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Mi querida Ruth:

4 de mayo de 1922

Después de haber conseguido cruzar la frontera y entrar en el Tíbet, en estos momentos nos acercamos al Himalaya, una cordillera formada por miles de montañas que rodean y protegen a su señora como centinelas armados, no aceptan la autoridad del dzongpen local y nunca han oído hablar de lord Curzon. A pesar de su glacial bienvenida y de sus fríos modales, seguimos luchando.

Cuando llegamos e instalamos el campamento base, a unos cinco mil trescientos metros sobre el nivel del mar, tuvimos ocasión de ver al general en su mejor momento. En cuestión de horas, los treinta y dos porteadores que quedaban levantaron la tienda principal de los miembros del equipo, que tiene el tamaño del salón de una casa y que nos permite reunirnos para cenar. Para cuando sirvieron el café y el coñac, las quince tiendas restantes ya estaban en su sitio, lo cual significaba que todo el mundo podría pasar la noche a cubierto. Y cuando digo «todos» debo señalar que los porteadores, incluyendo a Nyima, siguen durmiendo al raso y se acurrucan en el suelo con una piedra por almohada. A veces me pregunto si no debería unirme a ellos si quiero tener alguna posibilidad de conquistar esta infernal montaña.

Nuestro sherpa está demostrando ser una persona de incalculable valor a la hora de organizar a los nativos, y el general ha estado de acuerdo en subirle el sueldo a treinta rupias semanales (alrededor de unos seis peniques). Cuando nos acerquemos a las faldas del Everest resultará fascinante comprobar sus dotes de escalador. Finch está convencido de que será al menos tan bueno como cualquiera de nosotros. Ya te iré contando.

Esta noche, el general me traspasará oficialmente el mando hasta el momento en que demos media vuelta y regresemos a Inglaterra.

—¡Por Su Majestad! —Brindó el general, alzando la copa.

—¡Por el rey! —respondieron los miembros del equipo.

—Caballeros, ya pueden fumar, si lo desean —dijo el general, al tiempo que tomaba asiento y cortaba su puro. George permaneció de pie, lo mismo que el resto del grupo, y alzó su copa una segunda vez.

—Caballeros, por Chomolungma, la diosa de la Madre Tierra.

El general se levantó rápidamente y se unió al brindis de sus compañeros mientras los sherpas se acostaban en el suelo mirando a la montaña.

Al cabo de un instante, George pidió silencio golpeando su copa con una cucharilla. El mando acababa de cambiar de manos.

—Caballeros, quiero empezar dando las gracias al general Bruce por habernos guiado hasta aquí sanos y salvos y, citando sus propias palabras, «recios y en forma».

—¡Bien dicho! —corearon los demás, expresando un sentimiento tan ampliamente compartido que hasta Finch participó de él. George desplegó un mapa, despejó un espacio ante sí y lo extendió sobre la mesa.

—En estos momentos nos encontramos aquí —explicó, señalando con su cucharilla de café un punto situado a cinco mil trescientos metros—. Nuestro objetivo inmediato será avanzar hasta aquí —prosiguió, moviendo la cucharilla hasta llegar a seis mil quinientos metros—, donde espero levantar el Campamento Tres. Si queremos triunfar en nuestro intento de conquistar a Chomolungma, deberemos levantar tres campamentos más arriba. El Campamento Cuatro debería estar a unos siete mil cien metros, en el collado norte. El Campamento Cinco lo situaremos a siete mil ochocientos, y el Campamento Seis a ocho mil trescientos, solo a quinientos cincuenta metros de la cima. Es imperativo que descubramos una ruta a lo largo de la cresta o bordeando el risco nordeste que pueda llevarnos hasta la cumbre.

»Por el momento, no debemos olvidar que no tenemos la menor idea de lo que nos espera. No disponemos de libros de referencia ni de mapas que consultar, ni tampoco tenemos a las viejas glorias sentadas en el bar de la Royal Geographical Society, dispuestas a contarnos una vez más sus anécdotas de pasados triunfos, reales o imaginarios. —Varios miembros del equipo sonrieron y asintieron—. Por lo tanto, debemos trazar un mapa que nos permita convertirnos algún día en las viejas glorias que transmitan dicho conocimiento a las generaciones venideras de alpinistas. —Miró a sus compañeros—. ¿Alguna pregunta?

