Cinco años más tarde
La vida transcurría con tranquilidad para Isabel y Ana. Como siempre, según lo previsto, por los cauces fijados sin sobresaltos ni estridencias. Si hubieran podido pararse a pensarlo, ambas jurarían que eran exactamente las mismas niñas, en la misma casa y rodeadas por la misma gente, que hacía cinco años jugaban en el jardín.
Los avances inexorables del tiempo pasando sobre ellas sólo se hacían notar por la carga ineludible de obligaciones y esclavitudes con que las sometía la adolescencia. Poco a poco, de manera sutil pero constante, a los deberes escolares se fueron añadiendo otro tipo de enseñanzas mucho más prácticas y domésticas destinadas a prepararlas, según el plan establecido desde su nacimiento.
Clara, sin previo aviso, las convocaba a la cocina un sábado por la mañana para enseñarles cómo se confeccionaba el menú de la semana que «la señora de la casa» debía pasar a la cocinera. Por su parte, Amalia, la estricta niñera vasca, probaba a rizar sus cabellos o experimentar con nuevos peinados, cardados, recogidos, y estudiaba con ellas qué tonos les favorecían más, qué ropa les sentaba mejor.
Hasta William, a menudo tan taciturno con sus hijas, se había vuelto algo más locuaz en su presencia y en la mesa dejaba caer al desgaire comentarios, durante las comidas o las cenas, sobre cómo se comportaban los hombres de ahora y, por lo que sabía a través de sus amigos con hijos varones, qué se esperaba de las chicas de su edad, qué comportamientos podrían ser considerados adecuados y qué actitudes eran excesivas o incluso descaradas en su trato, «y cuidado con quedarse a vestir santos», afirmaba sonriente.
Ana solía escucharle encantada, fascinada por la repentina atención de que era objeto. En cambio para Isabel, habituada a dejar vagar sus pensamientos con libertad durante las largas y silenciosas comidas familiares, resultaba muy violento tener que oír ahora todas esas recomendaciones encaminadas a convertirla en la perfecta señorita. Y mucho más en boca de su padre.
—Esta tarde he tenido la oportunidad de ver al hijo de Juan y Adela, los Bustamante. Su padre lo llevó al Casino expresamente para presentárnoslo. Ya es todo un hombre —comentaba William, en una cena como tantas otras, brindando a Clara la oportunidad de intervenir, para que a su vez pudiera dejar caer con inocencia:
—¿Te refieres a Ramoncito? ¿Es que acaso ha regresado ya de Madrid convertido en ingeniero? —su mujer recogía el guante con elegancia y pasaba a alabar al candidato en cuestión—. ¡Qué alegría! Tenemos que invitarlo, junto con sus padres, para que venga cuanto antes a tomar el té y nos cuente cómo va todo. Os encantará volver a verlo, niñas, seguro que casi ni lo recordáis. Ahora, claro, será un chico guapísimo y con mucho mundo; y un buen partido además…
En esos momentos, Isabel solía excusarse y se levantaba de la mesa alegando que tenía que estudiar para poder salir de allí cuanto antes, bien lejos, a la biblioteca o a la sala de estudio en que se había reconvertido el antiguo cuarto de juegos. Lo suficientemente lejos como para no poder escuchar las exclamaciones entusiasmadas de Ana, asegurando convencida que le hacía mucha ilusión el plan.
—¿Por qué te pones así? —le preguntaba más tarde Ana a su hermana mayor, justo antes de acostarse, mientras se cepillaba el pelo concentrada ante el espejo. E Isabel, como siempre, leía a sus espaldas un libro, tirada sobre su cama con el ceño fruncido, enfurruñada, aburrida o puede que hastiada—. Sabes que mamá y papá lo hacen con la mejor intención. Quieren que conozcamos gente de nuestra edad. Siempre hemos estado aquí las dos solas, encerradas en nuestro mundo, y es bueno que nos relacionemos con más personas.
—Claro, y si tienen un futuro prometedor, mucho mejor —respondía Isabel con ironía.
—No me parece mal, algún día tendremos que empezar a conocer gente. Ya no falta nada para nuestra puesta de largo y, después, podremos empezar a salir con chicos, tendremos novio, nos casaremos y…
—No tiene por qué ser de esa manera, Ana. No tenemos por qué seguir ese camino trazado para nosotras sin habernos pedido permiso sobre nuestro propio futuro y, cuando nos queramos dar cuenta, comprender que tal vez sea demasiado tarde y no podamos dar marcha atrás.
—No digas tonterías —reponía Ana con voz soñadora—. Lo que pasa es que te asusta que la vida nos pueda cambiar. Pero todo va a seguir igual, te lo prometo, nada podrá separarnos. Conoceremos a dos hermanos guapísimos y celebraremos nuestras bodas el mismo día, y viviremos muy cerca, y así podremos estar siempre juntas, como ahora. Nosotras seremos siempre las mismas, como lo somos ahora aunque hayan pasado los años. Nada nos cambiará —aseguraba ingenuamente.
