Octubre de 1966
En la ciudad junto a la bahía
Al principio, Ana hablaba todos los días por teléfono con Ignacio, hasta que la distancia y la indiferencia fueron espaciando las llamadas y aumentaron sus compromisos sociales, sus meriendas, los contactos con antiguas amigas recién recuperadas.
Nada más llegar, a los pocos días de instalarse en la enorme casa acompañada por Ángela, a quien le rogó encarecidamente que se mudara junto a ella por un temor irracional a encontrarse sola con el servicio en caso de que le sobreviniera alguna complicación imprevista del embarazo, comprendió que, sólo por el hecho de haber residido en el extranjero, de ser la mujer de un diplomático y la hija de Clara de Arzaga, su presencia en la ciudad causaba una enorme expectación.
Se dio cuenta una de las primeras veces que, acompañada de su suegra, se acercó a la Calle Real, una de las principales arterias comerciales, dispuesta a comprar ropa adecuada a su nuevo estado y, también, para el niño que iba a llegar. Desde el momento en que Ángela y ella franqueaban el umbral de cualquier juguetería o tienda, no dejó de observar que las dependientas y muchos de los clientes se intercambiaban miradas, codazos y hasta cuchicheos sin quitarle la vista de encima. A veces los gerentes o los dueños de los locales salían de la trastienda para atender en persona a su tía, a quien consideraban una clienta fiel y excepcional, pero lo más sorprendente es que inmediatamente después se dirigían a ella para felicitarla por el feliz acontecimiento de su embarazo o preguntarle cómo había encontrado la ciudad tras tanto tiempo fuera.
—Bueno —le respondió Ángela con su lógica aplastante mientras mojaba con parsimonia un bollo suizo en su café cuando, durante una de las pausas que hicieron en sus compras, Ana le confesó sus impresiones—, tampoco es tan raro. ¿Cuánto tiempo llevas fuera? No más de tres años. En ese tiempo tampoco has cambiado tanto.
—Cierto, pero ¿por qué todos saben ya, si no llevo ni una semana aquí, que estoy embarazada, que vengo de Siria y todos y cada uno de los destinos por los que ha pasado Ignacio en todo este tiempo?
—Ay, hija, pues yo qué sé —contestó con un evidente punto de impaciencia que Ana, más preocupada por averiguar por qué extraños mecanismos se había convertido en una figura popular en la ciudad, ignoró soberanamente—, en un lugar tan provinciano como éste todo es motivo de curiosidad y cotilleo. El funcionamiento de las redes de información local es un misterio que una pobre vieja como yo ya no entiende. Compréndeme, querida, he estado tanto tiempo sola, estoy tan desfasada…
Pero Ana cortó de un tajo la incipiente letanía de quejas sin fundamento de su tía y suegra, que no era tan mayor, pues ni siquiera había cumplido los sesenta años, ni estaba tan desinformada como se pretendía, y, con su habitual destreza para manejar a las personas y obtener de ellas lo que quería, la halagó zalamera hasta averiguar lo que quería:
—Venga, tiita, no seas boba, a ti no hay nada que se te escape, te enteras de todo, conoces al dedillo quién es quién aquí y eres una de las señoras más respetables y más admiradas de toda la provincia. Si alguien sabe cómo se maneja este cotarro de dimes y diretes, ésa eres tú.
—Bueno, supongo que no es difícil suponer —reconoció tía Ángela, esponjándose ante tanta adulación— que muchos de los miembros del servicio han echado sus lenguas a volar nada más instalarte en tu casa. Compréndelo, tu boda fue sonadísima, la gente estuvo hablando durante meses y meses de lo guapa que ibas, de lo apuesto que es mi hijo, de tu maravilloso vestido y nuestra perfecta organización… Claro, tú te fuiste de luna de miel y no llegaste a enterarte del revuelo que causó todo. En la boda estabas tan emocionada, tan nerviosa… Luego toda esa gente volvió a sus casas comentando que eras preciosa, tan guapa como un ángel, y claro, empezó a propagarse el rumor de que eras la mujer más guapa de la zona y de que te ibas a África, a gobernar a los negros con Ignacio… Imagínate, deben de estar que revientan de la curiosidad por saber cómo has vuelto, si has cazado elefantes, si te ha regalado alguna alhaja un marajá… En fin, cualquier tontería que hayan visto en el cine o leído en una revista. Somos todos tan paletos, tan pazguatos, que de ti se habla por aquí como si fueras una estrella de cine. Ya te acostumbrarás —concluyó, meneando la cabeza con resignación—. Y mucho menos te asustes —añadió al reparar en las pupilas de su nuera, furiosamente dilatadas y brillantes debido a lo que la pobre mujer tomó como pánico cuando sin embargo era un reflejo del más vivo éxtasis, de la más absoluta emoción.
