Un día antes de la boda de Ana Tyler e Ignacio de Arzaga
—Es impensable, Ignacio —le dijo Isabel.
Navegaban juntos a vela por la bahía; al día siguiente, él sería su cuñado —a menos que pudiera impedirlo— y, desde su llegada, no había encontrado una ocasión mejor para que hablaran en privado. Ana siempre estaba por el medio, enseñándoles los regalos que habían ido recibiendo, la vajilla nueva que había comprado, o los vestidos que encargaba a las más caras tiendas de Madrid para el viaje de novios, o el velo de encaje que habían llevado desde muchas generaciones atrás todas las mujeres de la familia y que había mandado a arreglar. Isabel notaba una desconfianza que no terminaba de concretarse, era como si hubiera un intento premeditado de no dejarlos a solas, como si precisamente ella, la que había mencionado los celos varios años atrás, fuera ahora víctima de ellos. Pero la duda que no terminaba de despejar era de quién tenía celos Ana, si de Ignacio o de ella.
—¿El qué? —preguntó él tranquilamente, los párpados cerrados de cara al sol, las manos sujetando firmes el timón, la actitud relajada y despreocupada del que se siente libre en vivísimo contraste con su rostro tenso en presencia de su madre y su ya casi esposa, distante ante su parloteo incesante, alejado, en su mundo, cada vez que se le hablaba de la boda o de sus planes después de casado de cara al futuro.
—Sabes de qué te estoy hablando, no te hagas el despistado —le reprochó ella, alzando la voz por encima del ruido del mar, sintiéndose algo culpable por frustrar ese pequeño momento suyo de paz—. Cometes la mayor imprudencia de tu vida. Ana no está preparada para el matrimonio y mucho menos para ser madre y seguirte por los destinos que te toquen. No te dejes manipular por ella, todavía estás a tiempo de ponerle fin a toda esta locura.
«¿Realmente puedo pararlo? ¿Estoy todavía a tiempo, como dice Isabel?», se preguntó Ignacio en silencio.
Lentamente, con tristeza, abrió los ojos, contempló el rostro de aquella joven valiente y sincera y vio por primera vez el miedo.
La entendió. No se lo dijo, pero comprendió perfectamente que llevaba sobre sus hombros el peso de una responsabilidad tremenda: la de ver con claridad el error que estaban a punto de cometer otros y el dolor de tener que decírselo pese a que con ello podría causarles un daño terrible.
Sin embargo, admirando su coraje y agradeciendo ese gesto valeroso, se negó a seguir escuchándola.
Él también llevaba una pesada carga, casi tanto o más que la de Isabel: la de saber que, a pesar de todos los consejos y todas las bienintencionadas advertencias, estaba a tan sólo un día de cometer un error quizá irreparable del que no habría vuelta atrás. Por eso, a medida que ella hablaba, iba filtrando todos los avisos y reflexiones de su futura cuñada a un depósito mental, a un cajón blindado dentro de su cerebro que había bloqueado meticulosa y deliberadamente. No quería saber ni recordar más argumentos ni razones. En su interior, desde mucho tiempo atrás, Ignacio veía con absoluta nitidez que la decisión no tenía vuelta atrás.
Sin embargo, su prima seguía insistiendo, hablándole con pasión y vehemencia, intentando convencerle, sin desanimarse, de lo desacertado e inconveniente del paso que estaba a tan sólo un día de dar.
Decidió sincerarse, explicarle sus motivos. Tal vez así ella desistiría y le dejaría proseguir en paz y disfrutar de sus escasas, poquísimas horas ya para él en total libertad.
—Me he comprometido con Ana. Le he dado mi palabra y yo no soy de los que se echan atrás. No la haré pasar por el deshonor, por el agravio de cancelar la boda después de dos años de noviazgo.
—El agravio es instalarte en esa resignación cerril, inmadura, incoherente para alguien como tú. Hace dos años cometiste el error de aceptar casarte con ella y, a sabiendas de que es una locura, te empeñas en seguir adelante sólo por no dar tu brazo a torcer. Arruinarás tu vida, y la suya, aunque ahora creas que haces lo correcto.
