1916
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Mi querida Ruth:
9 de julio de 1916
El día que nos despedimos en la fría y desierta estación de Godalming fue uno de los más tristes de mi vida. Que tras finalizar el adiestramiento básico solo me concedieran un fin de semana contigo fue sin duda una crueldad, pero prometo escribirte todos los días.
Fue muy amable por tu parte despedirte asegurándome que en tu opinión estoy haciendo lo correcto, pese a que tus ojos revelaran tus verdaderos sentimientos.
Cuando me reuní con mi regimiento en Dover, me encontré con unos cuantos conocidos. ¿Te acuerdas de Siegfried Herford? Siendo de padre alemán y madre inglesa, su elección no habrá sido fácil.
Al día siguiente partimos para xxxxx en un barco que parecía un colador y que se bamboleaba igual que un pato de goma. Uno de los compañeros dijo que seguramente era un regalo del káiser. Pasamos la mayor parte de la travesía utilizando nuestras escudillas para achicar el agua. Ya recordarás, de nuestra última travesía del canal, que no soy precisamente un lobo de mar. Sin embargo, de alguna manera conseguí no marearme delante de los hombres.
Arribamos a xxxxx al amanecer sin hallar señales de que los franceses participaran en esta guerra. Me uní a dos oficiales para tomar un café y cruasanes calientes en un bar. Allí me encontré con otros oficiales que volvían del frente y que nos recomendaron que disfrutáramos de la que sin duda sería nuestra última comida en una mesa con mantel (por no hablar del lujo de los platos de porcelana) en varios meses. Eso nos recordó que en menos de veinticuatro horas estaríamos sentados en un tipo de comedor muy distinto.
Como de costumbre he vuelto a olvidarme de algo importante, y esta vez ha sido tu fotografía. Me muero por ver tu rostro, aunque sea en una foto en blanco y negro, así que, por favor, mándame la que te hice en Derden Heights el día antes de que nos detuvieran. Quiero llevarla siempre conmigo.
Dios sabe cuánto te echo de menos. Me cuesta entender que uno pueda estar rodeado de tanta gente, de tanta actividad frenética y de un ruido tan ensordecedor y, al mismo tiempo, sentirse tan solo. Únicamente intento encontrar otra manera de decirte que te quiero, aunque sé que te burlarás de mí si te aseguro que eres la única mujer de mi vida; la verdad es que ahora contemplo a Chomolungma como a una antigua novia.
Tu esposo que te quiere,
George
Cuando hubo entregado la carta al jefe de correos del regimiento, George se dedicó a matar el tiempo mientras esperaba a que el convoy de camiones iniciara su viaje hacia el frente.
En el espacio de unos pocos kilómetros, la hermosa campiña francesa de Millet y Monet, con sus verdes moteados y amarillos, sus vacas y ovejas pastando en los campos, había sido sustituida por un paisaje desolado de árboles quemados o deshojados, caballos destripados, casas sin techo y civiles desesperados convertidos en simples peones en el tablero de la guerra.
El convoy siguió avanzando incansablemente, pero antes de que George quedara ensordecido por el ruido, vio unas furiosas nubes de humo negro y sulfuroso que se alzaban en el cielo oscureciendo el sol. Al fin se detuvieron en un campo situado a unos cuatro kilómetros de la primera línea de batalla, donde no se veía un solo cartel indicador y los días se habían convertido en una noche perpetua. George se reunió allí con sus compañeros, un grupo de hombres uniformados que cada día se preguntaban si a la mañana siguiente seguirían con vida.
Tras una ración de carne enlatada con judías pastosas y patatas llenas de gusanos, George fue asignado a una tienda junto con otros tres oficiales, todos más jóvenes que él, que habían cumplido distintos períodos de servicio: un mes, nueve semanas y siete meses, respectivamente. El teniente Evans, que era el que llevaba más tiempo, se consideraba una especie de veterano.
A la mañana siguiente, después de dar cuenta del desayuno que le sirvieron en un plato de zinc, fue conducido a su puesto de artillería ubicado unos cuatrocientos metros por detrás de la línea de vanguardia. Allí debía relevar a Evans, que esperaba un merecido permiso de dos semanas.
