Navidades de 1990

Una ciudad cantábrica

El amanecer era la mejor hora para estar en el jardín. En ese momento, la bahía se iluminaba con un velo húmedo que filtraba la luz, todavía insegura, de los primeros atisbos del día.

Esa mañana no había una sola nube y el cielo despejado contribuía a configurar una vista espectacular del mar.

Isabel, descalza y con una bata ligera, paseaba entre los parterres que rodeaban el árbol de Navidad, llamativamente iluminado y decorado.

«¿Qué dirán las niñas? ¿Cómo lo encajarán?», pensaba mientras hacía un inventario de sus recuerdos a través de los objetos y el paisaje que la rodeaban. «Las estatuas del jardín, los árboles, los macizos, el invernadero con las flores de mamá que nunca se molestaba en cuidar… Todo está igual. ¿Por qué es este sitio tan triste y tan bonito?»

Ignacio la contemplaba desde las puertas acristaladas del porche.

«Está dudando», reflexionó pensativo. «Tiene miedo. Nunca me ha parecido más frágil ni más desamparada».

Como una bailarina de ballet que notara que alguien la estuviera mirando mientras hacía sus ejercicios en la barra, Isabel se giró con gracia hacia él, al otro lado del cristal, tan cerca y tan lejos de ella. Dos pasos más y el único refugio que había conocido la esperaba: el abrazo de Ignacio.

Él salió por la puerta acristalada y abrió los brazos cuando estuvo frente a ella sin saber qué haría, si le aceptaría o se negaría en redondo a volver a dejarse querer por él. Cuando la miró se acabaron las dudas, ella se precipitó contra él, sin palabras, como un ser perdido en busca del refugio caliente de su casa, y ya no fueron necesarios más gestos, más miradas, más palabras.

Después, más tarde, vendrían las explicaciones, las disculpas, las justificaciones. Ahora sólo estaban ellos, su casa, su mar.

El desayuno se sirvió a la inglesa, como siempre, siguiendo una costumbre instaurada por su padre que nadie había cambiado después. El aparador, repleto de bandejas, era un self service eficaz, siempre tutelado por dos doncellas que servían café o té cuidadosamente.

Isabel e Ignacio, a ambos lados de la mesa, se miraban sonrientes, observando con placer a sus hijas.

Las gemelas habían llegado la noche anterior, muy tarde, y se habían ido a la cama sin ver a nadie de la familia más que a su padre, a quien habían avisado con antelación de la hora de su llegada y que las había esperado levantado. Por supuesto, estaban informadas de que verían a su tía Isabel y a su hija, pero no esperaban un desayuno tan cargado de sorpresas como el que estaban viviendo.

Clara, por su parte, más tímida que las gemelas, escuchaba y se reía de los giros castizos que intercambiaban su madre e Ignacio, apenas conocidos por ella, sin parecer darse cuenta de mucho más o, tal vez, disimulando estupendamente bien todas sus inquietudes tras su timidez adolescente.

Teresa y María, en cambio, la miraban con curiosidad y cierta dosis de asombro, como si algo no acabara de encajar y no supieran qué.

Ignacio, deseoso de romper el hielo y de que pudieran hablar sin miedo ante ellos y también con Clara, intervino:

—Creo, hijas, que ha llegado el momento de las explicaciones. Sólo os pido a las tres que escuchéis y no juzguéis hasta que la tía Isabel y yo hayamos terminado. Hemos venido solos con vosotras, sin Françoise y sin Ralph, que llegarán pasado mañana, para que os dé tiempo a digerir lo que os tenemos que contar. Isabel… —la miró implorante, por primera vez en su vida temeroso de hablar ante un auditorio tan atento y, a la vez, tan reducido, pero ella negó con la cabeza.

—No, Ignacio, cuéntalo tú. Empieza por el momento en que nos viste por primera vez a Ana y a mí, en esta misma casa, hace tantísimo tiempo.

De un modo ordenado, Ignacio comenzó a desgranar su vida y la de sus primas. Dos horas después, las tres jóvenes miraban la bahía sentadas en los escalones del porche.

—Es mágica, ¿verdad? —preguntó Clara a sus hermanas.

—Es nuestra bahía. Cuando éramos pequeñas pensábamos que era una prolongación del jardín, pero con agua —le explicó Teresa con dulzura—. Esta bahía ha sido testigo de la historia de nuestra familia. Todo lo importante ha ocurrido aquí, en esta casa, con este mar, en esta ciudad.

