Capítulo 15
Me siento una súper heroína a punto de salvar el mundo, o una agente del FBI muy molona que va a resolver un caso importantísimo. Mientras nos movemos por Manhattan de autobús en autobús -tenemos que hacer dos transbordos para llegar al Tram de Roosevelt Island desde el West Village- Onur y yo estamos eufóricos por llevar a cabo esta audaz misión de rescate.
Sé que es estúpido pensar que somos héroes o que estamos haciendo algo muy bueno, porque, realmente, aún no hemos hecho nada de nada. Sólo hablar y lamentarnos por la suerte de un muchacho que nos encañonó con una pistola y nos robó nuestras cosas. Y habrá quien piense que somos estúpidos, o dos pobres soñadores que no tienen en cuenta la realidad de la vida, pero estamos juntos en esto, y si nos tienen que llamar estúpidos o algo peor, que lo hagan doble, que ambos estamos en el mismo barco.
Ya en el teleférico, intento que mi horror por los sitios cerrados no me amargue el viaje. Nunca he hecho antes este recorrido, y sé que mis propias limitaciones para viajar a gusto en ciertos medios de transporte, me van a impedir disfrutar de cosas como este viaje de tres minutos sobre el East River, con unas vistas increíbles de los edificios de la ciudad y del puente de Queensboro.
Lo paso verdaderamente mal pensando en que la puerta del Tram no va a abrirse cuando yo desee que lo haga, y agradezco con sinceridad la mano de Onur en mi hombro, dándome ánimos. Él es una de las pocas personas en el mundo a la que le he contado esta fobia reciente que me está amargando mi adorada pasión por viajar.
Cuando llegamos al otro lado y salimos de la enorme cabina de cristal y metal que nos ha tenido suspendidos en el aire, respiro de forma ostensible. Tardo un par de minutos en recuperarme y volver a ser (y parecer) la chica normal que no se derrumba ante nada, y menos aún ante un viaje minúsculo en un teleférico precioso.
Onur saca un papel donde tiene apuntadas unas notas que ha ido tomando desde que se empezaron a obtener pistas. Según me indica, mis cosas aparecieron tras la propia estación del Tram, así que estamos en el lugar correcto para empezar nuestra investigación.
Recorremos la pequeña estación en busca de alguna pista que nos ayude a tirar del hilo. Es como buscar una aguja en un pajar, lo sé, pero por algún lado hay que empezar.
En pleno mes de julio, Nueva York es una caldera a punto de estallar. El calor es mortal y, a estas horas de la tarde, la gente huye de los lugares abiertos para refugiarse en el interior de sus casas o de cafeterías fresquitas, al amparo de un reparador y revitalizante aire acondicionado.
Onur y yo apenas nos cruzamos con nadie mientras inspeccionamos la estación o cuando, luego, nos acercamos al centro de recepción de visitantes de la isla, justo al lado, para recabar alguna información válida.
El centro de recepción es una minúscula edificación de una sola planta, con forma de quiosco, donde una señora mayor y algo sorda, atiende las preguntas de los turistas que llegan hasta allí. Está la mujer más que harta de que la cuestión que más preocupa a los viajeros que eligen Roosevelt Island sea la localización exacta de los baños más cercanos, pero es que es la vida misma: la necesidad antes que el turisteo.
Nos recibe con una sonrisa, pensando que nos pueda vender algún pequeño souvenir, aunque antes deba informarnos de dónde acudir para aliviar nuestras vejigas.
Onur le pregunta sobre el chico, ajustándose lo mejor que puede a la descripción que ambos guardamos de él en nuestras cabezas. En cuanto nos oye preguntar por él, la señora cambia su expresión amistosa a otra mucho más cerrada y dura.
―No conozco a nadie que encaje en esa descripción ―cacarea con visible mal humor―. Si no van a comprar nada, y no desean ninguna clase de información más, les recuerdo que pueden encontrar baños públicos en el parque Southpoint, al sur, y en el parque del Faro, al norte.
Casi nos da con la puerta en las narices y no nos permite continuar con el interrogatorio, pese a que no conoce en absoluto nuestras intenciones. No sé si no quiere hablar de él porque no lo conoce de nada o si lo conoce pero no quiere que lo encontremos. En este segundo supuesto, puede que sufriera también un atraco que haya venido de él y le tenga miedo, o lo conozca, le caiga bien, y sienta la necesidad de protegerlo de dos desconocidos que han ido a husmear sobre él a esos lares.
