Capítulo 6
A las tres en punto estoy lista para encontrarme con Marie y tomarme ese café.
Estoy más nerviosa de lo habitual y no entiendo muy bien por qué. No me he querido preparar mucho -unos vaqueros, una camiseta y una simple chaqueta por si refresca- para que él no saque la conclusión de que quiero llevar lo que sea que estemos haciendo más lejos. No se me va de la cabeza que se va a casar, pero tampoco la forma en la que me mira o insiste en verme. No logro entenderlo.
Me he pasado la mañana haciendo la colada en la lavandería de enfrente de mi casa, aprovechando esas interminables dos horas de lavado y secado para escribir una entrada en mi blog sobre Chicago.
Estuve en la ciudad apenas treinta y seis horas, y la mayoría me las pasé en un centro de convenciones trabajando, pero la esencia la capté y eso quiero dejarlo registrado. Cuando por fin acabó la secadora, había más de veinte comentarios de usuarios en el blog.
Cuatro horas después, bajo las escaleras que me separan de la calle envuelta en mis pensamientos y no reparo en que suben las vecinas del cuarto hasta que las tengo encima. Son Selma y Agatha Tillman, dos hermanas sexagenarias encantadoras pero que pueden llegar a ser muy insistentes y pesadas. Rezo a todos los dioses que conozco para que me dejen pasar sin entretenerme, pero no debe de ser mi día de suerte.
―¿A dónde vas con tanta prisa, señorita? ―me interpela Agatha, la mayor de las dos y la más cotilla. Tiene el pelo completamente blanco, cortado en un bonito peinado de estilo años veinte, y unas gafas de nácar que lleva sujetas con una cadena de metal. Tiene el aspecto justo de una bibliotecaria, que es lo que ha sido toda su vida hasta su jubilación, sólo un par de meses atrás.
―Sólo voy a dar un paseo. Hace un día estupendo, ¿no creen? ―intento moverme escaleras abajo mientras digo esto, pero no cuela, son más listas que el hambre.
Estratégicamente, se colocan en los huecos de la escalera que me impiden una huida limpia e inocente, así que, o salgo de ahí a puñetazos, o las escucho hablar un rato.
―A quitarte el susto del cuerpo, ¿verdad, hija? ―pregunta compungida Selma, que me mira con una cara de pena que no sé a qué viene. Se acerca mucho a mí para verme bien porque es miope total. Lo curioso es que trabaja en el departamento de Tráfico, dios sabe por qué esta mujer aún no está jubilada― Fui yo la que llamó a la Policía, ¿sabes?
Quieren cotillear sobre el atraco. No podía ser de otro modo. A pesar de las distancias (kilométricas y culturales) siempre me ha parecido que estas señoras poseen alma de portera española de posguerra. Son entrañables a su modo americano, te hacen tartas de limón y queso, coleccionan gatos y más gatos, y han ido a clases de defensa personal para no ser pasto de los violadores que recorren la ciudad. Pero son cotillas, y disfrutarían como nadie si las bajaran del cuarto piso a una inexistente portería, y desde allí vieran la vida de sus vecinos pasar.
―Pues se lo agradezco mucho, señorita Tillman, llegaron enseguida.
―Lo hubieran pillado con el botín en la mano si el hijo tonto de la Martinelli no le hubiera puesto sobre aviso gritando que llevaba una pistola ―rezonga Selma.
―Yo estaba en la ventana justo en ese momento y lo vi todo. Qué susto, señorita, qué susto debió de llevarse usted… ―añade Agatha, ajustándose sus gafas nacaradas.
―¿Y saben algo del ladrón? ¿Lo han cogido? ¿Está fichado? ¿Es peligroso? ―pregunta ávida su hermana.
―No, no se sabe nada del chico. Pero ojalá tenga algo de suerte en la vida y suelte esa pistola. Porque algún día va a lastimar a alguien, quizá a sí mismo...
Me miran escandalizadas por mi comentario sobre el atracador. No se les pasa por la cabeza que una víctima vea más allá de su asaltante, y sé que ahora mismo piensan que estoy completamente loca. Mejor, así quizá me dejen en paz. Me estoy empezando a impacientar.
Aprovechando que se han quedado mudas, les hago un requiebro y paso junto a ellas por un hueco mínimo que han abierto. Las he pillado en un renuncio y celebro mentalmente el gol que les acabo de colar por toda la escuadra.
