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Mi queridísima Ruth:

16 de junio de 1922

Llevamos ya más de un mes buscando la ruta que nos ha de llevar al otro lado del glaciar Rongbuk oriental, y estaba empezando a deprimirme, sobre todo después de que Nyima me anunciara que la temporada de los monzones no tardará en llegar, porque entonces no tendremos más remedio que volver al campamento base e iniciar el largo viaje de regreso a Inglaterra.

Sin embargo, hoy hemos hecho grandes progresos cuando Morshead ha encontrado una ruta más allá del glaciar que describe una curva alrededor de Changse y hacia el otro lado del collado norte. Así pues, mañana, Norton, Somervell y Morshead volverán allí. Si pueden encontrar una plataforma lo bastante grande —y suponiendo también que el viento, que según Morshead sopla con la fuerza de un vendaval, se lo permita—, intentarán plantar una tienda y averiguar si es posible pasar la noche bajo una lona, en lo alto del collado norte, a unos mil ochocientos metros de la cima.

Si lo es, al día siguiente Norton y Somervell harán un primer intento de alcanzar la cima. Sé que mil ochocientos metros no parecen muchos. De hecho ya me imagino a Hinks diciendo al comité que no es mucho más alto que el Ben Nevis, pero el Ben Nevis no está hecho de agujas de hielo negro imposibles de escalar; aquí la temperatura es de cuarenta bajo cero, y el viento hace que por cada cuatro pasos solo avances uno. Por si todo eso fuera poco, solo respiramos una tercera parte del oxígeno que tenemos en Surrey. Y puesto que el descenso resultará aún más peligroso, no podemos correr riesgos innecesarios solo para que Hinks pueda informar a su comité de que uno de nosotros ha escalado alturas que ningún hombre ha alcanzado hasta la fecha.

Varios miembros del grupo sufren de mal de altura, de ceguera por culpa de la nieve y, lo que es peor, de congelación. Morshead ha perdido dos dedos de la mano y uno del pie. ¿Habría valido la pena que los perdiera si hubiera llegado a la cima por el collado norte? Si Norton y Somervell no consiguen coronar pasado mañana, Finch, Odell y yo lo intentaremos al día siguiente. En cambio, si lo logran, estaremos de vuelta mucho antes de que abras esta carta. En realidad incluso es posible que yo llegue antes que ella. Ojalá.

Aunque hay otro miembro de la expedición que siempre sigue nuestros pasos, tengo el presentimiento de que quizá seremos Finch y yo quienes durmamos en esa tienda, a ocho mil cuatrocientos metros por encima del nivel del mar.

Mi amor, te escribo esta carta teniendo tu fotografía junto a mí y…

Una vez más, Ruth se arrodilló con sus hijas en el suelo del salón y comprobó que Clare ya tenía el dedo puesto en el collado norte.

—Tendrían que haber vuelto hace una hora.

Odell no hizo comentario alguno, aunque sabía que George tenía razón. Se hallaban de pie, fuera de la tienda del grupo, contemplando la montaña y deseando que Norton, Somervell y Morshead aparecieran.

Si los dos primeros habían alcanzado la cima, lo único que George lamentaría —aunque no lo admitiría ante nadie salvo Ruth— sería no haberse incluido en ese primer grupo.

Comprobó de nuevo la hora y calculó que no podían esperar mucho más. Se volvió hacia los demás, que también contemplaban la montaña con ansiedad.

—Bien, ha llegado el momento de que formemos un grupo de búsqueda. ¿Quién quiere acompañarme? Se alzaron varias manos.

Minutos más tarde, George, Finch, Odell y Nyima se habían equipado por completo y estaban listos para partir. George se puso en marcha al frente del grupo sin decir más. Un viento gélido bajaba por el paso y se les metía entre la ropa, cubriéndolos de una fina capa de escarcha que enseguida se congelaba sobre sus resecas mejillas.

George nunca se había enfrentado a un enemigo tan fiero y cruel, y comprendió que nadie podía confiar en sobrevivir una noche en semejantes condiciones. Debían encontrarlos.

—¡Una locura! ¡Esto no es más que una locura! —gritó al vendaval, pero Bóreas no le hizo el menor caso y siguió soplando.

Tras más de dos horas de las peores condiciones que había conocido, George a duras penas podía poner un pie por delante del otro. Estaba a punto de dar orden de regresar al campamento cuando oyó que Finch gritaba.

—¡Veo tres pequeñas ovejitas que parecen haberse perdido, beee, beee, beee!

