1922

45

Lunes, 4 de septiembre de 1922

George se apoyó en la barandilla del SS Caledonia y, junto con el resto de los miembros de su equipo, contempló el muelle con incredulidad. Ninguno de ellos daba crédito a sus ojos. Hasta donde alcanzaba la vista, el muelle se hallaba abarrotado de gente que los aplaudía y los vitoreaba mientras agitaba banderitas del Reino Unido.

—¿A quién aclaman de este modo? —preguntó George, preguntándose si no viajaría alguna estrella de cine en el barco.

—Me parece que te están dando la bienvenida a ti —le dijo Somervell—. Deben de creer que llegaste a coronar la cima del Everest.

George siguió contemplando la enfervorizada multitud, aunque solo había una persona que le interesara ver. Tuvo que esperar a que el barco amarrara para divisarla brevemente: una figura solitaria que aparecía y desaparecía entre la agitación de manos, sombreros y banderas.

Habría sido el primero en bajar por la pasarela si Finch no se le hubiera adelantado. Tan pronto como puso pie en tierra, se vio rodeado por un enjambre de manos extendidas que le devolvieron vividos recuerdos de Mombay, salvo que en esa ocasión no intentaban venderle mercancías o pedirle limosna, sino palmearle la espalda.

—¿Sigue confiando en ser el primer hombre que conquiste el Everest, señor Mallory? —le preguntó entre gritos un periodista con la libreta abierta y el lápiz en ristre.

George no hizo el menor intento de responder, sino que se abrió paso trabajosamente entre el gentío hacia el lugar donde creía haberla visto.

—Yo sí pienso volver —declaró Finch, que enseguida se vio rodeado por la prensa—. Al fin y al cabo, solo me quedan doscientos cincuenta metros por escalar.

El reportero del lápiz anotó rápidamente aquellas palabras.

—¿Cree usted que llegará a la cima la próxima vez, señor Mallory? —insistió otro periodista mientras lo perseguía.

—No habrá una próxima vez —masculló George. Entonces la vio a pocos metros delante de él.

—¡Ruth! ¡Ruth! —la llamó, pero ella no lo oyó entre el clamor de la gente.

Al fin, sus ojos se encontraron y George vio la sonrisa que ella reservaba para sus seres queridos. Le tendió una mano y varios desconocidos se la estrecharon. Se abalanzó hacia ella y la estrechó en sus brazos.

—¿Cómo vamos a escapar de todo este gentío? —le preguntó George al oído.

—Tengo el coche aquí cerca —contestó ella, agarrándole la mano con fuerza y apartándolo de la multitud. Sin embargo, los nuevos admiradores de George no estaban dispuestos a dejarlo escapar tan fácilmente.

—¿Ha aceptado ya el puesto de jefe de cordada para la expedición del año que viene? —gritó otro periodista.

—¿La expedición del año que viene? —preguntó George, que se vio pillado por sorpresa.

Pero, en esos momentos, Ruth ya había alcanzado el coche, cuya portezuela había abierto, y lo empujó al asiento del pasajero. George no pudo ocultar su asombro cuando vio que su mujer se sentaba al volante.

—¿Cuándo has aprendido?

—Una chica ha de entretenerse de algún modo si su marido se va a ver a otra mujer —replicó Ruth con una sonrisa. Él la abrazó de nuevo y la besó suavemente en los labios.

—Creía que ya te había prevenido sobre besar a una desconocida en público, George —comentó ella, sin soltarlo.

—Sí, me acuerdo —contestó él, besándola de nuevo.

—Bueno, será mejor que nos vayamos antes de que esto se convierta en la escena final de una película de Lilian Gish —dijo Ruth a regañadientes.

Puso en marcha el motor, metió la primera y empezó a abrirse paso lentamente entre la gente. Pasaron casi veinte minutos antes de que pudiera engranar la segunda y dejar atrás a la multitud. Aun así, en el último momento, uno de los admiradores de George se las arregló para dar unas palmadas en el capó del coche y gritar:

—¡Bien hecho, señor, bien hecho!

—¿De qué va todo esto? —preguntó George, quien al mirar por el parabrisas trasero descubrió que algunos insistían en perseguirlo.

—No tenías forma de saberlo, pero la prensa ha estado dando cuenta de tus progresos desde el día en que te marchaste, y a lo largo de estos seis meses te ha convertido en una especie de héroe nacional.