Aquella tarde Ana, encantada de haber regresado, convencida de que su vuelta había sido la mejor decisión que jamás había tomado, se propuso firmemente no volver a seguir a su marido a ningún otro destino, nunca.
Nada la arrancaría de su reino, de las calles llenas de tiendas y dependientes serviles y encantados de atenderla y admirarla, dispuestos a reiterarle hasta la saciedad lo contentos que estaban de atenderla de nuevo; de su mundo social, en el que no se cansaban de pedirle una y otra vez que les relatara cómo era el mundo exótico que había visitado.
Una noche, en una de las habituales conversaciones que solía mantener con Isabel, que la llamaba diariamente para hacer un seguimiento de su salud y de la evolución de su embarazo, en el que, milagrosamente, había desaparecido cualquier asomo de cansancio, se le escapó un comentario sobre lo gratificante que resultaba la vida en una ciudad cuando se ostentaba la categoría de gloria local. Era algo, afirmó, a lo que no pensaba renunciar. Sentía una especie de responsabilidad para con su público.
—Piensa que les debe algo, quedarse allí para siempre a cambio de todas sus muestras de admiración y casi diría que hasta de adoración —le comentaría después Isabel a Ignacio, con quien solía hablar con frecuencia para mantenerle informado del estado de ánimo y de salud de su indiferente mujer.
—Igual de engreída que Clara —suspiró Ignacio—. E igual de tenaz.
—Lo peor es que se está transformando en una especie de prisionera, vive en una jaula de oro, pero no se da cuenta porque puede pasear a sus anchas por ella, no en vano es tan grande como la propia ciudad. Es muy triste, se ha convertido en rehén de su propio prestigio —suspiró su hermana.
—Sí, pero como dice el refrán, «sarna con gusto no pica» —rió al otro lado Ignacio—. Míralo de este modo, al menos mi madre y ella están entretenidas.
—Es verdad, se han embarcado en una vorágine que me recuerda mucho a la que vivieron con los preparativos de vuestra boda. Cuando hablo con ellas sólo me repiten frases como: «Al niño no le puede faltar nada» o «Vendrá tanta gente a verlo que habrá que preparar varios faldones distintos». Piensan que es un muñeco con el que jugar a vestirlo de mil modos distintos…
—No te preocupes, es cuestión de tiempo que se den cuenta de lo que realmente comporta tener un niño. Por suerte o por desgracia la realidad vendrá a ponerlo todo en su sitio —profetizó Ignacio, flemático, con un deje de serenidad en su voz que tranquilizó a Isabel.
Hacía un par de meses, al comienzo del otoño, durante una de las muchas conversaciones que mantenían desde que el viaje de Isabel a Siria les hiciera retomar su antigua confianza, se sinceró con ella llegando a confesarle la crisis personal que desencadenó aquella carta que le envió nada más llegar a Madrid. Sin embargo, poco a poco, con el paso del tiempo, había logrado comprender que ella, que tanto tiempo había pasado junto a Ana, tenía razón: su marcha, su vuelta a España, la separación, fue finalmente beneficiosa para él. Iras un verano solitario en el que renunció a sus vacaciones para poder después, tras el parto, pasar más tiempo con su familia, dio inicio a un proceso de reconocimiento e incluso catarsis del que finalmente salió renovado y fortalecido. Se sentía como si se hubiera reencontrado, tras mucho tiempo alejados, con un amigo de la infancia. Y ese amigo era él mismo.
Ahora, aquellas charlas con su prima, a veces informales, otras más profundas, que podían llegar a alargarse horas y horas a pesar de las conferencias a larga distancia, eran para él, aunque jamás se lo reconocería, una necesidad irrenunciable. Hablando con ella ponía en orden sus pensamientos. Si estaba enfadado o preocupado, ella aplacaba su furia o aligeraba sus dificultades; si se creía vencido por la soledad, sólo con oírla se sentía acompañado. Pensaba con más claridad, se notaba de buen humor. En definitiva, Isabel le había vuelto una persona mejor.