―Me pasaré hoy mismo por la Comisaría para ver si saben algo. Se lo haré saber ―grito mientras bajo las escaleras de dos en dos en mi huida desesperada. Son mayores, pero no me fío.
El día me recibe radiante y soleado. Es el primer día de junio, mi mes favorito, y no hay mejor manera de recibirlo. Buen tiempo, un buen plan para la tarde y una cena en los Hamptons... desde que llegué a Nueva York creo que nunca había estado tan contenta.
Me pongo las gafas de sol y me aprieto bien los cordones de mis zapatillas. Hay que estar preparada por si hay que salir corriendo.
Cuando me incorporo, Marie está parado justo a mi lado. Va vestido de manera muy similar a la mía, con vaqueros, camiseta y zapatillas, y luce unas gafas de sol que le ocultan esos preciosos ojos verdes que tiene (qué pena). Me sonríe abiertamente y me tiende una margarita enorme que no sé de dónde se ha sacado.
Yo me ruborizo porque, a veces, reacciono así, como una adolescente boba. Y sé que el se da cuenta, siempre se dan cuenta.
―¿Lista para ese café?
―Lista.
―¿En cafetería o para llevar?
―Ummmm... Para llevar.
―¿Paseo o sitio concreto?
―¿Washington Square?
―Perfecto.
Nos miramos un segundo con una complicidad infinita y nos encaminamos hacia el Starbucks que hay en mi calle, unos bloques más allá.
―Gracias por devolverme el bolso. Es un regalo de mi madre. No me hubiera gustado perderlo.
―Estamos para eso. Yo, personalmente, pertenezco a la brigada especial de recuperación de bolsos con alto valor sentimental. Como ves, hago muy bien mi trabajo― me guiña un ojo y yo le doy un golpe cariñoso en el hombro.
―¿Dónde lo habéis encontrado?
Me cuenta que mi bolso ha viajado unos pocos kilómetros, hasta Roosevelt Island, y que apareció ayer por la mañana detrás del teleférico que llega a la isla. La documentación estaba intacta y, al haber denuncia por su sustracción a mi nombre, lo hicieron llegar a su comisaría.
Llegamos a la cafetería y pedimos nuestros cafés. Insisto en pagar por la buena acción de llevarme el bolso en persona hasta la oficina, pero él asegura que la invitación partió de él y es su obligación pagar. Nos enzarzamos en una discusión amistosa que acaba con él coqueteando con la chica de la caja para que coja exclusivamente su dinero y rechace el mío.
―Si quieres pagar, te dejo. La próxima vez ―dice cuando abandonamos el local con nuestros cafés para llevar en la mano.
―¿Qué te hace pensar que habrá próxima vez? ―y no sé si estoy contenta o si debería correr y escapar de ahí y de futuras citas con alguien que no está a mi alcance y con el que me siento tan bien.
Porque me siento como en casa. Y eso hace mucho tiempo que no lo sentía. Y es agradable. Pero también da mucho miedo.
Seguimos caminando hasta mi lugar favorito de la ciudad, con su arco, su fuente y la cantidad de gente diferente que lo habita en busca de sol, música o inspiración. Washington Square Park me encanta desde que descubrí la ciudad. Y no podía haber mejor escenario para mi cita con Marie.
―Este sitio me recarga las pilas. No sé, es especial ―le digo cuando llegamos y nos sentamos en la fuente central, con vistas al arco.
―¿Sabías que fue un cementerio antes de ser un parque? Y no sólo eso. No era un cementerio cualquiera. Se utilizaba para enterrar aquí a los indigentes y a los que no llevaban documentación y no podían ser identificados.
Miro a mi alrededor con sorpresa, imaginándome que lo que dice es cierto. Y no sé qué pensar, un lugar tan bonito sí me cuadra como descanso eterno, pero lo imaginaba de más postín y no sólo para recibir los cuerpos de los indigentes.
―Dicen que bajo este asfaltado hay más de 20.000 cuerpos. Imagínate el día que llegue el Apocalipsis Zombie ―añade divertido.
―Me da igual lo que haya debajo. Sigue siendo mi lugar favorito de la ciudad.
―Te entiendo, tiene magia, ¿verdad? ―dice con la mira perdida más allá del arco.
