Capítulo 3
―Espero que disfrute de la experiencia en el Allium ―dice el señor Coleman nada más acomodarnos en nuestra mesa―. No conozco un sitio mejor en todo Chicago.
Son las nueve en punto y, a estas horas, ya quedan pocos comensales en el restaurante, a pesar de que es sábado. El sitio es realmente bonito, con dos ambientes diferenciados, uno de madera oscura y más tipo taberna chic y otro, justo al lado, de mármol blanco y grandes ventanales. Nos decidimos por la primera instancia, más informal y auténtica. Hay sofás de diferentes formas, sillones imposibles, mesas desiguales y un ambiente íntimo que invita a la confidencia y a la reflexión.
He bajado hasta la séptima planta, donde se ubica el restaurante, con el miedo instalado de nuevo en mi cuerpo. No me he traído ropa adecuada para una cena de estas características, así que agradezco la elección de la zona informal. Me he puesto lo más apropiado que me he encontrado en la maleta, un sencillo vestido rojo que me llega un poco más arriba de las rodillas, y una chaqueta negra que le da un toque más elegante al conjunto. El señor Coleman, sin embargo, está impresionante. Ha elegido una camisa blanca de algodón y unos pantalones de pinza oscuros, que le sientan como un guante. Lleva el pelo con un estudiado peinado desenfadado, que le da un aspecto muy juvenil y hace pensar que tiene bastantes menos años de los casi cuarenta que debe de tener ya.
Al encontrarnos en el ascensor no he podido dejar de evaluar su aspecto radiante, del que, afortunadamente, ha desaparecido su mal humor del final de la jornada en la BookExpo America. Me ha saludado con una sonrisa que, por fin, no iba acompañada de un rictus de amargura o burla y eso, debo confesar, me ha gustado mucho.
―Seguro que me gusta, es un sitio estupendo, señor Coleman ―contesto sin poder dejar de contemplar el ambiente tan relajado que nos rodea, absolutamente contrario al que hemos vivido en el MacCormick todo el día.
―Por favor, llámame Saul, me duele la cabeza de escuchar hoy a todas horas eso de señor Coleman por aquí y por allá... estoy hasta la coronilla, necesito relajarme y quitarme la chaqueta de jefe por un momento. ¿Me darás ese capricho? ¿Me dejarás tutearte, Martina?
La verdad es que el sitio invita a dejarse llevar y olvidarse de las etiquetas, aunque mi yo racional me dice que es mejor dejar las cosas en un estricto trato profesional, porque si me dejo llevar, puedo acabar liándola. Me remuevo inquieta en mi silla y, finalmente, accedo a complacerle porque, quiera o no quiera, es el jefe, y las órdenes las sigue dando él aunque vengan disfrazadas de peticiones en apariencia inocente.
―Puede tutearme, aunque a mí me costará un poco hacerlo.
―Al menos, me llamarás Saul ¿verdad? ―pide con un mohín infantil que consigue sacarme una sonrisa.
Asiento divertida y siento que, poco a poco, consigo relajarme un poco. Llega el camarero con la carta y nos pregunta sobre lo que deseamos beber. Pedimos ambos un Prosecco y estudiamos la carta con detenimiento.
―Aquí la comida es sofisticada y deliciosa, pero pretende ser de lo más informal, todo snacks y cosas de picoteo. Te recomiendo encarecidamente que degustes la deconstrucción de perrito casero al estilo Chicago, no tiene parangón.
Arrugo el morro al oírle hablar así. Aunque pretenda estar relajado, el esnob que lleva dentro se ha venido a cenar con nosotros. Él se da cuenta, porque deja la carta a un lado y reclama una explicación a mi gesto.
―No es nada ―contesto, intentando huir de lo que puede ser una discusión muy fea.
―Pues has puesto cara de algo. Sé lo que he visto. Algo no te ha gustado y exijo saber ahora mismo qué te ha perturbado.
―Eso es lo que me molesta ―exploto casi sin pararme a pensar― ¿Qué te ha perturbado? ¿Parangón? ¿Degustar? No me parece natural que uses un vocabulario tan refinado para el día a día... está bien en momentos donde has de ganarte a un cliente o a un autor, pero... ¡estamos teniendo una relajada cena informal! Me pone nerviosa escucharte hablar así, algunas personas necesitarían un diccionario para seguirte y eso no...
Me callo. Sí, tarde, pero me callo, porque se me ha ido de las manos. Me mira desconcertado y sé que está a punto de estallar. Que me va a mandar de vuelta a mi habitación o, peor aún, de vuelta a Nueva York para recibir mi finiquito. Me he pasado, no tengo ni la mitad de confianza con él de la que hace falta para hablarle así y, encima, sólo hace un minuto que me ha pedido que lo tutee... Dios, qué desastre.
