Capítulo 9
Saul se pasa en su despacho encerrado toda la semana. No paran de venir abogados, representantes de los dos consejos y, desgraciadamente, Virginia, que entra y sale de allí con un aspecto lamentable, la cara transformada en una mueca de horror, pálida y ojerosa.
Me alegra ver que, aunque desmejorada, sigue en la compañía. Eso significa que Saul no la ha echado aún, aunque se lo está haciendo pasar realmente mal a la vista de las numerosas veces que la ha hecho llamar a lo largo de toda la semana.
A mí Saul no me mira, ni me habla. Se comunica conmigo por correo electrónico para cuestiones laborales y el resto de tareas las gestiona con Claire. La Vieja Bruja me mira resentida porque, otra vez, debe volver a trabajar y no delegar en mí gran parte de sus responsabilidades, pero ¡Oye! ¡Qué más quisiera yo que estar trabajando con un Saul J. Coleman que se comunicara conmigo como lo hace con ella!
El jueves recibe la visita de Dennis Kunnis, el autor croata que captamos en la BookExpo America, y ni siquiera me lo hace saber. Mi sorpresa es mayúscula cuando le veo acercarse a mi mesa antes de reunirse con Saul.
―¡Mi chica del correo de Korčula! ―exclama en alto y con su característico acento cuando llega a la altura de mi escritorio. Todos en la oficina se vuelven para mirarnos curiosos. En fin, qué se le va a hacer, otro día como centro de atención...
―¡Dennis! ¡Qué sorpresa! ―le digo levantándome para darle un abrazo. Que me miren, ya me importa poco.
―Vengo con la lengua fuera como quien dice. Todo está lejísimos en esta ciudad…. Menos mal que ya me voy mañana.
Está igual que la última vez que nos vimos. Lleva su desenfadado look de oficinista, con unos vaqueros, una camisa blanca arremangada y una corbata negra con el nudo flojo. Llevamos dos semanas con mucho calor para ser principios de junio, pero a él se le ve fresco como una lechuga. ¿Y viene con la lengua fuera? ¡No se lo cree ni él!
―¿A qué hora tienes la cita con el señor Coleman?
―A las once y media. Pensé que eras su secretaria.
―Sí, bueno. En realidad soy la secretaria de su secretaria, y te habrá citado ella. Y no sé por qué, ha decidido pasar de apuntarlo en la agenda.
―Eso dice mucho de ella, ¿no? ―dice guiñándome un ojo divertido.
Su barba pelirroja le da un aspecto de duende travieso y sus gestos rápidos y un pelín exagerados (no al estilo Marla, sino algo más discretos) hacen que te caiga bien de manera inmediata.
Consulto el reloj y veo que son las once y veinte. Es mi hora de descanso.
―Tengo diez minutos libres, y tú parece que también hasta la reunión, ¿te apetece tomar un café?
―Mejor algo que esté frío, estoy seco.
Le indico el camino para llegar a la pequeña sala para empleados donde se puede tomar relajadamente un café o lo que sea que te apetezca. Hay máquinas expendedoras con toda clase de snacks y sándwiches, y también de bebidas, frías y calientes.
Después de elegir dos botellas de agua, casi heladas, nos sentamos en una de las mesas del fondo. A esas horas hay mucha gente disfrutando de su descanso y apenas hay sitio libre.
Dennis lo mira todo con ojo crítico, como escaneándolo y guardándolo en el disco duro de su memoria por si lo tuviera que utilizar más tarde para recrear algún escenario en sus obras. Me gusta verle ese brillo en la mirada de escritor a la busca de inspiración.
―¿Dices que te vas mañana? ―le pregunto recordando de pronto la frase con la que me saludó.
―Sí, no tengo más remedio. Llevo ya mes y medio aquí. Primero intentando colocar la novela, luego con la feria de Chicago y la expectativa que creó y, ahora, con los detalles del lanzamiento con vosotros. Llevo dos semanas hablando a diario con el editor que me habéis proporcionado, Samuel Dinkle, y parece que ya está todo pulido. Puedo irme y dejar en vuestras expertas manos 'La colina del mal' ―responde de carrerilla.
