Cinco años después
Ignacio de Arzaga contempló con desinterés a la gente que asistía al cóctel de la embajada de Francia.
«Tanto tiempo en Indonesia que ya me sé de memoria las caras de toda esta gente. Siempre las mismas, los mismos gestos», pensó aburrido. «Ésta es la parte de mi trabajo que menos me gusta, la vida social del diplomático, las relaciones vacías y superficiales, pero necesarias, y a veces tan aburridas…»
Apoyado en el pedestal de mármol de una estatua clásica, no se daba cuenta de que estaba siendo observado por algunas de las damas que pululaban por el salón, mujeres guapas que, sólo con sus miradas, dejaban entrever claramente que lo deseaban en silencio.
Posiblemente si hubiera salido del mundo de sus pensamientos habría comprendido que un solo ademán suyo bastaba para conseguir compañía esa noche y apartar así su lado oscuro. Pero no era consciente, o no del todo, del efecto que causaba en las mujeres.
Sólo la mayor parte del tiempo, serio y elegante, el enigmático diplomático español se había convertido en un misterio para muchas mujeres que, conociéndolo y frecuentándolo, veían en el gesto distante y escéptico de aquel hombre tan atractivo y aparentemente tan desdichado todo un desafío, un reto hacia sí mismas, que consistía en arrancarle una sonrisa y convertirse en su sombra y averiguar por qué casi nunca reía, qué le impedía ser feliz.
No sabían, no podían saber que su mente estaba lejos de aquel salón iluminado, totalmente ajena a lo que le rodeaba. En aquellos instantes, por ejemplo, recordaba a Ana y la última conversación que había tenido con ella.
Su relación con la que, de hecho, todavía era su mujer era correcta pero carente de afecto. No interfería en la educación de sus hijas, pues la habían consensuado hacía ya tiempo y ni ella ni él deseaban cambiar los términos de un acuerdo de separación que resultó muy duro de negociar, y procuraba viajar a España lo máximo posible para verlas, amén de los periodos de vacaciones que le correspondían.
En esas temporadas, dado el rechazo de Ana por los países en los que vivía debido a su trabajo, solía alquilar una villa en Italia o Francia y disfrutaba enormemente con sus hijas. Ésas eran para él las buenas épocas, los contados momentos del año, de su rutinaria y serena existencia, por los que valía la pena vivir. De aquellos días felices de risas infantiles y sentimientos puros y nobles se alimentaba y nutría el resto del tiempo. De hecho ahora mismo, en aquel salón, bajo los ojos hambrientos de sus admiradoras, estaba pensando en las últimas vacaciones con Teresa y María, en las que viajaron a Roma y Florencia. Aquella estatua junto a cuyo pedestal estaba apoyado le había traído la imagen de sus hijas y, también, la de su propia madre.
A la vuelta de aquel viaje, pocos días después de regresar a España, Ángela había muerto repentinamente, fulminada mientras dormía a causa de una afección cardiaca a la que nunca le había dado mucha importancia.
«Es curioso», reflexionó, «exceptuando a Teresa y María, ya no queda prácticamente nada de aquellas mujeres que fueron tan importantes en mi vida. Con Ana casi ni hablo cuando llamo a las niñas por teléfono, mi madre está muerta, como mi padre y Clara, y de Isabel hace muchísimo que no tengo noticias».
Su todavía cuñada estaba prácticamente aislada del mundo o, al menos, de él. Después de su estancia en Bahréin en aquella primera oferta que recibió fuera de España, y tras confirmar durante su estancia en el Golfo Pérsico que aquello era lo que quería para sí misma, que al fin había conseguido su sueño de ser médico en los países más necesitados, decidió ejercer la pediatría, que para ella era una pasión, en África. Finalmente pudo encontrar una plaza en un hospital de Somalia, mal pagada para la labor que realizaba, pero el dinero no era importante para ella, o no tanto como sentirse realizada como médico y como persona, como le confesó por teléfono en una de sus cada vez más escasas llamadas, debido no sólo a la distancia sino también a una cierta incomodidad que sin saber muy bien por qué se había abierto paso entre ellos.