—No es todo tan malo, amigo —le aseguró Evans—. Para empezar, resulta mucho menos peligroso que estar en primera línea. Piense en esos pobres desgraciados que se encuentran medio kilómetro más adelante, esperando el sonido de la solitaria corneta para saltar de las trincheras y que llevan meses aguardando la muerte. En comparación, nuestro trabajo es de lo más sencillo. Aquí tiene una lista con los treinta y siete soldados a su mando y los doce morteros que casi nunca dejan de disparar a menos que sufran alguna avería. El suboficial más veterano es el sargento Davies. Lleva aquí algo más de un año y antes de eso sirvió quince años bajo la bandera. Empezó en el ejército como soldado raso en la guerra de los Bóers, de manera que no se le ocurra hacer un movimiento sin consultarlo con él primero. Luego está el cabo Perkins. Ese condenado siempre se queja de todo pero al menos su sentido del humor permite que los hombres se olviden a ratos de los hunos. No se preocupe, no tardará en hacer amistad con el resto del escuadrón. Son buena gente y no lo dejarán en mal lugar cuando llegue la hora —explicó. George asintió pero prefirió no interrumpir—. La decisión más difícil que tendrá que tomar —prosiguió Evans— llega todos los domingos por la tarde, cuando deberá enviar tres hombres a nuestro puesto de avanzada para que permanezcan allí una semana. Nunca he visto que volvieran los tres con vida. Su misión es mantenernos informados de dónde se halla el enemigo, de manera que podamos apuntar los cañones contra ellos y no contra nuestras tropas.
—Buena suerte, Mallory —le dijo el teniente esa misma mañana más tarde, estrechándole la mano—. Le digo adiós por si no volvemos a vernos.
Querida Ruth:
5 de septiembre de 1916
Estoy destacado muy por detrás de la primera línea de batalla, de manera que no debes preocuparte por mí. He recibido a mi cargo treinta y siete hombres que parecen buena gente. Incluso es posible que recuerdes a uno de ellos, el soldado raso Rodgers. Era nuestro cartero antes de que se alistara. Quizá podrías comunicar a su familia que se encuentra bien de salud. Dice que seguirá en el ejército cuando acabe la guerra. El resto de los hombres me han hecho sentir bienvenido, lo cual es de agradecer por su parte, ya que saben bien que acabo de incorporarme. Esta mañana he comprendido a qué se refería mi oficial de instrucción en xxxxx cuando aseguraba que una semana en el frente era mucho más útil que tres meses de entrenamiento.
No dejo de pensar en ti y en Clare, y en el mundo al que hemos traído a nuestra hija. Confiemos en que los políticos estén en lo cierto cuando aseguran que esta contienda pondrá fin a todas las guerras, porque no quisiera que nuestros hijos tuvieran que experimentar lo que supone esta locura.
Ningún hombre sirve en el frente más de tres meses seguidos, de modo que es posible que esté en casa para el nacimiento del hermanito o hermanita de Clare.
George dejó de escribir y pensó en sus palabras. Sabía perfectamente que las normas de Su Majestad se pasaban por alto constantemente cuando se trataba de conceder permisos, pero era preciso que Ruth conservara el optimismo. En cuanto a la realidad de la vida en el Somme, prefería que su esposa no descubriera la verdad hasta que él mismo pudiera contársela cara a cara. Era consciente de la ansiedad en la que estaba viviendo, cuando todos los días podía recibir un telegrama que empezaba con la frase: «Con profundo pesar, el secretario de Defensa tiene el deber de comunicarle…».
Mi amor, los dos años que hemos pasado juntos han sido los más felices de mi vida. Sé que siempre concluyo mis cartas diciéndote lo mucho que te echo de menos, seguramente porque no pasa un minuto sin que te lleve en mis pensamientos. El mes pasado recibí varias cartas tuyas; te agradezco mucho tus noticias de Clare y de lo que pasa en The Holt, pero sigo sin tener tu foto. Quizá llegue con la próxima entrega de correo. Aún más que tu imagen, espero el día en que pueda verte en persona y estrecharte entre mis brazos, porque entonces te darás cuenta realmente de lo mucho que te he echado de menos.
Tu esposo que te quiere,
George
—¿Tiene algún tipo de problema, Perkins?
—No lo creo, sargento.
—Entonces, ¿por qué su unidad tarda noventa segundos en recargar cuando el resto lo hace en menos de un minuto?
—Hacemos todo lo posible, sargento.
—Lo posible no es suficiente, Perkins. ¿He hablado con claridad?
—Sí, sargento.
—¡No diga «sí, sargento» y haga algo para solucionarlo!
—Sí sargento.
—Ah, Matthews…
—Sí, sargento.
—A las doce inspeccionaré su mortero, y si no brilla como el sol, yo mismo lo meteré a usted por la boca del cañón y lo dispararé a los jodidos hunos. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
—Más que suficiente, sargento.