―Pero yo pensé que venías a vivir el sueño americano.
―¿Estás loca? ¿Y por qué iba yo a dejar mi pequeña y preciosa isla por esta ciudad infernal, si puedo dejaros aquí mis creaciones y yo seguir creándolas allí? No, ni hablar, yo soy croata y allí me voy a quedar ―alega enfervorecido.
Me río con ganas de su alegato. Está claro que los humanos somos impredecibles y cada uno somos como somos. ¿Cuántos no darían la mitad de sus posesiones por la oportunidad de vivir, trabajar y triunfar en una ciudad como Nueva York?
―Yo sólo sé escribir allí. Con mi vieja máquina Olivetti que está que se cae a cachos, en el Café de Mila, con las vistas sobre la playa y los atardeceres más bonitos del mundo ―admite nostálgico.
―Para escribir thriller psicológico, llevas todo un poeta dentro.
Nos reímos ambos y trata de explicarme lo que su isla y su gente son capaces de provocarle en su ánimo de escritor. Y yo le entiendo. Cuando escribo, me gusta que mi ambiente sea el adecuado. Quizá no una isla de la costa Dálmata pero sí mi rincón, sea donde sea, creado con la armonía de mis cosas, de mi propio caos ordenado. No concibo hacerlo de otro modo.
―Tendré que venir después del verano para la promoción, pero para entonces, mi siguiente novela estará ya encaminada ―dice cuando ya casi es la hora de su reunión con mi jefe.
Nos levantamos y le acompaño de nuevo a la zona de oficinas, hasta casi la puerta del despacho de Saul. Ahí aparece Claire con su aire avinagrado y saluda a Dennis con reverencial cortesía, mientras que a mí me dedica una de sus clásicas miradas de desprecio y desdén.
Nos despedimos con pena y prometemos quedar en septiembre, cuando regrese a la ciudad, para ir a cenar. Le doy recuerdos para mis conocidos de Korčula y le deseo suerte para su próxima novela.
******
El día pasa sin más sobresaltos y, por fin, llegan las cinco menos diez y, con ello, los característicos y poco discretos gestos de Marla para que vayamos recogiendo y nos dirijamos a Antoine's.
Tengo ganas de ir. Mi ánimo no está en su mejor momento, pero es que el viernes pasado, con todo el disgusto de la propuesta por mi blog y el lío de las ideas robadas, no tuve valor para acompañarlas y me fui a casa a rumiar mi disgusto al salir del trabajo. No quiero que se convierta en un hábito, las tardes de los viernes con las chicas siempre han sido sagradas.
Empiezo a recoger y, mientras despejo mi mesa de las cosas que tengo que llevarme conmigo, veo cómo Saul sale de su despacho y se despide de Claire. Él también acaba la jornada y se va a donde quiera que sea a seguir rumiando esa amargura. Al pasar cerca de mi mesa, se gira ligeramente y clava sus ojos azules en mí. Son fríos y como sin vida, llenos de algo que jamás antes había visto en ellos: rencor. Me deja sin respiración y, por un momento, necesito quedarme en mi silla sin mover ni un sólo músculo.
Cuando llega la hora de salir y las chicas ya están dispuestas, yo aún estoy tratando de recomponerme. Tengo unas odiosas ganas de llorar por lo que los ojos de Saul me han transmitido en apenas dos segundos. Pero no le voy a dejar que me haga eso, porque yo no soy la culpable, yo no he hecho otra cosa que dar mis ideas e intentar que él pasara el mal trago de la mejor manera posible. Y no sólo no me ha dejado, sino que encima, no sé por qué extraña razón, me he convertido en culpable de algo que no logro comprender.