De pronto y sin que me lo espere en absoluto, se echa a reír de manera clara y alegre. Es una risa cristalina y llena de vida que me sorprende más que el hecho en sí de ponerse a reír. Tarda aún un rato en recuperarse y me mira con la sonrisa todavía pintada en los labios.
―Martina, ¡Me has echado la bronca! ―dice mientras se inclina sobre la mesa para acercarse a mí― juro por Dios que nunca antes nadie se había atrevido.
Le miro asustada, no sé si debo unirme a su alegría, continuar con el rapapolvo, hacerme chiquitina y desaparecer... este hombre es una caja de sorpresas.
―Pidamos, querida Martina ―se dirige al camarero que acaba de acercarse a nuestra mesa con las copas de vino―. Yo tomaré un perrito y quisiera, además, que le diga al chef Hickey que Saul Coleman Junior desea saludarlo, si está disponible. ¿Martina?
―Yo tomaré lo mismo, gracias ―le digo al camarero devolviéndole la carta―. ¿Conoces a Kevin Hickey?
Me mira tan sorprendido como yo a él. Vale que es un hombre con recursos y mucho renombre, y conocerá a gente de todos los estados, incluidos chefs con más o menos fama... pero ¿Kevin Hickey? ¡Qué casualidad! Mi padre hizo un recorrido por América hace unos tres años, codeándose con algunos reputados cocineros, en busca de intercambiar conocimientos y acercar los fogones europeos y americanos. En Chicago tuvo la enorme suerte de aprender y enseñar a Kevin Hickey, un enamorado de la cocina vasca y un gran transgresor en términos culinarios. Entonces, estaba al mando de The Duck Inn, no sabía que ahora era el Chef principal del Allium.
―Conozco a Kevin, efectivamente ―corrobora él― desde hace muchos años, de hecho. En mis tiempos de Harvard tuve una novia aquí en Chicago y ella adoraba cenar en su restaurante. Íbamos bastante a menudo y acabamos por trabar amistad con él. Es un tipo excelente. Un tipo guay.
Dice esto último guiñándome un ojo, como anotándose un punto por haber rebajado tanto su nivel lingüístico. No puedo evitar reírme a gusto mientras veo cómo mi pequeña regañina ha surtido unos efectos tan inmediatos y evidentes.
―¿Y tú? ¿De qué lo conoces? ―inquiere él tras unos segundos de pausa.
―No lo conozco ―me apresuro a contestar―, al menos no personalmente.
Y es verdad. Todo lo que sé sobre Hickey es lo que mi padre me ha contado. Nos escribimos mails con todo tipo de detalles sobre nuestra vida cotidiana y nos llamamos muy a menudo. Me relató con todo detalle su gira americana y, sobre todo, la grata impresión que algunos cocineros le habían causado, Hickey entre ellos.
Pero yo todo esto no se lo voy a contar a mi jefe. Como ya me pasó ayer en el ascensor con Marie, no sé por qué, no quiero ir contando por ahí que mi padre es un chef famoso. Bastante tengo con que el señor Coleman (perdón, Saul) sepa que mi madre es una señora muy pudiente y con la capacidad de influir en su poderoso padre para colocarme en un puesto en su empresa. Quiero que Saul me vea como alguien capaz de gestionar su vida sin recurrir al nombre de sus padres (más allá del enchufe de mamá, claro).
―He oído hablar muy bien de él. Me interesa el mundo culinario, leo mucho sobre recomendaciones, restaurantes y chefs ―y eso no es mentira, pienso satisfecha.
Él asiente y bebe un trago de su Prosecco haciendo un gesto de brindis. Yo le imito y saboreo el vino. Está fresco y me hace cosquillas en el paladar.
―Háblame de ti, Martina ―me pide―, apenas sé nada de nada, no te conozco. Eres.... española, ¿no?
La pregunta del millón. Mi nacionalidad. Bufff, tendremos para debatir hasta los postres con este tema. Me arremango mentalmente y me pongo a ello, intentando que sea comprensible.
―No sé cuál debería ser mi nacionalidad, si te soy sincera ―comienzo―. Nací en Shanghai de padre vasco y madre húngara. Estaban en Shanghai de paso, y desde ahí, viví mi infancia entre Sidney, Pekín, Montevideo, Los Angeles y Moscú.
―Así que no tienes patria...
―No tuve claro lo que era una nacionalidad hasta los once años, cuando mi madre pensó que una niña no podía estar trotando de país en país de ese modo y me llevó a Edimburgo, donde me dejó internada en un colegio de monjas.