—Sí —intervino Somervell—. ¿Cuánto tiempo calculas que tardaremos en levantar el Campamento Tres? Me refiero a tenerlo completamente abastecido y ocupado.

—Tú siempre tan práctico —contestó Mallory, sonriendo—. La verdad es que no estoy seguro. Me gustaría cubrir unos seiscientos metros diarios, de modo que mañana por la noche espero haber montado el Campamento Dos a cinco mil novecientos metros y regresar al campamento base antes de la puesta de sol. Al día siguiente daremos el empujón hasta seis mil quinientos, donde montaremos el Campamento Tres antes de volver al Dos para pasar la noche. Como mínimo tardaremos unas dos semanas en aclimatarnos a unas altitudes que ninguno de nosotros ha experimentado jamás. No olvidéis: escalad alto, dormid bajo.

—¿Establecerás grupos antes de ponernos en marcha? —quiso saber Odell.

—No, todavía no —contestó George—. Seguiremos funcionando como una unidad hasta que sepa quiénes de vosotros se han aclimatado mejor a las condiciones reinantes. Por otra parte, sospecho que al final no seré yo quien decida la composición definitiva de los equipos, sino la propia montaña.

—No puedo estar más de acuerdo —comentó Finch—, pero ¿has considerado la posibilidad de utilizar oxígeno por encima de los siete mil cien metros?

—Te contesto lo mismo: creo que será la montaña, y no yo, la que decida por nosotros. —George esperó un momento más antes de concluir—: ¿Alguna otra pregunta?

—Sí, jefe —dijo Norton—. ¿A qué hora nos quieres listos para revista, mañana por la mañana?

—A las seis en punto, completamente equipados y listos para la marcha. Recordad, mañana deberemos tener el valor de pensar como Colón y estar preparados para adentrarnos en terreno desconocido.

George no sabía si era por la responsabilidad del liderazgo o por la simple emoción de saber que, a partir de ese momento, cada paso que diera lo llevaría más alto que nunca, pero la cuestión es que a la mañana siguiente salió de la tienda antes que el resto del equipo.

Unos minutos antes de las seis de una mañana clara y con poco viento, mientras el sol asomaba sobre el pico más alto, George sintió la satisfacción de ver que sus ocho alpinistas lo esperaban pacientemente ante sus tiendas. Iban vestidos con una curiosa variedad de prendas: chalecos de lana —seguramente confeccionados por sus esposas o novias—; pantalones enfundados en polainas, cortavientos, sobretodos de algodón, camisas de seda, botas de escalar, bufandas Burberry’s y mocasines canadienses que conferían a algunos todo el aspecto de estar de vacaciones esquiando en Davos.

De pie, tras los escaladores, estaban los sherpas locales que Nyima había contratado. Cada uno cargaba con casi cuarenta kilos de equipo: tiendas, mantas, palas, ollas, estufas Primus, provisiones y también media docena de botellas de oxígeno.

A las seis en punto, George señaló hacia lo alto y él y sus hombres iniciaron la primera etapa de un viaje cuyo resultado nadie era capaz de predecir. Echó un vistazo por encima del hombro a sus compañeros y sonrió al pensar en el general, sentado en su bañera caliente del campamento base, teniendo que leer los interminables telegramas de Hinks en los que le exigía saber qué progresos estaban haciendo y si Finch se estaba comportando correctamente.

George marcó un ritmo sostenido durante la primera hora, caminando pesadamente por el terreno pedregoso que formaba la ladera que se extendía por encima del campamento base, pasando junto a las ovejas azules sagradas del valle de Rongbuk, que los indígenas no podían sacrificar por muy hambrientos que estuvieran. Era consciente de que las dificultades no empezarían hasta que hubieran bordeado la arista norte, a unos siete mil cien metros, donde no solo el aire estaría mucho más enrarecido, sino que las temperaturas bajarían hasta niveles que pocos de ellos habían experimentado, y aún peor: no tendrían forma de saber qué ruta debían seguir si confiaban en progresar.

Mientras avanzaban trabajosamente, George quedó impresionado por colores que no había visto hasta entonces: una débil claridad azul que cambiaba a un amarillo intenso y parecía decidida a curtir su pálida piel británica. A lo lejos vio el rostro de Kangshung, con sus enormes colmillos de hielo surcados de grietas y cuyas oscuras e insondables aristas los amenazaban con indeseables aludes.

