1962

El teléfono sonó de repente. Ignacio, envuelto en una cápsula de calor asfixiante, buscó a tientas el origen del sonido. Enredado en el mosquitero, la única y frágil barrera que podía interponer entre la ferocidad de los insectos y su propia piel, descolgó confundido, pero la comunicación se cortó.

Sumido todavía en el sopor del sueño lleno de pesadillas que provocaba la quinina, único antídoto contra la malaria, volvió a descolgar en el momento en que el aparato sonaba de nuevo.

—Ignacio, soy mamá, ¿me oyes? Ha muerto la tía Clara, se ha suicidado. Tienes que venir cuanto antes. Confírmame tu llegada —se oyó un sollozo ahogado al otro lado de la línea.

—Pero… ¿Cómo ha sido? —confuso, recién salido del sueño, no acertaba a dar crédito a lo que oía.

—No sé, parece que se ha tomado un bote entero de somníferos o algún otro tipo de pastillas, ahora no sabría decirte exactamente cuáles.

—¿Estás segura? La tía Clara podía estar muy desquiciada, pero no parecía una suicida.

—Qué desgracia, hijo, qué desgracia, dos chicas tan jóvenes, apenas unas niñas, y ahora huérfanas… ¿Tú crees que hay diferencia entre que se tomara las pastillas por accidente o lo hiciera aposta? —su tono de voz, antes apenado, se endureció de pronto—. Por supuesto, para guardar las apariencias diremos que fue un accidente, si eso es lo que te preocupa, además con Clara, en el estado en que estaba últimamente, cualquiera sabe. Ahora lo importante es que no dejemos a esas dos pobres criaturas solas. Por eso es tan importante que vengas, Ignacio. Tienes que venir, es tu deber —sin darle tiempo a pronunciar ni una palabra más, su madre colgó.

Sentado en su cama, despeinado y sudoroso, Ignacio recordó sombríamente a su tía y su cara desencajada la última vez que la vio, cuando, sostenida por una doncella, subía trabajosamente las escaleras para ir a su dormitorio y, casi a punto de perder el equilibrio, se volvió para despedirse de él con la mano y una mueca horrible, triste, rota, que quería ser una sonrisa tan digna como antes, en su juventud de esplendor.

Tuvo la certeza, que ya había sido capaz de entrever incluso el día de aquella lejana cena de hacía dos años, de que Clara había ido perdiendo su honor y el respeto a sí misma a pasos agigantados. Se tiró en caída libre. No se resignaba a que su mundo se viniera abajo y, finalmente, quiso caer con él.

Pensó fugazmente en sus primas; apenas podía decir que las conociera, la diferencia de edad entre ellos había hecho imposible cualquier relación en el pasado. Cuando él era un adolescente ellas eran niñas y, cuando ellas por fin fueron adolescentes, Ignacio era ya un adulto posiblemente inalcanzable para ambas, alguien con quien no se podía hablar de ningún tema común y que no las comprendería. «Pero ahora son adultas y esa diferencia ha desaparecido», pensó con un cierto atisbo de esperanza. «Tal vez ahora pueda hacerles comprender que pueden contar conmigo, que pese a la distancia no las dejaré solas, no les fallaré».

Era curioso hasta qué punto se sentía responsable de ellas. Al fin y al cabo no las había visto más que en contadas ocasiones, todas relacionadas con celebraciones familiares. ¿Entonces por qué le preocupaban tanto? ¿Porque nunca tuvo hermanas? ¿Porque las sentía desvalidas, indefensas, huérfanas y, habiendo sido tan extremadamente protegidas, sobre todo tan ignorantes de la vida?

Lo cierto, reflexionó, es que él era el único familiar cercano aparte de su madre. Sus abuelos, paternos y maternos, habían muerto también y, por desgracia, William era hijo único, y todos los parientes por vía paterna vivían en Inglaterra.

«Es por eso que me siento tan vinculado a Ana e Isabel aunque no las haya tratado apenas, porque sé que soy el único hombre de su familia, el único con el que pueden contar».

El entierro de Clara de Arzaga fue como todo lo que había marcado su vida, o al menos la que había transcurrido de puertas para fuera: impecable.

El cementerio frente al mar, en uno de cuyos extremos, flanqueado por altos y solemnes cipreses, se alzaba el impresionante panteón familiar, proporcionaba una curiosa sensación de serenidad estética frente a la tragedia de la muerte de una persona tan joven. Clara había muerto a los cuarenta y dos años. «En la flor de la vida», como decían entre susurros algunas de sus amigas. «Ni siquiera le ha dado tiempo a conocer a un nieto», comentaban otras. «Nunca llegará a hacerse vieja», pensaban, pero no decían, la mayoría.