—¿Por eso han querido venir aquí para revelarnos sus secretos? —quiso saber de nuevo Clara, y volvió la vista atrás para contemplar a sus padres, que, cogidos de la mano, tras los ventanales del salón, miraban el mar, el jardín y también a ellas tres, juntas, contemplando el mismo paisaje que ellos.

—Supongo —contestó entonces María—. Menuda historia. Es como un enorme pulpo cargado de tentáculos. Cuando parece que lo has asimilado todo surgen nuevas ideas, nuevos recuerdos que se anudan a los anteriores y todo vuelve a cambiar otra vez de significado, toda nuestra vida adquiere una y otra vez nuevos sentidos.

—Es como una película —Clara miró a sus hermanas—. Y ahora resulta que tengo dos padres. A uno lo conozco desde siempre. Al otro, al vuestro —aclaró mirándolas—, no. Pero los quiero a los dos. ¿No es extraño?

—Tan extraño como saber de golpe que tienes dos hermanas gemelas que además son tus primas. Es como un jeroglífico —suspiró Teresa.

—Pero somos felices, y estamos juntas. Y mañana te van a presentar a un montón de parientes y amigos que se quedarán pasmados —resumió María—. Y yo hablo por Teresa y por mí cuando te digo que para las dos, siempre tan encerradas en nosotras mismas, es una gran alegría saber que existe una hermana pequeña a la que tendremos que explicarle tanto de esta casa, de nuestra familia, de nuestro mundo.

La cena del 23 de diciembre se consideraba la apertura de la Navidad para la familia Arzaga. Dado que el 24 era una noche estrictamente familiar, una tradición heredada de sus bisabuelos les había acostumbrado a recibir a amigos y parientes el día 23 como un preludio de las largas Navidades.

Isabel e Ignacio, junto con sus respectivas parejas, atendían a sus invitados y se movían entre ellos con soltura. El salón y la biblioteca, cuajados de flores de Pascua, creaban una atmósfera navideña y acogedora, sencilla y nada ostentosa, que no habría gustado a Clara, pero en la que su hija, su sobrino y sus familias se sentían muy a gusto.

—En una ópera el preludio es lo mejor. Es la promesa de lo que viene después —le susurró Isabel a Ignacio en un breve aparte mientras bebían una copa de champaña debajo del muérdago.

Ella misma, vestida de rojo y con las maravillosas perlas de su madre, era un ejemplo perfecto de elegancia sofisticada y sencilla a un tiempo.

—Las niñas se retrasan —le comentó Ignacio, que contemplaba escéptico a las cincuenta personas que circulaban por el salón, el comedor y el hall de aquella casa que siempre había estado tan ligada a él.

De pronto miró de reojo a lo alto de la escalera y las vio: las tres vestidas de verde esmeralda, guapísimas y diferentes, pero con ese aire familiar que las hacía tan cercanas.

Una prima lejana de los dos, considerada como una de las grandes conspiradoras sociales de la ciudad, se les acercó en cuanto llegaron a la altura de los invitados.

—Hola, preciosas, decidme: ¿quién es hija de quién?

Solemnemente, Clara contestó:

—Somos hermanas.

Y, al decirlo, las tres miraron a su padre fijamente con una ilusión secreta que, Ignacio adivinó, era complicidad. Y sonrió.

La vuelta de Clara a París y de las gemelas a Madrid suponía un disgusto para las tres. En los días que pasaron juntas en la casa familiar, se había fraguado un vínculo muy fuerte y temían que se rompiera al tener que separarse.

La aparición de Clara en sus vidas había llenado de regocijo a las gemelas, encantadas de tener una hermana que además era hija de su adorada tía Isabel, con quien habían vuelto a reencontrarse después de tanto tiempo.

La casa se había convertido en el escenario ideal para cimentar su unión, su afecto y su amistad: las tres eran conscientes de ese sentimiento de «territorio común» que hacía aún más fuerte la sensación de pertenencia a un mismo lugar y Clara, fascinada por el descubrimiento de sus hermanas y su padre, vivía cada día con una mezcla de alegría y desazón, temiendo que las relaciones nuevas fueran frágiles y no tan sólidas como ella deseaba. Pero no ocurrió.

La separación, cuando acabaran las vacaciones, sería triste y desgarradora para todos, pero no volvería a ser definitiva nunca más. Eso nunca, les prometió a las tres Isabel.

