1922

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Jueves, 2 de marzo de 1922

Desde el momento en que George subió a bordo del SS Caledonia, en Tilbury, supo que estaba embarcando en un viaje para el que se había preparado toda su vida.

El equipo de escalada dedicó las cinco semanas de la travesía por mar hasta Bombay a conocerse bien, a mejorar su forma física y a aprender a trabajar en equipo. Todas las mañanas, antes del desayuno, pasaban una hora corriendo por cubierta, siempre con Finch marcando el ritmo. George sentía alguna molestia en el tobillo de vez en cuando, pero él se negaba a admitirlo, incluso ante sí mismo. Después del desayuno, se tumbaba en cubierta a leer Las consecuencias económicas de la paz, de John Maynard Keynes, pero nunca sin haber escrito antes su carta diaria a Ruth.

Finch impartió un par de charlas sobre el uso de oxígeno a gran altitud, y todos se dedicaron a desmontar y montar diligentemente los equipos de respiración asistida, a echarse a la espalda las bombonas de quince kilos y a ajustar las válvulas que regulaban el flujo de gas. Sin embargo, nadie parecía demasiado entusiasmado con el tema. George observó atentamente. Era evidente que Finch sabía de qué estaba hablando, aunque la mayoría de los integrantes del equipo desaprobara por principio la idea de utilizar oxígeno. Norton comentó que el simple peso de las bombonas sin duda anularía las ventajas que su contenido pudiera ofrecer.

—¿Qué pruebas tienes de que vayamos a necesitar estos infernales artilugios para alcanzar la cima? —preguntó.

—Ninguna —admitió el australiano—, pero si ocurre que, estando a ocho mil metros, no puedes dar un paso más, entonces quizá acabes dando las gracias por disponer de uno de estos artilugios infernales.

—Yo preferiría dar media vuelta —comentó Somervell.

—¿Y no llegar a la cima? —preguntó Finch.

—Si ese ha de ser el precio, pues que así sea —dijo Odell, resignado.

A pesar de que George también se oponía al uso de oxígeno, prefirió no dar su opinión. Al fin y al cabo, suya sería la decisión en caso de que Finch se equivocara. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la familiar llamada a gimnasia.

El equipo se puso en pie y formó tres filas ante el general Bruce, que se mantenía con los brazos en jarras y las piernas separadas, sin la menor intención de predicar con el ejemplo.

Al cabo de una hora de intenso ejercicio, el general desapareció bajo cubierta para su coñac matutino, dejando al grupo a sus anchas. Norton y Somervell empezaron un partido de tenis, mientras que Odell prefirió leer la última novela de E. F. Benson. Entretanto, George y Guy se sentaron en cubierta y conversaron sobre la posibilidad de que algún miembro de Cambridge ganara los cien metros lisos en las Olimpiadas de París.

—He visto a Abrahams correr en Fenner’s —comentó George—, y es muy pero que muy bueno. De todas maneras, Somervell me ha dicho que hay un escocés llamado Liddell que no ha perdido una carrera en toda su vida. Será interesante ver qué ocurre cuando los dos se enfrenten cara a cara.

—Habremos regresado a tiempo para saber quién ha conseguido el oro —dijo Guy, que añadió con una sonrisa traviesa—: De hecho, será una buena excusa para volver a… ¡Dios mío! —Guy miraba por encima del hombro de su amigo—. ¿Qué estará tramando ahora?

George dio media vuelta y vio a Finch, de pie y con los brazos en jarras, contemplando las chimeneas del barco, que vomitaban nubes de humo negro.

—¿No pretenderá…?

—Yo no lo descartaría —dijo George—, Finch es capaz de cualquier cosa con tal de llevar la delantera al resto del grupo.

—No creo que el resto del grupo le preocupe —contestó Guy—. Es a ti a quien quiere ganar como sea.

—En ese caso —repuso George—, será mejor que mantenga unas palabras con el capitán.

En una de sus cartas diarias, George confesó a Ruth que él y Finch eran como dos niños, desafiándose constantemente con tal de llamar la atención del profesor. En su caso, el profesor era el general Bruce quien, según le confesó George, «aunque parezca un viejo carcamal, no es ningún tonto, y todos lo hemos aceptado de buen grado como jefe de la expedición». Hizo una pausa para contemplar la foto de Ruth, que en esa ocasión sí había recordado llevar, aunque en compensación se había olvidado la maquinilla de afeitar y había salido de casa con un solo par de calcetines. Continuó escribiendo.

Sigo preguntándome si tomé la decisión adecuada al decidir emprender este viaje. ¿Qué sentido tiene ir en busca del Santo Grial cuando has encontrado a Ginebra? En estos momentos solo puedo pensar que todos los días que paso alejado de ti son días malgastados. Dios sabe que confío en exorcizar este demonio de una vez por todas para poder regresar a The Holt y pasar el resto de mi vida contigo y con las niñas. Soy consciente de lo mucho que te cuesta traducir tus sentimientos en palabras, pero te ruego que me hagas saber cómo te sientes realmente.

Tu marido que te quiere,

George

Ruth leyó la carta de George por segunda vez. Seguía preguntándose si había hecho bien al ocultarle antes de partir que estaba embarazada de nuevo. Se levantó del sillón junto a la ventana, caminó hasta el pequeño escritorio y se sentó a escribir con la intención de responder a la última pregunta de su marido lo más sinceramente posible.

