Verano de 1964

Isabel, a quien le quedaba sólo un año para terminar Medicina, había anunciado a su hermana y a su tía que tenía previsto llegar a la ciudad a última hora, apenas un par de días antes de la boda. Al parecer, las horas lectivas y las prácticas se acumulaban en la recta final de su carrera y no quería perder clases ni desatender sus estudios más de lo necesario. La fecha fijada para la boda de Ana e Ignacio estaba peligrosamente cercana a la de los exámenes de junio y no quería ni plantearse el tener que dejar de preparar el examen final de alguna asignatura por haber perdido demasiados días.

Cuando llamó para comunicarle esta circunstancia a Ana, detectó un evidente alivio en su voz. Tal vez con demasiada rapidez, ésta aceptó sus argumentos y opinó que era estupendo su empeño de no desatender sus obligaciones universitarias:

—Por supuesto que no me parece mal, no te preocupes, los deberes son lo primero y yo aquí, con la ayuda de tía Ángela, me las arreglo de maravilla —la tranquilizó con vehemencia—. Ya verás qué flores tan preciosas hemos elegido para arreglar la iglesia, todo el mundo se va a quedar con la boca abierta. Nos ha costado un dineral encargarlas, pero valdrá la pena.

Isabel le aseguró que estaba deseando verlas, por supuesto, y colgó con la molesta sensación de sospechar que toda aquella conversación había transcurrido tal vez con demasiada fluidez, mucho más fácilmente que las que solía mantener, cada vez más breves, cada vez más cortantes, con su hermana.

La relación entre Isabel y Ana había cambiado de un modo sutil pero muy significativo para ambas tras la muerte de su madre. Desde que optaran por un camino diferente, por no atarse ya nunca más la una a la otra y vivir en distintas ciudades —Isabel en Madrid dedicada por completo a sus estudios de Medicina; Ana en su pequeño escenario con vistas al mar y con el tranquilo fluir de la vida en provincias—, el lazo que las unía parecía cada vez más débil. Y, sin embargo, ellas se sentían curiosamente más libres.

Podría decirse que habían instaurado una tregua de no injerencia en las decisiones respectivas, lo que no significaba que las dos ignorasen que ninguna aprobaba el modo de vida y, sobre todo, el futuro que había trazado para sí misma la otra.

«¿Para qué querrá estudios universitarios?», se preguntaba a menudo Ana cuando, tras una de sus conversaciones telefónicas cada vez más breves y lacónicas, recordaba cómo su hermana le había explicado lo mucho que debía trabajar y estudiar, el cansancio de las noches en vela repasando un temario, la impresión de las prácticas de Anatomía destripando a cadáveres que fueron en algún momento seres vivos. «Qué porquería. ¿Le valdrá realmente la pena? Está desperdiciando su juventud, dejando pasar su mejor momento. Al final acabará con gafas y envejecida prematuramente y ningún hombre querrá ser su marido».

Pero Isabel no estaba allí, y el peso de su soledad se mezclaba con un cierto alivio. «Lo prefiero así», se decía Ana para consolarse. «De este modo podré organizado todo a mi manera, gastar lo que me venga en gana de mi herencia, porque soy mayor de edad y ya no me valen esas miraditas reprobadoras que me lanzaba y que me frenaban en el pasado».

No obstante, esas miradas cargadas de significado seguían teniendo poder sobre ella y, a medida que la fecha de la boda se acercaba y a pesar de que las visitas de Isabel se espaciaban cada vez más, habían ganado en fuerza e intensidad y persistían en su memoria aunque ella no estuviera allí, tomando tranquilamente café a su lado en el mirador del jardín con los ojos entrecerrados pensando sabe Dios qué mientras la oía hablar de los preparativos que nunca parecían tener fin.

Ana era consciente de que Isabel desaprobaba su boda con Ignacio. De hecho, se opuso de un modo frontal desde el día en que su ingenua propuesta, justo tras el entierro de su madre, desconcertara a todos.

A la menor oportunidad, en cuanto pudo encontrar un rato para hablar largo y tendido a solas con ella, Isabel intentó hacer que cambiara de idea:

—Sabes que es una niñería. ¿Pretendes resolver tu soledad casándote con una persona mucho mayor que tú y a la que apenas conoces? Es un disparate, un grandísimo error que marcará todo tu futuro y el sentido de tu vida. Creo que te estás embarcando en un matrimonio sin haberte parado a pensarlo, y que esta locura terminará por pasarte factura.

A la Ana de dos años atrás, que acababa de perder a su madre, que se sentía más sola y más abandonada que nunca, que no se atrevía a pedirle a su hermana que regresara de Madrid para vivir junto a ella y a quien la gran ciudad aterrorizaba, ese juicio lapidario de su hermana le dolió como una bofetada inesperada.

