son aún más intensos a la luz del día y su sonrisa es tan radiante que te llega al corazón.

―¡Duquette! ―grita su compañera, rompiendo el hilo invisible entre los dos― ¡Mueve el culo y entra en el coche!

―Vamos, un café, eso no se le niega a nadie...

―Lo siento, Marie. Será mejor dejar esto como está.

Su sonrisa se torna triste y la risa, que le llegaba a los ojos, le abandona para ausentarse de su rostro, que se niega a aceptar la derrota.

―Está bien ―concede―, no te lo pediré otra vez. Al menos no hoy ―y vuelve a sonreír abiertamente―. Te haremos saber si lo cogemos y si se recuperan tus cosas.

Se mete en el coche donde su furibunda compañera ya le espera con el motor en marcha. Al abandonar la calle, me dice adiós con la mano y yo siento que, otra vez, el destino se está carcajeando de mí.

 

*****

 

―¡No me lo puedo creer! ―exclama Marla durante la comida, cuando les cuento el incidente de ayer― ¿Te atracaron a plena luz del día y en una calle como la tuya? ¡Dios mío! ¿A dónde vamos a ir a parar?

Marla es así, de verdad que sí. Que es imposible exagerarla porque ella misma es la propia definición de exageración. Todo en ella es excesivo: sus gestos, su volumen de voz, sus ropas chillonas, su corpachón regordete, su melena salvaje llena de rebeldes rizos color arena... también es exagerada su sonrisa, enorme, roja como el carmín con el que se pinta los labios cada mañana. Esa sonrisa por la que es imposible que no se te meta en el corazón y se te quede ahí acomodada.

―Si el West Village no es seguro, nada en Nueva York lo es ya ―asegura Miriam haciéndose la interesante.

A Miriam le gusta apostillarlo todo, como dejando caer frases indolentes que, en realidad, pretender ser sentencias que sienten cátedra. Es la más joven de las cinco, la promesa del departamento de Soporte Informático, una valiente en potencia, pero sólo tras convencerla durante horas de que puede con todo lo que se propone. Y es capaz porque es lista, preciosa y tiene corazón de guerrera, y con esas credenciales, comerse el mundo es facilísimo.

Giorgie la mira con los ojos entrecerrados. Ya se conoce las frases lapidarias de Miriam. Ella es más pragmática. Si en su barrio hay violencia, no lo extiende a todo Nueva York y sus cinco grandes barrios. Vive en Staten Island, en una casa con jardín y vistas a la Bahía, donde se crían dos gemelos que son dos demonios de cinco años y se encierra un marido depresivo que tuvo que dejar la enseñanza por miedo a sus alumnos. Es una romántica empedernida, que no cree que su historia de amor esté acabada y que no se da por vencida con la idea de alcanzar un final feliz.

Marla pone su mano sobre la mía en un dramático gesto de apoyo emocional a mi trauma del atraco, a la vez que asiente con cara compungida. A veces me dan ganas de enviarla a hacer un casting para participar en Saturday Night Live[1], estoy segura de que lo bordaría.

Yo le doy unos golpecitos a su mano sobre la mía y la retiro con esfuerzo. Sigo conmocionada por lo que me ocurrió ayer, pero también por el atracador, ese niño desvalido con una pistola y nada que perder. Y por volver a ver a Marie. Sobre todo por negarme a tomar un café con él, por no saber si he cometido un error o mi sensatez me ha librado de sufrir en el futuro.

He pasado la noche en vela con mi conciencia empeñada en darme la lata sobre mi negativa a quedar con él. Los clásicos ángel y demonio que atosigan al personaje principal en los dibujos animados se me han aparecido para llamarme cauta o tonta, depende de quién vinieran los calificativos.

Porque el chico sólo quería saber si estaba bien, comprobar que no padecía ningún shock o lo que sea que te pase después de vivir una experiencia semejante. Sólo se había ofrecido para tomar un café, que hay pocos planes más inofensivos que sentarse a tomar una infusión o un capuchino. Otra cosa hubiera sido salir de copas...

No se me ha ido de la cabeza en toda la noche su mirada al irse en el coche patrulla. Una mezcla de resignación y pena que se me ha quedado dentro. Pero no puedo remediarlo, lo mejor será dejar las cosas como están.

―Teníais que haber visto al atracador ―les sigo contando la historia mientras Rosa, que tenía que efectuar unas gestiones en Compras, se une a nosotras en el almuerzo―, era casi un niño, aunque daba miedo. Y a la vez unas ganas terribles de abrazarlo y llevártelo a tu casa a dejarle que usara tu ducha y se comiera tu cena.

