Capítulo 2
Salgo del taxi con una sensación de ahogo y miedo atenazándome el corazón. Le he tirado de mala manera cincuenta dólares al taxista y ni siquiera he esperado a por los cambios. Son las siete menos veinte de la mañana y aún debo pasar los controles y llegar a la puerta de embarque. Un embarque que, apuesto, ya ha comenzado y estará en sus últimos minutos a estas horas. Para terminar de rematar, llueve a cántaros y el JFK está a tope, lleno de viajeros que no están tan apurados como yo, pero que me impiden moverme por allí con soltura y rapidez.
Voy como una bala hacia el control y, tras una cola que se me antoja eterna, paso por los escáneres confiada en que lo más difícil ya está hecho. No, por supuesto que no. he ido tan concentrada en mi angustia por perder el avión, que no me he quitado las botas de agua que calzo en mis pies. Como no podía ser de otro modo, pitan por los enganches de metal que llevan en los laterales. Hago amago de quitármelas, pero una policía con cara de malas pulgas me lo impide con un gesto. Está dispuesta a pasarme el detector de metales por cada centímetro de mi cuerpo en busca del elemento infractor, y no atiende a razones cuando le señalo mis botas Hunter color fucsia.
No sé cuánto tiempo me hace perder esta mujer, pero casi lloro de alivio cuando deciden que no soy ninguna loca que esconde cuchillos en la ropa interior y me dejan recoger mi maleta de mano y mi bolso, y salir de allí.
Empieza entonces una loca carrera por llegar a la puerta de embarque en un tiempo récord. Son las siete menos cinco y hace tiempo que por megafonía han hablado de cerrar el embarque de mi vuelo. Corro como alma que lleva el diablo por los pasillos, las cintas mecánicas y las salas de espera, mientras a mi lado, por el rabillo del ojo, veo cómo un hombre de unos treinta y cinco años y aspecto de oficinista cansado, corre a mi lado con la misma cara de necesidad y urgencia que yo, arrastrando un trolley diminuto y la funda donde debe de llevar su ordenador. Su pelo y su barba son pelirrojos y me mira un instante poniendo un gesto de entendimiento en su rostro, como dándome ánimos para lograr el mismo objetivo que él persigue. Tiene una sudada considerable y me imagino que yo no debo presentar mejor aspecto.
Finalmente llegamos a la puerta correspondiente. Curiosamente, el pelirrojo pretende embarcar en el mismo vuelo que yo. Es un alivio no pasar por este momento de vergüenza en solitario. Las azafatas ya están recogiendo sus cosas de la puerta y nos miran con cara de fastidio. Sí, somos los tardones de turno, los que lo fastidian todo. Por sus caras veo que están valorando si llamar a los responsables de cerrar el embarque y dejarnos tomar nuestro vuelo o dejarnos en tierra para que escarmentemos.
“Por favor, por favor” rezo mentalmente “ya es bastante malo tener que coger este vuelo, no me dejéis aquí, que me quedo sin trabajo, por favorrrrrrrrrrr”.
Al final, una de las azafatas coge el interfono y avisa para abrir de nuevo la puerta. Toma nuestras tarjetas de embarque y nos dice que pasemos con cara de “la próxima vez, os quedáis en casita”.
El alivio que se dibuja en nuestras caras no puede ser mayor. El pelirrojo me cede con deferencia el puesto, a pesar de que él ha llegado antes, y paso por delante de él. Cuando estamos ante la puerta del avión, que se abre para nosotros, me sonríe y ambos nos dirigimos a nuestros respectivos asientos. Entonces me doy cuenta de que me suena de algo, pero como no logro saber de qué, se me olvida pronto.
Localizo mi sitio y coloco mi maleta en el hueco correspondiente, me siento y abrocho el cinturón mientras me envuelve un cansancio espectacular por la carrera, los nervios y la noche horrible que he pasado. No he dormido apenas nada, y cuando lo logré era ya casi la hora de despertarse, por eso he llegado tan pillada de tiempo y con tanta angustia al avión.
He pasado toda la noche envuelta en sueños que no tenían ni pies ni cabeza, que incluían un ascensor bloqueado, a mi jefe y su escritorio Luis XV dentro de él y a Marie, vestido de novio y nervioso porque no llegaba a su propia boda, aferrado a su longaniza. Y yo, en medio de los dos, sin saber si debía estar trabajando pese al encierro o consolando al pobre chico que iba a perderse su propio casamiento.