¡Pues no señor! Que se comporte como un niño de ocho años si quiere, que yo voy a seguir con mi vida tal y como estaba antes de conocerle, que me iba muy bien. Y de paso, meteré en el mismo saco a Marie, porque hace ya dos semanas que no sé nada de él y es un hombre prácticamente casado. Así que ¡hala! Voy a liberarme de dos pesos muertos ahora mismo y a convertirme en una chica soltera, disponible y abierta a cualquier buen plan que se me ponga por delante. Que ya está bien eso de no dejarse llevar.
Entramos en Antoine's con nuestro habitual alboroto y nos colocamos en una mesa del fondo en la que podremos disfrutar a gusto de cócteles, risas y confidencias sin molestar a los demás clientes.
―Te toca elegir cóctel, Martina ―me dice Miriam mientras nos acomodamos―. En realidad te tocaba la semana pasada, pero como no viniste… Rosa decía que se te había pasado la vez por escaquearte, pero yo te defendí porque tenías una carita ese día… seguro que algo te pasaba.
¿Me toca elegir cóctel? Pues voy a elegir una bomba, algo con mucho alcohol que me quite las penas, porque encima mañana es mi cumpleaños y lo voy a celebrar yo sola en mi casa. Qué plan tan miserable, creo que debería empezar a considerar la posibilidad de adoptar un gatito. Si voy a ser la clásica solterona, la vieja de los gatos, creo que debería empezar a ver si se me da bien eso de la convivencia con un minino. Decidido, ¡voy a adoptar un gato!
Cuando el camarero se acerca a nuestra mesa todas me miran impacientes por saber qué nos tomaremos hoy. La tradición de este curioso grupo de mujeres en el que me vi incluida apenas unos días después de llegar a la editorial, dicta que cada semana una elije el cóctel de todas, para las cinco el mismo, y que da igual que te guste o lo detestes. La ley te obliga a terminártelo.
Gracias a esta tradición que algunas de ellas llevan años poniendo en práctica, ha probado auténticas delicias y lo más asqueroso que te puedas llevar a la boca. Si decides tomarte un segundo cóctel (o un tercero o cuarto) has de elegir, necesariamente, el cóctel seleccionado para ese día.
―¿Qué cóctel me recomiendas que me deje frita en menos tiempo? ―pregunto al camarero que, enseguida, esboza una sonrisa de sabelotodo.
Las chicas me miran incrédulas. Siempre soy de las que me gusta tomármelo con calma, de las que si el cóctel huele a alcohol de quemar, no paso del primero. Soy la mosquita muerta del grupo y nunca antes había hecho una pregunta tan opuesta a la idea que tienen de mí.
―¿Qué tal un Sidecar? ―propone el camarero que, por cierto, no está nada mal. Creo que es nuevo, no lo recuerdo de antes y me preparo para hacerle ojitos, aunque creo que él ya ha fichado a Miriam a la que lleva mirando de reojo un rato.
―¿Es fuerte?
―Dicen que lo inventaron para un capitán del ejército que llegaba en moto todas las noches a un club y pedía algo que le hiciera entrar en calor. Siempre, siempre, tenía que volver a casa en el sidecar, porque coger la moto era tarea imposible ―nos explica con una sonrisa enorme en su cara. Guapo, listo y con verborrea. Todo un partidazo.
―Pues me vas a poner cinco sidercares, y que estén bien cargaditos. Queremos irnos a casa como el capitán.
―¿Cómo? ―pregunta Marla asustada.
La miro con cara de buena, si ella se opone a algo, es normal que las demás suelan dar sus palabras por buenas. Y si ella dice que de cargados, nada, que más bien de estilo normalito tirando a suave, pues la juerga será sólo para mí, porque las demás la seguirán.
Le hago un gesto al camarero para que se retire antes de que Marla haga que las demás la secunden, y vuelvo a poner cara de buena mirando a mi amiga.
―Marla, no me juzgues, por favor. He tenido una semana horrible, nada me sale bien, estoy sola y tengo que adoptar el primer gato de muchos, no voy a conseguir ser nada más que la secretaria de la secretaria por mí misma, mi madre lleva más de un mes sin dar señales de vida y estoy realmente preocupada, y... mañana es mi cumpleaños y lo voy a celebrar sola. ¿no te parecen suficientes razones para que hoy el cóctel toque fuerte y cargado?
