Primavera de 1964

—Va a ser una ceremonia preciosa. Íntima pero preciosa —dijo Ana con entusiasmo al tiempo que llena de excitación se aferraba a las manos de su novio y las apretaba emocionada.

A sus pies, sobre la hierba recién cortada del jardín, reposaban un sinnúmero de revistas, catálogos y diversas pruebas de imprenta con diferentes tipografías que entremezclaban las iniciales de sus apellidos en lo que serían las invitaciones para la boda.

Ignacio, que disfrutaba de unos deseados días en su ciudad, libre por fin de sus compromisos, se rió ante la catalogación de «íntima» y, también, ante la exaltación de su jovencísima novia.

—Pero si vamos a ser quinientos, Ana. Eso será cualquier cosa menos íntima.

—Tienes razón, pero piensa que si mamá viviera hubiéramos sido mil o mil doscientos. Ya sabes cómo era en todo —repuso ella con gesto infantil.

La alusión a Clara hizo que el rostro de Ignacio y su expresión feliz se ensombrecieran por un momento. Habían pasado dos años desde su muerte, dos años como medida prudente de luto, de separación del mundo visible, de la vida social pública y festiva en la que tanto ella como sus hijas solían participar con asiduidad. Desde entonces, tanto Ana como Isabel habían procurado, por expreso deseo de ambas, vivir al margen de cualquier tipo de acontecimiento festivo.

En cierto modo, reflexionó Ignacio mientras contemplaba cómo Ana pasaba interesada páginas y más páginas de un figurín especializado en trajes de fiesta y de novia, es como si las dos hermanas achacaran el declive emocional y físico de Clara al enclaustramiento que se vio obligada a soportar durante su luto por William. Para una mujer como ella, acostumbrada a brillar y destacar en todos los actos sociales que se celebraban en su ciudad, aquel encierro que tuvo que guardar para cumplir con unas convenciones estrictas y provincianas que poco menos que arrinconaban en su casa a la viuda y la alejaban de cualquier fiesta, de cualquier acto, por el mero hecho de carecer de un varón que la acompañara, fue una condena, un entierro en vida que hizo que su existencia se volviera monótona, aburrida y carente de sentido. Por eso Ana e Isabel, creía él, se empeñaban en no participar ahora en ninguno de esos cócteles, tés o meriendas: tal vez tenían miedo de acostumbrarse a esa existencia, volverse adictas a la despreocupación y la alegría. Quizá, habituándose a esa monotonía buscada y, en cierto modo, disfrutada, pretendieran evitar el derrumbe emocional y la soledad que torturó a su madre.

En aquellos dos años desde el entierro de su tía poco a poco todo había ido volviendo a la normalidad, ya no había habladurías sobre Clara, ni esa lástima pegajosa y abochornante con que asediaban a sus hijas huérfanas, en misa o en cualquier pequeño paseo por el centro, todos aquellos conocidos que, de un modo ridículamente ostentoso, alardeaban de su cariño, de su enorme compasión hacia ellas.

Eran invitadas constantemente a todo tipo de actos sociales. La presencia de Ana, más guapa cada día, era anhelada y esperada en todo baile, puesta de largo, reunión o recepción y, sin embargo, tanto ella como Isabel, en las numerosísimas ocasiones en que pasaba fines de semana o festivos en la casa de la bahía, seguían negándose a salir, a conmemorar el más mínimo acontecimiento, a ser como los demás.

A Ignacio le gustaba esta diferencia. Veía en ambas un tesón, una independencia y en cierto modo una rebeldía de la que no podía menos que admirarse a pesar de que en los últimos tiempos había comenzado a sospechar que, al menos para Ana, aquel aislamiento empezaba a ser excesivo, de ahí que celebrara con un exagerado entusiasmo el que la joven se volcara en la planificación de la boda y, en un alarde de generosidad muy típico de él, se ofreciera a colaborar con fingido interés, durante el tiempo que durara su estancia, en todos los preparativos.