Onur y yo nos miramos sin mucho ánimo. Ahí hay una pista, y ambos lo sabemos. Seguro que la señora sabe muchísimo más de lo que ha dicho, pero es difícil hablar con quien no quiere hacerlo.
Así que tomamos la determinación de seguir el resto de pistas que tenemos apuntadas en el papel que Onur ha traído consigo. Pistas que nos llevan al parque Southpoint, en el extremo sur de la isla (donde, efectivamente, se pueden encontrar y usar con alivio unos fabulosos y limpísimos baños). No encontramos nada, ni gente, ni rastros que seguir en esa zona.
Decidimos ir al norte y recorrer lo que nos queda hasta el extremo norte de la isla. Al fin y al cabo, mide sólo tres kilómetros de largo y no es un paseo excesivamente extenso (si lo hacemos por la sombra, claro).
―¿Crees que conseguiremos algo aquí o que es un callejón sin salida? ―le pregunto a Onur con la esperanza algo diluida. ¿Qué esperaba yo encontrar aquí? Vale, no es muy grande, pero es un sitio con casi diez mil habitantes y, si todos son como la señora del quiosco, lo llevamos crudo.
―No perdemos nada por intentarlo. Aún podemos mirar en un par de sitios más de la lista y, luego, ya trazaremos un plan B ―me contesta Onur con una sonrisa triste que vela sus ojos. Sí, él también está un poquito decepcionado… también pensaba que las pistas nos llevarían a más indicios y, de ahí, al paradero del chico.
Recorremos la isla al completo de sur a norte y, muertos de calor y prácticamente desfallecidos, comprobamos que todas las pistas que tenemos no nos sirven de nada.
En nuestro triste regreso al teleférico (yo más que triste, voy ya sudando de horror por volverme a meter ahí dentro otros tres minutos) apenas intercambiamos palabras. Nos paramos en la calle principal. Ambos, sin saber por qué, miramos a la edificación de ladrillo rojo y planta baja que tenemos justo delante. Destaca por su sobriedad y la falta de concordancia con el resto de elementos de esa importante calle de la isla.
'Capilla del Buen Pastor' reza una placa marrón junto a su puerta, que nos habla de que estamos ante un edificio incluido en el Registro Nacional de Lugares Históricos. Probamos a empujar la puerta y comprobamos que el acceso a la capilla está abierto. Ni nos lo pensamos, nos metemos dentro, agradeciendo el frescor absolutamente redentor que nos recibe al pasar a su interior.
La capilla está completamente desierta. Es amplia y luminosa gracias a las seis ventanas de medio punto que abren su planta circular. A la derecha tiene un órgano gigante, de aspecto antiguo, muy bien cuidado y brillante. El altar que preside la estancia es amplio y está despejado. A diferencia de las iglesias católicas, aquí no hay un santo o una virgen dominando la sala, y sólo destaca un elaborado mueble de madera coronado con tres cruces a diferentes alturas.
―Es una iglesia episcopaliana ―aclara Onur, que es un buen conocedor de las religiones debido a sus muchas horas de lectura sobre el tema.
Nos sentamos hacia la mitad de la capilla, más para descansar y aprovechar ese fresco imprevisto que sienta tan bien después de recorrerse toda la isla a pleno sol, que por hacer turismo espiritual. La verdad es que no sé, ninguno de los dos sabemos, por qué hemos entrado ahí sin cuestionárnoslo cuando ya íbamos camino del teleférico.
Pasados unos minutos, y cuando ya estamos a punto de levantarnos y seguir nuestro camino fuera de esa isla, vemos que la puerta lateral que da, probablemente, a una especie de sacristía, se abre. Aparece un hombre pequeño, vestido de gris, con barba espesa que ya clarea, y paso lento y sosegado.
Nos mira y nos sonríe, y decide sentarse en el mismo banco que nosotros.
―Bienvenidos a mi humilde casa ―saluda, y en su voz hay matices de un acento extranjero, del este de Europa―. Soy el pastor Luka Djukic.
Le saludamos con un gesto y le damos las gracias por el recibimiento. Es un hombre agradable, de sonrisa fácil, y los ojos claros y llenos de un candor que es difícil de encontrar hoy en día. Creo que no debemos dejar pasar la oportunidad de preguntarle por nuestro chico misterioso, y Onur tiene la misma idea que yo.