Solo cuando hubieran montado los Campamentos Dos y Tres podría George estimar cuántos días tendrían que pasar buscando una ruta segura en el collado norte solo para encontrar al final del ilusorio camino un cartel que anunciaba: «Prohibida la entrada. Callejón sin salida». Incluso empezaba a preguntarse si sería posible que un ser humano llegara a la cima. Los miembros de la RGS que habían predicho que Chomolungma sería igual que el Mont Blanc, solo que un poco más alto, habían demostrado su ignorancia.

Al final de la segunda hora, George detuvo la caravana para que todos disfrutaran de un merecido descanso. Mientras caminaba entre los miembros del equipo, vio que Morshead y Kingston tenían dificultades para respirar. Nyima acudió a informarle de que tres sherpas habían abandonado su carga en plena montaña para regresar a sus aldeas. George se preguntó cuántos quedarían en el muelle de Bombay para reclamar al general Bruce su propina de veinte rupias. «Podrá contarlos con los dedos de una mano», le había advertido el general.

Treinta minutos más tarde, el grupo reemprendió la marcha y no se detuvo a descansar otra vez hasta que el sol alcanzó su cenit. Durante la pausa para comer dieron buena cuenta de sus raciones de Kendal Mint Cake, de las galletas de jengibre, y de los albaricoques secos; luego, bebieron leche en polvo reconstituida y reanudaron el ascenso.

Tras una hora de caminata, tuvieron que cruzar un arroyo rodeado de brotes de hierba. En una orilla se levantaba un sauce cubierto de mariposas gigantescas que echaron a volar cuando ellos se acercaron: un oasis cuyo recuerdo no tardó en convertirse en espejismo a medida que ascendían.

Cuando por fin llegó el momento de que George eligiera un lugar adecuado para levantar el Campamento Dos, escogió una zona llana y pedregosa situada en el centro del glaciar Kongbuk oriental y rodeada de grandes agujas de hielo que ofrecía la ventaja de estar protegida del viento. Comprobó el altímetro: justo por encima de cinco mil novecientos metros. Los sherpas depositaron su cargamento en el suelo bajo la atenta mirada de Nyima y nivelaron un poco el suelo rocoso antes de levantar la primera tienda. Hasta que no hubieron descargado las cajas de provisiones destinadas al Campamento Tres y que debían durar todo un mes, no montaron la tienda del equipo.

Mientras cenaban de regreso en el campamento base —una vez más estofado de carne de cabra con bolas de arroz, seguido de queso y galletas—, George explicó a sus hombres que el día no había podido salir mejor. Sin embargo, seguía sin tener la menor idea de cuánto tardarían en localizar una ruta al otro lado del glaciar Rongbuk, y era consciente de que debían estar preparados para llevarse algunos chascos.

Esa noche, antes de apagar su candil, George leyó unas cuantas páginas de la Ilíada después de haber escrito unas líneas a Ruth. Ella las leyó al cabo de dos meses, cuando la tragedia ya había ocurrido.

Las cartas de George a menudo llegaban a The Holt semanas después de que las noticias que contenían hubieran sido recogidas por el Times. Ruth sabía que, tarde o temprano, recibiría una misiva con la versión de George de la historia de lo que había ocurrido aquella trágica mañana de junio; pero, hasta que eso ocurriera, no tendría más remedio que leer el drama por capítulos, como si de una novela de Dickens se tratara.

8 de mayo de 1922

Mi querida Ruth:

Estoy sentado en mi pequeña tienda, escribiéndote a la luz de un candil. El primer día de escalada ha ido bien y hemos encontrado un sitio ideal para levantar el que será nuestro hogar temporal. Sin embargo, hace tanto frío que, cuando me acuesto, tengo que ponerme los mitones que me hiciste en la última Navidad y los calzones largos de lana de tu padre.

La montaña ya me ha dado a entender claramente que no estamos equipados para tan exigente aventura. La verdad, muchos miembros del equipo son demasiado mayores, y solo unos pocos están lo bastante en forma para continuar. Al igual que yo, deben de desear haber tenido la oportunidad de emprender esta aventura en 1915, cuando éramos todos mucho más jóvenes. ¡Condenados alemanes!

Mi amor, te echo tanto de menos que…

Ruth dejó de leer y se arrodilló junto a Clare y Beridge para estudiar el mapa que había encontrado su sitio fijo en el suelo del salón. Cuando dibujó la figura de un hombre con gafas apoyado en un piolet, a seis mil metros de altura, Clare se puso a aplaudir.