Agosto

Llegó agosto e Isabel no volvió.

Después de una semana de larga, tensa espera, después de mil llamadas telefónicas al hospital donde le había dicho que estaría trabajando y en el que, sin embargo, nadie sabía darle explicaciones, Ignacio, por fin, recibió un escueto telegrama, aséptico y resbaladizo, en el que Isabel se excusaba por faltar a su palabra y donde explicaba, en no más de una línea de palabras precisas, que su exceso de trabajo motivaba su imposibilidad de volver. Por otra parte, añadía, en un tono algo más lastimero y cercano, había contraído el dengue. Estaba bien, no quería que nadie se preocupase. Sus colegas se ocupaban de ella con afecto y dedicación pero el cansancio que le producía la enfermedad fue la otra justificación que arguyó para quedarse y frente a la que Ignacio no pudo, ni tuvo nada que oponer.

Horas después de recibir aquel inesperado mazazo, paseando entre la desgastada belleza de las estatuas del jardín y sintiéndose incomprensiblemente vacío a pesar de tener a sus dos hijas con él, Ignacio releía una y otra vez el breve mensaje de Isabel intentando descifrar en él claves ocultas, desentrañar su auténtico significado.

Tiempo después, vencido por el cansancio de pretender adivinar qué mecanismos hacen que la cabeza y el corazón de otro le lleven en una dirección contraria a la de quien le quiere, desistió. Sus hijas jugaban y reían con vitalidad, totalmente ajenas al conflicto de sus padres, a la tristeza de no ver ese verano a su tía y a la distancia dolorosa que siempre las separaba de él y que Ana pretendía agrandar. Fue balsámico, en medio de su soledad, comprender que todavía les quedaba tiempo, años incluso, de inocencia y felicidad en su paraíso particular, lejos de las leyes del amor y el odio entre hombres y mujeres.

Acababa de dejar de llover; ya no caía esa lluvia mansa tan habitual en el norte que deja una estela de limpieza y frescor cuando se va y llena de una cierta alegría melancólica a sus habitantes.

«¿Dónde estará Isabel?», se preguntó antes de unirse a sus hijas en sus juegos. Estaba convencido de que convaleciente del dengue era imposible que siguiera instalada en plena selva camboyana, pero sabía también que, si ella no quería revelar su paradero, sería casi imposible encontrarla.

Más tarde volvió a pensar en ella.

«Está huyendo», pensó. «Probablemente de mí, de un futuro compartido. Es demasiado noble, demasiado leal como para traicionar a su hermana. Ana se hubiera revolcado en la traición y la hubiera disfrutado, la hubiera arrojado contra ella sin importarle el dolor. Isabel, por el contrario, se retira, se aleja a un mundo interior escondido e intransferible simplemente para no hacer daño a los que quiere».

Ana volvió de su viaje a los Fiordos, adonde había ido con otras amigas tan mundanas y frívolas como ella, algunas solteras, otras divorciadas y un par ya viudas, con la acritud hueca y superficial de siempre.

Femme poupée eterna, incapaz de estar cerca de nadie jamás, llenó de exigencias insolentes la escasa semana en que tuvieron que convivir en la misma ciudad, una convivencia breve y aséptica que él soportó sólo por seguir cerca de sus hijas. Su actitud era insufrible, tras su ventajosa separación se consideraba triunfadora frente a él y se permitía burlarse de su aire cansado de hombre solo, para ella vencido. Era incapaz de comprender que si obtuvo todo lo que quiso fue, simplemente, porque Ignacio se había negado a plantar batalla y que, si ahora lo veía cansado, se debía a un mal de amores evidente, pero a causa de otra, de su hermana, y no porque siguiera queriéndola a ella.

A los cuatro días de su llegada Ignacio volvió a Indonesia.

A finales del mes de septiembre, cuando faltaban dos días para octubre, Isabel desapareció por completo.