―Disculpe pastor ―comienza mi compañero―, estamos buscando a un chico.
El pastor nos invita a continuar y Onur le describe con los mismos detalles que la vez anterior, cuando hablamos con la anciana del centro de recepción de visitantes. Y al igual que pasara entonces, el semblante amable del pastor, torna en algo más velado, poniéndose de inmediato a la defensiva.
―¿Por qué lo buscan? ―bueno, al menos este ha hecho la pregunta lógica antes de cerrarnos la puerta en las narices (en este caso, mejor sería decir, antes de echarnos sin miramientos de su iglesia).
―Le seremos sinceros ―intervengo yo―, nos robó a punta de pistola hace unas semanas.
El pastor baja la mirada y emite unos sonidos apenas audibles, como si lanzara una oración entre susurros para dios sabe qué oídos. Luego nos mira. Primero a uno y luego a otro, y se encoge de hombros.
―Son muy valientes si vienen a enfrentarse a un muchacho armado. ¿No han pensado en llamar a la Policía?
El hombre sabe algo y está tanteando el terreno. No nos va a decir nada, pero mi instinto me dice que es buena persona y que, probablemente, él también se preocupe por el chico si en realidad lo conoce.
―Mire, pastor ―inicio mi alegato, jugándomelo todo a una carta―, nos atracó. Pero también nos convenció, mientras lo hacía, de que necesitaba ayuda. Y no lo hizo con palabras, pero su cara, sus ojos… si usted lo conoce sabe de lo que le hablo. Hemos venido a ayudarle, se lo prometo.
―Ayudarle ¿cómo?
Me quedo callada. Buena pregunta para la que no tengo respuesta apropiada, porque realmente no se me ocurre cómo hacerlo.
El pastor se da cuenta. Creo que sabe que tenemos muy buenas intenciones, pero poca capacidad real para llevar a cabo el rescate heroico que en nuestras mentes se ha dibujado fácil y efectivo.
―Se llama Chris ―dice tras unos segundos de silencio― y es huérfano o, al menos, eso creemos. Se ha criado aquí, en el orfanato de la isla. Pero todo con él se ha torcido.
«Llegó a Manhattan con su padre, que procedía de algún país de Europa del norte, Suecia o Noruega, no estamos seguros. No tendría ni tres años cuando lo encontraron sólo en casa, con su padre muerto de un disparo en la cabeza y nadie más en casa. Una tragedia.
«No había documentación en la casa, así que no pudieron contactar con nadie de la familia. A su padre, o al que creen que era su padre, lo enterraron con una lápida donde no hay nombre. Él mismo no lo tenía hasta que llegó aquí.
«Creció feliz, era un niño alegre y muy listo. Pero, según fue creciendo y conociendo esos orígenes tan siniestros y desafortunados que había tenido, fue encerrándose en sí mismo.
«Hace medio año, la única persona en la que confiaba, una de las encargadas del orfanato, sufrió un accidente de tráfico y falleció. Chris se escapó y estuvo varias semanas desaparecido. Cuando volvimos a verlo, estaba cambiado. Sus ojos eran dos pozos de desesperación. Iba sucio, estaba delgadísimo y no dejó que nadie le tocara.
“Huyó cuando se habló de volverle a dar cobijo en el orfanato y, desde entonces, vive en la calle.
Guardamos silencio, asimilando las palabras del pastor. Su relato confirma nuestro presentimiento inicial. Un chico más perdido que peligroso, más desesperado que malvado. Pobre niño…
―¿Sabe dónde se encuentra ahora? ―pregunta Onur rompiendo ese silencio y llenando la estancia con una esperanza que me encoge el corazón.
―No tiene más que dieciséis años y ya ha sufrido tanto…―dice el pastor con los ojos clavados en el suelo― deben ayudarle si es que está en sus manos. Lo pueden encontrar en el almacén de viejos autobuses que hay un par de manzanas al norte de aquí.
¡Conocemos el sitio! Hemos pasado hace muy poco por ahí y, realmente, está muy cerca de la capilla. Le damos las gracias de corazón al pastor y le prometemos que haremos lo que esté en nuestras manos para ayudar a Chris.
Casi volamos en busca del sitio donde se esconde el chico. Pasamos por los edificios que acabamos de recorrer en sentido inverso sin fijarnos en nada, despreciando hasta el calor que, poco a poco, empieza a remitir con la llegada del atardecer.
