Damasco

La ciudad resultó ser interesante y llena de color. Las mezquitas, las calles, la gente, todo estaba impregnado de una luz extremadamente intensa y de un exotismo que apasionó a Isabel a pesar del enorme deterioro que se advertía en edificios, paisajes y hasta en las personas que la poblaban.

A menudo salía temprano a dar una vuelta por sus rincones más pintorescos. Ignacio no la dejaba salir sola y, en un exceso de responsabilidad y hospitalidad, había habilitado un coche de la embajada que puso a su disposición y que la llevaba y traía a cualquier hora del día a su antojo. Ella, tras consultar en las escasas guías turísticas de la ciudad que pudo encontrar, averiguó que eran especialmente relevantes sus restos arqueológicos, de modo que casi todos los días que duró su estancia allí organizó excursiones destinadas a ir conociendo poco a poco la zona sin por ello descuidar la atención que sentía que debía a su hermana.

Por fortuna, Ana pasaba gran parte del día descansando, en principio sus primeros meses de embarazo no estaban resultando muy molestos, pero ella utilizaba su estado para hacer y deshacer planes a su antojo, evitar madrugar o saltarse algunos de los actos y compromisos oficiales a los que, como mujer de Ignacio, debía asistir.

Él, aunque sospechaba que todo su cansancio no era más que una estrategia para librarse, como siempre había intentado hacer, de sus obligaciones, no se atrevía a contradecirla ni a imponerle ninguna actividad. Tenía ese temor un tanto ilógico y absurdo de los padres primerizos que tienden a sobreproteger a la embarazada y tratarla como si fuese, más que una gestante, una enferma. Ana disfrutaba con esa nueva reverencia con que todos la trataban ahora y con todo descaro, a juicio de su hermana, se aprovechaba de la situación.

Pero a Isabel no podía engañarla, y fiel a su papel de voz de la conciencia, empeñada en hacerla entrar en razón en todo momento y ocasión, no cesaba de advertirle de los peligros que la inactividad podía causarle en su estado.

—El embarazo no es ninguna dolencia ni merma tus capacidades —le advertía con dureza, intentando imprimir a su tono toda la seriedad de que era capaz—. Es cierto que en el primer trimestre las mujeres suelen sentirse más cansadas de lo habitual, pero eso no justifica que te pases la mayor parte del día tirada en la cama comiendo bombones. Tienes a tu disposición una ciudad magnífica e increíble. Es un mundo nuevo y distinto que renuncias a conocer sólo porque se trata de una cultura diferente a la nuestra, y es una lástima que dejes pasar esta oportunidad de disfrutarlo.

Pero Ana estaba muy lejos de compartir ese entusiasmo que embargaba a Isabel.

—Dices eso porque llevas una semana aquí. Si te quedaras más tiempo pronto se te caería el velo de los ojos: esto ni siquiera es una ciudad, es un pueblo grande y sucio, polvoriento y seco, sin mar, sin cultura, sin tiendas ni nada. Aquí no hay nada que ver y mucho menos nada que hacer, así que no me recrimines que me quede en casa descansando por el bien del niño.

—Lo mejor que podrías hacer por tu embarazo y por ti misma es andar un poco, pasear y mantenerte activa. Te estás alejando de todo, vives encerrada en el mundo color de rosa de tu cuarto y no pareces darte cuenta de que Ignacio, tu marido, pasa cada vez más tiempo solo.

—¿A qué has venido aquí, a preocuparte por mí o por él? —preguntó capciosa Ana ante el reproche de su hermana.

—Sabes de sobra que me preocupo por los dos. Sois mi única familia, vosotros y el niño que vas a tener —respondió Isabel, dolida de nuevo por la repentina mezquindad de su hermana—. Si te digo todo esto es por tu bien. No es bueno que estés inactiva. Además, una cosa es que cojas los kilos propios del embarazo, y otra que comas el doble y no te muevas, como si fueras inválida. ¿Es que quieres ponerte como un tonel y quedarte así después del parto?

Ana dio un respingo y uno de los pastelillos que iba a meterse en la boca se le cayó de la mano sin querer. Se quedó con la boca abierta, como si no se hubiera parado a contemplar esa posibilidad, e Isabel no pudo evitar sentirse satisfecha por haber conseguido dejarla sin palabras. Sí, era cruel, pero tenía que reconocer que la había puesto contenta demostrarle que ella también sabía devolver, si se lo proponía, los golpes.