«Es libre», pensó Ignacio recordándola. «Y feliz. Pero yo no».
Decidió abandonar su privilegiada posición junto a la estatua, que le permitía observar a los demás desde cierta distancia sin tener que hablar mucho con ellos, y levemente incómodo al sentir el peso de varias miradas sobre él, tan apartado y solo, se sintió en la obligación de moverse un poco, de deambular por el salón y pasear entre los invitados con una copa en la mano, deteniéndose brevemente a saludar a muchos conocidos que se le aproximaban.
De repente la vio: vestía un sencillo vestido negro y estaba tan guapa como la recordaba, con un tono tostado en la piel que todavía la hacía parecer más irreal.
Ella se volvió y le sonrió tranquila desde el centro del grupo de personas con quien hablaba, a varios metros de distancia. A continuación se excusó para avanzar hacia él y, finalmente, abrazarlo con afecto.
—Pero, bueno —sólo acertó a balbucear él entre contento, sorprendido y enfadado—, ¿cómo es posible que no me hayas dicho que estabas aquí?
Isabel se rió con esa risa suya espontánea y alta, algo escandalosa, que hizo que un par de invitadas volvieran sus cabezas.
—Sabía que te vería hoy aquí y quería darte una sorpresa. He llegado ayer y estoy prácticamente de paso, mi destino es Camboya, pero quería visitar un hospital infantil que hay en Yakarta especializado en medicina tropical. Sólo estaré aquí tres días y luego me iré.
Ignacio la cogió por el brazo en un arranque de impetuosidad.
—Huyamos ya, vamos a mi casa. Este sitio es rancio y está lleno de momias. ¿En qué hotel estás?
Isabel le dio el nombre del suntuoso hotel donde se había instalado y, consciente de que era un lujo que muy pocas personas en aquella ciudad pobrísima podían permitirse, se justificó:
—Llevaba sin darme una ducha de verdad casi un año —le expuso en tono de disculpa—, por eso he elegido un hotel tan caro. Es una de las pocas ventajas que tiene el haber heredado, y en contadas ocasiones como ésta consigo no sentirme culpable por todo el dinero que tengo.
—No tienes que explicarme nada —la excusó Ignacio con confianza, contento por primera vez en mucho tiempo de poder hablar con alguien así, directamente, con toda su franqueza, fuera de reservas y convenciones—. Mírame a mí, que llevo el dinero encima como una condena, que tengo que frenarme para no mimar demasiado a las niñas y volverlas unas malcriadas.
—No sabes qué bien te entiendo, sobre todo desde que he viajado por África y he visto la pobreza total en que está el continente. Pero aun así he tenido en ella unas experiencias apasionantes. He aprendido muchísimo. Y me he encontrado conmigo misma.
Cruzaron Yakarta en silencio. El conductor, representante impecable de la amabilidad y cortesía indonesias, se dirigió en inglés a Ignacio, quien le facilitó la dirección. Después de un breve intercambio de palabras y un recorrido que a Isabel se le pasó en un suspiro, llegaron al hotel.
—Te doy cinco minutos —le dijo su primo—. Recoge lo que quieras y te vienes conmigo, no te imaginas la casa exotiquísima que tengo. Mañana volaremos a uno de los paraísos perdidos que quedan todavía en el planeta. Te va a encantar.
—De acuerdo, en tres minutos estaré abajo. Espérame —le pidió con una sonrisa, un gesto ilusionado y abierto que no tenía desde hacía muchísimo, casi desde que era una niña y la vida no la había maltratado con tantas muertes haciéndola crecer antes de tiempo.
Pasaron las breves horas hasta el amanecer charlando y a las seis de la mañana cogieron el primer avión para llegar cuanto antes al paraíso.
Al sureste de Java, la isla de Lombok era un tapiz de selva tupida y brillante, una bóveda vegetal bajo cuyo cobijo una riquísima variedad botánica y animal vivía, crecía y moría protegida de la invasión exterior, tan salvaje y prácticamente casi tan virgen como siempre había sido.
El hotel estaba situado en la playa, al borde de la selva y justo enfrente de las islas Gilly, que parecían pequeños satélites arracimados alrededor de arrecifes coralinos en pleno Indico, contrapunto acuático a tanta belleza terrenal.
