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Ciento doce… Ciento trece… Ciento catorce…

En este punto Finch se derrumbó. George siguió con el ejercicio, pero solo logró sumar siete flexiones más antes de abandonar: ciento veintiuna. Su récord personal. Quedó tendido en el suelo unos segundos. Luego alzó la cabeza y sonrió a su compañero, que siempre conseguía que diera lo mejor de sí. ¿O acaso era lo peor?

El doctor Lampton anotó el total de flexiones realizadas por cada uno de los doce hombres y se fijó en que Mallory y Finch habían sido los primeros en todas las pruebas, con escasa diferencia entre ellos. Empezaba a preguntarse qué razón podría alegar para descalificar a Finch, que desde el punto de vista del estado físico solo tenía un rival en el grupo.

Caminó hasta el centro del gimnasio y pidió a los doce hombres que se reunieran alrededor de él.

—Los felicito a todos por haber superado la primera parte de la prueba sin dificultad —les dijo—. Esto significa que han demostrado ser capaces de entrar en mi particular cámara de tortura. —Se oyeron risas generales y el médico se preguntó cuántos de ellos reirían al cabo de una hora—. Por favor, caballeros, síganme.

Los condujo por un largo pasillo de ladrillos hasta que llegaron a una puerta blindada. La abrió y pasó a una sala amplia y cuadrada de una clase que George no había visto en su vida.

—Caballeros —anunció Lampton—, en estos momentos se hallan en una cámara de descompresión que fue encargada por el almirantazgo para comprobar la capacidad de los buzos de la Armada para resistir largos períodos sumergidos. La cámara ha sido modificada para reproducir las condiciones que pueden encontrarse cuando escalen el Everest.

»Les explicaré en qué consisten estos equipos. La escalera mecánica del centro es similar a las que ya conocerán aquellos de ustedes que viajen en el metro de Londres —expuso. Un par de candidatos se mostraron reacios a reconocer que nunca habían tomado este medio de transporte y permanecieron en silencio—. Sin embargo, existe una importante diferencia —prosiguió Lampton—. Esta escalera mecánica no ha sido pensada para facilitarles la subida, sino precisamente para dificultársela. Tendrán que ir subiendo los escalones mientras el aparato se mueve hacia abajo, un movimiento al que deberán acostumbrarse. Recuerden, por favor, que no se trata de una carrera, sino de una prueba de resistencia. La escalera se moverá a una velocidad aproximada de siete kilómetros por hora, y ustedes intentarán permanecer en ella durante unos sesenta minutos.

»A juzgar por su expresión, algunos de ustedes se están preguntando a qué vienen tantos preliminares —prosiguió Lampton—. Al fin y al cabo, para hombres de su habilidad y experiencia no resulta raro escalar durante horas seguidas sin descanso. No obstante, hay un par de dificultades añadidas que deberán superar durante los siguientes sesenta minutos. La cámara se encuentra en estos momentos a temperatura ambiente y la presión atmosférica del interior es la que encontraríamos al nivel del mar. Al final de los sesenta minutos, aquellos de ustedes que puedan mantener el ritmo lo harán en las condiciones que posiblemente encontrarán a más de ocho mil quinientos metros, de forma que la temperatura habrá descendido a unos cuarenta grados bajo cero. Esa es la razón de que les haya pedido que se vistan exactamente como lo harían en caso de que fueran a realizar una escalada.

»También he añadido otra pequeña dificultad. Si miran la pared del fondo, verán dos grandes ventiladores industriales. Son mis máquinas de viento. Y tengan por seguro, caballeros, que no se tratará de una brisa primaveral —aseguró. Se oyeron algunas risas nerviosas—. Una vez ponga en marcha los ventiladores, estos harán todo lo posible para derribarlos de la escalera.

»Por último, se habrán fijado que hay unas cuantas colchonetas, mantas y baldes repartidos por toda la sala. Cuando ya no puedan aguantar en la escalera podrán descansar y calentarse. No es necesario que especifique para qué son los cubos que he dejado al pie de la escalera. —Nadie rio ya—. En la pared de la izquierda hay un reloj y un altímetro que marca la presión atmosférica. Bien, a continuación dispondrán de unos minutos para que se familiaricen con el funcionamiento de la escalera mecánica. Les sugiero que empiecen con una separación entre ustedes de dos peldaños. Cuando vean que tienen dificultades para seguir el ritmo sitúense a la derecha y permitan que el hombre que les sigue los adelante. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué hay al otro lado de esa ventana? —quiso saber Norton, el único candidato a quien George no conocía, un soldado recomendado por el general Bruce.

—Ahí se halla la sala de control. Mi personal controlará sus evoluciones desde esa sala. Nosotros podremos verlos, pero ustedes no podrán vernos a nosotros. Cuando hayan transcurrido los sesenta minutos, la escalera parará, los ventiladores se desconectarán y la temperatura volverá a sus valores normales. En ese momento, entrarán varios médicos y enfermeras que les realizarán unas cuantas pruebas para comprobar su velocidad de recuperación. Y ahora, caballeros, tengan a bien ocupar sus posiciones en la escalera.

Finch corrió inmediatamente hacia el escalón más alto mientras George se situaba dos peldaños por debajo, seguido de Somervell.

—La escalera empezará a moverse cuando suene el timbre —advirtió Lampton—, y este volverá a sonar diez minutos más tarde, momento en que la presión de la cámara corresponderá a la que encontrarían a una altitud de mil quinientos metros. Para entonces, la temperatura habrá bajado a cero grados. Buena suerte, caballeros.

El médico salió de la estancia y cerró la puerta blindada tras él. Todos oyeron el ruido de los cierres al bloquearla.