Con semejante batiburrillo mental, no he oído el despertador y, cuando he abierto los ojos, eran ya las seis menos cuarto de la mañana y tenía aún que ducharme y vestirme, pedir un taxi, llegar al JFK y lograr alcanzar el avión antes de que partiera rumbo a Chicago. He bajado las escaleras casi volando y a punto he estado de morder a Paul, el hijo de mi casera, que me ha cerrado el paso con su enorme corpachón y sus ojos inquisitivos, y que a saber qué hacía despierto y en la escalera tan temprano.
―Vaya horas de ir armando escándalo por las escaleras. Deberías ir con más cuidado, es sábado y a la gente le suele gustar dormir ―me ha espetado. No son raras estas salidas de tono del muchacho. Es de lo más desconcertante, tan pronto te dice que vas guapísima como te acusa de despertar a todo el edificio. Depende del día que tenga, siempre un misterio para mí.
―Disculpa, Paul, lo siento en el alma, pero debo coger un avión y llego tardísimo ―le he contestado atropelladamente, intentando pasar por su lado sin conseguirlo―. Paul, por favor, déjame pasar, te lo ruego, mi puesto de trabajo está en juego.
―¿A dónde vas? ―me ha preguntado tras sopesar mi ruego.
―A Chicago.
―Bonito lugar, no te olvides de traerme algo ―ha dicho mientras me dejaba pasar finalmente y yo huía todo lo deprisa que podía para evitar que volviera a cerrarme el paso.
―Te lo prometo, Paul ―le he gritado ya casi en calle, cerca de coger mi taxi que, pacientemente, llevaba cinco minutos esperando por mí.
Paul no es mal chico, pero es de lo más especial. Tiene un cuerpo enorme de cuarenta años, aunque su mente está estancada en los siete o los ocho. Cuando quiere, es adorable: te ayuda con las bolsas de la compra, se para a acariciar todos los perritos que ve por la calle o te recita el tiempo que se espera para los siguiente cinco días. Su madre, la señora Martinelli, es todo lo contrario, arrogante, despectiva, chillona y egoísta. Y se nota que el hijo, en un vano intento por ganarse el cariño de su madre, que lo desprecia públicamente con todo tipo de improperios, a veces toma las formas de su progenitora y se porta de forma cruel y despótica con los vecinos del inmueble. A mí, afortunadamente, me suele tocar la versión encantadora de Paul, esa que te hace querer achucharlo como si fuera un osito de peluche gigante y tierno.
El avión despega con veinte minutos de retraso de los que me siento responsable, pero decido olvidar mi culpa sólo por el alivio que supone estar ahí sentada y estar ya rumbo a Chicago. Y es verdad que volar no me apasiona (igual que quedarme encerrada en ascensores en los que no hay chicos maravillosos dentro), pero hoy el alivio es tan grande que hasta puedo disfrutar de la sensación de estar suspendida en el aire a miles de metros sobre el suelo.
Vuelo desde que tengo uso de razón, pero desde hace algún tiempo, la sensación que me invade en los espacios de los que no puedo salir, se ha extendido también a los aviones. Creo que tengo que empezar a ver a un psicólogo, porque esto puede ir a más y afectar gravemente a mi adorada pasión por viajar.
Cuando el avión alcanza la velocidad de crucero, me empiezo a preguntar si debo ir a primera clase y hacerle saber a mi jefe que estoy a bordo, por si se lo está preguntando. Por supuesto, el señor Coleman viaja en primera y yo le pedí a Susan, de la agencia, que me colocara en turista, que es donde se supone que debo viajar como empleada. Dudo durante un instante, pero finalmente decido echar primero una pequeña cabezadita para llegar lo más despejada posible a Chicago y dar lo mejor de mí en este viaje de trabajo, ya que he empezado fatal, faltando a mi cita con mi jefe en la puerta de embarque.