Se cortó el contacto a través de las esporádicas llamadas telefónicas que seguía haciendo a su hermana y, como si se la hubiera tragado la tierra, no dejó ningún rastro, ningún recado, ninguna pista. Simplemente no volvió a dar señales de vida.

Ignacio recibió la llamada de Ana a últimos de octubre. Muy sorprendido de que se dignara a llamarle, cosa que no hacía jamás, la escuchó llorar desesperada a través del teléfono mientras, de un modo inconexo y dislocado, le contaba todo lo relativo a la desaparición de su hermana y al mes que llevaba sufriendo por no saber de ella.

—Ignacio, tienes que ayudarme, encuéntrala. Tú estás en esa zona del mundo. Te ruego, te imploro que la encuentres. Es la única persona que me ha querido de verdad.

Sorprendido por la vehemencia insólita de Ana, reconoció el miedo y la desolación, tan inhabituales en ella:

—Estás asustada, pero todo se arreglará, moveré cielo y tierra para dar con ella. Haré lo imposible por encontrarla, no lo dudes. Yo también la quiero muchísimo.

Ella, agradecida pero aún histérica, sólo podía repetir:

—Búscala, encuéntrala… Hazlo por las niñas, hazlo sobre todo por mí.

Tras colgar, unos momentos después de vaciar un vaso de whisky para vencer su propio pavor, su propio e irracional miedo por ella, reparó en la desacostumbrada pasión de Ana.

«Está aterrorizada; la princesa de hielo tiene sentimientos; aunque estén tan escondidos que resulten imposibles de identificar».

Sin embargo pasaron los días y, a pesar de que Ignacio hizo todo lo que pudo para averiguar algo sobre Isabel, no pudo encontrarla. Todos sus contactos en el Ministerio y las demás embajadas, con los países de la zona y sus gobernantes, incluso con los cooperantes internacionales y misioneros que trabajaban allí, fueron infructuosos.

Pesaroso, le comunicó a Ana lo insólito que resultaba que sus pesquisas no dieran resultado.

—Pero yo la necesito —respondió ella con una voz chillona, preludio de la histeria que cada vez aparecía con más frecuencia en sus comunicaciones telefónicas.

—Cálmate, haré lo imposible por encontrarla. Te lo prometo. Ahora descansa, y da un beso a las niñas de mi parte, ellas también tienen que estar preocupadas. ¿No te preguntan por qué no llama su tía?

—¡Qué me importan ellas! ¡María y Teresa se tienen una a la otra, lo que yo quiero es que encuentres a mi hermana!

«Es increíble», se asombró Ignacio una vez que consiguió deshacerse de ella al otro lado de la línea y tras conseguir que una de las eternas niñeras que había contratado Isabel se fuera a hacer cargo de ella y a suministrarle los tranquilizantes necesarios. «Es egoísta hasta en la preocupación por Isabel. Le agobia no tenerla mucho más que cómo pueda estar ella o lo que le haya pasado. Lo que le mueve es su dependencia infantil de la hermana mayor que le resuelve emocionalmente todo, que aun en la distancia le salva del naufragio permanente en que se ha convertido su vida».

Al día siguiente Ignacio prosiguió incansable con una catarata de contactos e indagaciones, lleno de ansiedad por intentar averiguar el paradero de Isabel y su estado.

Poco a poco, muy lentamente, como todo en aquel país absolutamente carente de administración y burocracia que regularan la información, fueron llegando las noticias: el hospital infantil para el que estaba trabajando no tenía ninguna información de adónde había ido o por qué, sus amigos no sabían nada de ella, ni su casero, ni sus superiores, ni sus compañeros, ni siquiera los pocos españoles que vivían en la misma zona que ella. Tampoco sus amigos en Madrid o en los otros países donde había vivido supieron decir qué había sido de ella.

Al cabo de unos meses la sospecha recelosa y el desconcierto dieron paso a la desolación más absoluta en su ánimo.

Como una gasa tenue pero envolvente, la conclusión más pavorosa de todas devastó a Ignacio: Isabel no volvería.

Y así fue. No volvió.