Muy cerca de las instalaciones del hotel, Ignacio había reservado una villa que fue propiedad de un excéntrico millonario y explorador holandés, decorada en una mezcla del típico estilo indonesio con toques coloniales. Era un lugar acogedor y confortable; se enfrentaba al mar, que podía verse casi desde cualquiera de las ventanas de la casa, de modo espectacular y, además, estaba aislada de las otras villas cercanas por un frondoso jardín tropical cuajado de malvaviscos.
—¡Qué maravilla, Ignacio! Y qué pena que no estén aquí las niñas para disfrutarlo contigo —exclamó Isabel en cuanto él le señaló el lugar que sería su casa durante su estancia en aquella isla.
—Nunca vendrán —respondió con un realismo no exento de pesar—. A Ana la horrorizan los mundos lejanos y diferentes. ¿Sabes que pretende mandarlas internas a Inglaterra? A mí me parecen muy pequeñas, ni siquiera han cumplido los ocho años y ya vamos a hacer de ellas unas desarraigadas. Aunque, por otro lado, puede que sean más felices allí que en esa casa tan vacía de vida y de afecto.
Isabel asintió tristemente.
—Es cierto, Ana es así. No va a cambiar, es imposible, y ahora que tu madre, tan cariñosa siempre con ellas, ha muerto, no sé qué puede ser lo mejor. Tengo que hablarlo con ella. Si las niñas se quedan en casa, tendremos que llegar a algún tipo de acuerdo para que las atienda más y cambie de actitud.
—Es increíble cómo dos hermanas pueden ser tan opuestas —reflexionó él en voz alta—. Y en cambio os queréis, ¿verdad?
—Sí, nos queremos. Tuvimos una infancia bastante aislada del mundo, incluso cuando mis padres vivían ella era lo único que tenía realmente.
—¿Sabes lo que es el There? En Rusia, hasta el siglo XIX, a las jóvenes de familias poderosas las aislaban en grandes casas de campo. No tenían apenas contacto con el mundo exterior, y menos con el masculino, como no fueran varones miembros de su familia. Era una forma de vida casi conventual, pero en su propia casa.
—Entonces, según tu descripción, nosotras hemos tenido nuestra versión particular del There, y eso une. Porque ella ha sido mi compañía en nuestra soledad compartida.
Ignacio la contemplaba concentrado en la expresividad de sus gestos y en sus rasgos mientras ella reconocía con esa pereza exenta de artificios y de palabrería lo triste y, a la vez, lo libre que había sido en su infancia, sólo atada a Ana, a quien por mucho que ambas cambiaran seguiría atada para siempre en honor a un pasado en común.
—Hasta ahora no me había dado cuenta, pero tú y yo hemos heredado los rasgos morenos y marcados de la familia de nuestra bisabuela —constató.
—Sí, nos parecemos —reconoció ella con una sonrisa. Y no tuvo que decir nada más.
En ese momento Isabel se refugió en sus brazos como si fuera el único lugar seguro del mundo, del mundo en el que quería vivir y estar. Acababa de darse cuenta de que, más allá del deseo reprimido tanto tiempo, de un enamoramiento juvenil, había mucho más que los unía: realmente estaban hechos el uno para el otro. Se parecían, se entendían, se complementaban. Eran dos almas gemelas que se buscaban sin encontrarse desde hacía muchos años en las caras y los cuerpos de otras personas que nunca llegaban a comprenderles porque, simplemente, no estaban destinadas para ellos.
Horas más tarde, paseando con él por la arena más blanca del mundo, pensó que quería congelar ese momento de felicidad absoluta, de amor total, de liberación de sentimientos muchos años sepultados.
—¿En qué piensas? —le preguntó. Ignacio la miró, se recreó en aquellos ojos que le habían hechizado desde la primera vez que la vio antes de responderle:
—No quiero que estos días acaben nunca, no quiero que se acabe este sentimiento de felicidad tan intensa que ya nada tiene importancia excepto esto.