Me recuesto, me pongo a fantasear con los ojos de Marie y el rato que pasamos juntos en el ascensor, me quedo dormida enseguida... y se me va de las manos. Noto que una persona me toca en el hombro y vuelvo a la vida tras un reparador sueño. Tan reparador, que ha durado todo el vuelo. Abro los ojos y me estiro como si hubiera dormido en el más cómodo de los colchones. Creo que hasta tengo babas de haber disfrutado como un bebé. Miro a quien me ha despertado y mi semblante pierde el color de inmediato. El señor Coleman me observa desde su imponente altura con una expresión muy difícil de descifrar. Genial. No sólo he llegado por los pelos a coger este avión, sino que ahora este hombre, que es mi jefe y al que debo impresionar profesionalmente, me ha pillado en una situación embarazosa que me hace gritar interiormente... “¡Quiero hacer un agujero en el suelo, meter la cabeza y desaparecer!”
―Señorita Egia ―dice muy serio, como si de verdad esta escena le hubiera incomodado más que a mí―, no creí que fuera a regalarme su presencia aquí en Chicago... Qué suerte estar equivocado.
Me mira un instante más y se da la vuelta para abandonar el avión que, a estas alturas está ya completamente vacío. Las dos azafatas de a bordo me miran con una mezcla de pena y envidia, supongo que por la situación y por el aspecto de actor de Hollywood de mi jefe. Están ya adecentando el avión para el próximo vuelo y sé que agradecerían que me pusiera en marcha y abandonara el aparato como todos los demás. Me incorporo y recojo todas mis cosas, mientras pienso en cómo afrontar todo un fin de semana en compañía de un hombre que me ha visto babear mientras dormía a pierna suelta en un avión que ya ha aterrizado y se ha vaciado. Un hombre que es mi jefe y al que no sé muy bien cómo debo servir este fin de semana. Salgo con un tímido adiós a las azafatas, que, lo juro, están chismorreando y riéndose mientras me miran.
Ya en el pasillo de salida, le veo. Está distraído mirando su teléfono, y lo miro durante unos instantes sin poder evitar admirarlo. Va vestido de manera mucho más informal que cuando va a la oficina. Su porte sigue siendo elegante e imponente, pero se le ve más relajado, como a juego con su indumentaria casual. Lleva la melena cobriza echada para atrás y sus manos, esas manos enormes que ayer ya me llamaron la atención, están ocupadas con la pantalla de su móvil, ágiles y veloces, como volando para contestar algún mensaje o consultar una aplicación.
Levanta la mirada y me pilla de pleno mirándole como alelada. Me recorre un escalofrío por la columna vertebral y no puedo evitar pensar que, aunque es un hombre muy atractivo, me da un miedo atroz cuando me mira. A ver ahora cómo quedo delante de él por haber llegado tarde al vuelo y no haber ido a avisarle en el avión.
―Oh... ya aquí está ―me dice cuando me acerco acobardada hasta su posición.
Vuelve a pintar esa sonrisa de lobo en su rostro y juro que mis piernas comienzan a experimentar un ligero tembleque que me hace desestabilizarme. ¿Por qué me da tanto miedo este hombre? ¿Por qué le tengo tanto apego a este trabajo que estoy sufriendo tanto por la posibilidad de perderlo?
Nunca en toda mi vida me he sentido atada a ninguno de los muchos puestos laborales que he tenido. De todos he aprendido algo y en todos, más o menos, me he sentido a gusto. Y no sé si es el hecho de haber entrado gracias a mi madre y querer demostrar mi valía lo que me hace estar tan implicada, pero desde luego algo pasa, porque es pensar en ser despedida y me hundo en la desesperación. Me imagino diciéndole a mi madre que tengo que buscar otro empleo en Nueva York y se me eriza la piel.
―Discúlpeme, señor Coleman… ―le digo casi en un susurro, procurando esconder la terrible vergüenza que siento en esos momentos ―he sufrido algunas contingencias para llegar al aeropuerto, pero como ve... he conseguido llegar a Chicago, que es lo importante.
―Efectivamente, eso es lo importante. Eso y que haya descansado para un fin de semana repleto de trabajo ―asegura mientras comienza a andar hacia la salida y yo le sigo. Sin darme tiempo a reaccionar, comienza a hablar de su agenda y yo pongo toda mi atención para no perderme ni un detalle que pueda ser importante para nuestras tareas en esta ciudad―. Tenemos que estar en la feria a las 11 de la mañana, así que iremos al hotel, nos refrescaremos y nos reuniremos a las 10,30 para ir desde allí juntos. Es prioritario que nos reunamos con los representantes de las imprentas a lo largo de la jornada, tal y como está previsto en mi agenda, pero más importante aún es tantear a los nuevos autores. Necesitamos un buen puñado de nuevos talentos que incorporar a nuestra firma, pero sobre todo necesitamos un talento con mayúsculas, una novato con proyección y una buena obra. La quiero junto a mí en todo momento, señorita Egia, disponible y con los ojos muy abiertos.