Marla pone a Rosa en antecedentes y se queda boquiabierta, como se han quedado las demás al sentarnos a comer y contarles la historia.

Rosa resopla con ímpetu, indignada por la violencia en las calles y porque se eche la culpa de ello a las minorías étnicas. Es hija de portorriqueños, y aunque nació en Estados Unidos, es una activista sin medida por los derechos de la población latina. Ella, pequeña, menuda, de tez oscura y pelo platino, con enormes gafas de pasta y sus bolsos llamativos y gigantes, da un miedo terrible cada vez que se lanza a protestar ante cualquier pisoteamiento de los derechos más fundamentales de las personas, vengan de donde vengan.

―No te preocupes, Rosa ―la tranquilizo antes de que se lance a un speech atropellado―, no tienes que defender el honor de nadie. Era rubio, de ojos claros, más caucásico que David Beckham. Un chavalito perdido, yo qué sé... me llegó al corazón, ¿sabéis? Te daban ganas de darle el bolso y mucho más. De hecho Onur, mientras le atracaba, tuvo tiempo de prepararle un recipiente con comida para llevar. Y se lo llevó...

―Ays, cómo está el mundo… ―suspira Miriam― ¿Y qué ha dicho la Policía?

Me quedo callada y me pongo más roja que un tomate. No tengo ni idea de por qué reacciono así, pero claramente me delato a mí misma delante de mis cotillas amigas. Ya no tengo escapatoria...

―¿Qué ocultas, Martina? A mí no se me escapa ni una, ya lo sabes… ―pues eso, sin escapatoria, al menos con Marla a mi lado.

Vacilo unos instantes, pero sé que yo misma me lo he buscado por reaccionar como una niña de quince años ante el chico que le gusta.

―Resulta que la Policía llegó en cuatro minutos, aunque el chico ya estaría dios sabe dónde... el caso es que... yo conocía a uno de los dos agentes. Era Marie, el chico del ascensor.

Las chicas se quedan mudas. Lo entiendo, quién no lo haría. Hasta que todas rompen a habar a la vez.

―Pero... ¿no era cocinero?

―Ohhhh, eso da para una película romántica de esas con Meg Ryan. De joven, claro.

―¿En serio? ¿O es que estabas demasiado traumatizada por el shock del atraco y viviste una alucinación?

―Le pedirías el teléfono esta vez, ¿no?

Intento tranquilizarlas y les detallo nuestro encuentro y su invitación a tomar café. Mi rechazo a quedar con él las pone a todas al borde de la histeria.

―Pero bueno... ¿qué clase de amigas sois vosotras? ―las recrimino con dureza― Se va a casar en mes y medio, ¿queréis que me partan el corazón o que me meta en un triángulo amoroso? ¿Qué pensaríais si yo fuese la que se fuera a casar y se metiera otra en el medio? Estoy segura de que me aconsejaríais matarla por robarme el novio a semanas de la boda... no puedo hacerlo. No puedo causarle dolor a ella ni exponerme a que me lo hagan a mí.

Las he acobardado con mi alegato encendido sobre preservar mi felicidad por encima de lo que ese chico pueda ser para mí. Se quedan calladas y cada una mira hacia su plato, sin atreverse a rechistar.... al menos hasta que una idea cruza la cabeza llena de historias de color de rosa de Georgie.

―Pero... ¿y si es el hombre de tu vida y dejas pasar la oportunidad? ¿Y si la otra no le hace feliz y están juntos por rutina? ¿Y sí su destino es que le impidas casarse? ¿Y sí...

―Basta ya, Georigie, por favor, no me metas pájaros en la cabeza ―la corto en seco―. He tomado una decisión y la voy a mantener. Ya encontraré al hombre adecuado en otro sitio.

―Y sino, siempre puedes tirarte al gran jefe ―suelta Miriam cuando ya daba por zanjada todas las conversaciones que giraran en torno a mi persona.

El almuerzo se convierte en una búsqueda de hombres con los que yo debería acostarme para olvidarme del cocinero-policía y de mi jefe, poco a poco, con sus comentarios cada vez más disparatados, consiguen que se me pase el enfado y hasta me olvide de pensar en Marie o Saul de manera seria.

Nos levantamos de la mesa entre risas y cada una nos encaminamos a nuestro puesto, quedando para nuestro cóctel de la semana en Antoine's a la hora de la salida.

La tarde pasa sin más incidentes, salvo la salida de la oficina de mi jefe, que se va a eso de las tres.

Al salir de su despacho, y pese a que sé que dijo que no lo haría, se acerca a mi mesa y hace que deje lo que estoy haciendo para atenderle.