—Tampoco es para tanto, no seas tan dramática, por favor. Ana no es ninguna obligación dolorosa. Es joven, guapa y divertida. Haré de Pigmalión, viajaremos, le enseñaré el mundo. Tienes razón en que es algo infantil y muy inexperta, no te lo negaré, pero crecerá a mi lado, se convertirá en una mujer. Los dos tenemos dinero, salud, belleza… Con estos ingredientes —le comentó mirándola a los ojos con una sonrisa picara, desesperada por convencerla— no veo por qué no vamos a ser felices.
—Porque no estáis hechos el uno para el otro, porque no tenéis nada en común aparte del dinero, la salud y la belleza, como tú has dicho. No quiero ofenderte, me duele hablarte así, no soy quién para juzgarte y rebatir tus decisiones. Pero soy su hermana, la conozco, sé a lo que aspira, lo que busca en ti, y creo que vuestra visión del mundo, vuestros planes para el futuro, son radicalmente diferentes a lo que tú ves en ella. Si te hablo así es porque los dos me preocupáis.
Ignacio la escuchó en un respetuoso silencio, con la cabeza baja y la vista fija en el mar. Se diría que no se atrevía a mirarla, que le bastaba con la tristeza y el miedo que tenía la voz de Isabel. Cuando volvió a hablar, su expresión y su actitud ya no eran los de un hombre seguro de sí mismo y despreocupado. Se había esfumado la máscara de frivolidad que sólo unos segundos antes había mostrado ante su futura cuñada. Ahora era él, de verdad, sin disfraces ni tapujos.
—Te entiendo, de verdad, y no sabes cuánto te agradezco tu franqueza y tu confianza al hablarme así. Sé que para ti atreverte a hablar de esta manera te ha supuesto asumir un riesgo enorme, y te doy mi palabra de que esta conversación no saldrá de aquí. Por eso, para corresponderte, te diré por qué voy a casarme con Ana: porque es una niña indefensa y me necesita.
»¿Recuerdas la conversación que mantuvimos en tu casa hace dos años con vuestro abogado y mi madre nada más enterrar a la tía Clara? Yo sí, con total nitidez. Tú tenías veinte años y sabías perfectamente cuál era tu lugar en el mundo. Nos tranquilizaste respecto a vuestra situación y vuestro futuro. Todo estaba controlado, el dinero, tu destino, dónde vivirías, qué querías ser en la vida y adonde querías llegar tras estudiar Medicina.
»Tú eres fuerte, Isabel, y templada y firme. Tú no nos necesitas. Puedes salir adelante perfectamente sin Ana, sin nadie. Sin mí.
»En cambio Ana… ¿Qué será de ella si sigue aquí sola? Se destruirá, se ajará como le pasó a tu madre. Y es tan joven… Necesita que la protejan, que la cuiden, que la saquen de esta ciudad. Yo soy el único hombre de vuestra familia, lo he pensado muy detenidamente y me parece una crueldad impedirte que sigas tu camino por permanecer a su lado y hacerte responsable de ella. Ese paso debo darlo yo. Ana me quiere, o se ha encaprichado conmigo, o sólo busca utilizarme para cambiar de estatus, me da igual. Voy a ser su marido, voy a cuidarla, me niego a aceptar que te entierres aquí con ella, que os destruyáis, que os enterréis las dos. Lo he analizado desde muchos puntos de vista y es la mejor solución para todos, créeme.
—Te equivocas, Ignacio. No evitarás la destrucción que conlleva Ana y no arreglarás nada inmolándote. Destruirá tu mundo y se destruirá ella. Piénsalo. Aún puedes parar todo esto.
Rodearon la isla del faro en silencio; al salir a mar abierto, el barco escoró a babor y navegaron paralelos a la costa, impulsados por el viento del este.