En sus escasos veinte años de vida muy pocas veces le habían hablado así, con esa franqueza hiriente, con esa sinceridad que le pareció insultante. Acostumbrada en los últimos tiempos a hacer su santa voluntad sin consultar nada con nadie, dejando pasar los días perezosa, con Isabel en Madrid y la casa casi vacía, solas ella, el servicio y una Clara ausente que apenas salía de su cuarto y nunca solía dirigirle la palabra, que no se preocupaba de si comía o no, de si estudiaba o no, de si entraba o salía con alguna de sus pocas amigas, el que su hermana viniera ahora a marcar el rumbo de su futuro, a decirle qué hacer, le pareció un insulto a su inteligencia. Una ingratitud.

—En todo caso, si mi boda te parece una locura, no podrás evitarla. Tengo veinte años, como tan bien tú le dijiste a mamá cuando quisiste irte a Madrid a estudiar Medicina, ¿recuerdas? Yo soy la dueña de mis decisiones, y precisamente tú no eres la más indicada para darme consejos sobre nada. Te fuiste a estudiar y me dejaste sola aquí, sola con mamá borracha y loca, con Amalia vieja para plantarle cara, con la tía Ángela que no me hacía ni caso, que sólo vivía pendiente de sus actos sociales, a los que ya no podía ni quería ir con mamá… ¿Cómo te atreves ahora a decirme que te parece mal que intente solucionar por mi cuenta mi situación si nunca te preocupaste?

—Eso que me dices no es justo. Venía aquí siempre que podía para que no estuvieras sola. No tengo ni un amigo en Madrid, nada, porque cada vez que he conseguido días libres los he usado para coger un tren que me trajera a tu lado. Y al llegar siempre sentía que estaba malgastando mi tiempo porque no me hacías ni caso. Estabas con tu amiga Irene encerrada en tu dormitorio y pasabas las tardes mirando figurines y oyendo la radio sin dedicarme ni un minuto. Me daba la impresión de que sólo querías que volviera para solucionar las cuentas, los pagos y los asuntos pendientes sobre la marcha de la casa.

—Eso podíamos hacerlo perfectamente Amalia y yo. Lo que pasa es que tú venías con tus libros y tus conversaciones elevadas sobre lo fantástico que es estudiar y cada vez que te oía hacerte la importante y planear adónde irías cuando acabaras la carrera, o si serías pediatra, o si prefieres las enfermedades tropicales o si esto o lo otro, todo mirándome con pena, como si fuera una tonta que no supiera de qué hablas, pues me enfadaba y ya no me apetecía hablarte, ni siquiera tenerte delante. Por eso me metía en mi habitación. Sólo por eso.

Isabel sintió que la invadía el vértigo cuando vio el odio en los ojos de su hermana, el rencor guardado tanto tiempo mientras le decía todo aquello con esa tremenda carga de resentimiento. Tuvo que sentarse y respirar hondo para digerir y asumir toda la arbitrariedad que dejaban traslucir las palabras de Ana.

Nada de aquello tenía sentido. No era cierto, no tenía justificación.

Se dio cuenta de que su hermana no era la niña indefensa que siempre había pretendido aparentar. Pero lo que más le dolía era la mentira, el que usara sus propias palabras contra ella y les diera otro sentido mucho más doloroso, mucho más hiriente, sin duda para hacerle daño, como pago por su afán de cambiar, de madurar.

Lo cierto es que nunca había hablado en ese tono que su hermana pequeña ahora le reprochaba. Jamás se hubiera atrevido a sugerir que estuviera desperdiciando su vida o que fuera menos inteligente, más inútil que ella por preferir vivir protegida en su casa de siempre, encerrada en el pequeño mundo de su jardín frente a su mar, en su ciudad, en su bahía.

Todos sabían que a Ana no le gustaba estudiar, que no tenía ambiciones en ese sentido, que prefería emplear su tiempo ante el espejo, eligiendo vestidos, charlando de cosas banales, navegando sola por la bahía o probándose sus mil pares de zapatos una y otra vez en las tardes de lluvia antes que abriendo un libro o una novela, por los que desde niña nunca había manifestado interés.

En cuanto a la presencia de Clara y a su locura, Ana se había negado repetidamente a asumir cualquier tipo de responsabilidad relacionada con su estado de dejadez y descontrol. Lo que la joven sentía era que ella seguía siendo la niña de la casa a quien cuidar y proteger, la débil, la desatendida. No comprendía que los papeles se habían invertido y que, a pesar de su juventud y tal y como Isabel había hecho desde la muerte de su padre, era ahora el momento para tomar su relevo y comprometerse en el cuidado y la protección de una mujer rota, ida, que apenas era capaz de mantener su propia higiene o recordar los nombres de sus hijas.