En esos días, por su parte, Françoise y Ralph asistían sonrientes y comprensivos a la felicidad de los otros y de sus sentimientos recién estrenados pero sutilmente encerrados hasta ese momento. Isabel, Ignacio y sus hijas descubrían cada día situaciones nuevas entre ellos y sus lazos se estrechaban a veces de modo sorprendente para los propios protagonistas.

—La felicidad es un estado misterioso —le comentó un día Isabel a Ignacio—. No siempre hay causa-efecto, ni siquiera es fundamental un proceso lógico previo para poder ser felices, ¿no crees?

—Creo que en este caso sí lo hay, Isabel. El reencuentro, el afecto entre nuestras hijas, la vuelta a casa, todo ha sido para todos mágico, casi irreal.

—Eso es la felicidad: la instantaneidad. Y casi siempre tiene un motivo que la provoca. En cambio, la infelicidad no es misteriosa —comentó Isabel, seria de pronto—, la infelicidad te atrapa y absorbe y se instala a veces para siempre.

Paseaban por el muelle contemplando los barcos, que en agrupaciones perfectas, impecablemente alineados, descansaban en sus amarres.

—Ahora volveremos a nuestras vidas, a nuestros propios amarres —comentó Isabel pensativa—. Y esta historia de hermanas infelices que es la mía se diluirá en la felicidad de nuestras hijas, y habrá merecido la pena.

—Míralas —Ignacio le señaló a sus hijas, que avanzaban ante ellos, paseando también, riendo y bromeando, con orgullo—. Se parecen pero son diferentes, tienen nuestros rasgos y nuestros gestos, como si alguien los hubiera diseñado otra vez añadiendo detalles nuevos, esculpiéndolos de otra manera.

—Y lo mismo pasa con su carácter —añadió ella—, me he dado cuenta de que tienen rasgos comunes que se dispersan para reunirse y volver a aflorar después.

—¿Sabes lo que pensé cuando os conocí a Ana y a ti? —Isabel negó con la cabeza—. Pensé: curiosa disparidad. Y es verdad. Diferentes, parecidas, dependientes, independientes, queriéndose, peleándose. Eso son para mí las relaciones entre hermanas.

—Es cierto, es un vínculo, una unión especial y profunda. Puede que sea la sangre común, la vida en común, la familia común, los agravios comunes y también las alegrías. De todo ese territorio afectivo y compartido parte la disparidad, que sólo en contadas ocasiones es total. Yo diría que es una disparidad sostenida, pero siempre retroalimentada y vinculada —continuó Isabel—. Yo quería muchísimo a Ana, y ella a mí. Nos queríamos de manera diferente, ella dependía más de mí, también era la pequeña. Y es así, complicado y sencillo al mismo tiempo. Para mí son vínculos indestructibles aun en el conflicto. No sé si lo entiendes…

Ignacio, risueño, le dio la razón.

—Debe de ser así si tú lo dices. Yo soy hijo único y nunca he tenido esos sentimientos y sensaciones. Para mí es un misterio compartir a los padres. En fin, todo es diferente, pero os envidio.

—No te preocupes por ellas —le tranquilizó Isabel al seguir el rumbo de su mirada y advertir que se posaba, pensativo, en sus hijas—. Son hermanas y están unidas, se quieren y se protegen. Funcionará.

—Eso espero. De verdad —Ignacio se quedó callado de pronto y se paró para mirarla fijamente y hacerle una pregunta que tenía guardada en su memoria desde hacía tiempo—. ¿Recuerdas cuando mi madre, aquella tarde en que vinimos a veros, os comparó y dijo en alto mientras jugabais aquí, en el jardín: «La que es muy mona es la pequeña»?

—Sí, lo recuerdo.

—Siempre he querido saberlo: ¿te molestó ese comentario, te afectó?

Isabel, distraída o quizá midiendo aquella pregunta de Ignacio, se sinceró hablando para él, para sí misma, para nadie, mirando al mar:

—Siempre decíamos que nos convertiríamos en peces y viviríamos juntas en nuestro jardín de agua, que era como llamábamos Ana y yo a la bahía. En aquel momento esa frase tonta de la tía Ángela no nos afectó a ninguna de las dos. Ana estuvo meses imitando la voz de tu madre y nos reíamos muchísimo. Y es que, cómo iba a afectarme. ¿No lo comprendes?: era mi hermana.

Y la bahía se tiñó de melancolía.