El timbre del teléfono de campaña sonó y George descolgó el auricular.
—Señor, nos están atacando con fuego cerrado desde un kilómetro y medio más adelante, a las once de nuestra posición —le comunicó uno de los hombres del puesto de avanzada—. Tal vez significa que los alemanes se preparan para atacar.
La línea se cortó.
—¡Sargento Davies! —gritó George, esforzándose por hacerse oír entre el estruendo de las baterías que disparaban.
—¡Señor!
—Kilómetro y medio a las once. Los alemanes avanzan.
—¡Sí, señor! ¡Atentos, muchachos! ¡Preparaos para dar a esos hunos una calurosa bienvenida! ¡A ver quién es el primero que les mete una por el casco!
George sonrió mientras recorría la hilera de morteros, comprobando cada uno y sintiéndose agradecido de que el sargento Davies hubiera nacido en Swansea y no al otro lado de la Línea Sigfrido.
—¡Bien hecho, Rodgers! —dijo Davies—. El primero en entrar en acción. Siga así y lo ascenderán a cabo antes de lo que cree. George no pudo sino advertir la poco sutil sugerencia sobre quién debía ser propuesto para el siguiente ascenso.
—¡Así me gusta, Perkins! —exclamó Davies unos momentos después—. Eso está mucho mejor. De todas maneras, no empiece a ponerse medallas.
—Gracias, sargento.
—No me dé las gracias, cabo. No quiero que piense que me estoy volviendo blando.
—No, sargento.
—¡Matthews, no me diga que vuelve a ser el último!
—El resorte de la recámara se ha roto, sargento.
—No sabe cuánto lo lamento, Matthews. ¿Y por qué no corre al depósito de municiones más próximo y se procura uno nuevo, maldito imbécil?
—Pero, sargento, el deposito está a cuatro kilómetros de aquí. ¿No puedo esperar a que pase el camión de la mañana?
—No, Matthews, no puede, porque si no echa a correr ahora mismo, cuando vuelva, los putos alemanes se nos habrán unido para el desayuno. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, sargento.
—¡Pues a paso ligero, cabeza hueca!
—Sí, sargento.
Querida Ruth:
14 de octubre de 1916
Hoy ha sido otro de esos días interminables en los que ambos bandos nos hemos estado atacando sin tregua sin saber exactamente quién se lleva la peor parte. De vez en cuando aparece un oficial del Estado Mayor y nos dice que estamos haciendo un trabajo estupendo y que los alemanes se están retirando, aunque en ese caso, ¿por qué no avanzamos? Sin duda debe de haber un oficial alemán que dirá a sus hombres exactamente lo mismo. Solo podemos estar seguros de una cosa: que los dos no pueden tener razón al mismo tiempo.
Hablando de otra cosa: aconseja a tu padre que si quiere ganar otra fortuna vaya pensando en abrir una fábrica de trompetillas para sordos porque, cuando esta guerra acabe, seguro que hay una gran demanda.
Lamento mucho, cariño, que estas cartas se estén volviendo repetitivas, pero solo hay dos cosas que permanecen constantes: mi amor por ti y mi deseo de estrecharte en mis brazos.
Tu marido que te quiere,
George
Levantó la mirada y vio que uno de los cabos también estaba escribiendo.
—¿Una carta a su mujer, Perkins?
—No, señor. Es mi testamento.
—¿No es un poco pesimista?
—No creo, señor —repuso Perkins—. En la vida civil era corredor de apuestas, de modo que estoy acostumbrado a calcular los riesgos. Los hombres sobreviven un promedio de dieciséis días en primera línea, y yo ya llevo por aquí más de tres meses, de manera que me parece poco probable que vaya a escapar de la parca mucho más tiempo.
—Pero aquí está mucho más seguro que los pobres diablos de primera línea, Perkins —intentó tranquilizarlo George.
—Perdone, señor, pero usted es el tercer oficial que me dice lo mismo, y los dos anteriores volvieron a casa en una caja de madera.
George, que seguía horrorizándose ante tan despreocupada manera de referirse a la muerte, se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que se endureciera del mismo modo.
—Desde mi punto de vista —prosiguió Perkins—, la guerra es como el Grand National. Al principio hay muchos jinetes y caballos en la salida, pero resulta imposible adivinar cuál de ellos llegará a la meta, y al final solo hay un ganador. Y para serle sincero, señor, en este caso no existe la menor certidumbre de que el vencedor vaya a ser un jamelgo inglés.
