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Jueves, 1 de mayo de 1924
Por entonces eran ocho.
—Amigos, por Su Majestad el rey —dijo el teniente coronel Norton, poniéndose en pie en la cabecera de la mesa y alzando su taza de latón. El resto del grupo lo imitó al instante.
—¡Por el rey! —repitieron todos.
—Por favor, seguid sentados —dijo George—. Amigos, ¡por Chomolungma, diosa de la Madre Tierra!
Los miembros del equipo alzaron sus copas por segunda vez y, en el exterior de la tienda, los sherpas se tumbaron en el suelo, de cara a la montaña.
Mallory y sus compañeros se sentaron y empezaron a encender puros y a pasar el decantador de oporto de mano en mano. Unos minutos más tarde, George se levantó de nuevo y golpeó la taza con la cucharilla.
—Quisiera empezar expresando nuestro pesar por el hecho de que el general Bruce no se encuentre con nosotros en esta ocasión.
—Bien dicho, sí señor —exclamaron varias voces.
—Y nuestro agradecimiento por el vino tan estupendo con que nos ha obsequiado. Confiemos en que, Dios mediante, tenga sus propios buenos motivos para descorchar una botella de champán.
—Bien dicho, sí señor —exclamaron varias voces de nuevo.
—Gracias a su diligencia y capacidad de previsión, solo nos queda una tarea pendiente: conquistar esta formidable dama para que todos podamos volver a casa y reanudar nuestras vidas normalmente. Desde este momento quiero aclarar que todavía no he decidido quiénes formarán los dos grupos que se unirán a mí en el ascenso final.
»Un aspecto que no diferirá con respecto a la expedición anterior será que os observaré atentamente a todos hasta que vea cuáles de vosotros os habéis aclimatado mejor. En consecuencia, espero que todos estéis preparados para poneros en marcha mañana a las seis, de manera que a mediodía hayamos alcanzado los cinco mil novecientos metros y podamos regresar al campamento base antes de la puesta de sol.
—¿Por qué tenemos que volver a bajar, si nuestro objetivo es llegar a la cima lo más rápidamente posible? —preguntó Irvine.
—Lo más rápidamente posible, no —contestó George con una sonrisa al darse cuenta de la escasa experiencia del joven—. Incluso a ti te llevará cierto tiempo aclimatarte a las nuevas alturas. La regla de oro —añadió— es «sube alto, duerme bajo». Cuando nos hayamos aclimatado, mi intención es que nos traslademos a siete mil cien metros y levantemos el Campamento Cuatro en el collado norte. Una vez instalados, seguiremos y montaremos el Campamento Cinco, más o menos a siete mil setecientos cincuenta; y después, el Campamento Seis, más o menos a ocho mil cuatrocientos, desde donde lanzaremos el asalto final. —George hizo una pausa antes de seguir—. Quiero que todos sepáis que, sea quien sea a quien elija para que me acompañe, lo hará en el segundo intento, pues he decidido dar a dos compañeros míos la oportunidad de ser los primeros en alcanzar la cima y hacer historia. Si el primer grupo falla, yo y el compañero que haya seleccionado emprenderemos otro intento al día siguiente. Estoy seguro de que todos albergáis el mismo deseo: ser los primeros en poner el pie en la frente de Chomolungma. Sin embargo, amigos, es de justicia que sepáis que ese seré yo.
Las palabras de George fueron contestadas por grandes risotadas y el golpeteo de las tazas contra la mesa. Cuando el barullo cesó, George abrió el turno de preguntas.
—¿Tienes intención de utilizar oxígeno en el segundo intento? —preguntó Norton.
—Sí —contestó George—. Pese a todas mis reticencias, he llegado a la conclusión de que Finch tenía razón: no tenemos ninguna posibilidad de escalar los últimos seiscientos metros sin la ayuda del oxígeno.
—Entonces tendré que asegurarme de estar en el primer grupo para demostrarte que te equivocas. De verdad que es una lástima, Mallory, porque eso significa que yo seré el primero en alcanzar la cima del Everest.
Aquello fue recibido con más risas y ruido de tazas contra la mesa.
—Si lo consigues, Norton, al día siguiente me quitaré las botellas de oxígeno y subiré a la cima descalzo —replicó George.
—Eso tendrá poca importancia —repuso Norton, alzando su taza—, porque nadie recordará el nombre del segundo hombre que conquistó el Everest.