―Por supuesto, señor Coleman ―asiento yo mientras le sigo casi a la carrera para poder seguir el ritmo que sus largas piernas están imprimiendo a nuestro recorrido hasta la salida del aeropuerto.
Hemos aterrizado en el Aeropuerto Internacional Midway, el segundo más importante de Chicago, pero el más cercano al centro financiero de la ciudad, a sólo 10 kilómetros, por lo que en muy poco tiempo estamos en el hotel. En la zona de llegadas nos estaba esperando un chófer con un cartel con el nombre de mi jefe y en apenas quince minutos estamos bajando nuestro equipaje del coche. En todo el trayecto, el señor Coleman ha estado pendiente de su tablet, escribiendo notas y consultando la ajetreada agenda que tenemos para hoy. Mejor para mí, me ha dejado en paz y no he tenido que pensar nerviosa en rellenar los silencios.
Nuestro hotel es el Four Seasons y está en una zona inmejorable de la ciudad. Me recuerda a las películas de mafiosos de los años veinte, no sé por qué. Nuestras habitaciones están en la planta 19 y las vistas del lago Michigan y la playa urbana, son espectaculares. Me imagino esas mismas vistas de noche y me siento contenta, por un instante cortito, de haber sido elegida para realizar este viaje. No he estado en Chicago nunca antes y esto me puede servir para una entrada interesante en mi blog. A pesar de que me he criado en ambientes de lo más dispar, siempre me sorprenden los lugares que visito por primera vez.
A las diez y media de la mañana estoy puntual en el hall del hotel para reunirme con el señor Coleman, no quiero meter más la pata con él, no puedo permitírmelo. Me he puesto un pantalón negro y una blusa fucsia que me dan un aspecto profesional, a la vez que me siento cómoda. Soy bajita, así que me he puesto un tacón discreto, de cuña, que me hará aguantar más horas de pie y lista para la batalla.
Mi jefe sale del ascensor un par de minutos después y tiene un aspecto sensacional, como un modelo de Abercrombie en pleno descanso de una sesión de fotos. Bueno, un modelo de Abercrombie con la camisa abrochada, lo cual es una lástima. ¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? ¡Tengo pensamientos impuros con mi jefe! Que vale, está bastante bien, pero es mi jefe, además de un arrogante y un estirado. Llega hasta donde lo estoy esperando y me echa un repaso sin disimulo y asiente con aprobación. Me saca al menos treinta centímetros y me siento aún más pequeña cuando me mira así. Desvío la mirada, incómoda, y él me hace un gesto con la mano para que salga delante de él del hotel. Allí nos espera el chófer que nos ha traído del aeropuerto y nos abre la puerta para acomodarnos dentro.
McCormick Place, el lugar donde la BookExpo America tiene lugar, está a quince minutos en coche del hotel. Otros quince minutos de silencio, intuyo. Pero no... mi jefe ahora está más hablador.
―Señorita Egia ―comienza y yo no tardo en ponerme a temblar― ¿le gusta su habitación?
―Muchísimo. Gracias.
―¿Nada más? ―me pregunta. Claramente tiene intención de jugar un rato conmigo, estoy convencida de que es un sádico que sabe que odio este tipo de situaciones y no está dispuesto a dejar pasar la oportunidad.
―¿Nada más? No sé a qué se refiere ―contesto con toda la inocencia que mi actual estado de pánico es capaz de mostrar.
Su altura hace que tenga las piernas plegadas en el coche, hasta que cambia de posición y me roza al ponerse más cómodo. Siento una descarga de adrenalina máxima, los nervios van a hacer que salga volando de mi asiento.
―Me refiero a si no es capaz de verbalizar de algún modo más elocuente su respuesta.
Argggg ¡Pero qué esnob y estirado es! ¿Es que no puede hablar como una persona normal, sin usar esas palabras tan rebuscadas? No sé si pretende jugar al niño rico repelente o si es así siempre. A mí no me impresiona, más bien me repatea su actitud pedante. Estoy hasta el moño de pijos que se lo tienen creído y que se piensan que son más que nadie por saber usar el lenguaje de una manera que resulta tan acartonada. No lo sabe, pero yo soy graduada con honores por la Universidad de Oxford en Literatura Comparada, y jamás me oirá dirigirme a otra persona con esos aires de superioridad y con ese vocabulario propio de un diccionario de sinónimos.