En realidad tanto para Ignacio como para Isabel aquel matrimonio y su costosa y aparatosa organización habían supuesto una inesperada maniobra de distracción que aceptaban con alivio y agradecimiento.

La ciudad había acogido con insospechada y desproporcionada expectación el anuncio de los esponsales de la menor de las hijas de William Tyler y Clara de Arzaga. En un ambiente carente de grandes acontecimientos, la fecha de la boda era esperada por muchos con gran interés. A fin de cuentas la novia era heredera de una de las mejores familias de la zona e hija, además, de una gran mujer ya casi legendaria por su belleza y elegancia. Y qué decir del novio, no sólo era un hombre de mundo, un diplomático con un brillantísimo futuro sino, y esto tal vez era lo que más comentarios suscitaba, primo carnal de la preciosa Ana y, por supuesto, heredero también de la otra rama de la fortuna de los Arzaga.

Conscientes del enorme cúmulo de intereses, comentarios y curiosidad que provocaba la boda, Ana y la tía Ángela, su futura suegra, se habían volcado en un impresionante despliegue de actividad destinado a decidir, comprobar y ensayar hasta el más mínimo detalle.

Traje de novia, música de la ceremonia, menú, arreglos florales, joyas, decoración de la sala del banquete, peluquería, pastel nupcial, maquillaje, contratación de la orquesta que tocaría el vals con que los recién casados abrirían el baile y, por supuesto, la tramitación de la bula papal que permitiría a los contrayentes unirse en la «sagrada alianza», todo era supervisado y comentado entre ambas durante días con suma seriedad, como si previeran que cada uno de los aspectos de ese gran día sería analizado después y comentado hasta la saciedad en los meses y los años venideros por todos aquellos que asistieran.

—Entiéndelo, es una gran responsabilidad para los dos —le explicaba Ana a su prometido con tono trascendental cuando éste le reprochaba tantos desvelos y hasta, en ocasiones, la falta de sueño que la inminencia de la fecha comenzaba a provocar en ella—. ¿No te das cuenta de que las expectativas en torno a nosotros son altísimas? Nuestros padres fueron muy importantes aquí, y tú y yo somos sus sucesores. No podemos fallar a su memoria y casarnos de cualquier modo. A ellos no les gustaría, y a nuestros abuelos tampoco.

Cada vez que oía esos argumentos, se veía tentado a responderle que ellos no se debían más que a sí mismos. Sus padres habían muerto demasiado pronto y eso, por suerte o por desgracia, les hacía depositarios de un legado tan injusto como inmerecido del que debían disfrutar lo máximo posible sin remordimientos ni creerse portadores de ningún vestigio del pasado. No eran una losa, ni un castigo, ni una cota del éxito, la belleza, la riqueza, la inteligencia o la dignidad que sus antecesores lograron alcanzar y ellos tres, Ignacio, Ana e Isabel, debieran superar. Aceptar así su herencia, tanto en lo personal como en lo material, era otorgarle demasiado poder sobre el rumbo de sus vidas, les negaba toda libertad.

El más vivo ejemplo de todo eso que pensaba lo constituía la misma celebración de su boda. Se trataba de un acto que iban a protagonizar ellos y debía hacerse a su manera, no a la de un público morboso y cotilla que asistiría dispuesto a sacar defectos, a alabar o hundir a todos los que se dejaran ver ese día.

Ignacio, a sus treinta y tres años, era todo un adulto y no se sentía en deuda ni con su apellido ni con su ciudad. Pero tenía la suficiente lucidez como para darse cuenta de que Ana, recién instalada en la veintena, no pensaba lo mismo. Es más, sospechaba que ella y también su propia madre, Ángela, ansiaban una ceremonia brillante para hacer olvidar a la ciudad la vergüenza de la muerte, nunca del todo esclarecida, de Clara.