Me mira con una pena infinita en los ojos, con una compasión inmensa. Y es que Marla es extrema y exagerada hasta cuando le llegas a su enorme corazón. Me abraza sin previo aviso. Un abrazo de oso que me deja sin respiración por un momento, pero que me llena de un amor y un afecto que hacía tiempo que no lograba sentir.
Las demás, una a una, se acercan también a abrazarme, como si estuviéramos formando parte de un ritual secreto o algo así.
―No te preocupes, niña, que todos esos males, te los resuelvo yo ahora mismo. O casi todos. Primero, si has tenido mala semana, piensa en que ya ha pasado y que empieza ya mismo otra nueva ―las mira a todas en busca de aprobación y todas asienten, yo incluida―. No estás sola, estás esperando, porque eso es lo que hacen las chicas a tu edad. ¿Podrías decir que yo estoy sola? No, ¿verdad? Pues te saco 15 años y sí, yo también estoy esperando.
Me río de sus maneras, de sus gestos, de sus palabras de aliento. Porque con Marla al lado es imposible mantener el ánimo negro por mucho tiempo.
―¿Quieres un gatito? Pues ya tendrás tu gatito, eso se arregla fácil ―continúa―. Y créeme cuando te digo que no te veo rodeada de gatos, llámalo intuición pero no, no te veo. Sobre lo de prosperar… ¿crees de verdad que alguien con tu capacidad y tu entrega va a estar siempre a la sombra de auténticas cacatúas como Claire Sontag? No, hija… eso ni te lo plantees. Tú vales mucho y sé que lo sabes aunque hoy te empeñes en no verlo.
Aprecio de verdad este comentario sobre mi capacidad, porque es verdad que a veces soy yo misma quien se obceca en no ver las cosa buenas que tengo dentro. Soy mi propia enemiga, como mi padre me ha dicho en más de una ocasión.
―En el tema de tu madre, ahí no te puedo decir nada, pero sabes que si le hubiera ocurrido algo malo… no sé, alguien te avisaría de algo así, ¿no? Así que ten fe, algo la estará reteniendo lejos de ti, pero te aseguro que no puede estar en peligro. Y, finalmente… ¿Mañana es tu cumpleaños y nos lo dices ahora? ¿Qué pasaría si todas tuviéramos el día completamente ocupado y no pudiéramos ni siquiera estar contigo un ratito? ¿No te parece muy irresponsable por tu parte?
La miro con una mezcla de miedo y cautela por este último estallido. Con Marla nunca se sabe, tan pronto te está abrazando como te echa la bronca de tu vida.
―Mañana, yo comeré contigo en una auténtica celebración de cumpleaños. Y hasta te llevaré un regalo ―concluye su discurso, dejándonos a todas con la boca abierta.
―Yo también comeré contigo ―se une Miriam― no tengo planes hasta la noche, así que una comida me viene de perlas.
―Yo no puedo ―se disculpa Georgie con pena―. Mañana tengo piscina con los gemelos y luego psicólogo con John.
―Pues yo también me apunto ―se anima Rosa―. Es imperdonable que no hayas avisado con antelación, pero también lo es dejarte sola en una ciudad donde no tienes a nadie en un día como ese.
Las miro como si fueran las personas más especiales del mundo. Nunca nadie me había hecho el regalo de su compañía de un modo tan desinteresado. Y es verdad que para mí, el cumpleaños es una fecha importante, pero no pensaba decirlo en alto para no obligar moralmente a nadie a dedicarme el día. Y más un sábado, con todas las cosas geniales que la gente puede hacer un sábado.
―No sé qué decir, chicas ―confieso con las lágrimas ya queriendo aparecer en escena, mientras el camarero deja delante de cada una de nosotras un precioso cóctel color ámbar―. Gracias.
―Pues si no sabes qué decir, vamos a brindar ―exclama Miriam levantando su cóctel― ¡Por Martina!