No sé en qué está pensando ahora, si en nuestra conversación banal, o en algo más profundo. Sus ojos se llenan de algo que no sé muy bien cómo descifrar ¿Pena? ¿Nostalgia? ¿Tristeza?
Intento rescatarle para que nuestra cita continúe por el mismo buen camino que llevaba hasta ahora, aunque soy consciente de que, a veces, cuando nos perdemos en nuestro mundo interior hasta duele que nos saquen de ahí.
―Así que…agente de Policía ¿eh? Y yo que te hacía un pobre niño extraviado que acababa de descubrir su vocación culinaria…―bromeo a su lado y, al instante, el Marie alegre y jovial que lleva siendo toda la tarde reaparece ante mis ojos.
―¿No te lo dije? ―sonríe pícaro mientras yo niego divertida― Bueno, hay que dejar algunas sorpresas para la segunda cita. Si te lo hubiera contado todo en el ascensor, ¿de qué hablaríamos hoy?
De pronto soy yo la que siente cómo se desvanece algo dentro de mí y mi rostro se ensombrece. Él lo nota y me toca la pierna, que está junto a la suya, con un gesto tierno y cariñoso, intentando borrar de mi cara esa expresión triste.
―No digas que esto es una cita, por favor ―le digo muy seria, retirando su mano de mi pierna. Puede que yo piense internamente que esto es una cita, pero no quiero que él lo piense. No es una cita, no mientras él esté prometido.
Marie es listo y sabe a qué me refiero, así que continúa como si esta frase no hubiera salido de mis labios, quitándole hierro al asunto y luchando por sacarme la sonrisa otra vez.
―¿Nunca habías visto a un policía barra cocinero? Somos una rareza al borde de la extinción, especie protegida, diría yo… quedamos muy pocos.
Y lo consigue. La sonrisa vuelve a mis labios porque es imposible no estar de buen humor con un hombre como este al lado.
―Venga, en serio… cuéntame por qué policía. Lo de ser cocinero ya me lo sé ―le apremio, muerta de curiosidad.
―De pequeño y, sobre todo, de adolescente, me metí en muchos líos. Algunos más gordos que otros, y estuve a punto de entrar en el reformatorio en un par de ocasiones. Si no hubiera sido por mi abuela, seguro que mi vida se hubiera torcido definitivamente. Pero me enmendó. Me presentó a un amigo suyo que era inspector de Policía y, no sé, se interesó por mí, me hizo caso, me dio opciones… y acabé en el cuerpo, fue algo natural.
―Así que eras un pequeño delincuente… ―le pico yo.
Se ríe con ganas y niega con la cabeza. Estaba claro que me iba a quedar con ese dato sobre todos los demás. Y me lo imagino de joven, perdido y desnortado, como el chiquillo que me apuntó con su pistola dos días atrás. Si al menos él tuviera la misma suerte que Marie, si alguien se interesara por él…
―Entré en el cuerpo de Policía más por afinidad con el inspector Roth que por vocación. Y como no era mi vocación, al final acabó surgiendo la verdadera… y esa es toda mi historia.
―Apuesto a que eso no es cierto. Apuesto a que hay mucho más detrás de la placa y de las ganas de llegar a ser chef.
Son casi las cuatro y a mí la tarde se me está pasando como si de un suspiro se tratara. ¿Me había pasado antes? Yo creo que, con esta intensidad, jamás.
He salido con chicos desde la adolescencia, pero ninguno de ellos ha hecho mella en mí hasta la fecha. En Islandia, cinco años atrás, tuve mi relación más seria y larga. Se llamaba Hallbjörn, un robusto marinero de ojos profundamente azules, amante de los libros, las risas en compañía de los amigos y el montañismo. La verdad es que pasamos muy buenos ratos juntos, pero yo sabía, desde antes de llegar allí, que Islandia no iba a ser mi destino definitivo, y cuando dejé la isla, Hallbjörn se quedó allí sin mayores efectos negativos para mi corazón.
Al llegar a Nueva York no tenía ninguna pretensión amorosa, pero tampoco llegaba cerrada a nada. Cierto es que lo que ahora me importa es mantener mi trabajo y descubrir si yo también tengo una vocación más allá de la de trotamundos, pero la verdad es que nunca se sabe…
―¿Y tú? ¿Qué hay detrás de la chica de la oficina que es atracada en la misma puerta de su casa?