Sus hijas, de riguroso luto, flanqueadas por su primo Ignacio y su tía Ángela, y un sinfín de primos segundos, parientes y conocidos, caminaban serenas, lentamente, tras el féretro cubierto de rosas blancas, sus flores preferidas.

Ana e Isabel mantenían la compostura en todo momento y, cogidas del brazo, casi se diría que sosteniéndose mutuamente, avanzaban solemnes, refugiadas en un mundo interior que aislaba su dolor de todo lo que las rodeaba. Nadie vio ni una lágrima; nadie podría decir que las hijas de Clara de Arzaga dejaron de seguir sus indicaciones incluso ese primer día del resto de sus vidas en que ella no estaría presente. «Una dama no muestra sus emociones más íntimas en público», «Una señora educada no llora más que en soledad», «La elegancia es incompatible con la pena», «Nada de sollozos ni de gimoteos, eso es para las niñas maleducadas, no para mujeres hechas y derechas».

Ignacio, muy cerca de ellas, pendiente del más mínimo gesto, las vigilaba con el temor de que se vinieran abajo, pero poco a poco el cuidado fue dejando paso a la admiración.

«Dignas hijas de sus padres», pensó mientras las contemplaba frente al féretro de la que había sido su ejemplo, su guía, su carcelera más tarde y, en suma, su madre. «Es increíble, ni un suspiro, ni un lamento. Mantienen en todo momento el control sobre ellas mismas y sus sentimientos. ¿A qué disciplina las han sometido que casi no parecen ni humanas?»

El cortejo fúnebre había llegado por fin ante el panteón. Las dos hermanas se detuvieron y aguardaron de pie, serias, tranquilas y dignas, a que el féretro de su madre fuera introducido en el mausoleo.

Mientras contemplaba cómo los restos de Clara y su amenazadora influencia se alejaban para siempre de ella, Isabel sintió que la consternación envolvía sus sentidos sumergiéndola en un abismo de vacío en el que no se contaba el dolor.

«Esto no es pena ni tristeza. Es ira, es perplejidad, pero no dolor ni desolación», pensó con frialdad no exenta de arrepentimiento.

Nunca habían tenido una relación estrecha, nunca se habían comprendido, nunca habían estado cerca la una de la otra pero, con todo, esta ausencia de sentimientos era más terrible que el odio o la aflicción.

Su mente estaba en blanco, asombrosamente indiferente, horriblemente serena. Cuando perdió el ataúd de vista, sólo pudo pensar, con un atisbo de liberación que se le escapó con un suspiro: «Ya está, se acabó».

De inmediato se mordió los labios en una mueca inconsciente cuyo auténtico significado creyó que nadie podría adivinar. Echó una ojeada furtiva a su alrededor, pero no parecía que ninguno de los presentes reparara en su expresión. «No me gustaría tener que reconocerlo ante nadie, sé que es tremendo, pero he de ser sincera y admitir que es así: lo único que siento es alivio. Por fin este suplicio terminó».

Sin embargo sí había una persona cerca capaz de intuir los sentimientos contradictorios que estaba viviendo. Ignacio, pendiente de ella y dispuesto a intervenir si fuera preciso.

Sus ojos se encontraron e Isabel necesitó justificarse. Con una intensidad desesperada que evidenciaba la necesidad de ser comprendida, se acercó a su primo y le susurró:

—La quería, de verdad que la quería, o al menos la quise algún día. Pero no la entendía. Éramos muy diferentes, demasiado. Aunque eso no quiere decir que no la quisiera o que no lamente que el final sucediera así, con tanta amargura, tan rápido.

Él asintió con un parpadeo con el que quiso darle a entender que la comprendía, que no necesitaba excusarse ni mucho menos explicarse. Lo había visto todo, el odio, el rencor reprimido en Clara, la envidia de una juventud que no era la suya, la compasión hacia sí misma, el narcisismo, el egoísmo exacerbado, el desdén por sus hijas… Y también el alcohol.

Isabel, aliviada, le sonrió fugazmente y, prestando atención a su hermana, pálida y frágil, casi en apariencia a punto de romperse, se colocó y preparó para recibir el pésame de caras y personas que se entremezclaban ante ellas.

Ignacio no pudo vencer la tentación de seguir contemplándolas para apreciar, una vez más, el contraste que producían las dos hermanas una junto a la otra.

Ana, frente a la seriedad, casi la dureza de Isabel, era todo dulzura y calidez. Si la hermana mayor representaba la fuerza, la inteligencia, la voluntad de plantar cara a las adversidades y luchar por salir adelante pese a todos los contratiempos, en la pequeña, sus gestos, su modo de besar una mejilla, su afabilidad al apretar una mano amiga evidenciaban el triunfo del corazón frente a la razón, de los sentimientos, incluso contenidos, frente a la lógica.