Brindamos las cinco divertidas, chocando con cuidado nuestras copas y llevándonos a los labios el líquido dorado que quema al bajar por la garganta. ¡Dios, sí que está fuerte!
Todas dejamos la copa al lado y nos miramos unas a otras antes de romper a reír. No sé cuántos de estos podría aguantar mi cuerpo antes de caer redonda, pero hoy me siento intrépida. Así que acabo el primero enseguida y me pido otro.
Empiezo a notar el efecto del alcohol mientras las chicas comentan las últimas novedades que han circulado esta semana por la oficina. Yo me mantengo al margen, en mi habitual segundo plano, hasta que oigo a Georgie hablar de los rumores sobre mí de hace un par de semanas.
―Al menos ya nadie habla de ello ―dice― y no me extraña, con la cara que trae últimamente el señor Coleman yo diría que anda de todo menos metido en un romance clandestino en la oficina.
―Todo es culpa mía ―me oigo decir sin ser capaz de controlarme―, yo le he borrado la sonrisa a Saul.
―¿Qué? ¿Saul? ―oigo decir a Marla― ¿De qué demonios estás hablando? ¿Y por qué llamas por su nombre de pila al señor Coleman?
Puedo callar y hacerme la tonta, que es una cosa que siempre funciona y más si estás influida notablemente por los efectos del alcohol, o puedo soltar por esta boquita todo lo que tengo dentro y que no me hace más que causar sufrimiento y levantar dolor de cabeza. Por supuesto, los cócteles estos no vienen con un seguro contra la falta de sensatez y acabo largando todo lo que me he callado con ellas estas últimas semanas.
―Lo llamo Saul porque se llama Saul y es una persona encantadora. Es atento y, por alguna razón, he pasado de temer su presencia a echarlo mucho de menos ―me miran todas con la cara cubierta por la sorpresa y sé que ahora no puedo dejarlas así.
―Dijiste que no había nada entre vosotros ―me replica enfadada Rosa.
¿Las he mentido? Sí, supongo que omitir la verdad es como mentir, así que intento explicarme con la boca pastosa y mi cerebro funcionando en piloto automático.
―No os he mentido. En Chicago no pasó nada. Eso se lo inventó Virginia Olsen porque estaba celosa, pero de verdad que no pasó nada. Pasó aquí, en Nueva York, después del vuelo a casa, me acompañó y me dio un beso de buenas noches, pero fue sólo un gesto al que no quise darle importancia…
―¿Saul Coleman te besó y no quisiste darle importancia?―interviene Georgie― Martina, hija, eres una caja de sorpresas.
―No pasó nada más hasta la semana siguiente. Su padre me invitó a cenar porque quería conocerme…
―Espera, espera… ¿Quería conocerte el señor Coleman en persona? ―casi grita Marla dejándome completamente sorda por unos segundos.
―Sí, es amigo de mi madre, se conocieron hace años y yo conseguí el empleo a través de ella.
Me miran con una mezcla de sorpresa y incredulidad ¿Ellas también piensan que no puedo llegar a nada si no es dependiendo del enchufe que me han regalado mi madre y el señor Coleman?
―No tienes que justificar el modo en el que entraste en la empresa, cariño ―me consuela Miriam mientras me da un ligero apretón en el brazo para infundirme ánimo.
La miro con cara de agradecimiento supremo y apuro mi segundo Sidecar para buscar el valor de seguir con la historia. Ahora que he empezado, se la merecen entera.
―No quiero justificarme, pero tampoco me siento muy orgullosa ―puntualizo―. El señor Coleman quería conocerme y no podía negarme después de acceder a darme un trabajo. Así que pasé el fin de semana con ellos en los Hamptons…
―Dime que es una broma ―pide Marla con los ojos fuera de las órbitas―. Dime que no has estado en la mansión de los Coleman en los Hamptons… ¡Dios mío! ¿Y por qué te has guardado todo esto para ti? No tienes corazón.
―¿No te lo estarás inventando, verdad, Martína?―pregunta Rosa con la mirada encendida por la duda.