―Qué difícil tu pregunta ―le contesto. Es que yo misma estoy aún tan perdida… no sé lo que quiero, no sé lo que busco. Y no sé dónde pueden hallarse las respuestas.
―No puede ser tan difícil, alguna idea tendrás.
―Quiero hacer algo importante, pero no sé aún en qué sentido. Es todo lo que puedo decirte hasta que yo misma me aclare ―me mira asintiendo, como si realmente me entendiera―. Lo más importante que he hecho en mi vida es mi blog de viajes, 'El mundo, contigo'.
Algo es algo. Lo he dicho en voz alta, internamente le doy la más alta importancia a mi pequeño rincón en la red, y creo, que al decirlo en alto, he hecho un minúsculo alegato en favor de mí misma. No sé qué significará, pero estoy contenta con las palabras que han salido de mi boca.
―Me encanta el nombre de tu blog ―me dice― ¿Te gusta viajar?
―Es lo que llevo haciendo toda la vida.
Y entonces le cuento mi caótica vida nómada y sé que eso no se lo esperaba. Me mira con los ojos como platos y disfruta de mis historias como si fuera un niño pequeño al que le estuvieran contando un cuento emocionante.
―No me extraña que no hayas descubierto aún tu vocación. Creo que debes dejar de correr para que tus propios pensamientos te encuentren y, juntos, lleguéis a un acuerdo― dice cuando ya tiene un cuadro, más o menos detallado, de lo que ha sido mi vida hasta ahora.
―Lo sé, sé que tengo que parar en algún momento. De algún modo, sé que no soy como mi madre, que nunca ha querido que su viaje tuviera un final. Pero el mío ha de tenerlo, lo siento así. Y no sé si será una vocación o una persona, pero con el tiempo, siento que algo o alguien conseguirán que eche raíces.
Me mira muy serio, con la sonrisa que le llega hasta sus ojos, increíblemente verdes y llenos de confianza en mis palabras. Y siento un deseo irrefrenable de besarlo y de que él me bese a mí, que me recorra toda entera y me haga olvidar que es cierto, que no tengo raíces, pero que todo puede cambiar si encuentras a la persona adecuada.
Pero el deseo es una cosa, y la realidad es otra. Y pese a que leo en sus ojos que él también siente algo, ambos desviamos la mirada porque entramos en arenas movedizas que es preferible vadear.
―Creo que es mejor que me vaya yendo a casa. Esta noche tengo una cena fuera de la ciudad y no quisiera llegar tarde ―le digo tras ponerme en pie.
Tengo la mitad de los huesos de mi cuerpo entumecidos por la postura en la que llevamos sentados tanto tiempo, así que no dudo en estirarme, como los gatos. Él me imita y nos paramos en seco, ambos a mitad del estiramiento, y rompemos a reír como dos niños en medio de una travesura.
―Venga, te acompaño, que yo no tengo planes.
¿No tiene planes? Es sábado por la noche y no tiene planes con su novia ni con nadie. Interesante. Me lo apunto.
―Por cierto, si no quieres ser como tu madre, aunque la quieras mucho, puedes no serlo, y eso no significará nada, ni bueno ni malo ―dice de pronto, cuando ya hemos empezado a andar rumbo a mi casa, que no queda muy lejos.
Me quedo callada más tiempo del normal tras escucharle decir eso. Y es que hablar de mi madre me ha hecho recordar su ausencia de noticias, y la creciente angustia que cada día voy sintiendo, se vuelve a instalar en mi pecho.
―¿He dicho algo malo? ―pregunta preocupado antes mi silencio.
―¡No! No, no ―me apresuro a tranquilizarle―. Es sólo que no hablo con ella desde hace unas semanas ni tengo noticias suyas y… estoy un poco preocupada, eso es todo.
―Seguro que está bien. Ya sabes lo que dicen, las malas noticias vuelan. Así que atente al dicho “Si no hay noticias, son buenas noticias”.
Sonrío ante su forma de darme ánimos, y aunque creo que esa afirmación suele ser siempre cierta, no las termino de tener todas conmigo.
―Mentalmente me he dado un plazo para no ponerme histérica del todo ―le confieso―. En dos semanas será mi cumpleaños. Si no se pone en contacto conmigo… entonces pondré una denuncia en la embajada húngara.