—Quiero irme contigo, júrame que hablarás con Ignacio y le convencerás. Por favor, Isabel, júramelo —lloró de pronto, como una niña pequeña que no supiera decidir por sí misma el rumbo de su vida—. Si me llevas de vuelta a España te prometo que me moveré, y saldré, y pasearé, iré a comprar el ajuar para el niño, andaré por el jardín y el campo y la costa de la bahía y seré buena y no comeré dulces ni estaré malhumorada. ¿Hablarás con Ignacio? ¿Sí?

Isabel, sorprendida por ese acceso de tozudez malcriada que tan bien conocía desde la infancia, asistió sobrecogida e impotente a aquella llantina que no supo muy bien cómo atajar. Por una parte era plenamente consciente de que Ana la estaba sometiendo a un chantaje emocional nada disimulado, aplicando con ella una técnica que desde su matrimonio había llegado a mejorar hasta alcanzar casi la perfección. Pero ella no era Ignacio, no era un hombre atrapado entre su propio sentido del deber y los caprichos de una mujer-niña. Había crecido con Ana, habían llegado juntas a la adolescencia y todos los problemas que ésta había tenido y que ahora lastraban su madurez los había superado, y con creces, la propia Isabel.

Estaba decidida a contestarle que, si tan claro tenía que quería volverse a España, tuviera el valor de planteárselo a su marido, que ella no podía mediar para rebajar una tensión cada día más intensa y evidente, que había sido un error acudir allí porque con ese gesto se había vuelto a hacer responsable de nuevo de sus problemas y su solución cuando, realmente, no era asunto suyo y no quería interceder en una crisis matrimonial.

Iba a explicarle cómo la llenaba de impotencia el tener que solucionar siempre sus problemas sin recibir a cambio ni un gesto de agradecimiento, porque era algo que se suponía que debía hacer, cuando la sonrisa de su hermana la detuvo.

—Todo va a salir bien —decía en voz baja—. Nos iremos de aquí, saldremos por fin de este horrible país. Volveremos a casa, a casa…

Su voz cantarina, su sonrisa embobada, más que tranquilizar a Isabel, la llenaron de pánico. Para un observador ajeno a su pasado común aquella escena suponía que el instinto maternal comenzaba a aflorar. A su hermana, en cambio, aquella expresión ida, los ojos ausentes y soñadores, hasta la melodía que tarareaba, le recordaban peligrosamente a Clara, la Clara que no quería salir de su casa, que se negaba a vestirse y peinarse, que no aceptaba que su existencia hubiera cambiado, lo que, finalmente, acabó con ella.

En una fracción de segundo, Isabel cambió de táctica.

—Cálmate, no te preocupes, estés donde estés, yo cuidaré de ti. Todo va a salir bien, ya lo verás —le dijo con voz arrulladora mientras le acariciaba el pelo.

—Es que tiene que salir bien, ¿no lo entiendes? Yo no puedo dar a luz aquí. Yo no puedo vivir aquí. Tengo que irme, ¿no lo entiendes? Tengo que hacerlo… —y un llanto manso y desnudo la convertía todavía en más vulnerable, aún más inconsistente.

Más tarde, después de que Ana se hubiera acostado tras un último ataque de llanto, nada más acabar de cenar a solas y en un preocupado y tirante silencio, Ignacio e Isabel tomaron una copa en el salón.

—Ésta es la situación, Isabel —se sinceró de pronto, poniéndose en pie con la copa de licor en la mano y acercándose a la barandilla de su porche para no tener que mirarla a los ojos mientras le hablaba—: Tu hermana es una niña consentida que no ha crecido y te puedo asegurar que, en este momento, nuestra vida, que tendría que ser feliz ante la llegada del primer hijo, es un infierno.

No le sorprendió esta confesión descarnada e inesperada, siempre había sabido que él era un hombre sincero, hasta brutalmente honesto. Lo que la dejó impresionada fue su sencillez. Ignacio no buscaba palabras que enmascararan la situación. Tampoco daba rodeos. Expresó su situación y eso hizo que Isabel le admirara todavía más.

—Ten paciencia, es muy joven, muy mimada, está en un país extraño y me imagino, o creo que estoy en la certeza de que se siente sola. No sé, a lo mejor no es tan mala idea que se venga a España. La casa de nuestros padres está preparada para que nos instalemos en cualquier momento. ¿Por qué no la dejas ir un tiempo?