―La habitación es amplia y muy bonita, las vistas son espectaculares y el hotel, en general, me ha gustado muchísimo ―respondo ya un poco de mala uva. Casi me gusta que me haga enfadar, porque eso acaba de un golpe con la sensación de estar acobardada delante de él y ayuda a sacar a la mujer con carácter que se esconde detrás de mi aspecto de chica asustadiza y frágil. Me pasó ayer en su despacho cuando puso en duda la paternidad de mi padre y vuelve a pasarme ahora que se comporta como el pijo engreído que, probablemente, no puede evitar ser.
―Me alegro mucho de que sea de su agrado. Aún no lo ha visto todo. Tiene una piscina espectacular, un restaurante con una carta impecable y una azotea donde, ahí sí, las vistas son realmente espectaculares.
¿Hemos venido a trabajar o a disfrutar de unas vacaciones a Chicago? ¿Está tratando de impresionarme? No sé si decirle que no necesita hacerlo, que he estado ya antes en hoteles de este tipo, que las compañías, el trabajo y los gustos de mi madre me han ofrecido la posibilidad de alojarme en sitios de lo más dispar, incluyendo hoteles de lujo y chozas en remotos poblados. Pero me callo y me hago la impresionada, porque no sirve de nada ponerme a su altura en lo que a elitismo se refiere, y porque es mi jefe y nuestra relación es estrictamente profesional, y no tengo por qué ir dándole detalles de una vida que, seguramente, a él no le interesa para nada.
―Lástima que todas esas instalaciones queden fuera de mi alcance. Con lo apretado de su agenda, apenas pisaremos el hotel ―digo para dejar claro que yo aquí he venido a trabajar.
Él me mira intrigado, pensando en que, quizá, yo sea más sensata que las demás a las que, me imagino, haya intentado impresionar con hoteles de lujo y viajes a Chicago por todo lo alto, sea en el ámbito laboral o por mero placer. Una conquista es una conquista y a los hombres no les gusta emplear sus esfuerzos para nada, aunque éstos vayan dirigidos a la secretaria de su secretaria. Porque, afrontémoslo, está jugando conmigo y ambos lo sabemos. No sé si por el mero hecho de jugar o porque a la legua se ve que yo me estoy resistiendo. Me recorre un escalofrío sólo de pensar en que me haya escogido como objeto de su juego, e intento que mi mente se evada de tales pensamientos. Es mejor volver a mi enfado y estar a la defensiva, así puedo mantener la cabeza más fría.
―Sí, una verdadera lástima ―concede él pasados unos instantes.
Se instala el silencio entre nosotros, pero en vez de parecerme incómodo, se convierte en una tregua para mí, para dejar de comerme la cabeza con las intenciones, ocultas o no, de mi jefe. Ojalá lograra relajarme con él, como me pasó con Marie. Recuerdo entonces el día anterior, cuando me quedé atrapada en el ascensor, y cómo el miedo de estar allí se transformó en una sensación mucho más relajada al hablar con él. Y recuerdo también nuestra última mirada antes de que él desapareciera, con las ganas que me quedé de pedirle el teléfono, hasta que recordé que está fuera de mi alcance, que en nada será un hombre casado y que ese barco, por desgracia, ya ha zarpado para mí. En fin, la historia de mi vida...
Llegamos a McCormick Place y tengo que reconocer que, ahora sí, me quedo absolutamente impresionada. Qué sitio tan espectacular. Es el mayor centro de convenciones de Estados Unidos, y su diseño y estética son preciosos. El edificio principal, donde se celebra la BookExpo America, nos recibe con su inmenso voladizo, sus paredes de cristal y su aire de grandiosidad. Me quedo boquiabierta y, no puedo por menos que admitir que el viaje ha merecido la pena.
Entramos al recinto que ya es un hervidero de gente. Se respira un aire especial, lleno de oportunidades, y yo quiero quedarme aquí dentro para siempre. Hay stands de toda clase de sellos editoriales, imprentas, empresas de distribución, agencias de corrección, cazadores de talentos, agentes literarios... el bullicio es ensordecedor, pero, a la vez, hay un cierto orden en todo, como si cada cual supiera cuál es su sitio y dónde debería estar para ver y, sobre todo, para dejarse ver.