«De hecho», pensó su primo, «Isabel parece estar más allá de este sitio, en algún lugar seguro y tranquilo donde nada de esto está pasando. No llega a fijarse en ninguna de las caras de toda esta gente que la abraza y la estrecha, juraría que dentro de su cabeza no existimos ni existe este cementerio. Quién sabe, puede que esté en África, curando niños enfermos, o en Madrid, en alguna de las aulas de su facultad. En todo caso está lejos, y si puede soportar esta ceremonia eterna es porque sabe que, en el fondo, nada de esto es real. Sólo es real para ella la vida que la espera ahí fuera».

En cambio Ana se reveló ante sus ojos mucho más cercana y afable. Una joven sencilla y cariñosa tan agraciada por dentro como por fuera, sumamente evidente, acogedoramente natural. «Parece hecha ex profeso para este tipo de acto social. Está en su ambiente rodeada de todas estas personas a quienes, con toda probabilidad, casi ni conoce. Es mucho más simple que su hermana, de eso no hay duda, y estoy seguro de que ni siquiera ha llegado a calibrar todavía todos los aspectos y consecuencias de esta nueva situación. Confía en la gente, se deja llevar y tiene fe en que llegará un futuro mejor para ella aunque ni siquiera se haya parado a pensarlo. Tiene una ingenuidad innata, deliciosamente inconsciente, pero, al contemplarla, bien vale por todo este horrible viaje desde África, sólo por verla, entre guantes negros, coronas fúnebres y llantos. Y a pesar de todo, todavía puede sonreír a ratos».

Después, cuando todo acabó, la familia se trasladó a la casa para reunirse en la intimidad y tomar algunas decisiones urgentes.

Sentadas en la biblioteca, que permanecía inalterable, con sus flores frescas recién cortadas, como si la muerta se hubiera ocupado de ellas ese mismo día, y el aroma del perfume de Clara todavía flotando en la habitación, Ana e Isabel aguardaban, nerviosa una, indiferente la otra, a que el abogado de la familia diera lectura al testamento de su madre.

Ignacio, sentado junto a su madre, las contempló con afecto y les sonrió para darles ánimos. Era consciente de que en este momento la soledad de sus primas se hacía mucho más patente que durante el entierro. Una vez conocieran la última voluntad de Clara, después de que ellos se hubieran ido, las hermanas se quedarían solas, absolutamente solas, y comprenderían que ellas dos componían su única familia. Que estaban solas frente al mundo.

Pero eso vendría después, ahora todavía quedaba un último trámite relativo a su madre por solventar, un hilo pendiente que las seguía atando a ella.

El abogado, a quien las hermanas conocían como «tío Luis» aunque no les unieran lazos de sangre, pues era amigo de la familia desde antes incluso de la boda de William y Clara, comenzó a leer las disposiciones con voz tediosa, saltando de la descripción de una propiedad a otra hasta que, al cabo de hora y media, las que habían sido todas sus propiedades estaban repartidas y distribuidas. Todo estaba concluido, todo lo que fuera suyo tenía ya nuevos dueños. Incluso las joyas, custodiadas en el banco, que antes habían pertenecido a su abuela o hasta a su bisabuela, fueron repartidas a las hermanas en una agotadora letanía.

Ante la imperturbabilidad de sus primas, como si no fueran conscientes de las propiedades y la fortuna que acababan de recibir, Ignacio se sintió en el deber de aclararles, de asegurarles que su futuro, al menos en lo económico, estaba resuelto:

—No os preocupéis, no os faltará de nada. Tomaremos las medidas necesarias para que no tengáis el menor problema de liquidez, sin que tengáis que preocuparos por acudir a los bancos o hacer efectivo vuestro dinero. Podemos asignaros una cantidad mensualmente y…

Isabel sonrió con gesto cansado.

—No te preocupes, Ignacio, lo hemos entendido perfectamente. Si no mostramos sorpresa es porque sabemos que esto está organizado desde hace muchísimo tiempo. El dinero lo teníamos en fideicomiso y ahora, al morir mamá, podremos disponer de él. Las acciones y el negocio seguirán gestionados por el consejo y los gerentes; todo está controlado. Así lo dejó mi padre a su muerte, aunque fue repentina él ya lo tenía todo organizado desde hacía años para garantizar nuestra seguridad. Al parecer era muy previsor. O eso, o no se fiaba del todo de dejar la gestión de nuestra fortuna en manos de mi madre. A fin de cuentas, él la conocía mejor que nadie.