¿Qué? ¡Sólo me faltaba que encima que estoy abriéndome a ellas como, seguramente, debería haber hecho hace días, ahora me tachen de embustera! Siento que me empieza a invadir mi proverbial enfado, y como estoy medio borracha, no sé qué puede salir de todo esto.
―Voy a continuar con la historia y me vais a dejar terminar de una vez, si no queréis que me calle y me lo lleve a la tumba ¿vale?
Todas asienten un poco acobardadas por el tono de sentencia de mi voz y, aprovechando que las tengo expectantes, retomo mi historia y les cuento el fin de semana en los Hamptons con tanto detalle como mi discreción me permite (aunque el alcohol nunca NUNCA ayuda a ser discreta).
Veo que la mirada de Georgie se ilumina con su clásica predilección por el romance y empieza a dibujar en sus ojos los anhelos que podría vivir a través de mí si esta historia no se hubiera torcido.
―Vale, es todo muy bonito, pero ¿qué ha pasado para que ahora él ande como vaca sin cencerro? ―pregunta Marla que no puede tener la boca cerrada.
Esta es la parte complicada, ¿cómo hago para contarles lo que pasa sin entrar en el terreno de los secretos que no pueden ser contados? No puedo hablarles de las ideas que le di a Saul y que hoy son las ideas de la discordia, porque estaría haciendo algo parecido a lo que hizo el topo… ¿o no?
―Digamos que él cree que no he sido honesta con él.
―¿Sólo lo cree o no has sido honesta directamente? ―sin duda, Rosa es la que más caña me está metiendo. Habla la activista que lleva dentro, sin lugar a dudas.
―Es difícil, chicas y estoy un pelín borracha ―intento hacer que me entiendan, pero cada vez me noto más enfadada por la gran impotencia que me invade―. A ver… tengo un blog de viajes que ha sido contactado para formar parte de otro sello editorial, justo cuando el nuestro iba a hacer algo parecido con otros blogs. Parece que hay alguien vendiendo secretos de la compañía y yo, desgraciadamente, estoy en el fuego cruzado por culpa de esa oferta que ha llegado en el peor momento posible.
Las miro una a una y no sé si he conseguido contar mucho o poco, sin desvelar los grandes secretos de la editorial o desvelándolo todo. Lo que sí es cierto es que mi enfado está creciendo y ya sólo tengo ganas de gritar. Pero no de gritarles a ellas, no. Quiero decirle a él un par de cosas.
Todas permanecen en silencio cuando me hago con mi teléfono móvil y busco su número. Está todo un poco borroso y encima no ayuda que Miriam y Rosa estén tratando de arrancarme el teléfono de las manos. Consigo zafarme de ellas y marco su número. ¡Ja! ¡Lo conseguí!
―Soy Saul J. Coleman Junior y ahora mismo no puedo atender tu llamada. Deja un mensaje y en cuanto me sea posible, te llamaré.
Podría haber colgado. Debería haber colgado. Pero después del pitido que me da paso para hablar, ya no hay marcha atrás.
―Saul, soy Martina. Soy la chica a la que has conseguido hundir en la miseria y ¿sabes qué? Pues que no me lo merezco. Que he sido una trabajadora leal, que te he defendido a muerte, que te tenía por un buen amigo y hasta pensaba que quizá podría repetir eso de besarte en la playa. Pero parece que se te ha olvidado, y ya no soy más la chica de Chicago, ni la que te dio unas ideas con las que estabas entusiasmado. ¡Yo no tengo la culpa de lo que ha pasado! ¿Me oyes? Yo no le he vendido secretos a nadie ni he jugado con la compañía… yo sólo tengo un humilde blog que le ha llamado la atención a un editor de otra empresa. No me puedes castigar por eso, ¡No me lo merezco! ¿Y sabes qué? Que me das igual, tú y tus ojos azules, aunque ahora me miren con frialdad, y me da igual tu sonrisa que ahora está muerta, ni tu cuerpo ni tus manos enormes, que me da igu…
Piiiiiiiiii
El pitido marca el final del tiempo permitido para dejar el mensaje y, tras mirar el teléfono medio alelada, me dispongo a darle a la rellamada. Que todavía no he acabado y me quedan muchas cosas por decirle…
Pero mi estado de estupor es bien aprovechado por Rosa que, no sólo consigue arrancarme el teléfono de las manos, si no que aprovecha para darme un buen golpe en la cabeza, buscando, sin duda, espabilarme.