Querido mío:

Nunca me ha resultado fácil expresar adecuadamente mis sentimientos cuando te marchas de casa. Esta vez no es diferente de cuando te fuiste a luchar al Frente Occidental o de cuando te fuiste a escalar a los Alpes: me paso el día preguntándome si estarás bien y si volveré a verte. No ha cambiado nada. A veces envidio a las esposas que fueron lo bastante afortunadas para ver regresar a sus maridos sanos y salvos de la mal llamada Gran Guerra, como si dieran por hecho que nunca más tendrán que enfrentarse a la misma angustia.

Igual que tú, deseo ardientemente que esta expedición tenga un final feliz, pero solo por la razón egoísta de que no quiero volver a pasar por este calvario. No te imaginas lo mucho que te echo de menos, cuánto añoro tu compañía, tu sentido del humor, tu delicadeza, tu consejo en todas las cosas y sobre todo tu amor y ternura, especialmente cuando estamos solos. Me paso las horas preguntándome si volverás, angustiándome por si nuestras hijas tendrán que crecer sin un padre de quien aprender lo que significa la tolerancia, la compasión y la sabiduría, preocupándome por si tendré que envejecer habiendo perdido al único hombre a quien podré amar.

Tu esposa que te quiere,

Ruth

Volvió al sillón y releyó la carta de cabo a rabo antes de meterla en un sobre. Luego se quedó mirando por la ventana la verja del camino de acceso a la casa, preguntándose, al igual que durante la guerra, si volvería a ver a su esposo recorriéndolo nuevamente.

Cuando el general hizo sonar el silbato por última vez, casi todos los miembros del equipo permanecieron tumbados, boca arriba, mientras se recuperaban de la sesión de gimnasia matinal. George se sentó y miró a su alrededor para comprobar que sus colegas no se fijaban en él. Entonces se levantó y se dirigió a paso vivo hacia su camarote.

Tomó la escalera que llevaba a la cubierta de los pasajeros, cruzó la pasarela y miró rápidamente por encima del hombro antes de abrir una puerta donde se leía «Reservado tripulación». Bajó por una escalerilla otros tres niveles hasta que llegó a la sala de calderas. Llamó a la pesada puerta con el puño y, al cabo de un instante, el jefe de máquinas salió para reunirse con él. El hombre asintió, pero no intentó hacerse oír por encima del ensordecedor estruendo de los motores. Guio a George por un estrecho corredor y ambos se detuvieron ante una pesada puerta de hierro donde se leía «Peligro. Prohibida la entrada».

El jefe de máquinas sacó una gran llave del bolsillo de su mono de trabajo y abrió la compuerta.

—El capitán me ha dado órdenes estrictas, señor Mallory —gritó—. Dispone de cinco minutos, no más. George asintió y desapareció en el interior.

Guy Bullock empezó a aplaudir tan pronto como vio a George de pie en lo alto de la chimenea central. Norton y Somervell interrumpieron su partido de tenis en cubierta y se volvieron al oír el alboroto. Odell dejó el libro, alzó la vista y se sumó a los aplausos. Solo Finch, con las manos en los bolsillos y las piernas separadas, no hizo lo propio.

—¿Cómo lo habrá conseguido? —preguntó Norton—. No tienes más que rozar una de esas chimeneas para que te salga una ampolla del tamaño de una manzana.

—Y, aparte del calor —añadió Somervell, igualmente asombrado—, hay que ser una lapa para poder trepar por una superficie como esa. Finch siguió observando a Mallory y se fijó en que, inauditamente, no salía humo de la chimenea central. Luego, miró a Bullock, que no dejaba de reír. Cuando levantó los ojos de nuevo, Mallory había desaparecido.

Mientras bajaba por la escalerilla interior de la chimenea dudó si decirle a Finch que todos los jueves por la mañana una de las chimeneas quedaba fuera de servicio para que los maquinistas pudieran llevar a cabo una inspección completa de rutina.

Momentos después, una nube de humo negro brotó de la chimenea central y los miembros del equipo prorrumpieron espontáneamente en aplausos.

—Sigo sin poder explicármelo —dijo Norton.

—Lo único que se me ocurre —comentó Odell— es que Mallory haya metido al señor Houdini de polizón. Todos rieron, salvo Finch, que permaneció callado.

—Es más —añadió Somervell—, se diría que ha llegado a lo alto sin necesidad de oxígeno.

—Me pregunto cómo lo habrá hecho —dijo Bullock, sonriendo traviesamente—. Sin duda el científico de nuestro grupo tendrá una teoría.

—Pues no —repuso Finch—, pero podéis estar seguros de que Mallory no podrá escalar el Everest desde dentro.

Ruth se sentó junto a la ventana con la carta en la mano, preguntándose si su excesiva sinceridad no sería una distracción innecesaria para su marido. Al cabo de unos minutos, rompió la hoja en pedazos y los arrojó al chisporroteante fuego de la chimenea antes de volver al escritorio para empezar una segunda carta.

Mi querido George:

La primavera ha llegado a The Holt y los narcisos han florecido. La verdad es que el jardín nunca ha tenido mejor aspecto. Todo va de maravilla. Las niñas se encuentran bien. Clare ha escrito unos versos que te adjunto…