Ángela y su hijo respiraron aliviados. Al menos las chicas eran capaces de valorar su situación y, al parecer, encargarse de sus bienes con responsabilidad.

—Bueno, pues parece que esto al menos está arreglado —dijo su tía, dirigiéndose a las jóvenes—. En cuanto a la casa, ¿qué pensáis hacer? ¿Habéis hablado entre vosotras de dónde viviréis?

La pregunta quedó sin responder unos segundos. Isabel ya iba a contestar a la madre de Ignacio cuando Ana, que había permanecido callada durante toda la conversación, habló de repente, clavando en Ignacio sus iris celestes con insólita intensidad.

—Estoy sola, Isabel ya no vive aquí y yo tengo ya dieciocho años. ¿Te casarías conmigo?

La perplejidad inicial dio paso a la hilaridad.

—No te preocupes —la tranquilizó él con tono paternal después de que hubiera transcurrido un rato que todos, hasta el abogado, aprovecharon para reír y, con la excusa del comentario de Ana, desahogar la tensión a que les había sometido primero el entierro y después la lectura del testamento—. Ahora estás abrumada por todo lo que ha ocurrido y es lógico que te asustes y no pienses con claridad. Pero debes estar tranquila, sabes que tanto tú como tu hermana podéis contar conmigo para lo que queráis.

Ana, impasible, sonreía a Ignacio con cierto desvalimiento y se agarraba a cada una de sus palabras. Sin que pareciera darse cuenta, las absorbía con fruición y las anudaba para hacer con ellas un dibujo de promesas que le envolvieran y le ataran a ella.

—¡Qué pena que te vayas tan lejos! —le respondió, posando sus ojos líquidos y azules en él—. ¿Qué vamos a hacer nosotras ahora?, ¿vendrás cada vez que puedas?

Isabel asistía pasmada a la transformación de su hermana. No daba crédito a su actitud, no la reconocía en esa táctica victimista y chantajista, no podía creer que quien hablaba así fuera Ana, con la que había crecido, con la que compartía tantos recuerdos buenos y malos, tantos secretos, a la que hasta ahora había creído conocer. ¿Tanto había cambiado desde que ella se fuera a Madrid? ¿Cómo era posible que en sólo dos años se hubiera vuelto así? ¿Había sido acaso la influencia de Clara, que había hecho mella en Ana desde que ella se fue?

Se sentía traicionada, le parecía estar de pronto inmersa en una pesadilla que, después de todo lo vivido con Clara, parecía condenada a repetirse, como si ahora que su madre estaba muerta y enterrada hubiera decidido perpetuarse, instalar su espíritu en la persona más impensable, su propia hermana.

«Es inaudito», se dijo dolida y desilusionada. «Acabamos de enterrar a mamá y ya está apropiándose de su lugar y de su manera de actuar, yendo a lo suyo sin contar con los demás, pensando solamente en ella».

Ignacio, por su parte, intentaba descifrar los mensajes de Ana ocultos en aquellas frases aparentemente inocentes y la mirada oscura y retraída de Isabel sobre ambos.

Ante el silencio de los demás, fue Ángela quien habló con calma, muy despacio, empleando el mismo tono que usaría si Ana fuera una niña a la que había que convencer para comer la merienda o irse a dormir:

—¿Por qué no te vas con Isabel a Madrid? En esta casa te vas a sentir muy sola. Podrías empezar a estudiar algo que te gustara, yo me ocuparía de la intendencia de la casa para que, cuando regresarais a pasar las vacaciones, pudierais encontrarla igual que siempre y…

—No, ni hablar —la interrumpió rápidamente Ana con contundencia—, yo me quedaré aquí para esperar a Ignacio. Y sé que no estaré sola, seguro que mi hermana viene los fines de semana para estar conmigo.

De un plumazo la inocente, la cándida niña huérfana a la que había que proteger, por quien había que pensar y decidir, había tomado las riendas de su vida y su futuro y, además, había implicado en su destino los caminos de los demás, cargándoles de obligaciones y deberes hacia ella.

El silencio, sorprendido o tal vez indefenso, de los presentes nuevamente se instaló en el salón. Nadie dijo nada. Todos callaban: Isabel con su mirada furibunda, Ángela absolutamente atónita, el abogado convenientemente al margen y Ana, tan tranquila, tan convencida de lo que acababa de decir, tan inconsciente y tan ajena.

Y en aquel momento Ignacio supo que se casaría con ella. A pesar de la diferencia de edad, de tener sentidos de la vida diferentes, hasta de su vinculación Familiar y, sobre todo, a pesar de una intuición que tarde o temprano lo acosaría como una realidad inevitable que no supo frenar a tiempo: esa boda sería el mayor error de su vida.