Me mira alzando una ceja. No sé qué piensa, pero está claro que tiene que ver con mi educación religiosa... o lo que fue el inicio de la misma. Decido ignorar su gesto y sigo con mi historia.
―Como era de esperar, odié el internado desde el principio, pero mi madre se hizo la dura y me dejó allí tres años, hasta que mi padre, del que ella se había separado cuando yo apenas tenía meses, la convenció para que me quedara con él en un rinconcito de Bizkaia, Sukarrieta, donde él trabaja, y allí me fui a vivir hasta los 19 años.
―¿Y no veías a tu madre? ―pregunta intrigado.
―Sí, desde luego. Mi madre siempre ha sido un pilar fundamental en mi vida. Es agregada cultural del gobierno húngaro y ha vivido siempre trabajando para su país en diferentes embajadas. Por eso ha viajado tanto. Ahora ya se ha retirado, pero mantiene su ritmo frenético, creo que desea visitar los países del mundo que le quedan antes de no poder subirse a un avión. Yo pasaba todas mis vacaciones escolares con ella. Siempre. Estuviera donde estuviera.
En ese momento llega la comida que hemos pedido. Tiene una pinta estupenda pero sé, inmediatamente, que me dará problemas. ¿Y qué me pensaba? He pedido un perrito y esas cosas nunca son fáciles de comer.
La verdad es que tiene un aspecto impresionante. En una góndola veneciana de porcelana blanca está colocado el pan de semillas y, en su interior, la salchicha, muy tostada, gruesa y humeante. Está acompañada de pepino y pimientos verdes y, al lado, en una bandejita, reposan tres recipientes con tres salsas diferentes.
Antes de pararme a pensar siquiera en el gran ridículo que puedo hacer delante de mi jefe si se me escurre la salsa por la barbilla o si se me queda pegada en la comisura de la boca, decido prescindir de la mostaza, la mayonesa y el kétchup, y lanzarme sin compasión sobre el perrito, agarrándolo con las dos manos y abriendo bien la boca. ¡A la porra la elegancia!
―¡Martina! No deberías...
Pero ya es tarde. Ya le he dado un mordisco y ya sé lo que no debería haber hecho... sí, pica, ¡pica muuuuuucho! No son pimientos verdes, ¡son jalapeños! Y yo he mordido dos o tres de los grandes, y ahora están camino de mi estómago, arrasando todo a su paso. ¡Dios mío, qué quemazón siento en mi interior! Necesito parar esto como sea.
Con gestos, consigo hacerle saber a Saul que tengo que ir al baño y él me mira preocupado mientras me alejo. No sé si en el baño conseguiré que esto deje de quemarme la lengua y la garganta, pero al menos, dejaré de hacer el ridículo delante de un hombre refinado y elegante como él.
En el baño bebo todo el agua que cabe en mi estómago y me como tres caramelos de fresa y dos de piña que he encontrado bailando en mi bolso, y que dios sabe cómo han acabado ahí. El picor no se calma pero, al menos, creo que puedo actuar ya como un ser humano normal. Aunque mi aspecto es el de una loca total: tengo la cara roja, más que roja, encendida, a juego con mi garganta chamuscada, y los ojos de una demente que se ha saltado la hora de la medicación.
Decido retocarme un poco el maquille a ver si consigo paliar los efectos tan nocivos del picante extremo, y por fin me doy el visto bueno para salir y reincorporarme a la cena en la que, me temo, se me ha acabado el comer. Mejor así para evitar futuros bochornos delante del jefe.
Vuelvo a la mesa y lo veo sentado mirando a mi sitio, donde ahora se encuentra sentada tan cómodamente Virginia Olsen. ¿Qué hace aquí esta mujer? ¡Lo que me faltaba!
Antes de retroceder y largarme de allí para evitar cualquier tipo de conflicto, se gira y me ve. No hay escapatoria posible y sus ojos así lo atestiguan. No habrá paz para mí, está claro que me tiene en su punto de mira.
―Señorita Egia ―saluda con los ojos entrecerrados, como si estuviera calibrando la situación―. Disculpe que les haya interrumpido durante su cena, pero tenía noticias importantes para el señor Coleman.
―Buenas noches, señorita Olsen. No se preocupe, no interrumpe nada importante ―sonrío de forma fría, haciéndole ver que no me intimida. Pero lo hace, por dentro me muero de miedo porque sé que esto lo voy a pagar de algún modo. No podía ser que ella estuviera hospedada en otro hotel, o que justo ahora estuviera poniéndose ciega a tequilas en algún bar de Chicago... no, tenía que venir aquí y pillarme cenando con Saul.