—Con todo, no puedo evitar sentir miedo por ella —continuaba su conversación Isabel con un rasgo de aprensión en su voz—, temo que acabe como mi madre, atada a su propia imagen.
—No te inquietes, eso no sucederá. Es mucho más fuerte de lo que parece. Es una superviviente, y sabe cuidarse.
—Eso espero. Al menos —se consoló—, está pasando un embarazo muy activo con tanta vida social —rió Isabel—. ¡Y yo que le decía en Damasco que no podía pasarse nueve meses tirada en un sofá! En fin, ahora hay que ocuparse de su salud y del niño que va a nacer. ¿Vendrás para el nacimiento, verdad?
—Por supuesto, trataré por todos los medios de estar ahí.
Pero octubre les trajo una noticia inesperada que precipitó su decisión de acompañar a Ana en los últimos días de su embarazo. Justo tres meses antes del parto, el ginecólogo confirmó lo que ya sospechaba:
—Son dos, traes gemelos, Ana.
Ella le miró consternada.
—¿Dos? No me lo puedo creer. ¡Es que no me lo puedo creer! —y rompió a llorar desconsolada.
La tía Ángela, la futura abuela, incapaz de reaccionar ante aquella información, sólo acertó a cogerle la mano y, suavemente, como con miedo o extremo cuidado, darle delicadas palmaditas destinadas a mejorar su ánimo.
Esa noche Ana llamó a su hermana y le contó lo que le había comunicado el médico.
—No voy a poder, Isabel. ¿Sabes lo que es traer a dos hijos al mundo a la vez?
—Entiendo que ahora te preocupe más el momento del parto, y sé que los últimos meses del embarazo serán un poco más duros para ti. Luego, cuando los gemelos nacen, siempre tienen algo menos de peso y…
—No me hables en términos médicos —la interrumpió su hermana, enfadada—. Sabes que no lo soporto. Además, todo eso ya me lo ha explicado mi ginecólogo.
—Lo siento —Isabel se disculpó de inmediato en un vano intento de aplacar así algo del mal humor de Ana—, pero es que entonces no entiendo por qué te preocupas tanto. Tendrás toda la ayuda del mundo, la nuestra y la de una niñera, o dos, o las que hagan falta, y todo el servicio que necesites…
—¿Y yo qué? —gritó de pronto al otro lado del hilo telefónico—. No entiendes nada. No os enteráis. Ni tú, ni mi marido, ni mucho menos la tonta de mi suegra. ¿Qué va a ser de mí ahora? Con un niño todavía podía ser yo, pero con dos ya es imposible.
—Ana, no te entiendo —respondió confusa Isabel—. Tendrías que estar feliz, vas a ser madre y no dejas de quejarte.
—Por eso. Porque seré madre. Ya no seré Ana Tyler de Arzaga, ahora seré sólo la madre de dos niños. Creí que tal vez con uno podría conseguir seguir siendo yo, tener al niño y hacer mi vida, ser su madre y ser también yo, con mi propio mundo, con mis reglas… Pero con dos… Eso no podré superarlo. Me hundiré, me volveré vieja y fea criándolos, me destrozarán la vida… Me acabarán. Pronto me veré organizando bautizos, comuniones, luego sus bodas… Se terminó organizar nada para mí. Ya ves. Soy todavía joven, pero se va a acabar mi vida. Como le pasó a mamá con nosotras. Tú y yo la hundimos. Fuimos su fin.
—Pero ¿cómo dices eso? Las hormonas te están afectando, te entristecen, te alteran… Sí, eso es. Ya verás, después de dar a luz todo cambiará y volverás a ser la Ana de siempre, alegre y feliz con tus niños. Imagínate que son niñas —y sonreía en su cuarto intentando hacer llegar a su hermana la fuerza, el calor de esa sonrisa—, no quiero ni pensar la alegría que se habrá llevado Ignacio. Estoy convencida de que te apoyará muchísimo y de que ahora mismo debe de estar loco de contento. ¿Cómo ha reaccionado?
La respuesta final de Ana, metálica y fría, la dejó sin palabras:
—No lo sabe. Mejor díselo tú, yo me voy a la cama.
—Ignacio, espero no molestarte.
—Hola, Isabel, ¿cómo estás? —la reconoció de inmediato y su voz, al principio animada por hablar con ella, cambió al instante al darse cuenta de que su cuñada parecía muy seria allí, tan lejos, en Madrid, y le telefoneaba a una hora inusual—. ¿Es que ha pasado algo? ¿Va todo bien?
