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Amor mío:
7 de junio de 1924
Estoy sentado en una tienda diminuta, a ocho mil cuatrocientos setenta metros por encima del nivel del mar y a casi ocho mil kilómetros de casa, buscando la senda de la gloria…
—¿Es que nunca duermes? —le preguntó Irvine, incorporándose y frotándose los ojos.
—Solo cuando desciendo —contestó George—. Por lo tanto, mañana a esta hora estaré profundamente dormido.
—Mañana, a esta hora, te estarán aclamando como el nuevo san Jorge, después de que hayas vencido a tu dragón personal —dijo Irvine, mientras ajustaba el indicador de una botella de oxígeno.
—No recuerdo que san Jorge tuviera que recurrir a la ayuda del oxígeno para derrotar al dragón.
—Si Hinks hubiera estado al mando en aquella época, no habría permitido a san Jorge utilizar siquiera una espada. «Ya sabe, amigo mío, va en contra del espíritu amateur» —añadió Irvine, enroscándose la punta de un bigote imaginario—. «Tiene que liquidar a esa condenada bestia con sus propias manos».
George rio ante aquella estupenda imitación del secretario de la Royal Geographical Society.
—Bueno, pues ya que voy a romper con el código amateur, será mejor que me digas si estas benditas botellas estarán en perfecto estado de funcionamiento, mañana a las cuatro de la madrugada. De lo contrario, te envío de vuelta al collado norte para que Odell te sustituya.
—Ni hablar —contestó Irvine—. Las cuatro bombonas funcionan perfectamente, así que tendremos oxígeno suficiente siempre que no tardemos más de ocho horas en recorrer esos simples cuatrocientos metros y volver.
—No tardarás en averiguar lo que «esos simples cuatrocientos metros» pueden significar, y me parece que tendría muchas más posibilidades de conseguirlo si te vas a dormir y me dejas terminar esta carta a mi mujer.
—Escribes a tu esposa todos los días, ¿verdad?
—Sí —respondió George—. Espero que tengas la suerte de encontrar a una chica que sea la mitad de buena; entonces acabarás sintiendo lo mismo.
—Creo que ya la he encontrado —repuso Irvine, tumbándose—. Es solo que olvidé decírselo antes de marcharme, de modo que no estoy seguro de que ella sepa cuáles son mis sentimientos.
—Lo sabrá —le aseguró George—. Créeme. Pero, si tienes alguna duda, siempre puedes escribirle unas líneas, eso suponiendo que la escritura siga siendo una forma de comunicación empleada en Oxford.
George esperó una respuesta airada, pero no recibió ninguna porque su compañero ya estaba profundamente dormido. Sonrió y siguió escribiendo a Ruth.
Cuando hubo acabado de firmar con mano temblorosa «Tu esposo que te quiere» y sellado el sobre, leyó un rato la «Elegía escrita en un cementerio de aldea», de Gray, antes de apagar el candil de un soplo y dormirse.
Domingo, 8 de junio de 1924
—¿Quieres que te quite la bufanda, amigo mío? —preguntó Odell.
—Sí, por favor —contestó Norton.
Odell retiró con cuidado la bufanda de seda del rostro de su compañero.
—¡Dios, todavía no veo nada! —exclamó Norton.
—No te asustes —le dijo Somervell—. Es normal que tardes dos o tres días en recuperar la visión después de un caso de ceguera de nieve. En cualquier caso, no vamos a ir a ninguna parte hasta que Mallory regrese.
—No es la bajada lo que me preocupa —aseguró Norton—. Es la subida. Odell, quiero que subas al Campamento Seis para dejar unas raciones de Bovril y de Kendal Mint Cake, porque seguro que Mallory se habrá olvidado de llevarse algo.
—Salgo ahora mismo —dijo Odell, que se asomó fuera de la tienda y añadió—: Jamás he tenido condiciones mejores para escalar.
George se despertó unos minutos después de las cuatro y se encontró con que Irvine ya estaba preparando el desayuno.
—¿Qué tenemos en el menú para el día de la ascensión? —preguntó después de asomar la cabeza fuera de la tienda para comprobar el tiempo. A pesar de que recibió un golpe de aire helado en plena cara, lo que vio lo hizo sonreír.
—Macarrones y sardinas —contestó Irvine.
—Interesante combinación, pero me da la impresión de que no figurará en la próxima edición del libro de cocina de la señora Beeton.
—Podría haberte ofrecido un menú un poco más variado si te hubieras acordado de traer tus raciones —repuso Irvine con una sonrisa burlona.
—Lo siento, colega. Reconozco mi culpa.
—A mí me da igual, la verdad. Estoy demasiado nervioso para comer —dijo, mientras se ponía una vieja cazadora de aviador, parecida a la que Trafford, el hermano de George, había llevado la última vez que había pasado por The Holt, estando de permiso. George se preguntó de dónde la habría sacado, puesto que Irvine no tenía edad para haber prestado servicio en el frente durante la Gran Guerra.
—Es de mi tutor —explicó el joven, mientras se abrochaba los botones, respondiendo a la pregunta que Mallory no había llegado a formular.
—Por favor, muchacho, hace que me sienta como un viejo —dijo George. Irvine rio.
—Me ocuparé de verificar tus bombonas mientras terminas de desayunar.