―Cuénteme las novedades, Virginia, no tengo toda la noche ―la apremia nuestro jefe, dejando claro que no le hace nada de gracia verla allí.
―He conseguido una entrevista para mañana con Dennis Kunnis, el otro autor por el que se están pegando todas las grandes. Le espera mañana a las 16.30 horas ―informa muy satisfecha de ella misma―. He oído que no tiene aún acuerdo con ninguna firma, aunque los de Random le están tentando con un contrato de lo más jugoso. Dicen que es supersticioso y que aún espera una señal para saber con cuál irse.
Saul la mira con satisfacción, cambiando totalmente de sentimientos sobre su presencia allí. Le trae buenas noticias, y eso a él le alegra poderosamente la noche.
Y yo noto, de repente, que sobro ahí, que ella ha ganado el juego y se lo va a llevar. Que yo no he hecho los méritos suficientes y es mejor una retirada a tiempo que hacer más el ridículo.
―Señor Coleman ―le digo, mirándole con algo parecido a la pena por perderme la que estaba siendo, contra todo pronóstico, una noche agradable―, le veré mañana a las nueve en el hall del hotel. Pasen una buena noche. Hasta mañana.
No doy opción a nadie a decir nada, cuando quieren reaccionar, yo ya estoy en el ascensor camino de la planta 19 y de mi maravillosa cama King Size.
*****
A la mañana siguiente desayuno en mi habitación por miedo a encontrarme con Saul, pero, sobre todo, con Virginia. Me ducho y me visto y, a las nueve en punto, bajo a la entrada del hotel.
Él ya está esperando por mí y se me hace un nudo en la garganta al preguntarme la clase de reacción que tendrá conmigo por irme como me fui del restaurante.
Me mira detenidamente y, tras calibrar mi aspecto -pulcro y profesional como cada día-, me dedica un solo gesto para indicarme que salgamos del hotel, rumbo a nuestro coche.
No dice nada. ¡Nada! En todo el camino hasta el McCormick. O está muy enfadado por mi huida de anoche, o ha cogido frío por culpa de un aire acondicionado mal calibrado en su habitación y se ha quedado completamente afónico. Muy segura de que la opción correcta es la primera, me hundo en el cómodo asiento de cuero del coche e intento pasar lo más inadvertida posible para no darle pie a que me eche en cara nada. Al fin y al cabo, fue él quien le puso ojitos a la Olsen cuando le fue con tan buenas noticias.
Sea como sea, sé que me he cargado la buena sintonía a la que, brevísimamente, llegamos anoche en el restaurante. Y, no sé por qué, pero me da una pena enorme y tengo que ponerme a mirar el paisaje con interés fingido para que no se note que estoy pasándolo mal.
La mañana pasa frenética, como todo el día de ayer, con más reuniones, una comida de negocios con dos peces gordos de dos editoriales rivales, y más contactos con autores noveles a los que echar el guante. Algunos firman con Coleman and Asociated Publishing y otros ya han sido tentados por la competencia. Mi jefe, pese a no salir mal parado en las pujas por los nuevos genios de la literatura, aún siente que le falta algo: llevarse a un peso pesado, llevarse a Dennis Kunnis, el hombre del momento por el que todos se están peleando.
Ha quedado con él a las cuatro y media de la tarde y, ya en la comida, se le ve nervioso. Sé que está meditando la estrategia a seguir para que no se le escape como Andrea Campos, y sé también que no las tiene todas consigo.
A la hora acordada nos dirigimos a la sala asignada, Saul, Virginia y yo, los tres con ganas de acabar ya la larga jornada y con la esperanza de irnos a casa con buenas noticias. Virginia no me quita ojo y, cuando estamos ya a las puertas de la sala, se dirige directamente a mí con una sonrisa de arpía pintada en los labios.
―Señorita Egia, acabo de darme cuenta de que he olvidado mi portafolios en el restaurante. Le ruego que vaya a buscármelo, sin él no soy nadie, todas las notas de mi trabajo están ahí ―se vuelve hacia Saul en busca de confirmación y como éste duda, sigue sin remordimientos―. Iría yo, pero el señor Kunnis está al llegar y yo soy con quien ha hablado, lo lógico sería hacer yo las presentaciones.
Mi jefe se ha convencido, ese argumento era ganador. Me dedica una mirada neutra y me indica con un gesto que vaya. ¡Qué bien! Ahora sí que me siento como la secretaria de la secretaria. O, mejor aún, como la becaria de la secretaria de la secretaria.