―¡Auuuuuuu! ―grito como una poseída― ¿Pero qué haces?
―Intentar devolverte un poco de cordura.
La miro enfadada y, luego, rompo a llorar como una niña pequeña. Definitivamente he entrado en la fase de las lágrimas de esta borrachera. Rosa me abraza mientras intenta que me calme.
―Es que todo me sale mal ―lloro desconsolada como si tuviera nueve años― Saul no me habla, no he visto a Marie desde que tomamos café, en el trabajo Claire vigila cada paso que doy…
―¿Vas a empezar otra vez? ―pregunta Marla muy seria, con los brazos cruzados bajo su voluminoso pecho― Será mejor que te metamos en un taxi y demos por concluida prematuramente tu aventura con los sidecares. Te has tomados dos y ya han acabado contigo.
No puedo hacer otra cosa que darle la razón entre sollozos. Mi mente nublada sabe que debo irme de allí antes de que acabe cometiendo más locuras, así que salen conmigo y me paran un taxi antes de abrazarme y quedar para mañana. Yo las beso a todas como si fueran mis ángeles de la guarda y les digo lo mucho que las quiero (fase de exaltación de la amistad también alcanzada en esta borrachera). Entro en el taxi y consigo darle mi dirección al conductor.
En apenas veinte minutos, el coche aparca en la acera junto a mi edificio y salgo a la tarde que ya es casi noche. El viento en la cara durante el trayecto me ha hecho espabilar un poco y parte de la borrachera se ha ido de mi cabeza. Sé que mañana me dolerá un montón, pero al menos la serenidad está luchando por volver.
Cierro los ojos como si algo me doliera cuando me recuerdo a mí misma apenas un rato atrás llamando a Saul. Eso ya es imposible de solucionar. Creo que debería plantearme estar muy enferma los próximos días para evitar ir a trabajar hasta que a él se le haya podido olvidar el mensaje. ¡Qué vergüenza!
Camino todo lo erguida y derecha que puedo por si me encuentro con alguien conocido. No he dado mucho que hablar en esta casa, si exceptuamos el atraco, y será mejor que la cosa continúe así.
Pero no tengo mucha suerte esta tarde. Cuando estoy intentando abrir la puerta de mi casa, que se resiste más de lo habitual, aparece Paul detrás de mí.
El hijo de la casera me mira con ojos juguetones y una sonrisa de oreja a oreja, mientras oculta sus manos detrás de su espalda. Me recorre un escalofrío de arriba a abajo por lo que este chico pueda proponer ahora mismo. Es tan impredecible que hasta puede pedirme que baje a jugar a la pelota a la calle con él.
Pero no dice nada, simplemente saca un sobre de su espalda y me lo entrega de forma muy ceremoniosa. Y se va. Sin decir ni mu. Sin borrar esa sonrisa en sus labios que es bastante inquietante.
Entro en casa cuando logro recuperarme de la sorpresa y me quito los zapatos. Me siento en el sofá y reprimo mis lágrimas por enésima vez hoy. Me estoy convirtiendo en una sensiblera y eso sí que no lo voy a consentir.
Miro el sobre que he dejado sobre la mesa y no sé si me da más miedo o curiosidad. Finalmente reúno el valor suficiente para abrirlo y salir de dudas sobre su contenido:
“Espero que mañana no hayas hecho planes después de las 9 de la noche. Tengo un regalo de cumpleaños para ti. Ponte ropa cómoda y no esperes volver temprano”.
Dejo escapar un gritito de alegría y mi corazón da un triple salto mortal dentro de mi pecho. La nota la firma Marie y abajo del todo, en la esquina, está apuntado su número de teléfono.