Como un fogonazo, Isabel comprendió con total claridad que no podía hacer nada respecto a la decisión que había tomado su hermana. El matrimonio con Ignacio no era, como había pensado en un principio, un encaprichamiento de Ana hacia él y su atractivo, su experiencia, su aire de hombre con clase, seguro de sí mismo. No tenía nada que ver con el amor o la fascinación. Era simplemente un plan perfectamente trazado para huir de lo que hasta entonces había sido su mundo.

Encerrada en su universo particular de revistas y radionovelas, Ana había soñado durante toda su infancia y buena parte de su adolescencia con viajes a bordo de transatlánticos, noches de fiesta vistiendo trajes de gala espectaculares, recepciones cosmopolitas en maravillosas residencias de sitios exóticos, joyas, anfitriones galantes, aventuras inigualables de la mano de su marido, el flamante diplomático.

Ahora lo entendía todo: su afán por orquestar una boda de cuento de hadas, su empeño en salirse con la suya. Ana era una niña y aquella boda formaba parte de sus sueños románticos, era una pieza esencial de la imagen que se había trazado de sí misma y de cómo sería su vida. Por eso comprendió que era inútil tratar de convencerla. Ella, caprichosamente, seguiría, incansable, defendiendo con obstinación su decisión de casarse. No iba a renunciar a él.

—No tiene sentido seguir insistiendo contigo. Tu decisión está tomada desde hace años y nunca te haré cambiar de parecer. Lo que no entiendo es cómo Ignacio se ha dejado embaucar —claudicó al final con cansancio.

—No se ha dejado embaucar, él me quiere y es el hombre perfecto: es guapísimo, tiene experiencia y nadie gestionará mejor mis intereses que alguien de mi propia familia.

—¿De eso se trata, de proteger tus intereses y tus acciones? ¿Por qué no contratas entonces a un contable? —preguntó Isabel, dejándose llevar por un sarcasmo del que se arrepintió de inmediato.

—No seas malvada —replicó Ana furiosa, porque, aunque no lo pareciera, había comprobado que su hermana aún podía llegar a leer en el fondo de sus pensamientos—. Sabes de sobra que estoy enamorada. ¿No estarás celosa, verdad, porque yo, siendo la pequeña, vaya a casarme antes que tú? ¿O lo estás porque con quien lo haré es precisamente con Ignacio?

Isabel reconoció en su ataque repentino, en la vileza de su insinuación, los indicios de la terquedad de su madre. Esa terquedad infantil y obsesiva que tantas veces le había preocupado y que podía llegar a ser mezquina y hostil.

—No, no lo estoy. Apenas conozco a nuestro primo, igual que tú, y sabes que casarme nunca ha sido el sueño de mi vida, de modo que no tengo motivos para sentir celos de ti.

—Pues entonces no sé por qué te empeñas en chafarme y estropear la época más bonita de mi vida. Deberías alegrarte por mí en vez de reñirme —razonó Ana con lógica aplastante y un gesto en la cara de niña enfurruñada y absurda que no comprendía las razones de los mayores.

—Tienes razón. Espero que seáis muy felices —contestó Isabel finalmente, pesarosa y cabizbaja, para cerrar la discusión, y en la sonrisa de triunfo de Ana pudo ver un punto de alegría irracional que la preocupó.

Pensó que no le quedaría más remedio que hablar con Ignacio para tratar de evitar la boda, pero aún había tiempo, pensó, podría intentar conocerlo mejor antes de afrontar esa conversación difícil, de advertirle que iba a arruinar su futuro, a un hombre del que no sabía apenas nada.

Ahora, dos años después y pocos días antes de la boda de su hermana y su primo, absolutamente despierta pese al traqueteo cansino y monótono del tren que la llevaba a la celebración de una boda que intuía fallida desde el principio, Isabel rememoraba aquella conversación sin sentido ni lógica con una Ana obcecada en salirse con la suya, y no podía evitar sentirse culpable.

Pensó en Ignacio. ¿Por qué retrasó tanto ese momento que supo desde el principio que tendría que vivir? ¿Qué fue lo que la ató, qué la frenó y le impidió sincerarse con él? ¿El miedo a hacerle daño? ¿A las preguntas que él pudiera hacerle?

Sí, eso había sido, pero le inquietaba una: ¿Por qué no quieres que me case con tu hermana?

Podría contestarle con cientos, con miles de razones a cada cual más coherente y contundente, pero sólo una de todas las respuestas válidas era la verdadera.

En silencio, mirando sin ver por la ventana el paisaje que desfilaba ante sus ojos como una ofrenda maravillosa, Isabel se sintió débil y cobarde, incapaz de frenar un desastre que destruiría para siempre la vida de Ignacio y Ana y, por qué no, también la suya propia.

También reconoció otro sentimiento incómodo: los celos.