―Martina, me marcho ya, tengo que ocuparme de unos asuntos en Brooklyn y se me ha hecho tarde. No me pases llamadas al móvil y si, por casualidad, llegan los contratos sobre los derechos internacionales de la saga de Peter Raymond, pásaselos primero a Legal, yo firmaré lo que sea el lunes.

Se queda un instante callado como si dudara en encomendarme una última tarea.

―Sobre lo de mañana por la noche ―dice al fin tras su vacilación inicial― será algo informal, aunque la cena se celebrará en nuestra casa de los Hamptons. Ya sabes lo que eso significa: informal... pero formal. Te recogeré a las siete.

Yo asiento, incapaz de rebatir nada de lo que me dice. ¿Formal? Vale pues a ver qué me pongo que se pueda catalogar en esa definición... seguro que no acierto con la etiqueta y hago el ridículo. Porque ahora mismo no sé si he captado el mensaje y si hay que ir de etiqueta o como para tomar una copa en Tribeca un jueves por la noche.

Se despide de Claire hasta el lunes con un ademán, y yo sigo con mis tareas y la cabeza hecha un lío.

Cuando quedan apenas cinco minutos para salir, y Marla ya ha empezado su ritual de gestos de los viernes a estas horas, el ascensor de acceso a la planta se abre y veo que Marie sale de él. Mira a su alrededor y, cuando finalmente me localiza, me saluda desde lejos con timidez y se acerca a mí con paso decidido.

No puedo creerme que esté allí. En mi oficina. Con su sonrisa amplia y sus ojos verdes... y ¡con mi bolso!

―¡Lo has encontrado! ―digo casi lanzándome en plancha a por él― No sabes la alegría que me das.

―¿Tanta alegría como para tomarte un café conmigo?

Dios... ¿por qué, por qué, por qué me tientas así de esta manera tan cruel?

―Creí que había quedado claro ayer....

―Eso era antes de jugarme la vida por recuperar tu bolso.

Le miro y veo que se está divirtiendo mucho, que me tiene donde quiere.

―No te hagas ilusiones. El dinero y el móvil han desaparecido, pero al menos tienes todo lo demás ―me advierte mientras me entrega mi adorado bolso.

La verdad es que estoy tan contenta de haberlo recuperado y, por qué no admitirlo, de que haya sido él quien me lo haya traído, que estoy a punto de saltar de alegría.

Le sonrío, pero sigo sin decirle sí al café. Hago una apuesta conmigo misma: si lo vuelve a pedir, le voy a decir que sí. Porque se lo ha ganado, porque me apetece y porque si el destino me lo está pintando tan claro, es que algo me quiere decir.

―La recuperación del bolso corre a cargo de la ciudad de Nueva York, que es quien paga mi nómina. Pero la entrega a domicilio debes abonarla tú, y ya sabes el precio.

En ese momento, las chicas, que ya han recogido sus cosas y están listas para irse a Antoine's, se acercan para ver qué ocurre con ese desconocido que se ha parado en mi mesa.

―Chicas, ahora estoy con vosotras. Tengo que solucionar un asunto antes.

Pero ninguna de las cuatro se mueve y yo suspiro por la frustración. ¡Son unas cotillas de campeonato!

―Este agente me ha traído mi bolso, que al parecer ha aparecido milagrosamente.

―Hola chicas, soy Will Duquette. Pero podéis llamarme Marie.

Las cuatro confirman sus sospechas sobre su identidad, y sonríen como idiotas ante el que consideran el hombre que el destino ha elegido para mí.

―Le decía a vuestra amiga que, por el servicio prestado, deberá tomarse un café conmigo, pero no está de acuerdo con la tarifa ―les dice divertido. Las tiene en el bote y lo sabe. Georgie hasta le hace ojitos.

―Está bien ―accedo por fin, haciéndome la dura, como si me estuviera viendo obligada a aceptar por puro chantaje emocional―. Mañana a las tres de la tarde en mi casa.

Él asiente satisfecho y se despide de las chicas con sonrisas para todas. ¡Menudo seductor está hecho!

―Me voy a clase de cocina. Hoy toca Mousaka griega. Si se estropea el ascensor espero que tenga tanta suerte como la semana pasada y me toque una buena compañera.

Se va, pero antes me guiña un ojo y hace que Georgie se mee en las bragas del gusto de estar viviendo una escena digna de una de sus películas románticas.

Yo estoy como idiotizada. Y no sé si es porque huelo problemas o porque estoy deseando que los problemas me alcancen ya.