1969
Coincidiendo con el segundo cumpleaños de las niñas, Ignacio sugirió a Ana la posibilidad de acordar mediante sus abogados una separación matrimonial. Ella aceptó encantada. Llevaban ya separados físicamente casi tres años, y le pareció más que adecuado que sus representantes legales acordaran una división de sus bienes a efectos totalmente privados que le daría libertad para disponer de buena parte de su capital sin tener que solicitar a cada momento el permiso de su marido. Ante su evidente avaricia y viendo su predisposición a aceptar su propuesta, Ignacio se atrevió a insinuarle que, ya que era imposible el divorcio en España, podían intentar solicitar la anulación matrimonial ante la Iglesia católica. Pero en ese punto Ana se negó tajantemente. Sabía que con una buena cantidad de dinero podría conseguir una sentencia favorable del Tribunal de la Rota, sí, y de hecho tenía amigas que lo habían logrado, pero no quería la libertad de volver a casarse, como le había recordado su marido aludiendo a su juventud. No se volvería a casar nunca, jamás, porque no soportaba a los hombres, le dijo entre gritos. Y mucho menos aceptaría que la tomaran por loca o pusieran en duda su juicio, pues sabía de sobra los argumentos que se esgrimían ante ese tribunal y jamás aceptaría que los usaran contra sí misma.
Ignacio, agotado, asqueado incluso, dio un poder total a su abogado para que dispusiera todo conforme a los deseos de su mujer. Liberado, acepto el calendario de visitas a las niñas y concedió todo lo que, en el plano económico, fueron exigencias desorbitadas por parte de Ana.
Una vez más, la noche antes de partir rumbo a su nuevo destino, hizo balance de lo que dejaba atrás, no ya en aquella ciudad exótica, como siempre tan difícil en lo laboral y tan maravillosa y enriquecedora para él en experiencias como todas las que no se cansaba de conocer, sino en lo personal, y recordó los últimos cinco años de su vida como los más amargos, los más duros y devastadores.
En un impulso, levantó el auricular del teléfono y se desahogó con Isabel como tantas otras noches:
—Ni un momento de felicidad, ni uno solo —comentó con pesar—. Ya en el viaje de novios me di cuenta del error. Tu hermana es como vuestra madre, exactamente el mismo carácter. Cuando era niña no lo veíamos por su aspecto angelical, y cuando era una adolescente, si te soy sincero, me deslumbró su belleza. Después, el embarazo y el posparto de las niñas destaparon la caja de los truenos. En fin, es una etapa acabada. Espero que me deje a las niñas el tiempo que me corresponda aunque mi destino no le guste. Al fin y al cabo soy su padre y tengo todo el derecho a verlas. Además, ya que las trata con esa frialdad y me demuestra que le importan tan poco, así se libra una temporada de ellas.
Isabel asentía en silencio, sin atreverse a decir nada que hiriera aún más a su cuñado. Finalmente, preguntó con timidez:
—¿Y a qué lugar del mundo te mandarán, sabes algo?
—No, no tengo ni idea. Pero, francamente, espero que sea lo más lejos posible. Será el momento ideal para recomponer una vez más mi ego, pulverizado por tu hermana en estos años. Creía que cuando se volvió contigo había logrado reencontrarme y volver a fortalecerme, pero no esperaba que tras el parto su comportamiento fuera tan destructivo ni que fuera tan manipuladora, tan chantajista con las niñas de por medio. Los hijos duelen muchísimo, Isabel, no sabes hasta qué punto, ni lo que llega a soportar un hombre sólo por no perderlos.
—Yo me comprometo a llevarte a las niñas siempre que pueda donde tú nos cites. Entre Ana, tu madre y yo lo resolveremos. Es lo mínimo que podemos hacer.
—Gracias, Isabel, ya lo sé, siempre he sabido que puedo contar contigo —tras una pausa, añadió—: ¿Te has dado cuenta? Hemos recuperado nuestro estatus familiar anterior, aunque tu hermana y yo seguimos estando casados de cara a la galería y a la Ley, en el fondo tú y yo sabemos que volvemos a ser sólo primos.
—No, somos mucho más que eso, le has dado dos hijas a mi hermana que lo son todo para mí, y además tu madre seguirá viviendo en nuestra casa con ellas, lo que me tranquiliza muchísimo.
Isabel se arrepintió de inmediato por esta corrección, por apostillar lo que Ignacio acababa de decir. Sabía que hubiera sido más fácil responderle simplemente que sí, que volvían a ser sólo primos, pero se rebelaba, se negaba a que él lo considerara de un modo tan simple, a que cortara de golpe tantos años de confidencias, de consuelo y apoyo mutuo, una relación cimentada por las dificultades que provocaba Ana pero que, también, se basaba en las alegrías de las niñas, en las llamadas telefónicas para comunicarle que les habían salido ya los dientes, que habían echado a andar.
—De nuevo tienes razón, como siempre —y volvió a callar antes de afirmar con tono pensativo—: Tú y yo lo sabemos, en el fondo lo nuestro siempre ha sido mucho más. Creo, de hecho, que no he tenido nunca una relación tan intensa con otra mujer como la he tenido contigo.
Isabel se sintió muy violenta por estas palabras, enrojeció y dio gracias de que a través del teléfono él no pudiera percibir su turbación. Cuando por fin pudo hablar sólo se le ocurrieron una serie de espacios comunes de los que echó mano para despedirse:
—Disfruta del tiempo que te queda en Próximo Oriente. Ojalá encuentres pronto a alguien que te haga feliz, te lo mereces tras todos estos años atado a mi hermana. Seguro que te habrán salido mil novias a las que habrás tenido que renunciar por ella.
—No ha habido nada permanente, Isabel, pero agradezco tus buenos deseos.
La respuesta seca, impenetrable y aséptica de Ignacio la llenó de desolación.
«Hay alguien seguro», pensó nada más colgar. «Tiene que haberlo, o si no lo habrá pronto. Es imposible que un hombre tan atractivo y brillante lleve tanto tiempo solo. Ana lo ha estropeado todo. En realidad, ni lo ha intentado».
Y por primera vez en años se permitió la libertad de reconocerse furiosa. Y lloró. Lloró desconsoladamente por lo que nunca tendría y pensó por primera vez en su hermana, que había destrozado sus vidas de un modo gratuito y estúpido, como en una enemiga.
Una semana después, contestó afirmativamente a una propuesta de trabajo que le había llegado desde un importante centro médico del Golfo Pérsico.
«Yo también necesito distancia», se dijo para justificar alejarse tanto de Ana y las niñas justo cuando las pequeñas estaban pasando por un momento de su infancia tan feliz e inocente. Sabía que no era justo alejarse precisamente ahora, dejarlas con su madre y Ángela cuando Ignacio también acababa de romper los lazos con Ana. «Pero al fin y al cabo son aún muy pequeñas. No se dan cuenta de nada. Y llevan desde su nacimiento lejos de su padre. Sigue casado con Ana, sí, pero no está en casa. No lo notarán. Y lo necesito tanto…»