Tras decir todo esto quedó expectante, pendiente de la expresión de su cuñado, intentando averiguar si había logrado convencerle de que dejara ir de su lado a su mujer precisamente en lo que ella creía que debía de ser una de las épocas más felices de toda vida en pareja: la espera del primer hijo.

Para su asombro, Ignacio apenas se sorprendió por esta petición. La miró con tristeza y habló con voz pausada y una expresión que reflejaba su supremo hastío:

—Que haga lo que quiera. No hacía falta que te pusiera a ti por medio para decírmelo. Lo veía venir hace tiempo y, si he de serte franco, creo que será un alivio que se vaya.

—Siento que hayas tenido que enterarte así, ya sabes cómo es, me preocupa su estado no sólo por ella, también por el niño, y por eso yo…

—Déjalo, no necesitas darme explicaciones —la cortó, amable pero contundente, con un ademán firme—. A estas alturas conozco a mi mujer más que de sobra. No sabes lo agotador que es, el esfuerzo que me supone trabajar y vivir en un país como éste y luego tener mi propio infierno privado en casa.

Isabel no supo qué contestar. Sentía, intuía que lo mejor que podía hacer era escucharle en silencio. Se había preparado, desde el mismo momento en que supo que iba a aceptar embarcarse en aquel viaje, para hablar, razonar, convencer o enfrentarse a su hermana. Pero nunca previó que Ignacio fuera a confesarle su derrota, cómo había destruido su futuro y sus sentimientos. Y ante esto no se le ocurría absolutamente nada que argumentar.

—¿Te acuerdas del día que navegábamos por la bahía y tú dijiste que esta boda era un error? —le preguntó él, de pronto, volviéndose hacia ella.

Ella lo miró suplicante, rogándole sin palabras que no volviera a mencionar aquella tarde de sinceridad y mar, pero finalmente, al advertir su expectación, terminó por asentir.

Ignacio continuó.

—También recuerdo el silencio del barco, como un espacio alejado del mundo. En aquel momento me di cuenta de que me había equivocado de hermana —rápidamente Ignacio se rió, como para restar importancia a lo que acababa de decir—. No me hagas caso, es un mal momento y ya está. Pasará.

Pero no pasó.

Ana, como siempre había conseguido hacer a lo largo de toda su vida, se salió con la suya y, cuando la estancia de Isabel acabó, apenas cuatro días después, se volvió con ella a Madrid. Ignacio no pudo, o puede que no quisiera, acompañarlas al aeropuerto. Alegó que tenía una importante reunión a la hora en que salía su avión y prefirió despedirse de ellas en la intimidad de su casa.

Isabel y él tuvieron mucho tiempo para hablar a solas durante casi todas las veladas que tenían lugar después de la hora de cenar, ya que Ana se retiraba temprano alegando, como era habitual en ella desde que se confirmó su embarazo, su cansancio. En esas horas de conversación y confidencias, Ignacio llegó a confesarle que tenía desde hacía tiempo asumido que su mujer terminaría por irse y que ello, más que aflicción, más que dolor por la separación, le provocaba una desazón mucho más amarga, la de la derrota. La de saber que no había servido de nada su sacrificio, su lucha a brazo partido contra la lógica que vaticinaba la ruina de su unión desde el principio. Que tanto esfuerzo no había servido para nada. Que había perdido el tiempo.

Ella recordó todo eso cuando se abrazó a él y, luego de besarle en ambas mejillas, le deseó suerte tras añadir que esperaba verle muy pronto en España. «Sí», contestó él como ausente. «Claro, ahora tendré que ir a España para el parto», añadió, y parecía que acababa de caer en la cuenta en ese preciso momento. «Es lo que debo hacer, al menos intentaré ser un buen padre, de modo que allí nos encontraremos».

Algo más tarde, ya a bordo del avión, Isabel no dejaba de darle vueltas a una de sus últimas frases, «Al menos intentaré ser un buen padre», y no podía evitar admirar su generosidad, su entrega, y compararla con la actitud exultante y risueña de Ana, que no podía dejar de reír feliz y satisfecha con ese triunfo que, sin que se diera cuenta, rompía en dos su familia tal vez para siempre.

Pero ella no era una persona dada a ponerse en el lugar de los demás. No se le pasaría jamás por la cabeza pararse a pensar que su marido quedaba roto, destrozado. Sólo podía repetirse que había vuelto a salirse con la suya y ahora estaba de camino a la preciosa mansión de sus padres, a su mar y su jardín, a su verdadero lugar, allí donde era alguien y todos la conocían y admiraban.