—Un par de sardinas, una nota para Odell y estoy contigo.
En el exterior de la tienda, Irvine quedó deslumbrado por el sol, que brillaba en un cielo sin nubes.
Después de haber dado buena cuenta del resto de las sardinas y dejando a un lado los macarrones, George escribió una breve nota a Odell y la dejó en su saco de dormir. No tenía la menor duda de que su amigo aparecería por el Campamento Seis en algún momento a lo largo del día.
Había dormido con cuatro capas de ropa y, en esos momentos, añadió un grueso chaleco de lana, una camisa de seda seguida de otra de franela y otra más de seda. A continuación se puso un chaquetón de algodón de la casa Burberry’s, modelo Shackleton Smock, y un ancho pantalón de gabardina. Se ató unas polainas de cachemira en los tobillos, se calzó las botas y se puso los mitones de lana que le había confeccionado Ruth. Por último, se cubrió con el gorro de aviador de su hermano y cogió las gafas que le había regalado Finch. Aunque Chomolungma habría dicho que iba perfectamente vestido para la audiencia con Su Majestad, se alegró de que no hubiera ningún espejo cerca.
Se arrastró fuera de la tienda para reunirse con Irvine, quien lo ayudó con las botellas de oxígeno. Cuando las tuvo atadas a la espalda, George se preguntó si el peso añadido no representaría una desventaja mayor que el hecho de no poder respirar regularmente. Sin embargo, había tomado una decisión al enviar a Odell de vuelta. El último ritual que llevaron a cabo los dos montañistas fue embadurnarse mutuamente con óxido de zinc cualquier zona de la cara expuesta a los elementos. Antes de ponerse en marcha, contemplaron brevemente la cima, que tan inmediata parecía.
—Ten cuidado —advirtió George—. Es como Jezabel, más irresistible cuanto más de cerca la ves y, por si fuera poco, esta mañana nos está tentando con un tiempo perfecto. De todas maneras, como cualquier mujer, se reserva el privilegio de cambiar de opinión cuando se le antoje. —Miró la hora: las 5.07. Le habría gustado empezar un poco antes—. Vamos, Sandy, como dice mi querido padre, «es hora de que demostremos lo mejor de nosotros mismos».
Se ajustó la boquilla del respirador y abrió la válvula del oxígeno.
«Ojalá Hinks pudiera verme ahora», pensó Odell, mientras escalaba los últimos metros hacia el Campamento Seis. Cuando llegó a la tienda, se dejó caer de rodillas, echó hacia atrás la toldilla y se encontró con la clase de desorden que habría esperado si hubiera dejado que dos chiquillos pasaran la noche en una cabaña de un árbol: un plato a medio terminar de macarrones, una lata de sardinas vacía y una brújula que seguramente George se había olvidado. Rio para sus adentros mientras entraba y empezaba a recoger y ordenar. No habría sido la tienda de Mallory si no se hubiera dejado algo olvidado.
Estaba metiendo un par de barras de Kendal Mint Cake y un bote de Bovril en el saco de George cuando vio los dos sobres: uno dirigido a la «Señora de George Mallory. The Holt, Godalming, Surrey. Gran Bretaña», que se guardó en el bolsillo, y otro con su nombre garabateado en el sobre. Lo abrió.
Querido Odell:
Lamento mucho haber dejado este desorden. El tiempo es perfecto para la escalada. Búscanos cruzando la franja de roca arenisca o a lo largo de la cresta.
Nos vemos mañana. Afectuosamente,
George
Odell sonrió y, cuando hubo comprobado por enésima vez que todo estaba en su sitio para el regreso triunfal de los héroes, salió de la tienda retrocediendo. Una vez fuera, se levantó y estiró los brazos mientras contemplaba la cima más alta del mundo. El tiempo era tan perfecto que, por un momento, se sintió tentado de seguirlos y no pudo evitar sentir una punzada de envidia ante la idea de que sus dos compañeros estarían aproximándose a la cima.
De repente divisó dos figuras perfiladas contra el cielo. Mientras observaba, la más alta avanzó hasta reunirse con la otra. Vio que se hallaban en el segundo escalón, a unos doscientos metros de la cumbre. Miró la hora: las 12.50. Disponían de tiempo más que suficiente para llegar a lo alto y regresar a su pequeña tienda antes de que desaparecieran los últimos rayos de sol.
No pudo contenerse y saltó de alegría al verlos adentrarse en una nube de bruma y desaparecer de la vista.
Irvine trepó a lo alto del segundo escalón, se encaramó gateando a una roca y fue a reunirse con George.
—Nos quedan casi ciento ochenta metros —dijo este, consultando el altímetro—. De todas maneras, no olvides que equivalen a más de un kilómetro y que, sin oxígeno, Norton no pudo avanzar a más de cuarenta metros por hora; o sea que aún tenemos por delante más de cuatro horas —añadió entre jadeos—. Todo esto significa que no podemos perder tiempo, porque, cuando bajemos por esa roca esta tarde, quiero tener algo de visión.
Irvine le hizo un gesto con el pulgar hacia arriba para indicar que todo estaba en orden y George se colocó el respirador. Acto seguido, iniciaron la lenta ascensión a lo largo de una cresta que ningún hombre había hollado antes.