—¡Pero si he fracasado! ¿Acaso nadie lo ha tenido en cuenta?

—No parece importarles. Lo que ha encandilado a todo el mundo ha sido que te quedaras con Odell y permitieras que Finch siguiera adelante.

—Pero es el nombre de Finch el que figura en los libros de récords. Al menos él escaló doscientos cincuenta metros más que yo.

—Sí, pero gracias a la ayuda del oxígeno —objetó Ruth—. En cualquier caso, la prensa opina que si ese día hubieras tenido la oportunidad, habrías llegado más alto que Finch e incluso habrías alcanzado la cima.

—No. Ese día no creo que hubiera podido llegar mucho más arriba que Finch —dijo George, meneando la cabeza—. Además, siete hombres buenos murieron solo porque me empeñé en demostrar que soy mejor que él. Uno de los desaparecidos incluso podría haberme acompañado hasta la cima.

—Pero los miembros de la cordada sobrevivieron, ¿no?

—Sí, pero ese hombre en cuestión oficialmente no formaba parte del equipo —explicó George—. De todas maneras, ya había decidido que sería el que me acompañaría en el ascenso final, junto con Somervell.

—¿Un sherpa? —preguntó Ruth, incapaz de disimular su sorpresa.

—Sí, el sherpa Nyima. No llegué a saber su apellido. —George permaneció callado un momento antes de añadir—: Pero lo que sí sé es que soy responsable de su muerte.

—Nadie te culpa de lo sucedido —insistió Ruth, cogiéndole la mano—. Es evidente que esa mañana no habrías salido de haber sospechado que existía el menor riesgo de aludes.

—Precisamente, esa es la cuestión: que no lo pensé y permití que la ambición me enturbiara el juicio.

—Tu última carta ha llegado esta mañana —comentó Ruth, deseosa de cambiar de tema.

—¿Desde dónde te la escribí? —preguntó George.

—Desde una pequeña tienda, a siete mil setecientos metros de altura. Estabas explicándole a Finch por qué no pensabas utilizar oxígeno.

—Si le hubiera hecho caso, es posible que hubiera llegado a la cumbre —se lamentó George.

—Nada te impide volver a intentarlo.

—Eso nunca.

—Vaya, pues sé de alguien que estará encantado de saberlo —comentó Ruth, procurando ocultar sus propios sentimientos.

—¿Tú, cariño?

—No, yo no; pero sí el señor Fletcher. Me ha llamado antes de salir para aquí y me ha preguntado si podías pasar a verlo mañana a las diez en punto.

—Sí, claro. Tengo ganas de volver al trabajo. Ya sé que te costará creerlo, pero incluso he echado de menos a los de quinto. Y lo que es más importante: tengo que empezar a ganarme un sueldo de nuevo. Dios sabe que no podemos seguir viviendo eternamente de la generosidad de tu padre.

—Pues él no se ha quejado —repuso Ruth—. La verdad es que se siente muy orgulloso de tus hazañas. No deja de repetir a sus amigos del club de golf que su yerno es George Mallory.

—Esa no es la cuestión, cariño. He de estar en mi mesa de trabajo para cuando empiece el nuevo trimestre.

—Me temo que eso no será posible —señaló Ruth.

—¿Por qué?

—Porque el primer día del trimestre fue el lunes pasado —contestó Ruth, con una sonrisa—. Yo diría que el director quiere verte precisamente por eso.

—Bien, ahora cuéntamelo todo de nuestro hijo —le pidió George.

—Por favor, ve más despacio, cariño. Llevo dos meses pensando en este momento —dijo George cuando finalmente cruzaron la verja de The Holt, casi seis horas más tarde.

Habían recorrido la mitad del camino de acceso cuando George vio a sus hijas que lo saludaban desde los peldaños de la puerta principal. Apenas pudo dar crédito a lo mucho que habían crecido. Clare sostenía un pequeño bulto en brazos.

—¿Es lo que creo que es? —preguntó George, volviéndose hacia Ruth con una sonrisa.

—Sí. Por fin vas a conocer a tu hijo y heredero, John Mallory.

—Solo un completo idiota desearía marcharse de tu lado un solo día, no hablemos ya de seis meses —declaró George, mientras el coche se detenía frente a la casa.

—Lo cual me recuerda que otra persona ha telefoneado esta mañana para decir que lo llames urgentemente —comentó Ruth.

—¿Quién? —quiso saber George.

—El señor Hinks.