Sí, allí volvería a ser la que era, la más guapa, la más envidiada. Sólo tenía que dar a luz de una vez, lo antes posible, para recuperar sin perder tiempo su figura y, en su nueva condición de dignísima esposa, fuera de toda sospecha, dedicarse a asumir el papel que, desde la muerte de su madre, nadie se atrevió a interpretar: el de la perfecta anfitriona, la mejor organizadora, la protagonista de la vida social de la ciudad.

Ana apenas quiso permanecer más que un par de días en Madrid junto a su hermana. Sólo quería viajar de inmediato al norte, llegar a su casa cuanto antes. Isabel intentó arañar algunos días más a sus obligaciones para acompañarla a su ciudad y ayudarla a instalarse, pero le fue imposible y, además, sin saber muy bien qué la llevaba a pensar aquello, percibía en ella el deseo de viajar sin compañía, de llegar sola allí.

—Es un mecanismo de reafirmación —le explicaría una de sus amigas, especializada en Psiquiatría—. Por lo que me has contado, vuestra ciudad significa mucho para ella, es donde estuvo sola, con la única compañía de tu madre, totalmente ida, cuando tú ya acababas de empezar la carrera aquí. Luego, tras su compromiso, se dedicó a esperar a que su marido fuera allí a verla, y su boda tuvo lugar también en la catedral donde os bautizaron, donde vuestros padres se casaron, donde hicisteis la Comunión. Para ella —concluyó—, esa casa, esa ciudad, es su escenario, su marco ideal, el lugar donde su vida tiene sentido. Por eso es tan importante que entre en ella en solitario, sin compañía.

—Pero yo crecí con ella en el mismo lugar, jugamos juntas, navegábamos solas las dos con nuestro velero por la bahía… ¿Por qué me rechaza ahora?

—No te rechaza, simplemente está tratando de encontrar su sitio en el mundo. Mira —dijo tras haberse parado a pensar un momento—, plantéatelo con los parámetros de un animal, de un mamífero, una loba o tal vez una leona: el embarazo desencadena procesos psicológicos especiales, una mujer, una hembra, necesita acondicionar una madriguera, una casa, un nido. Busca para ello un entorno seguro tanto para ella como para su cachorro y espera la protección de la manada. Ahora bien, el embarazo también otorga, incluso entre los animales, un cierto estatus. Los otros miembros del grupo respetan más a esa hembra, y ella debe hacer valer desde ese momento su posición.

—Sigo sin entenderlo… —reconoció Isabel confusa.

—Tu hermana va a la casa donde creció porque es ahí donde se siente a salvo, donde quiere montar su nido. Y no olvides que ha dejado atrás a su marido. Para ella entrar sola en la ciudad es una toma de posición: ya no se siente como la niña a quien los demás amparan y protegen. Ahora va a ser madre y ella se encargará de cuidar a su niño. Desde esa nueva posición de fortaleza, llegar sola e instalarse en la mansión familiar independientemente, sin que ni tu cuñado ni tú la acompañéis y la llevéis de la mano hasta allí, es un acto simbólico de reconocimiento de su propia determinación. Por eso debes respetarlo.

Isabel agradeció las explicaciones y los consejos de su amiga y se despidió en la estación de una Ana contenta e ilusionada, y cuando por fin pudo ella también estar a solas en su cuarto, frente a una montaña de apuntes y de trabajos por entregar, se paró a reflexionar un instante y se dio cuenta, sorprendida, de que nunca había visto a su hermana tan entera, tan decidida, incluso tan audaz.

«Sí, Ana ya es una mujer», se dijo. «Y no estará sola, Amalia y la tía Ángela cuidarán de ella. La casa está lista para ella, de hecho siempre lo ha estado porque yo me he encargado todo este tiempo de seguir pagando al servicio y reparar lo que fuera necesario para que pudiera recibirnos a cualquiera de las dos. No tiene más que entrar, instalarse en su antigua habitación, o pedir que adecenten la que más le guste, y empezar a recibir a sus antiguas amigas contándoles las novedades de su vida. Estará entretenida, y feliz, y yo también lo seré».