El almacén de viejos autobuses queda detrás de una valla alta y maltrecha, por la que se puede otear el interior por algunos resquicios. En su parte frontal, un edificio anodino y viejo, pasa desapercibido, pero en el lado de atrás, por donde vinimos de camino desde el lado más al norte de la isla, se vislumbran desdibujados algunos de los autobuses ya abandonados y en desuso que alberga el viejo almacén.
Apartando la valla, que está desprendida en un par de zonas por la falta de mantenimiento, Onur y yo nos colamos dentro. Procuramos ser todo lo sigilosos que nuestros pies nos permiten y, tras echar un vistazo general desde la entrada, nos dedicamos a la búsqueda más pormenorizada.
El lugar, al aire libre, está sucio y es bastante evidente que hace tiempo que no se usa ni para traer más vehículos. No se aprecian huellas de neumáticos ni de pies, y parece que por ahí hace siglos que no pasa nadie.
Hasta que las vemos. Sí, unas huellas más o menos recientes, en el lado más interior del almacén, que llegan hasta uno de los autobuses que están aparcados al fondo. Tras fijarnos, nuestra búsqueda consigue los resultados deseados: hay una figura difuminada que puede verse a través de los sucios y polvorientos cristales del vehículo.
¡Bingo! ¡Lo tenemos! Casi saltamos de alegría y nos ponemos a lanzar hurras al aire para celebrar nuestro hallazgo. Pero tenemos que conformarnos con celebrar silenciosamente la victoria y retroceder sobre nuestros pasos con sigilo, hasta el exterior de la valla, para elaborar un plan de acción que nos acerque a él y nos permita ponerle un final feliz a nuestro rescate.
―Vale… y ahora ¿qué? ―pregunta Onur con la impaciencia de quien tiene a tiro algo que no puede tocar― ¿Qué hacemos? No podemos ir sin más, acabará huyendo. Y, además, ¿qué vamos a decirle si, milagrosamente, se queda a escucharnos? Hemos venido sin nada preparado, qué desastroso equipo de rescato formamos…
―No tan desastroso ―nos defiendo―, que al menos hemos dado con él.
Nos quedamos callados intentando hallar la solución y, así, evitar irnos por donde hemos venido con un ataque severo de frustración. De pronto, sé exactamente lo que tenemos que hacer. La forma de que nuestro rescate se complete y no se quede en una mera aventura de viernes por la tarde.
―Dame tu teléfono, Onur ―le pido con vehemencia.
Se me queda mirando como alelado, como si no comprendiera nada de nada. Y es verdad que me he puesto en modo enigmático, pero necesito que se espabile si queremos hacer las cosas bien. Le apremio con un gesto y él me pasa su móvil con una mirada interrogativa cruzando por sus ojos negros.
Saco el mío y consulto la agenda. Antes de marcar, cojo aire y pienso bien cómo hacerlo para que todo salga bien.
―Voy a llamar a un número y vas a contestar tú ―intento explicarme―. Es Will Duquette, el agente que vino a nuestra escena del atraco. Es mejor que yo no le llame porque ahora mismo no estamos en muy buenos términos. Le dices quiénes somos y me lo pasas, ¿vale?
Onur asiente un poco dubitativo. Hemos comentado que la Policía no está por la labor de ayudarnos y que no eran una opción. Sé que no lo entiende, pero le pido paciencia con un gesto mientras le paso el teléfono, que ya da llamada.
―Buenas tardes, agente Duquette ―saluda Onur con educación cuando le responden a la llamada―. No sé si me recuerda. Me llamo Onur Kaya, y fui víctima de un atraco hace unas semanas en Bleecker Street… Sí, exactamente… necesito que hable con alguien, espere un segundo, que le paso.
Onur me da su teléfono móvil y mi corazón comienza a latir a mil por hora. Estoy extrañamente nerviosa por hablar con él otra vez después de nuestro último encuentro fallido. No sé por qué, pero tengo un miedo atroz a que cuelgue sin escucharme y a quedarnos sin opciones por mi culpa.
―Marie… soy Martina.
Silencio. Sólo silencio y su respiración irregular. Empiezo a sudar y no sé si continuar o colgarle y pensar en un plan B o C o D.
―Sé que no quieres hablar conmigo, pero tengo que pedirte un favor ―digo tras unos instantes―. No es para mí, necesito que me escuches.