En su selecto círculo de amigos, nunca llegó a decirse públicamente que Clara se hubiera suicidado y, como ya avanzara Ángela cuando habló con su hijo por teléfono para comunicarle la noticia, se hizo correr un tupido velo sobre las verdaderas causas de su muerte. Doctores vinculados a la familia certificaron que se produjo una ingestión errónea de medicamentos, pero no se especificó en qué cantidades aparecían éstos en el organismo, de manera que se dejaba la puerta abierta a la posibilidad de que la muerte se debiera a una reacción alérgica o a la administración accidental de una dosis incorrecta, antes que a la simple y contundente verdad de que Clara de Arzaga se hubiera tragado un bote entero de pastillas con la ayuda de una botella de ginebra, que se encontró vacía a sus pies.

Gracias a esta elaborada versión oficial, además de evitar el escándalo que hubiera supuesto el suicidio, se consiguió que pudiera ser enterrada en el panteón familiar.

Sin embargo, dos años después, la gente seguía hablando y murmurando. La viuda de William Tyler, la preciosa hija de los Arzaga, la refinada madre de dos jóvenes tan agraciadas como Isabel y Ana, había sido demasiado conocida y envidiada como para que su repentina desaparición, tras una época de degeneración física y mental que algunos, en contadas ocasiones, pudieron llegar a entrever y difundir, pasara desapercibida. Por más que los médicos y las autoridades se empeñaran en tapar el caso, siempre habría malpensados dispuestos a susurrar, a comentar, a sugerir, a dejar caer que no todo podía ser tan blanco y sencillo como lo pintaban. Era muy joven, mucho, y hacía semanas, casi meses que no se la veía salir de casa. Siempre encerrada allí, desarreglada, sin hablar con nadie, sin querer recibir a nadie…

A un mes de la boda, Ana perseguía con vitalidad casi enfermiza el empeño de orquestar un acto perfecto, de vivir vestida de blanco un día que todos recordaran como el más brillante y feliz, tanto como para hacerles olvidar aquel otro gris, plomizo, en el que enlutada de pies a cabeza seguía el ataúd de su madre, una madre borracha y triste, rota, que en sus últimos tiempos no había sabido llevar con la dignidad que requería el apellido de su familia.

Ella, Ana, a quien siempre habían considerado dócil y sumisa, pasiva y apocada, volvería a lograr que los Arzaga fueran los más respetables de la ciudad, y por eso volcaba todo su tiempo y energía en las pruebas de su traje, en la selección de los pajes y la distribución de los invitados, en trazar el itinerario perfecto para el viaje de novios, en comprar la ropa interior más delicada para una noche de bodas que intuía con cierto temor pero para la que, en todo caso, quería llegar tan preparada y dispuesta como para el resto de los trámites que debía formalizar ese día. El más feliz de su vida.

Con la novia y la madrina atareadas en una espiral de encargos, recados y paquetes, Ignacio e Isabel, cada uno en su respectiva ciudad de destino, gozaban de una placentera tregua en sus compromisos familiares, libres por primera vez en mucho tiempo de la atención que despertaban, él en su madre y ella en su hermana, y del férreo control al que, aun en la distancia, ambas les sometían.

Tanto Ana como Ángela, cómodamente instaladas en su pequeña ciudad junto a la bahía, donde la vida era mucho más tranquila y agradable al margen de los ajetreos de Madrid o del nuevo destino de Ignacio en Próximo Oriente, les vigilaban estrechamente, les llamaban con abrumadora frecuencia y les requerían, con la más mínima excusa, para que acudieran a visitarlas en cuanto tuvieran un respiro. Ellos, tal vez sintiéndose culpables por haberlas dejado solas y, presuntamente, desamparadas, invertían prácticamente todos sus días libres en acudir a su lado para hacerse perdonar el haberlas abandonado.

Pero con la inminencia de la boda todo había cambiado y se había producido una inversión en los roles. Quienes siempre habían estado habitualmente desocupadas eran ahora dos frenéticas y compulsivas mujeres que gastaban dinero a manos llenas en las compras más absurdas e inútiles; siempre atareadas, cargadas con sus cuadernos llenos de notas, citas, recordatorios y diversas opciones en cuanto al orden de los invitados, la composición de las mesas o el lugar que debían ocupar los asistentes en los bancos de la iglesia.