Sin embargo no pudo evitar recordar a Ignacio, solo en su destino lejano, y aparcando por un rato los deberes y compromisos pendientes —«Por media hora más no pasará nada», pensó—, se sentó en su escritorio, apartó la montaña de papeles a los que debía dedicarse para recuperar el tiempo perdido, y comenzó a escribirle una carta en la que le ponía al tanto del estado de Ana y de lo animada que parecía.

Quería tranquilizarle, que supiera que ella estaría pendiente de su mujer y de su embarazo, decirle que todo iría bien, que podían valerse por sí mismas las dos como ya llevaban tanto tiempo haciendo. Esperaba que así él pudiera volcarse en su trabajo y relajarse, al menos calmarse un poco sabiendo que su familia estaba relativamente feliz, segura y a salvo. Incluso le contó que su madre, Ángela, con quien ya había hablado por teléfono, esperaba impaciente la llegada de Ana y su futuro nieto.

… Seguro que ya se ha puesto manos a la obra y estará tejiendo como loca chaquetitas, gorros de bebé y patucos diminutos. Creo que le vendrá bien la presencia de su nuera en la ciudad, estoy segura de que tenerla allí, tan cerca, le aportará nueva energía y, sobre todo, la sensación de volver a sentirse útil de nuevo. De tener alguien a quien cuidar.

No tienes por lo que preocuparte, de verdad, encárgate de cuidar de ti mismo, de animarte y reencontrarte de nuevo. Sé por propia experiencia lo duro que puede llegar a ser hacerse cargo de una persona como Ana, acostumbrada a ser mimada a todas horas. Me duele tener que reconocerlo, pero podría calificarla como devastadora.

En el momento en que está lejos la adoras, la echas de menos y añoras su modo de reír y cómo se le iluminan los ojos cuando te escucha, pero cuando estás a su lado es como si te quitara algo de vida y de energía y, al encontrarte solo otra vez, es como si no supieras qué hacer con toda esa vitalidad.

Aprovéchala. Sé que sabrás hacerlo.

Me gustaría que me escribieras, como antes, y que al leer tus cartas sintiera que vuelves a ser el mismo de antes, el Ignacio que yo conocí de niña. Haz lo posible por buscar en tu interior y encuéntrate, por favor.

De tus seres queridos, por ahora, me ocupo yo.

Releyó los últimos párrafos y aquella última frase le pareció un buen final para su carta. La firmó, la metió en un sobre que cerró de inmediato y, mucho más serena, casi hasta orgullosa de sí misma, en cuanto salió a la calle al día siguiente la echó al correo. Se sentía, por primera vez en mucho tiempo, en paz. Sí, exactamente así. Ignacio había hecho por ellas mucho, muchísimo. Desde la muerte de Clara él solo se decidió a asumir y cargar sobre sus hombros la responsabilidad de aglutinar en torno a él una familia a la que pertenecían tanto ella y Ana como la propia tía Ángela. Ahora, tras tantos años dedicado a su cuidado, por fin ella podía devolverle algo a cambio: libertad.

Precisamente de eso se trataba, reflexionó, de dejarle espacio y calma para realizarse, tal y como hizo ella durante su estancia en Madrid para estudiar la carrera. «Eso es lo que él necesita», se convenció. Paz, tranquilidad y espacio vital para ser él mismo, para reencontrarse de nuevo, para volver a ser él en su esencia sin tener que estar pendiente de Ana y sus caprichos.

Sin embargo, no se dio cuenta de que lo que realmente estaba haciendo era transmitirle la idea de que tanto ella como Ana, o incluso su madre, eran capaces de vivir por su cuenta, de que no le necesitaban y, lo que era peor, de que todo el tiempo que les dedicó no había servido para nada porque, realmente, podían seguir adelante sin él o, dicho de otro modo, con él en la distancia.

Llegó a considerarse estafado. Durante años contentar a su mujer, aplacar las histerias de su madre y tenerlas ocupadas y entretenidas volcando todas sus penas, frustraciones y caprichos en él, era el fin para conseguir espacio y tranquilidad en la vida de Isabel, para que permaneciera en Madrid sin agobios y estudiara su carrera sin llevarlas sobre sus hombros como la losa que realmente eran.

Así, mientras Isabel dormía en Madrid con la conciencia tranquila y la sensación de haber saldado una antigua deuda, Ignacio esperaba, ignorante de la carga de frustración y desengaños que contenía, una carta que, pese a sus buenas intenciones, contribuiría a ahondar todavía un poco más la brecha que la marcha de Ana había supuesto para él.