Más silencio y mis nervios disparados, lo que provoca que me den ganas de tirar el teléfono lejos y hasta de subir al teleférico para olvidarme de todo.
―Hemos encontrado al chico que nos atracó. Necesitamos tu ayuda.
―Llamad a la Policía ―dice con una voz gélida que me parte el alma―. Hoy tengo el día libre.
¿Dónde está el muchacho dulce y divertido que me ha llevado de la mano por una de las excursiones emocionales más impactantes de toda mi vida? ¿Dónde está el chico risueño que me ha robado tantas risas y me ha dado tan buenos momentos? Sé que es culpa mía, que puedo merecer parte de su desdén, pero yo no he sido peor que él y su vigente compromiso con la que pronto será su esposa.
―No puedo llamar a la Policía. Ese chico necesita ayuda. Esa ayuda que sé que tú eres capaz de comprender. La ayuda que tú recibiste a su edad… la que te ha llevado a ser lo que eres.
Más silencio.
―Por favor. Olvídate de que soy yo quien te lo pide. Te vuelvo a pasar a Onur, si quieres, que él te lo cuente y te olvidas de que has hablado conmigo. Pero no pagues tu enfado conmigo con este chico, porque sé que no te lo vas a perdonar cuando lo pienses fríamente.
Tras unos instantes de vacilación en los que creo que habrá más silencio y yo deberé debatirme entre colgarle o seguir implorándole, tragándome mi orgullo por el bien del chico, me pregunta dónde estamos. Cuelgo dándole las gracias y le envío la localización exacta gracias al gps, así no habrá dudas de nuestra ubicación.
Tarda algo más de cuarenta minutos en llegar. En ese tiempo hemos vigilado bien el perímetro para no perder de vista al chico y no hemos notado que haya abandonado el lugar. Cuando veo que Marie se acerca a nosotros, mi corazón se pone a bailar una polca dentro de mi pecho de tan agitado como se pone.
Trae ropa de deporte, con un pantalón corto negro, camiseta del mismo color y zapatillas de running de color amarillo chillón. Tiene toda la pinta de haber sido interrumpido por nuestra llamada justo cuando estaba corriendo y, de ahí, su respiración entrecortada llenando sus silencios vacíos de palabras.
Saluda a Onur con un apretón de manos y, a mí, con un leve gesto de cabeza, pero no establece contacto visual. No quiere mirarme, me rehúye y acude a mi amigo para saber los pormenores de todo lo que le hemos pedido por teléfono.
―Gracias por venir ―le digo cuando ya va a introducirse por las grietas de la valla en busca del muchacho.
Se para de pronto y, lentamente, se da la vuelta y sí, ahora sí, por fin, me mira a los ojos.
―No me sigáis. No entréis. Dejadme solo con él o le asustaréis. Sé por experiencia que la confianza se tarda en ganar y se pierde con sólo escuchar que hay más gente detrás… pase lo que pase, esperad a que yo regrese.
Y se va. Se va con paso decidido y las ideas muy claras sobre cómo llevar a cabo un rescate en el que, nosotros, ya estamos de más. Hemos fracasado estrepitosamente y, de no ser por la ayuda de Marie, toda esa aventura no hubiera servido para nada.
No sé cuánto tiempo se pasa dentro. Yo me muerdo las uñas, me hago trenzas en el pelo, repaso los clásicos de la literatura rusa con Onur, nos contamos secretos inconfesables de lo más infantil, como si estuviéramos en la fiesta de pijamas de una niña de trece años y nos preguntamos, sobre todo, qué estará pasando ahí dentro.
Casi una hora después, con el sol ya completamente abandonando el cielo, Marie intenta salir por el mismo lugar por el que ha entrado. Viene solo y su cara es inexpresiva, imposible determinar qué ha pasado allí dentro simplemente con examinarle el rostro. Nos mira y ambos debemos de parecer lo más ansioso que ha visto nunca, pero permanece callado hasta que sale del todo del recinto.
Cuando está completamente fuera, se oye un ruido detrás de él, y el chico que nos atracó sale y se coloca a su lado, con los ojos hundidos en la tierra bajo sus pies y la actitud de un gatito asustado.