Nos encaminamos al stand de nuestra firma. Coleman and Asociated Publishing tiene un espacio privilegiado en el lateral derecho del pasillo central. Allí, dos guapas azafatas contestan a las preguntas más ligeras acerca del sello, mientras que algunos de los comerciales más reconocidos de la firma atienden a clientes de más consideración. También está por ahí Virginia Olsen, la directora de Comunicación de la empresa. Al vernos, se acerca solícita a saludar a nuestro jefe y a darle cuenta de lo más destacado de lo que va de jornada.
―Señor Coleman ―dice a modo de saludo, mientras se pasa, coqueta, la mano por su salvaje melena― bienvenido a Chicago. Como ve, está todo en marcha y el stand está siendo visitado de manera considerable. Tenemos la sala de reuniones C3 reservada para las 11, allí nos esperan los representantes de las imprentas, los recibirá de uno en uno, y tendremos que haber acabado para las 13 horas. A esa hora deberá comer con Simon Todler, de STL Logistic, para tratar el tema de la distribución en la región oeste...
―Virginia ―le corta mi jefe― disculpa que te interrumpa, pero conozco de sobra mi agenda. Aquí la señorita Egia se encarga de ello y lo hace realmente bien. Así que, querida, háblame de lo que me interesa... ¿qué se cuece por aquí? ¿A qué autores hay que hacer la pelota para atraerlos hasta mis faldas?
¿Me ha echado un piropo? Bueno, a mí no, a mi trabajo... ¿Lo hago realmente bien? No puedo evitar sonrojarme, mientras la mirada de cobra de Virginia Olsen cae como una losa sobre mí. Vaya... ¿y yo qué he hecho para ganarme su desdén si sólo estoy aquí parada como un monigote sin abrir la boca?
―Señor, he hecho trabajo de campo y hay un par de nombres que suenan más que los demás: Dennis Kunnis y Andrea Campos. Son dos novatos con muy buenas referencias y ya se habla de que Random House y Pinguin están detrás de ellos. Le he conseguido una cita con la señora Campos esta tarde a las cinco. Con el señor Kunnis aún no he tenido el placer de hablar.
―¿Y a qué espera? ―le pregunta el señor Coleman enarcando una ceja y mirando hacia mí―. Señorita Egia, empecemos con las reuniones con las imprentas.
Yo, que ya he consultado el mapa del edificio durante la conversación y ya tengo localizada la sala de reuniones C3, le indico con un gesto el camino a seguir. Y allí deja a la directora de Comunicación, con un gesto desconcertado y, de nuevo, centrando en mí un odio creciente que, de verdad, no logro comprender.
La mañana discurre con mortal aburrimiento encerrada en una sala con proveedores, datos económicos, tiras y aflojas sobre precios y plazos, y bromas sin gracia que los hombres de negocios creen que necesitan para ganarse a sus posibles clientes. Yo tomo notas, recojo informes y ofertas que nos traen nuestros interlocutores, y les sirvo café cuando me lo precisan.
La comida no es mucho más divertida, pero al menos no debo ser yo la que sirva nada y, además, he quedado exenta de tomar notas. De hecho, no sé qué hago aquí sentada, podría estar disfrutando yo sola de la feria y, algo que agradecería, alejarme unos minutos de mi jefe, cuya presencia hoy está siendo perpetua... creo que me cuenta hasta los minutos que empleo en ir al lavabo.
En una de mis excursiones al baño me doy de morros con Virginia Olsen. ¡Qué suerte la mía! Me vuelve a dedicar una de sus miradas de medusa, de esas que pretenden convertirte en piedra y yo sigo absolutamente perdida sobe las razones de su inquina hacia mí. En la oficina apenas habremos cruzado alguna palabra en dos o tres ocasiones, todas cuando mi jefe la requiere en su despacho o ella solicita verle a él. ¿Por qué, de repente, me ha convertido en su enemiga?
―Señorita... disculpe, pero no recuerdo su nombre, la falta de costumbre en el trato, ya sabe ―dice con desdén, mientras me corta el paso en el pasillo del lavabo del que ella sale y yo pretendo entrar.