«Este barco es en este momento mi lugar en el mundo, el único al que pertenezco», pensó Isabel mirándolo fijamente. «Sólo puedo ser yo misma con Ignacio. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora? Es la única persona con la que he logrado sincerarme totalmente, ser yo en plenitud, sin temor, con todas las consecuencias. Nunca había podido hablar así antes con nadie, ni siquiera con Ana. Pero dentro de un día será el marido de mi propia hermana, y el abismo en nuestra relación se hará cada vez más profundo. Ya no habrá más cartas, más confesiones en la distancia, más bromas o ironías o lecturas compartidas. Mañana se acabará nuestra amistad, se acabará todo, le cerraré la puerta al único hombre con el que he podido mostrarme tal y como soy y él dejará de hablar de pinturas o películas, de exposiciones o inquietudes, para pasar a comentar lo bien que le sienta el vestido a su preciosa mujer, la eficiencia que demuestra al organizar, los maravillosos hijos que tendrán».
—¿En qué piensas? —preguntó Ignacio al advertir su ceño fruncido—. No te preocupes, todo saldrá bien. Ya lo verás. Por otra parte, la endogamia es una característica de nuestra familia. ¿No eran nuestros abuelos también primos hermanos? Y fueron felicísimos.
Isabel sabía que ese comentario, tan banal y, de alguna manera, tan insustancial y vacío de contenido, no era más que una promesa de paz y tranquilidad en la que ni él mismo creía. Sólo se trataba de espejismos de felicidad, de decir algo por romper el silencio, de hablar para evitar que los pensamientos siguieran fluyendo descontrolados y los pudieran entristecer todavía un poco más. Sin embargo, aun siendo consciente de que todas aquellas frases habían sido dichas sin pensar, llenas de buenas intenciones y nulas razones, no pudo evitar analizar lo que había oído, y escandalizarse por sus comentarios sin querer pasarlos por alto:
—No se trata de que seáis primos, Ignacio. Toda mi congoja tiene su razón de ser en que sólo yo parezco ser consciente de que Ana es la persona más ajena a ti que te puedas imaginar. Es una niña que no ha madurado y quiere tu protección, pero me temo que ahí se acaba todo. En fin… Antes pensaba que esta locura no tenía remedio porque sólo yo la veía como realmente es. Ahora no sé qué pensar ni qué es peor, que no seas capaz de darte cuenta o que lo hagas y, pese a ello, te niegues a evitar la catástrofe que sabes que vendrá.
Isabel había hablado con un deje de rencor, que, por inusual, por desacostumbrado en ella, convertía todo en mucho más doloroso de lo que Ignacio habría podido imaginar jamás. Era como una losa que tapiaba para siempre su comunicación con ella dejándola sin luz ni aire. Quiso hablar para volver a explicarle por qué era irrevocable su compromiso, por qué no podía echarse atrás, pero le pareció que ya no había nada que decir, que todo estaba perdido.
Cuando pensaba que ya ninguno de los dos sería capaz de articular una sola palabra después de la crudeza de todo lo que ya se habían dicho, inesperadamente ella añadió dos frases más que le sonaron huecas, absurdas y patéticas a pesar de que sabía que eran el lugar común ineludible para intentar cerrar con un mínimo de elegancia todo lo que ya se había dicho y ocultar bajo las buenas maneras los deseos reales.
—De todos modos ya no importa. Nunca más hablaremos de esto, no tiene sentido. Ojalá seáis felices. Sabes que dudo que lo consigáis, pero os lo deseo de corazón.
Ignacio aceptó sus buenos deseos en silencio, simplemente con un imperceptible gesto de asentimiento.
Isabel, por su parte, después del esfuerzo sobrehumano que había realizado para mantener su entereza durante toda aquella terrible, devastadora conversación, estaba agotada y tensa, exhausta y tan desanimada que sólo quería silencio y seguir navegando, contemplar el mar en paz hasta volver a puerto, callados los dos, cansados ya antes de empezar a asumir sus nuevas responsabilidades como marido y hermana, como amigos condenados a una injusta, tal vez eterna separación, a ser sólo cuñados.
No hubo más palabras ni miradas. Únicamente el ruido del mar en sus manos, el azul rodeándolos, abrazándolos, y la congoja que poco a poco comenzaba a envolverlos como el manto de niebla que empezaba a invadir la costa.