Me mira boquiabierto. ¿Qué he dicho? ¿Le he ofendido por decir que pondría la denuncia en la embajada en lugar de en su comisaría? ¿Qué sentido tendría hacer eso?
―¡Mi cumpleaños también es la próxima semana! ¡El domingo 16! ―exclama riendo, sin acabar de creérselo.
―El mío es el 15. No coincidimos, sería mucha casualidad, y te aseguro que encontrarte vestido de policía cuando me atracaron, ya fue suficiente casualidad.
―Bueno, a mí me parece una gran casualidad, aunque no sea exactamente el mismo día. Algo tendrá que significar― intenta convencerme cuando entramos en mi calle.
―Significa que ambos somos géminis y que tenemos la gran suerte de que, este año, celebramos nuestros cumpleaños en fin de semana ―bromeo para desviar el tema de los significados relacionados con el destino y todas esas cosas a las que sé que él da mucha importancia.
―¡Exactamente eso es lo que significa! ―se ríe al llegar a la puerta de mi casa.
No quiero que se acabe la tarde, no quiero que se vaya y me deje pensando en él como una adolescente obsesionada. Pero soy consciente de que no me lo puedo quedar, que tengo que devolvérselo a su legítima dueña, aunque me duela mucho verlo marchar.
Nos quedamos callados, uno frente a otro. Se acaba el tiempo de las risas y entramos en terreno pantanoso.
¿Cómo se despide uno en estos casos? si por mí fuera, yo lo agarraría por los hombros, lo acercaría a mí y le daría el beso que estoy deseando darle desde esta tarde en el parque. Le daría un beso valiente, de los de acercarme y no dejarle escapar, un beso lleno de todas las cosas buenas que me hace sentir, un beso de confirmación de ese destino que nos sobrevuela y nos está retando desde que nos encerrara en un ascensor una semana atrás.
Pero no lo beso. Sólo le miro a los ojos, anclada en ellos. Y le sonrío, porque me saca la sonrisa con sólo mirarlo y sé que yo se la saco a él. Cualquiera que mire en nuestra dirección seguro que se queda sorprendido al ver a dos personas mirarse, sin decirse nada y sonriéndose como dos locos.
Y es bonito. Es bonito estar en sus ojos, y yo ser parte de los suyos. He hecho un amigo en Nueva York, otro más para mi colección de personas que llevo dentro de mí. Va en la misma saca que mis chicas de la oficina y que mi adorado Onur. Quizá también en la misma que Saul, así, uno junto al otro.
―Será mejor que suba… ―rompo el hechizo que nos une ―de verdad que tengo que hacer un montón de cosas y la cena es fuera de la ciudad… una locura.
―¿Vas acompañada? ―pegunta de pronto.
¿Está celoso? Sus ojos se han vuelto perspicaces, como interrogando mis intenciones. No sé qué decirle, porque sí voy acompañada. Dudo entre ser sincera o no contarle nada de Saul. Si le digo que sí, pensará que alguien más se interesa por mí y eso está bien para que no me dé por sentada. Si le digo que no, le confirmo plenamente que estoy sola y disponible.
―Voy acompañada ―digo en un tono neutro, optando por la sinceridad.
Me mira tranquilo, calibrando la información, calibrándome a mí. Y sé que he escogido la opción correcta.
Sin más preámbulos, se acerca y me da un beso en la mejilla. Me quema su tacto contra mi piel y yo acerco instintivamente mi cuerpo al suyo. Durante un instante, estamos tan juntos que podríamos pasar por una sola persona. Su respiración está en mi oreja, su mano rozando la mía y mi corazón, latiendo como si estuviera desbocado.
Dura un instante, pero se me queda clavado dentro. Ya tengo su esencia grabada en mis sentidos y no se me va a olvidar jamás.
Cuando nos separamos, una última mirada se cruza entre nuestros ojos, cargada de algo parecido a la pena por dejar pasar la oportunidad de tener más. Yo subo las escaleras que me separan de la puerta del portal y le digo adiós con la mano.
Él se va sin volver la vista atrás. Como el día del ascensor. Y vuelvo a pensar en que, otra vez, se ha ido sin darme su número de teléfono, y yo tampoco se lo he dado a él.