―Egia, Martina Egia ―le contesto en tono conciliador. Que yo a esta señora no le he hecho nada y no entiendo a qué viene su tono y su trato. Su rostro no se relaja, pese a que yo intento ser agradable, y me fijo en ella, casi por primera vez. Es más alta que yo -rondará el metro setenta y cinco-, es delgada pero fibrosa, con un aspecto saludable, como de vigoréxica. Viste muy elegante y de acuerdo a su estatus laboral y a su edad, que debe rondar los treinta y ocho o cuarenta años. Es guapa, sobre todo por la abundante cabellera rizada que enmarca su rostro ovalado y sus ojos rasgados y oscuros, que le dan un toque exótico que casa a la perfección con su piel bronceada y sin una sola arruga. Es tan diferente a mí, con mi falta de sofisticación, con mi estatura de tapón y mi pelo ralo y liso, que llevo recogido en una coleta sin mucha gracia...
―Eso es, señorita Egia ―corrobora―. Espero que el señor Coleman esté siendo atendido con se merece... en los estrictamente laboral... espero.
¡Ay, que ya sé lo que pasa! ¡Que esta mujerona está celosa de que yo sea el perrito faldero de nuestro jefe en vez de ella! Y, una de dos, o le tiene ganas al señor Coleman y cree que yo me lo estoy beneficiando, o es ella la que ya se lo ha beneficiado y está rabiosa porque cree que ha sido sustituida.
―Vera... yo… ―qué le digo yo a esta para que no se crea que entre el señor Coleman y yo hay algo más que trabajo― yo no creo que él tenga queja.
¿Qué? O sea ¿qué? ¿Por qué he dicho eso? ¿No había un modo más fácil de quitarse a esta tía de encima y entrar en el lavabo sin que su mirada pasara, directamente, a modo mal de ojo y ganas de matar en uno? Mantiene su posición unos segundos y, tras echarse la melena hacia atrás con un gesto brusco, que a punto está de hacerme perder un ojo, se va del lavabo con paso airado y manos crispadas.
Vuelvo a la mesa donde discurre la comida de mi jefe con el proveedor de distribución, procurando olvidarme del episodio tan surrealista que acabo de vivir. Pero es que cuesta, que esa señora da mucho miedo y no sé si debo prepararme de algún modo para recibir un golpe en respuesta a lo que ella ha podido entender.
Paso lo que queda de tarde acobardada en un rincón, sin casi levantar los ojos de mis notas. Apenas soy consciente de la reunión con los comerciales que tiene mi jefe, ni de la que, más tarde, mantiene con la autora que todo el mundo desea, Andrea Campos, que al parecer, es la más firme promesa de la narrativa romántica de todo el este de los Estados Unidos. No hay mucho que hacer con ella, al parecer ya se ha pre-comprometido con los de Random House y mi jefe no puede hacer nada para convencerla.
A las ocho de la tarde, ya con el cielo completamente oscuro y los pies hechos polvo de tantas horas machacándolos, mi jefe y yo nos metemos en el coche y nos dirigimos al hotel. Él no está contento, claramente. La nula posibilidad de convencer a Andrea Campos para firmar con él lo ha dejado tocado, por no hablar de la reunión con los comerciales, donde se debían dar ideas nuevas según hubieran ido tanteando el terreno en la feria, y donde apenas se ha escuchado algo más que su voz enfadada y exigente.
Supongo que deseará irse a la cama y olvidar el día. Mañana nos espera otra dura jornada antes de tomar el avión de regreso a Nueva York. Yo no podría desear nada mejor ahora mismo que un baño relajante y un sueño reparador en esa cama impresionante que me espera en el hotel. Salivo sólo de pensarlo... de hecho, creo que de nuevo se me está cayendo la baba.
―Señorita Egia ―dice al apearnos del coche, en la entrada misma del hotel― la espero a las nueve en punto en el Allium, el restaurante del hotel.
¿Qué? ¡NO! ¿No puedo negarme? ¡Yo quiero quedarme en mi habitación, llamar al servicio de habitaciones y cenar ¡sola! antes de irme a dormir.
Me deja allí plantada, con mi boca abierta y mis ganas de rechistar sin conseguirlo. ¿Por qué no me deja en paz este hombre? Pasado el shock inicial, me pongo en marcha y subo a mi habitación resignada... al menos probaré el Allium, que es algo de lo que, seguro, no me voy a arrepentir.