En cambio Isabel e Ignacio, en Madrid y Damasco, no sabían qué hacer con sus fines de semana.

Él, que muchas veces se veía obligado a coger dos y hasta tres aviones en pocas horas, corriendo contra el tiempo y la prisa a fin de conseguir pasar uno o dos días junto a su novia antes de regresar una vez más a sus compromisos, se encontró de pronto desocupado y con tiempo suficiente como para intentar incluso conocer algo mejor el país en el que estaba destinado.

Sin embargo, pronto se sintió hastiado de mezquitas, jardines y lugares incomparables. No le gustaba visitar todos esos lugares solo y añoraba las constantes exigencias de atención de Ana y de su madre.

Las llamaba, pero no era fácil encontrarlas, el servicio le informaba invariablemente, casi con hastío, de que las señoras habían salido. Pero más tarde, cuando calculaba que ya habrían regresado de sus compras, comprobaba con desagrado que ninguna de ellas le devolvía la llamada. No le quedó más remedio que reconocer, con lógica aplastante y un deje de melancolía, que era un absoluto ignorante en todo lo relativo a moda femenina, decoración floral y tantos otros temas que las mantenían ocupadas. En definitiva: no les resultaba de utilidad. Y por eso le ignoraban.

Llegó a sentirse abandonado y relegado a un segundo plano muy poco estimulante, en un acto en el que, sin embargo, sería el protagonista. Hasta ese momento había sido el hombre de la casa tanto para Ana como para Ángela, la máxima autoridad, la mente pensante y serena, quien tomaba las decisiones trascendentales y a quien consultaban hasta en los aspectos más pueriles y evidentes. Se había habituado peligrosamente a las continuas llamadas a horas intempestivas —ya que ni una ni la otra conseguían ser conscientes de la diferencia horaria—, a darles prioridad a ellas, había relegado cualquier afición, todo intento de ocio privado y solitario por complacerlas, acompañarlas y entretenerlas y, de pronto, ya no tenía a nadie a su alrededor con quien hablar, aunque fuera de tonterías, más allá de las puras y cotidianas cuestiones laborales.

Se sintió solo, aburrido y traicionado. Sin embargo logró acostumbrarse a volver a ser dueño de su tiempo, y se dedicó a leer, pasear e incluso a poner al día su siempre atrasada correspondencia personal. Fue así como se le ocurrió escribir a su prima Isabel, su futura cuñada, más que nada con la intención de desahogarse un poco contándole su contradictoria situación tanto con Ana como con su madre: de pronto habían dejado de necesitarle, su presencia se hacía del todo superflua junto a ellas y, por si no fuera suficiente con esto, habían empezado a tratarle, en las contadísimas ocasiones en que lograba contactar telefónicamente con cualquiera de las dos, como a un niño pequeño a quien vestir, aleccionar sobre su comportamiento en el día señalado y reñir por su falta de interés.

—Es mejor que ahora, que ya falta tan poco, te quedes donde estás. Aquí andarías todo el día metido por el medio haciendo las preguntas más tontas y nos distraerías de nuestras obligaciones —le dijo por teléfono su madre con contundencia.

—Sabes que te adoro, pero ahora no puedo dedicarme a ti. Tengo demasiadas cosas en la cabeza y me pondría nerviosa si estuvieras conmigo y tuviera que dejar sólo en manos de tu madre toda la organización. Ya empieza a chochear, ¿sabes? —le confesó Ana con tono cómplice—, así que no puedo fiarme de lo que decide y por eso prefiero estar encima de ella controlando todo lo que hace para que al final todo resulte perfecto.

Es inaudito. La novia prefiere tener cerca a la futura suegra antes que al futuro marido, la madre no quiere saber nada del hijo, el hombre, antes el sostén de la familia, se ha vuelto innecesario y yo, en el fin del mundo, en un país donde la gente no sabe ni siquiera que en Occidente las novias se casan vestidas de blanco, me siento enormemente aliviado y feliz. ¿Tú lo entiendes?, le comentaba en la primera de sus cartas Ignacio a Isabel.