George vio que el soldado Matthews asentía para manifestar su conformidad, al tiempo que Rodgers mantenía la cabeza agachada mientras limpiaba su fusil con un trapo grasiento.
—Bueno, Matthews, al menos pronto estará disfrutando de un permiso —dijo George, intentando apartar la conversación de un tema que siempre estaba presente en la mente de sus hombres.
—Estoy impaciente porque llegue el momento, señor —contestó Matthews, liando un cigarrillo.
—¿Y qué será lo primero que hará cuando llegue a casa? —preguntó George.
—Echarle un buen polvo a la parienta, señor, y disculpe la franqueza. Perkins y Rodgers soltaron una carcajada.
—Muy bien, Matthews —dijo George—. ¿Y la segunda?
—Quitarme las botas, señor.
Querida Ruth:
7 de diciembre de 1916
Tu fotografía me ha llegado con el correo de la mañana, y mientras escribo esta carta desde una trinchera de las afueras de xxxxx la tengo sobre mis rodillas. He oído que uno de los hombres comentaba «menudo bombón» cuando la ha visto, y no puedo menos que estar de acuerdo con él. Sé que nuestro segundo hijo nacerá pronto, pero me han prometido que en algún momento de los próximos seis meses podré disfrutar de unos días de permiso. Si no pudiera llegar a casa a tiempo para el nacimiento, no se te ocurra pensar ni por un instante que no te llevo permanentemente en el pensamiento.
Hace ya cuatro meses que estoy en el frente, y los nuevos segundos tenientes que llegan de Blighty parecen cada día más jóvenes. Algunos me tratan incluso como si fuera un soldado veterano. Cuando esta guerra acabe, pienso pasar el resto de mis días contigo, en The Holt.
Hablando de otra cosa, si es chico, podríamos llamarlo John.
—Lamento molestarlo, señor —dijo el sargento Davies—, pero tenemos un pequeño problema.
George se puso inmediatamente de pie: era la primera vez que oía a Davies pronunciar aquella palabra.
—¿Qué clase de problema?
—Hemos perdido la comunicación con los chicos del puesto de avanzada.
George sabía que en realidad la expresión «perdido la comunicación» era un eufemismo de Davies para comunicarle que los tres hombres habían muerto.
—¿Qué me recomienda, sargento? —preguntó, recordando el consejo que le había dado Evans.
—Alguien tiene que ir hasta allí, señor, y deprisa, para que podamos restablecer la conexión antes de que los malditos hunos se nos echen encima. Si me permite una sugerencia, señor…
—Desde luego, sargento.
—Podría llevarme a Matthews y a Perkins y ver qué se puede hacer. Luego volveremos a informarle.
—No, sargento, a Matthews no. Mañana se va de permiso. —Miró a Perkins, que se había puesto muy pálido y parecía estar temblando. George no necesitaba preguntarle sobre las posibilidades que cualquiera de ellos tenían de volver para informar—. Creo que esta vez iré con usted, sargento.
En su época de Winchester, George había corrido los cuatrocientos metros en menos de un minuto y al final de la carrera se había sentido como si tal cosa. Nunca llegó a saber cuánto tardó con Perkins y Davies en llegar a la primera línea, pero cuando se arrojó a la trinchera, estaba agotado y aterrorizado, y era plenamente consciente de lo que tenían que soportar día y noche los hombres de vanguardia.
—Mantenga la cabeza agachada, señor —le dijo Davies, mientras examinaba el campo de batalla con unos prismáticos—. El puesto de avanzada se encuentra a unos cien metros, a la una en punto —añadió entregando los prismáticos a George.
Este enfocó los binoculares y, cuando localizó el puesto de observación, descubrió por qué se habían interrumpido las comunicaciones.
—De acuerdo. Bueno, vamos allá —dijo antes de darse tiempo para pensar demasiado.
Saltó de la trinchera y corrió como nunca lo había hecho, entre los cráteres llenos de agua y barro, hacia el puesto de observación. No miró atrás ni una sola vez porque esperaba que tanto Perkins como Davies le seguirían pisándole los talones. Se equivocaba. Perkins había sido abatido por una bala tras dar una docena de pasos y yacía agonizando en el barro, mientras que Davies había logrado cubrir unos sesenta metros antes de caer muerto.
El puesto de avanzada se encontraba solo a veinte metros de George. Había cubierto quince de ellos cuando una granada de mortero explotó a sus pies. Fue la primera y última vez en su vida que dijo «¡Joder!». Cayó de rodillas, pensó en Ruth y se derrumbó boca abajo en el fango. Una estadística más.