Convencida de que Virginia se ha dejado a propósito su portafolios, voy por el camino al restaurante -que afortunadamente está en el pabellón de al lado- echando humo por las orejas y construyendo en mi cabeza mil frases demoledoras contra Virginia, para usar en momentos de lucha dialéctica con ella. No sé si sus intenciones eran alejarme de Saul o aprovechar a estar a solas con él antes de la llegada del autor.
Cuando vuelvo a la sala de reuniones no obtengo mi respuesta, porque la puerta está cerrada pero las voces que se oyen incluyen a otra persona desconocida para mí: el autor, asumo, que ya está con ellos.
Muerta de vergüenza, llamo a la puerta y entro con timidez. Le entrego el portafolios a Virginia y ella me da las gracias con frialdad y una sonrisa de suficiencia en sus perfectos labios.
―Señor Kunnis, le presento a mi secretaria, la señorita Egia ―dice Saul, cuando voy a sentarme junto a él. Antes de hacerlo, me acerco al autor para tenderle mi mano y, por fin, reparo en su presencia.
Me quedo paralizada y, por un momento, no sé qué hacer. Yo conozco a esta persona que me devuelve la mirada y me sonríe. Y él, desde luego, me conoce a mí. ¡Es el pelirrojo del avión! No me lo puedo creer. Lo miro y le devuelvo la sonrisa, mientras le doy la mano con energía. El pelirrojo que casi no coge el vuelo y corría por la terminal del JFK a mi vera es el deseado Dennis Kunnis y es, no sé cómo decirlo, alguien a quien yo ya conozco... pero ¿de qué?
Creo que él también piensa que me conoce, pero como no dice nada, todos tomamos asiento y comienza la reunión.
―Asumo que le han ofrecido maravillas a estas alturas de la feria, pero, por favor, no nos descarte sin oír lo que tenemos que decirle en Coleman and Asociated Publishing ―comienza Saul, dispuesto a llevarse el gato al agua cueste lo que cueste.
Y cuesta, porque es cierto que a este hombre le han puesto el mundo en bandeja en sus reuniones previas con las otras grandes firmas, pero tampoco está todo perdido, porque aún escucha con interés y está dispuesto a dejarse querer.
Cuando llevamos apenas veinte minutos de reunión y parece que las negociaciones se han estancado, de repente, Dennis Kunnis se queda callado, sus ojos se iluminan por algo que acaba de venir a su mente y me mira con una sonrisa enorme en su rostro pelirrojo.
―¡Eres la chica del correo!
Virginia y Saul se vuelven para mirarme con una interrogación gigantesca en su rostro que, por un momento, hace juego con la mía. Hasta que se hace la luz también en mi mente y rescato al pelirrojo de entre mis recuerdos.
―¡Y tú el chiflado del bar de Mila! ―exclamo repleta de pronto de una alegría mayúscula al haber conseguido ubicarlo, mientras mi jefe me mira lleno de horror por haber llamado chiflado a la cara al hombre al que él intenta hacer la pelota para que firme con nosotros.
Y entonces recuerdo mis días en Korčula, en la costa croata de Dalmacia, durante el verano pasado, cuando trabajé para una empresa local de correo y repartía la correspondencia entre los carismáticos habitantes de esa isla maravillosa. Entre ellos, el pelirrojo, un peculiar vecino que se pasaba las horas en el café de Mila, escribiendo sin parar en una viejísima máquina de escribir. Este pelirrojo en concreto que ahora me mira encantado, como si estuviera enfrente de una prima a la que hace tiempo que no ve.
―Después de la carrera hasta el avión no podía sacarte de mi mente... sabía que te había visto antes ―confiesa sin dejar de mirarme. Mi jefe y Virginia no pueden cerrar sus bocas de lo alucinados que están―. Incluso ahora me estaba costando concentrarme porque no hacía más que pensar “¿de qué te conozco?”
Nos reímos los dos con la risa floja y empezamos a hablar de la gente de la isla, de cómo estaban nuestros conocidos en común y de si en el café de Mila estarían echando de menos el estruendo que Dennis provocaba con cada tecla de su prehistórica máquina de escribir que pulsaba.
Sé que Saul va a matarme por esto, pero es que Dennis no para de hablar y no me parece correcto cortarle. Finalmente se calla y nos mira a todos con una sonrisa en los labios. Parece que está como en trance, y entonces, nos deja a todos anonadados.
―Voy a firmar con vosotros, 'La colina del mal' verá la luz con Coleman and Asociated Publishing. Estaba esperando una señal entre tantas atenciones y ha llegado. La presencia de Martina es, sin duda, una señal de que este es mi lugar.