—Verás, acabo de hablar con nuestra Ana y ¿a que no sabes lo que me ha dicho? —intentó imprimir un matiz de alegría a sus palabras, temblorosas y encorsetadas por lo nerviosa que la ponía esa extraña situación—. ¡Que vas a ser padre de gemelos! ¿No es estupendo?
El silencio se instaló al otro lado de la línea telefónica y, finalmente, Ignacio respondió con una voz que le sonó cansada, cargada de hastío.
—Ya, qué bien, y te manda a ti de correo del zar para que me lo comuniques.
—Me dijo que estaba muy cansada y se iba a la cama. Compréndelo, estaba impresionada por la noticia y me imagino que tendrá que digerirla poco a poco, acostumbrándose con el tiempo.
—No sé qué decirte, Isabel, voy a ser padre de dos criaturas y en este momento sólo siento abatimiento. Estos meses aquí, a solas, no han sido para mí más que un espejismo, un engaño. He vuelto a ser dueño de mí mismo, sí, de mis pensamientos, de mi carácter y mi voluntad, bloqueados antes por el intento de vivir en paz sin despertar las iras de Ana, por una prudencia que me hacía ignorar su tiranía, sus exigencias, y que me llevaba a preferir la indiferencia a plantarle cara de una vez y ponerla en su sitio, que es algo que quizá hubiéramos debido hacer todos, tanto tus padres como tú o yo, antes.
»Pero no debo engañarme, no puedo seguir haciéndolo por más tiempo. Ella es mi mujer, la madre de mis hijos, de mis dos hijos, y debo volver a España para estar a su lado, porque soy su marido. Por más que intente olvidarlo, por más que me sienta libre aquí, soy su marido, es la verdad. Y si antes me sentía atado a ella, imagínate cómo será a partir de ahora, con dos niños en camino.
—No te desanimes, no te lo tomes así. Ya sabes cómo es mi hermana, cualquier noticia, el cambio más insignificante en sus planes, es motivo para ella de una hecatombe. Siendo así, es lógico que ahora se haya llevado un disgusto. Sin embargo yo estoy convencida de que se sobrepondrá.
—¿Tú crees? —respondió él escéptico, incluso con una ironía subyacente en su tono que tranquilizó a Isabel, pues comprendió que seguía siendo el hombre sereno y fuerte que había vuelto a encontrar en los últimos meses a pesar de la losa de realismo que ahora se cernía sobre él.
—Deberías venir y estar con ella, a lo mejor al encontraros, al pasar todo esto juntos, las cosas resulten más fáciles para los dos. Al fin y al cabo la paternidad, como la maternidad, es un momento precioso que no debes perderte desde el primer momento.
—Sí, no te angusties, por supuesto que iré. Yo no huyo de mis responsabilidades, y Ana es una de ellas. De hecho, ella y esos dos niños son la principal de mis obligaciones. Me imagino que estará furiosa, como siempre, sólo que ahora un poco más. Pobre —se compadeció—, tendrás que soportarla hasta que llegue. Y también a la loca de mi madre, que se habrá puesto histérica con la noticia.
—Un poco —reconoció Isabel—, pero no es nada que no pueda controlar y sobrellevar. No te olvides de quién soy hija. El nerviosismo de tu madre no es nada comparado con las crisis que tenía la mía.
—Me alegra que digas eso, me consuela que al menos conserves el sentido del humor —y ahora, justo antes de despedirse, abandonó el tono íntimo reservado para las confidencias y las conversaciones familiares para usar el práctico de quien está acostumbrado a tomar serias decisiones y dar órdenes—. Nos veremos pronto; y no te preocupes más de lo necesario por tu hermana, es una chantajista nata. Mañana la llamaré para felicitarla, supongo, por la noticia. Hasta pronto, Isabel, nos veremos en Navidad. Cuídate, y muchas gracias por tu ayuda. No sabes el valor que tiene para mí.
Isabel colgó abatida.
Más tarde, tumbada ya en su cama, daba vueltas sin conseguir dormir a pesar de estar agotada.
«Todo está saliendo mal», pensó. «Pero ahora, nuestra prioridad son los niños».
Y lentamente se durmió sin caer en la cuenta de que pensaba en ellos y se angustiaba por su futuro y su estado con mucha más intensidad que la propia Ana, que soñaba ya desde hacía un buen rato, despreocupada de todo una vez que hubo desahogado su enfado con su hermana, con fiestas maravillosas en las que ella era, por supuesto, la reina.