Isabel escuchaba paciente cómo su hermana se recreaba en aquellas ensoñaciones infantiles que parecían sacadas de un cuento de hadas o de una novela romántica.
Las dos cambiaban a cada instante, cada segundo, cada vez que respiraban. Y esos cambios, imperceptibles pero constantes, no hacían más que separarlas.
Estaban tan acostumbradas a mirarse la una a la otra, a verse cada día, siempre juntas, inseparables, que incluso su propia transformación física había pasado desapercibida para ellas. Pero no eran las de antes, las de siempre, y su propio cuerpo, cuando se contemplaba frente a un espejo, daba buena fe de ello.
Isabel se había convertido en una adolescente de piel morena, espeso cabello oscuro y ensortijado casi hasta la cintura, miembros largos, fibrosos y maneras fuertes y enérgicas. Sus gestos eran rápidos y elocuentes, se movía con agilidad, resultado de su pasión por la natación y los deportes, y aunque su mirada era directa y franca y su risa frecuente, también lo era verla a menudo con el ceño fruncido, pensativa o abstraída en la lectura de algún libro rescatado de la biblioteca, que devoraba tirada al sol sobre la hierba del jardín o recostada en alguna de las tumbonas del mirador, tan concentrada en la lectura que ni siquiera se había dado cuenta de ponerse un sombrero.
Clara se desesperaba, no conseguía que hiciera mella en ella la más mínima disciplina de belleza. Su hija mayor estaba tostada «como un obrero», con la piel cubierta de pecas. Isabel tenía una elegancia innata, heredada de su madre, como tantos de sus rasgos. Se trataba de un aire altivo y sereno a un tiempo que hacía que su presencia destacara allá adonde fuera, haciendo que brillara en medio de los demás sobre todo por su falta de afectación, por su naturalidad, y una seguridad en sí misma surgida de su propia inteligencia.
Ana, en cambio, era todo lo contrario en aspecto y actitud. Seguía conservando la misma piel blanquísima de su niñez y sus ademanes eran igual de pausados y tranquilos que entonces. Practicaba deporte con frecuencia, como Isabel, pero se cuidaba mucho de que el aire, el salitre o el sol le estropearan la piel. Su pelo, perfectamente recogido en trenzas o moños, era protegido y cepillado con perseverancia cada noche. Ana era perfectamente consciente de que era el rasgo que la convertía de guapa en espectacular, y pasaba muchas horas con Amalia probándose horquillas y diademas, ensayando nuevos peinados que resaltaran su belleza, una belleza clásica y nórdica que impresionaba a todos.
Desde niña era consciente del impacto que provocaba, y estaba acostumbrada a esa admiración no solicitada pero desde siempre intuida.
Ana era pausada y tranquila por naturaleza, y su ingenuidad no era forzada ya que se había fomentado a lo largo de su infancia por el confinamiento que sus padres les habían impuesto tanto a ella como a su hermana. Simplemente callaba porque no tenía mucho que decir.
En cuanto a sus maneras, destacaba por su prudencia, un instinto que había nacido con ella y, puede que consciente de lo excepcional de su físico, la había llevado desde niña a cuidarse y procurar mantenerse alerta de todo lo que pudiera hacerle daño. Era, en definitiva, una persona consciente de su belleza, empeñada en cuidarla y aprovecharla. Además, no necesitaba correr, sabía que todos, siempre, esperarían su llegada por mucho que se retrasase.
Pero todos estos secretos, los impulsos verdaderos que las hacían ser como eran, estaban a salvo de los demás y, de algún modo, también de ellas mismas. Estaban tan concentradas creciendo, delimitándose, construyéndose, que no se paraban a pensarlo.
Isabel no solía mirarse mucho a los espejos. Ana no dejaba de contemplarse y estudiarse a diario. Pero tanto para una como para la otra la cara de su hermana era lo más normal, lo más habitual en su rutina, lo primero que veían al iniciar un nuevo día.
Porque eso sí permanecía inalterable desde siempre. Dormían en el mismo cuarto y se despertaban a la misma hora, bajaban juntas a desayunar, salían juntas de casa y pasaban todo su tiempo cerca aunque cada una hiciera una cosa distinta. Seguían siendo inseparables.
Isabel se daba cuenta de cómo las miraban los demás, de cómo hacían distinciones entre ellas. Veía, en esos tés que ahora su madre se empeñaba en organizar cada dos por tres, cómo al dirigirse a Ana el interlocutor lo hacía con más dulzura en la voz, con frases y palabras mucho más delicadas que las empleadas para dirigirse a ella pero, también, más insustanciales.