Frente a ellos, casi invisibles ante el fondo de roca, George consiguió distinguir a los tres alpinistas extraviados que caminaban arrastrando los pies lentamente mientras bajaban de la montaña. El grupo de rescate corrió hacia ellos tan rápido como pudo. A pesar de lo ansiosos que estaban todos por saber si Norton y Somervell habían coronado la cima, ninguno de ellos se atrevió a preguntárselo cuando vieron lo agotados que se hallaban. Norton se cubría penosamente una oreja con la mano. George lo sujetó del brazo y lo guio camino abajo, hasta el campamento. De vez en cuando miraba por encima del hombro y veía a Somervell unos pasos por detrás; sin embargo, el rostro del montañero no delataba el resultado de su misión. Por último observó a Morshead, cuyas facciones permanecían vacías de toda expresión mientras seguía caminando con fuerza.

Transcurrió una hora antes de que avistaran el campamento. George guio en la penumbra a los tres escaladores hasta la tienda principal, donde les esperaban unas tazas de té caliente. Nada más entrar, Norton cayó de rodillas, y Guy corrió a su lado a examinar su oreja congelada, que estaba negra y cubierta de ampollas.

Mientras Morshead y Somervell se inclinaban sobre la llama de la estufa Primus para calentarse, el resto del grupo se mantuvo en silencio, esperando que fuera alguno de ellos el primero en dar la noticia. Somervell habló, pero no sin antes haber bebido varios sorbos de té con brandy.

—Esta mañana, después de haber plantado la tienda del Campamento Cinco, no podríamos haber empezado mejor —explicó—; pero, al cabo de unos trescientos metros nos vimos envueltos por una tormenta de nieve. La garganta se me cerró hasta el punto de que apenas podía respirar. —Hizo una pausa—. Norton me dio golpes en la espalda hasta que vomité, lo cual solucionó temporalmente el problema; pero, para entonces ya no me quedaban fuerzas para dar un paso más. Norton esperó a que me recuperara antes de lanzarnos por el collado norte.

Norton prosiguió el relato mientras Somervell tomaba otro sorbo de té.

—La situación era desesperada. Conseguimos avanzar un poco, pero la tormenta no amainaba, de modo que no nos quedó más remedio que dar media vuelta.

—¿Qué cota alcanzasteis? —preguntó George.

Norton entregó el altímetro al jefe de escalada.

—¡Ocho mil trescientos veintitrés metros! —exclamó George—. ¡Es la mayor altitud alcanzada por el hombre! El resto del grupo prorrumpió en espontáneos aplausos.

—Si hubierais llevado oxígeno podríais haber alcanzado la cima —dijo Finch. Nadie quiso manifestar una opinión.

—Me temo que esto te va a doler, viejo amigo —dijo Bullock, cogiendo unas tijeras y calentándolas en la llama de la estufa. A continuación, se inclinó sobre Norton y procedió a amputarle la zona congelada de la oreja.

A la mañana siguiente, George se levantó a las seis en punto. Asomó la cabeza fuera de la tienda y vio un día despejado, sin la menor señal de viento. Finch y Odell estaban sentados, con las piernas cruzadas, dando buena cuenta de un contundente desayuno.

—Buenos días, caballeros —saludó George, tan impaciente por ponerse en marcha que desayunó de pie y en cuestión de minutos se encontraba listo para partir. Bullock, Morshead y Somervell se arrastraron fuera de sus respectivas tiendas para desearles buena suerte. Norton no se movió de donde estaba.

George decidió seguir su consejo sobre la ruta que debían tomar y condujo a Finch y Odell hacia el collado norte. A pesar de que era una mañana despejada y sin viento, cada paso que daban les resultaba más trabajoso que el anterior, porque tenían que tomar tres bocanadas de aire a cada zancada. Finch había insistido en atarse a la espalda dos botellas de oxígeno. ¿Resultaría al final que tenía razón y sería el único capaz de seguir avanzando?

Hora tras hora, fueron escalando la montaña en silencio. Ya entrada la tarde notaron el primer soplo de un viento gélido que los saludó como un invitado indeseable. En cuestión de minutos, la brisa se convirtió en galerna. Si el altímetro no le hubiera confirmado que se hallaban solo a cien metros del Campamento Cinco, George habría ordenado dar media vuelta.

Tardaron una hora en cubrir esos cien metros debido al viento y la nieve, que empezaron a azotar incansablemente sus cuerpos, abriéndose paso entre su ropa, como si buscase implacablemente cualquier superficie de piel expuesta al tiempo que intentaba empujarlos montaña abajo. Cuando por fin llegaron a la tienda, George no pudo menos que rezar para que a la mañana siguiente el tiempo hubiera amainado. De lo contrario, tendrían que volver, ya que no podían esperar sobrevivir en aquellas condiciones durante dos noches seguidas. Lo cierto era que temía que murieran congelados si se dormían.