No puedo evitar una sonrisa de oreja a oreja y soy consciente de que me cuesta no darle un enorme abrazo de oso a Marie por haber conseguido que saliera de su madriguera. Onur también se alegra, me aprieta el brazo en señal de victoria y sus dientes, blanquísimos en contraste con la tarde que cada vez es más noche, aparecen en su cara en clara muestra de estar sonriendo también abiertamente.
―Este es Chris, chicos. Hemos hablado mucho y he decidido darme una oportunidad. Así que nos vamos a acercar a la casa de una buena amiga mía y vamos a acomodarle allí, a la espera de empezar a trabajar en algunos aspectos de los que hemos estado debatiendo todo este rato.
Sin decir nada más, ambos echan a andar en dirección al teleférico, esperando que los sigamos. Chris se mantiene ligeramente rezagado con respecto a Marie, pero no pierde pie ni se separa de él mucho más que unos centímetros. ¿Qué le habrá dicho para haber conseguido eso de un muchacho más escurridizo que un conejo asustado? Qué capacidad y qué corazón tan grande para vencer su reticencia a verme y venir a salvar el futuro de un pobre chico perdido...
En el Tram, ya de vuelta a Manhattan, cierro los ojos para superar el trance de esos tres minutos. Si pienso poco en ello, seguro que consigo que no se me hagan tan eternos como en la ida.
De pronto, noto que alguien se acerca a mí y puedo sentir cómo ese alguien quiere hablarme muy de cerca.
―Abre los ojos ―dice Marie casi en un susurro―. Te estás perdiendo las vistas de la mejor ciudad del mundo por las propias limitaciones que le pones a tu mente.
Asimilo sus palabras, pero cuando quiero abrir los ojos, él vuelve a estar lejos, junto a Chris. Y tengo que convencerme, sin resultado, de que esas palabras susurradas en mi oído, no han sido un sueño.
Cuando llegamos a la estación de Tram del lado de Manhattan, Onur se despide para tomar un taxi y volver a su casa. Marie tiene la moto cerca, pero sólo tiene un casco y decide tomar otro taxi para acercarse con Chris al sitio donde pretende llevarle.
No me invita a ir con ellos y, y tras despedirse con un “ya te contaré qué tal pasa la noche”, se mete en el coche con el chico y yo les pierdo de vista.
El siguiente taxi que pasa es para mí. Me monto y recorro el espacio que hay hasta mi casa en una especie de duermevela en la que Marie me susurra cosas al oído para luego desaparecer y Saul me invita a cenas a las que decide no acudir.
Cuando llego a mi casa estoy verdaderamente agotada. Las emociones del día se me echan encima y sólo deseo dormir y hacer desaparecer de mi mente las dudas y la falta de calidez en el trato que hoy ha tenido Marie conmigo. Ha sido tan diferente a nuestros anteriores encuentros (si exceptuamos el de la semana pasada, claro).
Me doy una ducha fresquita y relajante y me visto con mi cómodo pijama de verano.
No sé muy bien qué me apetece hacer ahora, y casi me da pena no tener mucha vida social, porque con la intensidad de este día, no me apetece irme a dormir ahora mismo. Decido tumbarme en la cama un rato a leer uno de los últimos libros que Onur me ha recomendado y así descansar mentalmente de ese día de locos.
Buffy está esperándome en la habitación, que ha convertido en su refugio. La acaricio con cariño y le pido, mentalmente, que ella no me deje nunca.
El timbre de mi casa suena cuando llevo leyendo en mi cama unos cuarenta minutos. No es una hora razonable, pasan de las diez, aunque sea viernes y pleno mes de julio. Inmediatamente me pongo nerviosa, no espero a nadie y, a veces, no es lo más recomendable salir a abrir a esas horas, pese a que este barrio tiene un índice de criminalidad muy bajo (aunque no lo parezca después de haber sido víctima de un atraco en la misma puerta de mi edificio).
Me recojo el pelo en una coleta y me calzo las zapatillas. No estoy muy orgullosa, pero cojo un bate de béisbol que encontré en la casa cuando me mudé, y lo dejo al lado mismo de la puerta, antes de poner la cadena y abrir con precaución.
Y entonces lo veo allí plantado, en el umbral de mi puerta, con cara de estar sufriendo un lío mental de los grandes y los hombros soportando todo el peso del mundo. Y mi corazón quiere saltar del pecho y correr una maratón o algo así.
―¿Puedo pasar o estás acompañada? ―pregunta Marie con algo parecido al miedo y la esperanza pintado en sus preciosos ojos verdes.