Los doce hombres se hallaban de pie en la escalera, nerviosos, mientras esperaban el sonido del timbre. George inspiró profundamente por la nariz y se llenó los pulmones de aire procurando no mirar a Finch, que se hallaba dos peldaños por encima de él, ni a Somervell, que estaba dos por debajo.

—¿Están listos, caballeros? —dijo la voz del doctor Lampton a través de un altavoz.

Sonó el timbre y la escalera empezó a moverse a un ritmo que a George le pareció bastante moderado. Durante diez minutos, los doce alpinistas mantuvieron su posición, y George no notó ningún cambio especial cuando el timbre sonó por segunda vez. La escalera seguía moviéndose a la misma velocidad, aunque los indicadores de la pared marcaban que la temperatura había descendido a cero grados y que la presión atmosférica correspondía a mil quinientos metros de altitud.

Al cabo de veinte minutos, con el tercer timbrazo, todo el mundo seguía en su sitio. A la media hora, habían alcanzado los cinco mil metros, y la temperatura era de diez bajo cero. Aun así, nadie se había rendido. Kenwright fue el primero en dar un paso a la derecha para ir bajando hasta el pie de la escalera, desde donde llegó con esfuerzo a la colchoneta más próxima, en la que se desplomó hecho un guiñapo. Pasaron varios minutos antes de que pudiera reunir las fuerzas suficientes para cubrirse con una manta. En la sala de control, Lampton tachó su nombre de la lista. No formaría parte de la expedición que viajaría al Tíbet.

Finch y Mallory mantenían sus posiciones en lo alto, seguidos de Somervell, Bullock y Odell. George se había olvidado por completo de las «máquinas de viento» hasta que el timbre sonó por sexta vez, y un chorro de aire helado lo golpeó en pleno rostro. Sintió la tentación de frotarse los ojos, pero sabía que si se quitaba las gafas en una montaña de verdad a más de ocho mil quinientos metros corría el riesgo de quedarse ciego por la nieve. Le pareció que Finch tropezaba ante él, pero su rival se recobró enseguida.

A quien no vio fue a otro candidato que se hallaba varios escalones por detrás de él: él sí se quitó las gafas y se tambaleó hacia atrás cuando el helado viento le dio en toda la cara. Momentos después, se hallaba a cuatro patas, al pie de la escalera, cubriéndose los ojos y vomitando. Lampton tachó el nombre de otro que tampoco viajaría a la India.

Cuando el timbre sonó a los cincuenta minutos, habían llegado a siete mil quinientos metros con una temperatura de veinticinco bajo cero. Solo Mallory, Finch, Odell, Bullock y Norton seguían en la escalera. A los ocho mil, Bullock y Odell se reunieron con los demás en las colchonetas, tan agotados que ni siquiera les quedaban fuerzas para seguir los progresos de los cuatro supervivientes. El doctor Lampton miró el reloj y puso una cruz junto a los nombres de Odell y Bullock.

Somervell aguantó hasta el minuto cincuenta y tres, antes de abandonar la escalera y caer al suelo a cuatro patas. Hizo un valiente intento por reincorporarse, pero el movimiento de la escalera se lo impidió. Momentos después, Norton se reunía con él de rodillas. Lampton anotó «53 min» y «54 min», junto a sus nombres y volvió toda su atención hacia los dos hombres que parecían inamovibles. Hizo descender la temperatura a cuarenta bajo cero y la presión atmosférica hasta la correspondiente a nueve mil metros, pero los dos candidatos no se inmutaron. En ese punto aumentó la velocidad del viento hasta sesenta kilómetros por hora. Finch trastabilló y lamentó haber ocupado el lugar más alto, porque en esos momentos protegía parcialmente a Mallory de la acometida del viento. Sin embargo, justo cuando parecía a punto de rendirse, consiguió recuperarse y hallar las fuerzas necesarias para mantener el ritmo de la implacable escalera.

El reloj indicaba que todavía quedaban tres minutos para el final de la prueba. George decidió que había llegado el momento de abandonar. Notaba las piernas como si fueran de gelatina. Estaba helado, jadeaba en busca de aire y empezaba a rezagarse. Había aceptado que la victoria iba a ser de Finch cuando, de repente, este retrocedió primero un peldaño y después otro, tras lo cual George decidió resistir los noventa segundos que faltaban para que el timbre sonase. Cuando la escalera se detuvo por fin, él y Finch se abrazaron para sostenerse como dos borrachos incapaces de caminar.

Odell se levantó trabajosamente de su colchoneta y se acercó a felicitarlos con paso vacilante. Somervell y Norton se le unieron al cabo de un momento. Si Bullock hubiera estado en condiciones de arrastrarse, habría hecho lo mismo, pero no pudo más que seguir tumbado, intentando recobrar el aliento.

Cuando desconectaron los ventiladores, la presión bajó hasta las cifras del nivel del mar y la temperatura ascendió a valores normales, la puerta de la cámara se abrió y una docena de médicos y enfermeras entraron para comprobar la velocidad de recuperación de los candidatos. El corazón de George volvió a latir normalmente en menos de cinco minutos, y pasado ese tiempo, Finch ya se paseaba tranquilamente por la habitación, charlando con sus colegas, que seguían inmóviles.

El doctor Lampton permaneció en la sala de control. Era consciente de que debía comunicar a Hinks que tanto Mallory como Finch eran, con mucho, los dos mejores candidatos y que, francamente, no había forma de elegir entre ninguno de los dos. No tenía la menor duda de que, si había alguien capaz de llegar a ocho mil ochocientos metros de altura y poner el pie en el techo del mundo, iba a ser uno de ellos dos.