Los tres hombres se instalaron lo mejor que pudieron para pasar la noche. George se fijó en que el aliento condensado se congelaba y se convertía en carámbanos que colgaban del techo de la tienda, igual que arañas en un salón de baile. Finch se dedicó a inspeccionar una y otra vez sus preciosas botellas de oxígeno, mientras él intentaba escribir unas líneas a Ruth.

Mi queridísima Ruth:

19 de junio de 1922

Ayer, tres valientes partieron para intentar alcanzar la cima del Everest, y uno de ellos, Norton, llegó a subir a ocho mil trescientos veintitrés metros antes de que el agotamiento los venciera. Al final tuvieron que volver, y Norton perdió parte de la oreja por culpa de la congelación. Esta noche duerme sabiendo que ha escalado más alto que cualquier otro ser humano en este planeta.

Mañana, otros tres de nosotros intentaremos seguir sus pasos y hasta es posible que alguno consiga…

—Después de lo que hemos pasado hoy, Mallory, ¿no vas a reconsiderar la posibilidad de utilizar oxígeno mañana?

—No —contestó George, dejando la estilográfica—. Estoy decidido a hacer un intento sin ayuda de elementos artificiales.

—Bueno, las botas que llevas son una ayuda artificial —replicó Finch—. Y también los mitones que te ha confeccionado tu mujer; de hecho, hasta el azúcar que te echas en el té lo es. A decir verdad, lo único que no nos proporciona ninguna ayuda es nuestro compañero —concluyó Finch, fulminando con la mirada a Odell, que seguía durmiendo.

—¿Y a quién habrías elegido en su lugar? ¿A Somervell, a Norton?

—A ninguno de ellos, y eso que son dos excelentes alpinistas —repuso Finch—. Sin embargo, desde el principio dejaste bien claro que solo el hombre mejor aclimatado debería llevar a cabo el asalto final, y ambos sabemos quién es.

—Sí, Nyima —contestó George en voz baja.

—Hay otra razón por la que deberías haberlo invitado, que es lo que habría hecho yo sin dudarlo de haber sido el jefe de escalada.

—¿Y qué razón es esa?

—El placer de contemplar el rostro de Hinks cuando tenga que informar al comité de que los dos primeros hombres en coronar la cima del mundo fueron un australiano y un sherpa.

—Eso no ocurrirá —le aseguró George.

—¿Por qué no?

—Porque lo que Hinks explicará al comité será que un inglés fue el primero que llegó a la cima —declaró con una breve sonrisa—. De todas maneras, no veo ninguna razón para que un australiano y un sherpa no lo consigan en un futuro más o menos cercano. —Volvió a coger la pluma—. Ahora duérmete, Finch, quiero terminar la carta.

George empezó a deslizar la pluma por el papel, pero no apareció trazo alguno. La tinta se había helado.

A las cinco en punto de la mañana siguiente, los tres hombres se arrastraron fuera de sus sacos de dormir. George fue el primero en salir de la tienda, donde le dio la bienvenida un cielo azul como quizá Turner habría conseguido plasmar si alguna vez hubiera escalado más de siete mil metros. Solo quedaba un leve rastro de brisa, y George se llenó los pulmones con el helado aire matutino mientras contemplaba la cima, a solo mil doscientos metros por encima de su cabeza.

—Está tan cerca… —murmuró mientras Finch salía de la tienda con sus quince kilos de oxígeno atados a la espalda. El australiano también alzó la vista hacia la cumbre y se golpeó el pecho.

—Chis —dijo George—. No queremos despertarla. Será mejor que la dejemos dormir y la tomemos por sorpresa.

—Esa no es forma de tratar a una dama —repuso Finch con una pícara sonrisa.

George empezó a caminar de un lado a otro, incapaz de disimular su impaciencia ante la tardanza de Odell.

—Lamento haberos hecho esperar, amigos —dijo este en tono compungido cuando por fin se arrastró fuera de la tienda—. No encontraba mi otro guante.

Ninguno de sus dos compañeros mostró la menor lástima. Se ataron y George ocupó la cabeza de la cordada, seguido de Finch y por último de Odell, que cerraba el grupo.

—Buena suerte, caballeros —dijo George—. Ha llegado nuestro turno de cortejar a la dama.