En esas reuniones, Ana solía encontrar su lugar en el grupo de las jóvenes y charlaba animada de temas difusos y banales como la moda, los seriales de la radio o los breves relatos de dos páginas, no más, que leía en las revistas femeninas. Alrededor, como moscones imperturbables, merodeaban su madre o su tía Ángela, que cada vez pasaba más tiempo en su casa desde que había enviudado.
Isabel odiaba esas artes de celestinas y se avergonzaba de su madre y de su tía. Muchas noches, cuando los invitados ya se habían retirado y el servicio se afanaba en la cocina recogiendo y limpiando las últimas bandejas de canapés, las oía, asqueada, valorar en la privacidad del saloncito de Clara el éxito de la jornada:
—El chico de los Merinero parece un poco soso, ¿no te parece? —consultaba la tía Ángela mientras se deshacía con cansancio de sus collares de perlas.
—Yo creo que lo que le ocurre es que es apocado —elucubraba Clara—. Piensa que es hijo único y, por no tener, no tiene ni primas. No sabe lo que es tratar con las chicas. Se queda mudo ante ellas.
—Pues más nos vale que se arranque. Sería ideal para Ana, los dos harían una buenísima pareja. Y piénsalo, es hijo único.
—No te lo niego, pero es pronto para Ana, es muy niña todavía —Isabel podía detectar en la voz de su madre, aun en la distancia, el placer por la sugerencia de su tía.
—No tanto, querida cuñada. Y además es guapísima. Pronto os la van a quitar de las manos, ya verás. Por eso es mejor no dejar nada al azar y procurar que conozca cuanto antes a todos los chicos que valgan la pena en la ciudad. Es tan guapa que va a poder elegir a quien quiera —sugería Ángela con voz de experta conocedora en la materia—. La que nunca se mezcla es Isabel. Siempre está apartada de los grupos. Es una pena.
—Tampoco es eso, Isabel siempre ha sido muy independiente —negaba Clara molesta, incapaz de aceptar que una hija suya no tuviera como más alta meta en la vida la de encontrar un marido.
—Acéptalo, Clara, la mayor es un poco rara —concluía su cuñada—. No se deja guiar. A este paso no vamos a hacer carrera de ella. Es preferible que lo vayas asumiendo, es una causa perdida.
«Mejor», se decía Isabel desde el pasillo para sus adentros. «Mucho mejor para mí si creen que no tengo remedio. Así me dejan tranquila». Y con alivio se reía de los absurdos planes de las dos y, una vez más, tenía la sensación de librarse de esa subasta hipócrita en que querían convertir su vida.
Por la noche, Isabel reflexionaba y se indignaba recordando las absurdas charlas de la tarde, los vestidos recién planchados y las faldas que crujían cada vez que se movían, las servilletas bordadas con esmero en la mano de cada uno ayudando a sostener vasos o canapés, las risas flojas e inseguras de alguien, el pudor, el recato, las miradas de soslayo, tímidas y asustadizas. En algún sitio había oído comentar, o quizá se lo había contado Ana, que las casas reales europeas organizaban anualmente cruceros en los que participaban todos los jóvenes solteros de cada dinastía. El objetivo del viaje era que se conocieran y de ese modo pudieran surgir entre ellos compromisos y alianzas que garantizaran el futuro de las monarquías.
Ella se sentía así, como una princesa encerrada en un castillo al pie de una bahía, una fortaleza de la que le sería imposible salir a menos que lo hiciera con una alianza en la mano, bajo la tutela de un heredero rico.
Pero su castillo tenía una salida: el mar, y por eso la navegación a vela, tan arraigada en su familia, pasó a convertirse en una pasión compartida.
El mar, que sería para ellas, en esos años de crisálida, el escenario perfecto para que tanto Isabel como Ana pudieran sentirse libres y volver a reencontrarse.
De un modo inconsciente las dos se habían dado cuenta de que las reuniones, los tés, los nuevos conocidos, las amigas, la sociedad, los demás, habían irrumpido con demasiada fuerza en su vida. Por eso eran felices cuando conseguían pasar una tarde en su casa sin invitados ni fiestas.
Eran ésos los momentos en que bajaban juntas al jardín, ese jardín con sus matices de verde que sólo ellas eran capaces de reconocer, que rodeaba su casa de parterres, estatuas y estanques en donde, de niñas, jugaban a que la bahía era también parte de él, un jardín de agua como una prolongación acuática de su mundo, al que ahora, ya casi adultas, se asomaban en silencio para contemplar el mar y planear cuándo y cómo volverían a salir a navegar juntas, una vez más, mientras su padre las contemplaba acodado en la barandilla del embarcadero y ellas le decían adiós.
Allí fue donde encontraron a William, solo y muerto, una tarde de finales del verano, nada más desembarcar. Una parada cardiaca repentina lo había fulminado. Estaba tirado sobre las tablas de madera, y pese a todo, conservaba un gesto sereno.