Ella, sorprendida y halagada por este giro en su relación con él, hasta la fecha muy cordial pero nada profunda, aceptó la propuesta de acercamiento que suponían las cartas de su primo y, radicalmente diferente tanto a Ana como a la tía Ángela, no dudó en seguirle el juego con sus ironías y aportar su particular punto de vista:

Nos dejan al margen porque no quieren testigos. Imagínatelas soltando grititos de excitación ante una enorme tarta blanca, o en la peluquería, con los rulos y la cara llena de potingues, haciendo las pruebas de maquillaje y peinados. ¿No te parecen frívolas?

Ignacio siempre había sabido que Isabel era extraordinariamente inteligente y lúcida, pero desconocía su sentido del humor. Sus cartas eran frescas, divertidas, críticas pero risueñas. No se sentía decepcionada por la conducta de su hermana o su tía porque, en el fondo, no esperaba nada de ellas. Representaban un tipo de mujer totalmente obsoleto, pasado de moda, casi irreal, una reliquia de otros tiempos. Ella estudiaba una carrera, se disponía a labrarse su propio futuro, creía en su independencia y en su libertad para pensar, elegir y, por supuesto, vestir más allá de las normas de su clase, de la distinción, de la moda o el buen gusto. Sus comentarios, sus reflexiones, estaban escritos con una abrumadora seguridad en sí misma, hasta con contundencia.

Él no estaba acostumbrado a tratar con mujeres así. En su trabajo siempre era el jefe, las funcionarías de la embajada eran sus subordinadas y jamás se atreverían a hablarle de tú a tú, muchas incluso eran nativas y su servilismo abortaba cualquier intento de relacionarse con ellas más allá de la mera transmisión de órdenes y peticiones. En cuanto a sus amigas de la época universitaria, lo cierto es que las mujeres que se decidían a estudiar una carrera, como Isabel, eran muy escasas, y con las pocas con las que había tratado, como Ruth, había perdido el contacto hacía ya tiempo, más o menos desde el inicio de su noviazgo con Ana.

Por ese motivo Isabel le parecía tan fascinante, era la primera mujer con la que podía departir como una igual pese a la diferencia de edad que les separaba. De pronto se encontró esperando con ansiedad sus cartas, que, poco a poco, dejaron de hablar de las dos mujeres que les unían para pasar a temas mucho menos aburridos: libros, música, recuerdos de infancia que descubrieron en muchos casos asombrosamente similares, las más dispares opiniones sobre política, la situación social del país y del mundo, una coincidente visión crítica y negativa sobre la vida en las ciudades de provincia como la suya, donde todos se conocen, donde mil ojos vigilan, donde es imposible la libertad de vivir, como hacían ellos, libre de prejuicios o ataduras, empezando de cero, sin nadie que les conociera ni les juzgara de antemano por su apellido o ser hijo de, nieto de…

¿Crees que lograré acostumbrarme a ser el marido de tu hermana? Ella me ve como un príncipe azul, alguien que la rescate y la redima de su mundo, de su vida, pero en el fondo dudo de que realmente quiera salir de la ciudad, huir de los fantasmas y las comparaciones con su madre, contigo, que la acosan desde niña.

Es agradable, pero también muy duro, que alguien, tu futura mujer, llegue a tenerte tan idealizado como ella me tiene a mí. No sé si estaré a la altura, no sé si sabré ser un buen marido…

Dime, tú que lo ves todo tan claro: ¿no seré demasiado viejo, demasiado diferente para ella? ¿No supondré una revolución demasiado brusca en su vida, hasta ahora tan monótona, tan controlada, tan tranquila?

¿Me ves como un buen marido?

le preguntaba en una de sus últimas cartas antes de la boda a Isabel.

Su respuesta, breve y contundente, llegó pocos días antes de que, con un permiso por su inminente enlace, partiera hacia su ciudad:

No sé cómo podrá verte Ana y, si he de serte sincera, nunca te he imaginado como novio, padre, marido, hijo…

Yo, simplemente, te veo como lo que eres para mí: un excelente amigo.