—¡Howzat!
—No eliminado.
Mallory no supo si estaba soñando o si realmente acababa de oír el sonido del cuero contra la madera de sauce. Asomó la cabeza fuera de la tienda y vio que un recuadro de nieve del Himalaya había sido transformado en un improvisado campo de criquet.
A veinte metros había dos piolets que, clavados en la nieve, hacían las veces de postes. Odell, con la pelota en la mano, lanzaba a Irvine. A Mallory le bastó con contemplar unos cuantos lanzamientos para darse cuenta de que el bateador era mejor. Le resultó gracioso descubrir que los sherpas habían formado pequeños corros y charlaban entre ellos, perplejos al ver jugar a aquellos ingleses, mientras Noel filmaba el partido como si fuera una final de copa.
Mallory salió a rastras de su tienda y se reunió con Norton detrás de los postes, listo para sustituirlo.
—Irvine no lo hace nada mal —comentó Norton—; ha anotado ya varias carreras.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Casi media hora.
—¿Y todavía sigue corriendo?
—No parece que le cueste un gran esfuerzo. Sus pulmones deben de ser como fuelles. Claro que tiene casi quince años menos que el resto de nosotros.
—¡Despierta, jefe! —le gritó Odell, cuando la pelota pasó a escasos centímetros de la mano de George.
—Lo siento —se disculpó Mallory—. Ha sido error mío. No estaba por el juego.
Irvine golpeó la siguiente bola, anotando sus cincuenta, lo cual fue saludado con fuertes aplausos.
—Ya estoy hasta las narices de ese niñato de Oxford —dijo Guy Bullock, ocupando el lugar de Odell.
El primer intento de Guy se quedó un poco corto, e Irvine mandó la pelota lejos, anotándose otras cuatro carreras; pero su segunda bola resbaló en una placa de hielo, dio en el borde del bate de Irvine, y George, lanzándose de costado, consiguió atraparla con una mano.
—¡Bien hecho, jefe! —exclamó Guy—. Lástima que no te despertaras un poco antes.
—Muy bien, amigos, será mejor que nos pongamos en marcha —anunció Mallory—. Quiero salir dentro de media hora.
El campo de criquet quedó desierto en el acto al tiempo que los jugadores aficionados se convertían en alpinistas profesionales.
Media hora más tarde, nueve escaladores y veintitrés sherpas estaban listos para partir. Mallory gesticuló con los brazos como si fuera un guardia de tráfico y echó a andar marcando un ritmo que no tardaría en eliminar a los que no estuvieran preparados para sobrevivir a alturas superiores.
Un par de sherpas se rezagaron y acabaron soltando su carga en la nieve antes de emprender el camino de regreso. Sin embargo, ninguno de los miembros del equipo de escalada parecía tener dificultades, y aún menos Irvine, que iba pisándole los talones a Mallory a pesar de cargar con dos botellas de oxígeno. George se sorprendió al observar que no tenían el respirador conectado e hizo un gesto al joven para que se acercara.
—Escucha, no te hará falta el oxígeno hasta que lleguemos a los siete mil quinientos o más. Irvine asintió.
—Yo pensaba reservarlo como mínimo hasta superar los ocho mil quinientos. Pero quiero acostumbrarme al peso extra de las botellas, por si tengo la suerte de ser seleccionado para acompañarte en el asalto final. La verdad es que tengo intención de sentarme en la cima —señaló lo alto de la montaña con la cabeza— a esperarte mientras llegas. Al fin y al cabo, es deber de todo hombre de Oxford batir a uno de Cambridge siempre que pueda.
George sonrió.
—Está bien. Mañana prepárame dos de esas botellas tuyas. Y no lo digo solo por el peso: cuando nos enfrentemos a las paredes de roca y hielo, la menor pérdida de equilibrio puede resultar fatal.
Al cabo de un par de horas, George dio un descanso a los hombres para que tomaran té y unas galletas digestivas antes de reanudar nuevamente la marcha. Aparte de una breve nevada que no habría molestado ni a un niño que hiciera un muñeco de nieve, las condiciones meteorológicas no podían ser mejores para la escalada, y todos mantuvieron el ritmo. George se preguntó cuántos días seguiría siendo tan dócil el tiempo.
Rezó por ello, pero sus plegarias no fueron escuchadas.