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Sábado, 1 de julio de 1905

Cuando George aseguró a su padre que no tenía ninguna intención de visitar el Moulin Rouge, estaba diciendo la verdad. Y, en efecto, el reverendo Mallory recibió una carta del señor Irving acompañada de un detallado itinerario de su visita a los Alpes que no incluía ninguna escala en París. Pero eso fue antes de que George salvara la vida del señor Irving, fuera detenido por alteración del orden público y pasara una noche entre rejas.

La madre de George no era capaz de ocultar su desasosiego cuando su hijo salía de escalada, pero siempre le deslizaba un billete de cinco libras en el bolsillo de la chaqueta con el ruego de que no dijera nada a su padre.

George se reunió con Guy y el señor Irving en Southampton, donde embarcaron en el ferry con destino a Le Havre. Cuando cuatro horas más tarde llegaron al puerto francés, un tren los esperaba para llevarlos a Martigny. George pasó la mayor parte del viaje mirando por la ventanilla.

Se acordó de la pasión por la puntualidad del señor Irving cuando, al apearse del tren, encontraron un carruaje esperándolos. Con un restallido del látigo del cochero, el pequeño grupo partió a paso vivo hacia las montañas, con lo que George pudo estudiar aún más de cerca alguno de los desafíos que se alzaban ante él.

Había anochecido ya cuando los tres se registraron en el hotel Lion d’Or, en Bourg St. Pierre, al pie de los Alpes. Durante la cena, el señor Irving extendió un plano sobre la mesa y expuso sus planes para los quince días siguientes, indicando las montañas que intentarían escalar: el Gran San Bernardo (2473 metros), el Mont Vélan (3734 metros), y el Grand Combin (4314 metros). Si lograban coronar los tres, lo intentarían con el Monte Rosa (4634 metros).

George estudió el mapa con gran atención, impaciente ya porque llegara el día siguiente. Guy permaneció silencioso. A pesar de que era bien sabido que el señor Irving escogía solamente a los alpinistas más dotados de entre todos sus pupilos para que lo acompañaran en su excursión anual a los Alpes, Guy empezaba a preguntarse si había hecho bien inscribiéndose.

Por su parte, George no compartía semejantes preocupaciones. Aun así, el tutor se llevó una sorpresa al día siguiente, cuando alcanzaron lo alto del paso del Gran San Bernardo en un tiempo récord. Aquella noche, durante la cena, George le pidió permiso para encabezar la cordada cuando acometieran el Mont Vélan.

El señor Irving sabía que George era el estudiante montañista más dotado con el que se había cruzado y que poseía un talento innato sin duda superior al de su veterano profesor. No obstante, era la primera vez que un pupilo le pedía ir por delante de él…, por no mencionar el hecho de que solo era el segundo día de expedición.

—Le permitiré que nos guíe en las pendientes inferiores del Mont Velan, pero cuando lleguemos a los mil quinientos metros yo encabezaré el ascenso.

El señor Irving no llegó a encabezar nada porque, al día siguiente, George condujo al grupo con la destreza y seguridad de un alpinista experto, e incluso se permitió mostrar a su tutor unas cuantas rutas que este nunca había tenido en cuenta en el pasado. Cuando dos días después coronaron el Grand Combin en menos tiempo aun del conseguido por Irving, este pasó de maestro a pupilo.

Lo único que en esos momentos parecía interesar a George era cuándo le permitirían lanzarse contra el Mont Blanc.

—Todavía no, tenga paciencia —le dijo el señor Irving—. Ni siquiera yo lo intentaría sin contar con un guía profesional. De todas maneras, cuando este otoño ingrese en Cambridge, le daré una carta de presentación para Geoffrey Young, el alpinista más experto del país. Él decidirá cuándo estará usted preparado para enfrentarse a tan especial dama.

Pese a ello, el señor Irving consideró que estaban preparados para enfrentarse al Monte Rosa, y George los condujo hasta la cima sin el menor contratiempo, aun a pesar de que, en ocasiones, Guy tuvo dificultades para mantener la marcha. El accidente ocurrió durante el descenso. Es posible que el señor Irving se confiara en exceso —el peor pecado de cualquier montañero— y creyera que nada podía salir mal después de tan triunfal ascenso.

George había iniciado la bajada con su seguridad habitual, pero al llegar a una imponente chimenea decidió aminorar el paso, porque recordaba que a Guy aquella parte no le había resultado fácil durante la subida. George casi había acabado de salir de la chimenea cuando oyó el grito. Su reacción inmediata sin duda les salvó la vida a los tres. Clavó su piolet en la nieve y enrolló rápidamente la cuerda alrededor del mango, trabándolo con el pie, al tiempo que se sujetaba con fuerza a la cuerda con la otra mano. Entonces vio caer a Guy y supuso que el señor Irving habría llevado a cabo la misma maniobra de seguridad que él y que, entre los dos, conseguirían amortiguar el impacto de su compañero. Sin embargo, el tutor no había logrado reaccionar con igual presteza y, aunque había clavado profundamente el piolet en la nieve, no había tenido tiempo de enrollar la cuerda alrededor del mango. Segundos más tarde, también él pasaba volando ante George. Este no miró hacia abajo, sino que mantuvo la bota sobre el piolet con todas sus fuerzas, mientras luchaba desesperadamente por mantener el equilibrio. No había nada entre ellos y el fondo del valle, que se abría a sus pies, doscientos metros más abajo.

Aguantó firme mientras los dos finalizaban su caída y se quedaban suspendidos en el vacío. George se preguntó si la cuerda cedería con el peso, de tal forma que sus compañeros acabarían precipitándose a la muerte. No tenía tiempo para oraciones, pero al verse aferrado todavía a la cuerda su pregunta pareció obtener respuesta, aunque fuera solo de forma temporal. De todas maneras, el peligro no había pasado aún, porque antes debía poner a salvo a sus amigos.

Miró hacia abajo y los vio, pálidos como la nieve, aferrándose desesperadamente a la cuerda. Utilizando una técnica que había practicado infinidad de veces en el gimnasio del colegio, empezó a hacer oscilar a sus compañeros adelante y atrás hasta que el señor Irving fue capaz de sujetarse con el pie a la pared de la montaña. Entonces, mientras George mantenía su posición, Irving hizo lo mismo con Guy, balanceándolo hasta que por fin estuvo a salvo.

Pasó un buen rato antes de que cualquiera de los tres se sintiera capaz de proseguir con el descenso, y George no retiró el piolet hasta que se convenció de que el señor Irving y Guy estaban plenamente repuestos. Palmo a palmo, metro a metro, fue guiando a los aturdidos montañistas hasta la seguridad de un amplio saliente situado diez metros más abajo. Los tres descansaron allí durante casi una hora, tras la cual el señor Irving se hizo cargo de la situación y los condujo a pendientes menos peligrosas.

Esa noche apenas cruzaron una palabra durante la cena; no obstante, los tres sabían que Guy no volvería a escalar si no regresaban a la montaña al día siguiente. Por la mañana, el señor Irving llevó de nuevo a sus dos pupilos al Monte Rosa, pero por una ruta menos arriesgada y exigente. Cuando George y Guy regresaron al hotel al atardecer, habían dejado de ser niños.

El día anterior, solo habían transcurrido unos minutos hasta que los tres montañeros se encontraron otra vez a salvo, pero cada uno de esos minutos podría haberse dividido en sesenta partes que ninguno de ellos olvidaría durante el resto de sus vidas.