—Tienes razón. Ya nada importa. Ni siquiera que esté traicionando a mi única hermana. Me he enamorado de su marido —aceptó sin ambages, como siempre plantándole cara a la verdad desnuda—. Es una vileza.
—Es una realidad que tú y yo sabemos desde hace mucho tiempo —la corrigió—. Sólo mi equivocado sentido del deber hacia Ana y una tentación que únicamente puedo calificar como suicida hacia un pigmalionismo mal enfocado ha provocado esta catástrofe, este error descomunal que nos ha obligado a vivir separados tantos años.
—Los errores no sólo nos arrastran a nosotros, sino también a los que queremos —le recordó ella prudente—. Es algo que debemos aceptar, y asumir sus consecuencias. Yo tendré que enfrentarme al hecho de que he querido aislarme de ti y simplemente no lo he conseguido. En esta ocasión el destino se ha conjurado contra nosotros —sonrió—, y no he podido escapar.
—Nadie tiene la culpa, Isabel, y tú menos que nadie. Quieres a tu hermana y me quieres a mí. Ya está.
Y con suavidad rodeó sus hombros y se detuvieron, serenos, plácidos, seguros del poder de su amor y maduros para afrontar las consecuencias que tendría en sus vidas. Contemplaron el océano y el monte Rinjani, que sobresalía de la isla como un trozo de tierra que huyera de la atmósfera húmeda y viciada de la selva. Detrás, el cielo rojo por la caída del sol marcaba un horizonte antracita que se fundía con el mar en una combinación de colores majestuosa y sorprendente.
—Es asombroso —Isabel miró a Ignacio y señaló la montaña.
—Tú eres asombrosa.
—No, sólo soy humana.
Las horas, la sucesión de besos y abrazos y amor y conversaciones interminables pasaron sobre ellos sin hablar de nada que tuviera que ver con la partida, con la despedida y el adiós. Había sido un acuerdo tácito, decididos sin haberlo comentado a disfrutar plenamente, sin sombras, deberes y obligaciones o cualquier otro asomo de problema que pudiera entristecer, empañar aquellos días de felicidad.
Pero los dos sabían que se acercaba el momento de las despedidas.
—Partir es morir un poco. Lo dijo Víctor Hugo y es verdad —susurró Isabel—. Me voy mañana; cogeré el primer vuelo y desapareceré de tu vida. Siempre nos quedarán estos días.
—El decirse adiós es doloroso, pero no tiene por qué ser eterno —dijo Ignacio, y se detuvo pensativo, como intentando hacer acopio de toda su capacidad de persuasión antes de sugerir—: Yakarta no está tan lejos de Camboya.
—No, Ignacio, de verdad me voy.
—Pero esto no puede acabar…
—Y no acabará. Concedámonos unos meses para pensar, para decidirnos antes de atrevernos a dar un paso adelante que cambiará nuestras vidas, la de Ana y las de las niñas. Te propongo que nos veamos en agosto, en nuestra ciudad, frente a nuestro auténtico mar, el de la bahía. Allí hablaremos y decidiremos qué hacer. Sabremos si esto ha sido un capricho, si este breve encuentro en el paraíso ha aplacado el espejismo, si de verdad somos tan fuertes como para decidir seguir adelante juntos… Irás, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Me tocan las niñas y su madre tiene pensado un viaje por los Fiordos con unos amigos, me quedaré en el piso que mis padres tenían en el centro, tú estarás feliz en tu jardín; Ana no andará por el medio y podremos hablar, vernos. Pero sabes que lo digo en serio: te quiero, y te quiero para el resto de mis días. No me perdería agosto en la bahía por nada del mundo.
—Bueno, tampoco te pongas dramático. Sólo quedan cinco meses para agosto, creo que es el tiempo que necesitamos para recomponernos y reconciliarnos con nosotros mismos. En agosto volveré.
Y le dio un breve abrazo, antes de subir al dormitorio para cambiarse para la cena. Todavía les quedaba una noche juntos, una noche más de amor, pero Ignacio se quedó al pie de la escalera, viéndola ascender y desaparecer por una de sus curvas, con una sensación de desolación y de inquietud, de pesadumbre, que no supo definir bien. Era la sensación del abandono.