—Confiemos en que no deje caer su pañuelo justo encima de nuestras cabezas —dijo Finch, abriendo la válvula de oxígeno y ajustándose la boquilla.

George apenas había dado unos cuantos pasos cuando comprendió que aquella escalada iba a ser completamente distinta de cualquier otra que hubiera emprendido en el pasado. Siempre que se había aproximado a la cima de una montaña había encontrado lugares donde era posible detenerse y descansar. Sin embargo, allí no existía la menor posibilidad de tomarse un respiro. El menor movimiento resultaba tan agotador como si intentara correr los cien metros, y aun así avanzaban a paso de tortuga.

Intentó no pensar en Finch, que se hallaba solo unos pasos por detrás, respirando tranquilamente su oxígeno. ¿Demostraría acaso el australiano que estaban todos equivocados? Siguió luchando, pero a cada paso que daba le costaba más respirar. Durante los siete meses anteriores había practicado a diario una técnica especial de respiración profunda —aspirar por la nariz durante cuatro segundos, llenarse los pulmones y espirar por la boca durante otros cuatro segundos—; sin embargo, esa era la primera vez que tenía la oportunidad de ponerla en práctica por encima de siete mil metros. Volvió la vista atrás y observó que Finch, pese a llevar quince kilos de más a la espalda, parecía descansado. En cualquier caso, si ambos lograban alcanzar la cumbre, no habría duda de quién sería el vencedor.

George siguió esforzándose centímetro a centímetro, palmo a palmo, y no se detuvo hasta que encontró la bufanda de Norton, que este había dejado para señalar el nuevo récord de altitud que estaba a punto de ser superado. Miró a su espalda y vio que Finch ascendía con fuerza, pero que a Odell le costaba cada vez más y que se rezagaba. ¿Estaba Finch en lo cierto? ¿Tendría que haber elegido al mejor alpinista para que los acompañara?

Comprobó la hora: las diez y doce minutos. Aunque habían avanzado más despacio de lo que había previsto, seguía confiando en alcanzar la cima a mediodía, a fin de regresar al collado norte antes de la puesta del sol. Contó lentamente hasta sesenta, algo que había hecho en todas sus escaladas desde que era niño, antes de mirar el altímetro para comprobar hasta dónde habían llegado. No necesitaba el aparato para saber que la distancia se reducía a cada minuto que pasaba, y conservaba la esperanza de coronar cuando a las diez y cincuenta y uno vio que habían llegado a ocho mil quinientos cuarenta metros de altitud. En ese momento oyó un grito como de animal herido y supo que no se trataba de Finch.

Miró hacia atrás y vio a Odell de rodillas, estremeciéndose por un ataque de tos, con el piolet hundido junto a él, en la nieve. Estaba claro que no podía dar un paso más. A regañadientes, se deslizó hasta él, retrocediendo de paso diez metros duramente conquistados.

—Lo siento mucho, Mallory —murmuró Odell, resollando—. No puedo seguir. Tendría que haber dejado que Finch y tú partierais sin mí.

—Ni lo pienses, viejo amigo —contestó George entre jadeos, pasándole el brazo por los hombros—. Lo intentaré otra vez mañana. No podrías haber hecho más de lo que has hecho.

Finch no perdió tiempo en palabras de consuelo.

—Si vas a quedarte cuidando de Odell, ¿te importa que yo siga adelante? —preguntó tras quitarse la boquilla. George deseó negarse, pero sabía que no podía hacerlo. Miró la hora —las diez cincuenta y tres— y asintió.

—Buena suerte, pero recuerda que has de dar la vuelta a mediodía, como muy tarde.

—Con eso debería bastarme —dijo Finch, quien se colocó de nuevo la boquilla y se desató de la cordada.

Cuando pasó ante sus compañeros, ninguno de los dos pudo ver su sonrisa, y George tuvo que conformarse con quedarse mirando mientras su rival avanzaba lentamente, montaña arriba, centímetro a centímetro hacia la cima.

Sin embargo, mucho antes de que llegara la hora acordada, Finch ya no pudo seguir adelante. Se detuvo para abrir la válvula de la segunda bombona, pero apenas consiguió avanzar unos metros más. Soltó una maldición al comprender lo cerca que se hallaba de la inmortalidad. Comprobó el altímetro: ocho mil seiscientos treinta metros. A solo doscientos cincuenta metros de poder estrechar la mano de Dios.

Finch contempló el pico reluciente, se quitó la boquilla de la boca y gritó:

—Esperabas a Mallory, ¿verdad? ¡Pues seré yo quien vuelva mañana!